lunes, 3 de agosto de 2015

RAYMOND CLANDLER y su cuento "El lápiz"

1
Era un hombre algo rechoncho con una sonrisa deshonesta que estiraba las comisuras de sus labios un centímetro hacia los lados, cerrando mucho la boca y dando a los ojos una expresión triste. Para un hombre tirando a grueso, tenía un andar perezoso. La mayoría de hombres gruesos caminan con rapidez y ligereza. Llevaba un traje gris de punto de espina y una corbata pintada a mano en la que se veía parte de una chica en plena zambullida. la camisa era limpia, lo cual me animó, y sus mocasines marrones, tan poco indicados como la corbata para el traje que lucía, estaban recién lustrados.
Pasó por delante de mí mientras yo mantenía abierta la puerta que separa la sala de espera de mi sala de meditación. Una vez dentro, echó una rápida mirada a su alrededor. Yo habría dicho que era un mafioso de segunda categoría, si alguien me lo hubiera preguntado. Por una vez, no me equivoqué. Si iba armado, debía llevar el arma en los pantalones. La chaqueta era demasiado ajustada para ocultar el bulto de una pistolera de hombro.
Se sentó con cuidado, yo tomé asiento frente a él y los dos nos miramos. Su rostro tenía la viveza de un zorro. Sudaba ligeramente. La expresión de mi rostro estaba programada para expresar interés, pero no curiosidad. Cogí una pipa y el humidificador de piel en que guardaba mi tabaco Pearce. Le ofrecí cigarrillos.
—No fumo.
Tenía una voz ronca que me disgustaba igual que su indumentaria o su rostro. Mientras rellenaba la pipa, le vi meterse la mano en el bolsillo, sacar un billete, mirarlo y dejarlo sobre la mesa delante de mí. Era un bonito billete, limpio y nuevo. Mil dólares.
—¿Ha salvado alguna vez la vida de un tipo?
—Quizá sí, de cuando en cuando.
—Salve la mía.
—¿Qué ocurre?
—Me habían dicho que en seguida reconocía a sus clientes, Marlowe.
—Por eso sigo siendo pobre.
—Todavía me quedan dos amigos. Usted será el tercero y dejará de ser pobre. Recibirá cinco de los grandes si me saca de este apuro.
—¿De qué apuro?
—Está muy hablador esta mañana. ¿No adivina quien soy?
—No.
—¿No ha estado nunca en el este?
—Claro que sí, pero no me moví en su ambiente.
—¿Y qué ambiente cree que es el mío?
Yo ya me estaba cansando.
—Deje de ser tan evasivo o recoja su pasta y desaparezca.
—Soy Ikky Rosenstein. Desapareceré, pero definitivamente, si usted no idea una salida. Adivine lo ocurrido.
—Ya lo he adivinado. Ahora usted me lo explica, y de prisa. No tengo todo el día para que me lo vaya dando en cuentagotas.
—He desertado del Equipo. A los peces gordos no les gusta eso. Para ellos significa que has obtenido información buena para vender, o tienes ideas independientes, o has perdido el coraje. En mi caso, es esto último. Estaba hasta aquí. –Se tocó la nuez con el índice—. He hecho cosas malas. He intimidado y maltratado a muchos tipos. Nunca he matado a nadie, pero esto no importa en el Equipo. Me he separado de ellos, de modo que cogen el lápiz y trazan una línea. Me lo han avisado: los matones están en marcha. Cometí un gran error. Intenté ocultarme en Las Vegas. Pensé que nunca esperarían encontrarme en su propia guarida, pero fueron más listos que yo. Cuando tomé el avión de Los Ángeles, alguien debía ir en él. Ahora saben donde vivo.
—Cambie de domicilio.
—Ya es inútil. Me siguen.
Yo sabía que tenía razón.
—¿Por qué no le han liquidado ya?
—No actúan de ese modo. Siempre son especialistas. ¿No sabe usted cómo funciona?
—Más o menos. Un tipo con una buena ferretería en Buffalo. Un tipo con una pequeña lechería en otra ciudad. Siempre una buena fachada. Envían sus informes a Nueva York u otro lugar. Cuando suben al avión que les lleva al oeste o adonde quiera que vayan, siempre van con un arma en el portafolios. Son silenciosos, visten bien y no se sientan juntos. Podrían ser abogados o recaudadores de impuestos… cualquier cosa que pase desapercibida. Personas de todas clases llevan portafolios. Incluso las mujeres.
—Absolutamente correcto. Y cuando tomen tierra, les dirigirán a mí, pero no desde el aeropuerto. Tienen otros métodos. Si acudo a los polis, alguien estará al corriente sobre mí. Que yo sepa, podrían tener a un par de muchachos de la Mafia en el mismo Ayuntamiento. Ya se ha hecho. Los polis me darán veinticuatro horas para abandonar la ciudad. Sería inútil. ¿México? Peor que aquí. ¿Canadá? Mejor, pero todavía inútil. También allí tienen conexiones.
—¿Y Australia?
—No puedo obtener un pasaporte. He vivido aquí veinticinco años… ilegalmente. No pueden deportarme si no me prueban un crimen. El Equipo se encargaría de que no pudieran probarlo. Suponga que me metan en chirona. Saldré por orden judicial a las veinticuatro horas. Y mis simpáticos amigos esperarán en un coche para llevarme a casa… pero no será a casa.
Mi pipa estaba encendida y funcionaba muy bien. Miré el billete con el ceño fruncido; me iría de perlas. Mi cuenta corriente estaba tocando fondo.
—No perdamos más tiempo –dije—. Supongamos… sólo supongamos que se me ocurriera una salida. ¿Qué haría usted inmediatamente después?
—Sé de un lugar… si pudiera llegar a él sin ser perseguido. Dejaría mi coche aquí y alquilaría uno, que abandonaría en la frontera del estado para comprar otro de segunda mano. A medio camino cambiaría éste por un último modelo, un resto de serie. Ahora es la mejor época del año; te hacen descuento y está a punto de salir un modelo. No lo haría para ahorrar, sino porque es más discreto. El lugar a donde voy es muy espacioso pero todavía bastante limpio.
—Ya –observé—. Wichita, tengo entendido. Pero puede haber cambiado.
Me dirigió una mirada amenazadora.
—Use el cerebro, Marlowe, pero no demasiado.
—Lo usaré todo lo que quiera. No intente fijarme reglas. Si acepto este trabajo, no habrá ninguna regla. Me embolso estos mil y el resto si todo sale bien. No me engañe; yo podría enviar información. Si me liquidan, ponga sólo una rosa roja sobre mi tumba. No me gustan las flores cortadas, me gusta verlas crecer. Pero le aceptaría una porque es usted un personaje tan simpático. ¿Cuándo llega el avión?
—Hoy, no sé a qué hora. Son nueve horas desde Nueva York. Probablemente llegará a eso de las 5:30 pm.
—Podría venir vía San Diego y cambiar de avión o vía San Francisco y cambiar de avión. Hay muchos vuelos desde Dago y Frisco. Necesito un ayudante.
—Maldito sea, Marlowe…
—Espere. Conozco a una chica. Es hija de un jefe de policía al que mataron por exceso de honradez. No hablaría ni bajo tortura.
—No tiene usted derecho a arriesgar su vida –protestó airado Ikky.
Me quedé tan sorprendido que la mandíbula se me abrió. La cerré lentamente y tragué saliva.
—Dios mío, este hombre tiene corazón.
—Las mujeres no están hechas para la violencia –objetó a regañadientes.
Cogí el billete de mil dólares y lo guardé.
—Lo siento, no hay recibo. No puede tener mi nombre en su bolsillo. Y no habrá violencia, si tengo suerte. Me desprestigiaría. Sólo hay un modo de hacerlo. Ahora deme su dirección y toda la información que tenga, nombres y descripciones de los matones que haya visto en carne y hueso.
Lo hizo. Era un observador bastante bueno. Lo malo es que el Equipo sabría a quién había visto. Los matones enviados serían desconocidos para él.
Se levantó en silencio y alargó la mano. Tuve que estrecharla, pero lo que había dicho de las mujeres me lo facilitó. Tenía la mano húmeda. La mía también lo habría estado de encontrarme en su lugar. Saludó con la cabeza y salió sin decir nada.
2
Era una calle tranquila de Bay City, si es que existen calles tranquilas en esta generación beatnik en la que no puedes acabar de comer sin que algún cantante masculino o femenino eructe torrentes de un amor anticuado como el polisón o algún órgano Hammond llene de jazz hasta la sopa del cliente.
La pequeña casa de una sola planta era primorosa como un delantal limpio. El césped estaba cortado con amor y era muy verde. La senda de entrada tenía un firme suave y carecía de manchas de gasolina, y el seto que rodeaba la casa daba la impresión de recibir a diario los cuidados de un barbero.
La puerta blanca tenía una cabeza de tigre por aldaba, una mirilla para ver quién hay fuera, y un interfono que permitía a la persona del interior hablar con la persona del exterior sin tener siquiera que abrir la mirilla.
Habría hipotecado mi pierna izquierda para vivir en una casa como aquélla. No creíaque pudiera conseguirlo jamás.
Una campanilla tañó en el interior y a los pocos momentos ella abrió la puerta vestida con una blusa deportiva azul celeste y pantalones cortos de color blanco, lo bastante cortos como para ser acogedores. Tenía ojos azulgrises, cabellos rojizos de tono oscuro y una bella estructura ósea en el rostro. Solía haber un matiz de amargura en los ojos azulgrises. La muchacha no podía olvidar que la vida de su padre había sido segada por el poder fraudulento de un mafioso y que su madre también había muerto. Era capaz de contener la amargura cuando escribía banalidades sobre el amor para las revistas de corazón, pero ésta no era su vida. En realidad, no tenía vida propia, sólo una existencia sin mucho sufrimiento y suficientes petrodólares para que fuera segura. Pero en situaciones apuradas tenía tanta serenidad e inventiva como un buen policía. Su nombre era Anne Riordan.
Se hizo a un lado y yo pasé muy cerca de ella. Pero también tengo mis reglas. Cerró la puerta y se aposentó en el sofá, tras lo cual se dedicó a procurarse un cigarrillo, y aquí había una muñeca que tenía fuerza para encendérselo ella misma.
Curioseé un poco a mi alrededor. Había algunos cambios, no muchos.
—Necesito tu ayuda –dije.
—Son las únicas veces que te veo.
—Tengo un cliente que es un ex mafioso; era pistolero del Equipo, el Sindicato, la Gran Banda o como quieras llamarlo. Sabes muy bien que existe y que es tan rico como Rockefeller. No se puede eliminar porque no hay bastante gente que lo desee, en especial los abogados de un millón de dólares al año que trabajan para ellos, y las asociaciones de picapleitos que parecen más ansiosos de proteger a otros abogados que a su propio país.
—Dios mío, ¿estás haciendo méritos para un cargo? Nunca me has sonado tan puro.
Movió las piernas , no provocativamente –no era el tipo para ello—, pero aun así dificultaba mis procesos mentales.
—Deja de mover las piernas –dije—, o ponte pantalones largos.
—Maldito seas, Marlowe. ¿No puedes pensar en otra cosa?
—Lo intentaré. Me gusta pensar que existe al menos una bonita y encantadora hembra que no tiene los talones redondos. –Tragué saliva y proseguí—: El hombre se llama Ikky Rosenstein. No es guapo ni me gusta nada de él –excepto un detalle. Se enfureció cuando le dije que necesitaba una ayudante femenina. Adujo que las mujeres no están hechas para la violencia. Esta es la razón de que aceptara el trabajo. Para un mafioso de verdad, la mujer no vale más que un saco de harina. Usan a las mujeres en la forma habitual, pero si es aconsejable deshacerse de ellas, lo hacen sin pensarlo dos veces.
—Hasta ahora has dicho muchas cosas y no has dicho nada. Quizá necesitas una taza de café o una copa.
—Te lo agradezco, pero no bebo por la mañana… excepto en algunas ocasiones y ésta no es una de ellas. Café más tarde, Ikky ha sido tachado.
—¿Qué es esto?
—Tienen una lista. Tachan un nombre con un lápiz y el tipo está prácticamente muerto. El Equipo tiene motivos. Ya no lo hacen para divertirse. No les divierte. Ahora es sólo parte de la contabilidad.
—¿Qué diablos puedo hacer yo? Incluso debería preguntar: ¿Qué puedes hacer tú?
—Puedo intentar algo. Lo que tú puedes hacer es ayudarme a localizar su avión y a averiguar a dónde van los matones asignados a este trabajo.
—Bueno, pero ¿qué puedes hacer tú?
—He dicho que intentaría algo. Si han tomado un avión nocturno, ya están aquí. Si vienen en un avión que haya despegado esta mañana, no pueden llegar antes de las cinco, lo cual nos deja mucho tiempo para prepararnos. Ya conoces su aspecto.
—Oh, sí, claro. Veo matones todos los días. Les invito a tomar whisky y tostadas con caviar.
Sonrió. Mientras sonreía, yo di cuatro largas zancadas sobre la alfombra de color crudo, levanté a Anne y planté un beso en sus labios. No se defendió, pero tampoco empezó a temblar. Volví a sentarme en mi sitio.
—Tendrán el aspecto normal de una persona que vive de una profesión o un negocio tranquilo y próspero. Llevarán una indumentaria discreta y serán corteses… cuando les interese serlo. En sus portafolios habrá pistolas que han cambiado de mano con tanta frecuencia que es imposible seguirles la pista. Para hacer el trabajo, abandonarán estas pistolas y usarán revólveres, aunque también podrían usar automáticas. No emplearán silenciadores porque pueden encallar el arma y su peso impide apuntar como es debido. No se sentarán juntos en el avión, pero una vez en tierra pueden fingir que se conocen y no se han visto durante el vuelo. Se estrecharán las manos con sonrisas adecuadas y se alejarán en el mismo taxi. Creo que primero irán al hotel, pero muy pronto se trasladarán a un lugar desde donde pueden vigilar los movimientos de Ikky y aprender su horario. No tendrán ninguna prisa a menos que Ikky haga algo extraño. Esto indicaría que ha sido avisado. Según me ha dicho, le quedan un par de amigos.
—¿Dispararán contra él desde este apartamento o habitación de la acera de enfrente; suponiendo que lo alquilen?
—No. Le dispararán desde una distancia de apenas un metro. Se le acercarán por la espalda y le dirán: “Hola, Ikky”. Este se quedará inmóvil o dará media vuelta. Le llenarán de plomo, tirarán las armas y saltarán al coche que les está esperando. Entonces se alejarán de la escena siguiendo al coche que les abrirá camino.
—¿Quién conducirá ese coche?
—Algún ciudadano intachable y rico que no tenga antecedentes penales. Llevará su propio vehículo y les abrirá paso aunque tenga que chocar a propósito con otro coche, incluso uno de la policía. Lo sentirá tanto que empapará de lágrimas su camisa provista de iniciales. Y los asesinos habrán desaparecido hace rato.
—Dios mío –exclamó Anne—. ¿Cómo puedes soportar esta vida? Si logras lo que te propones, te enviarán matones a ti.
—No lo creo. No matan a la gente de fuera. La culpa se la echarán a los matones. Recuerda que los jefes de la Mafia son hombres de negocios; quieren más y más dinero. Sólo son realmente implacables cuando deciden que han de matar a alguien, y no les gusta decirlo; siempre existe la posibilidad de un contratiempo, aunque la posibilidad sea mínima. Ningún asesinato de la Mafia ha sido resuelto aquí o en otra parte más que en dos o tres ocasiones. Lepke Buchalter murió electrocutado. ¿Te acuerdas de Anastasia? Era de una gran corpulencia y terriblemente duro. Demasiado grande y demasiado duro. Lápiz.
Ella se estremeció.
—Creo que yo también necesito un trago.
—Ya has captado el ambiente, querida –le sonreí—. Tendré que evitar los detalles.
Anne sirvió dos whiskys con agua y hielo. Mientras bebíamos, le dije:
—Si les reconoces, o crees que son ellos, sígueles adonde vayan… si puedes hacerlo sin riesgo. No de otro modo. Si es un hotel –y hay diez posibilidades contra una de que lo será—, regístrate y no pares de llamarme hasta que me encuentres.
Conocía el número de mi oficina y yo seguía viviendo en la Avenida Yucca, cuya dirección también conocía.
—Eres un tipo extraño –replicó—. Las mujeres hacen todo lo que quieres. ¿Cómo puedo continuar siendo virgen a los veintiocho años?
—Nos hacen falta unas cuantas como tú. ¿Por qué no te casas?
—¿Con qué? ¿Con algún cínico mujeriego a quien no le queda más que la técnica? No conozco a ningún hombre realmente bueno… sólo a ti. No soy partidaria de los dientes blancos y la sonrisa chillona.
Me acerqué y la levanté del sofá. Entonces la besé con fuerza y a conciencia.
—Soy sincero –casi murmuré—, y eso ya es algo. Pero estoy demasiado gastado para una chica como tú. He pensado en ti, te he deseado, pero esa dulce y diáfana mirada de tus ojos me obliga a desistir.
—Tómame –dijo ella en voz baja—. Yo también tengo sueños.
—No podría. No es la primera vez que me sucede. he tenido a demasiadas mujeres para merecer a una como tú. Hemos de salvar la vida de un hombre. Me voy.
Me miró marchar con expresión grave.
Las mujeres que uno consigue y las que no consigue viven en mundos diferentes. No desprecio a ninguno de los dos. Yo mismo vivo en ambos.
3
En el aeropuerto internacional de Los Ángeles nadie puede acercarse a los aviones a menos que tenga billetes para viajar en uno de ellos. Se puede ver como aterrizan, si está uno situado en el lugar idóneo, pero es preciso esperar ante una barrera para echar un vistazo a los pasajeros. Los edificios del aeropuerto no lo hacen más fácil, pues están diseminados de tal modo que a uno le pueden salir callos yendo a pie de la TWA a la American.
Copié el horario de llegadas del tablero y merodeé por las salas como un perro que ha olvidado donde puso el hueso. Llegaban y despegaban los aviones, los mozos transportaban equipajes, los pasajeros desfilaban a toda prisa, sudorosos, los niños lloriqueaban y el ruido de los altavoces se alzaba por encima de todos los demás ruidos.
Pasé junto a Anne varias veces. No me hizo ningún caso.
A las 5:45 tenían que haber llegado. Anne desapareció. Yo esperé media hora por si había desaparecido por otra razón. No, no volví a verla. Fui a buscar mi coche y recorrí por la atestada autopista los kilómetros que me separaban de Hollywood y mi oficina. Tomé un trago y me senté. A las 6:45 sonó el teléfono.
—Están en el hotel Beverly—Western –dijo Anne—. Habitación 410. No he conseguido saber ningún nombre. Ya sabes que hoy en día los empleados no dejan fichas de registro encima del mostrador, y no me gustaba hacer preguntas. Pero subí con ellos en el ascensor y localicé su habitación. Pasé por delante de ellos mientras el botones metía la llave en su puerta, y bajé al entresuelo para entrar con un grupo de mujeres en el salón de té. No me he molestado en tomar una habitación.
—¿Qué aspecto tienen?
—Subieron juntos por la rampa pero no les oí hablar. Los dos llevaban portafolios y trajes discretos, nada que llamara la atención. Camisas blancas, almidonadas, una corbata azul y otra negra con rayas grises. Zapatos negros. Un par de hombres de negocios de la Costa Este. Podrían ser editores, abogados, médicos, agentes publicitarios… no, olvida esto último, no iban bastante chillones. Nadie les miraría dos veces.
—Tú sí, supongo, las caras.
—Ambos de cabellos castaños, uno más oscuro que el otro. Caras corrientes, sin mucha expresión. Uno tenía ojos grises, el de cabello más claro los tenía azules. Sus ojos eran interesantes por su rapidez, por la concentración con que observaban todo cuanto les rodeaba. Esto pudo ser un error. Tendrían que haber parecido preocupados por lo que les ha traído aquí, o interesados por California. Y parecían interesarse más por las caras de la gente. Es bueno que les haya visto yo y no tú. No tienes aspecto de poli, pero tampoco pareces un hombre que no sea un poli. Estás marcado.
—Tonterías. Soy un destrozacorazones muy apuesto.
—Sus facciones eran del montón. Ninguno de los dos parecía italiano. Ambos llevaban maletines de avión, uno gris con dos franjas rojas y blancas de arriba abajo, a unos doce o quince centímetros de los lados, y el otro de cuadros escoceses azules y blancos. No sabía que existía ese tartán.
—Existe, pero no recuerdo el nombre.
—Creía que lo sabías todo.
—Casi todo. Ahora vete a casa.
—¿Merezco una cena y tal vez un beso?
—Más tarde, y si no tienes cuidado, recibirás más de lo que quieres.
—Un violador, ¿eh? Llevaré un revólver. ¿Vas a seguirlos ahora?
—Si son los hombres que buscamos, me seguirán ellos. Y he alquilado un apartamento en la acera de enfrente de Ikky. Aquella manzana de Poynter y las dos contiguas tienen unos seis edificios de apartamentos baratos cada una. Apostaría algo a que la incidencia de mujeres fáciles es muy elevada.
—Es elevada en todas partes hoy día.
—Hasta la vista, Anne. Ya nos veremos.
—Cuando necesites ayuda.
Colgó y yo hice lo propio. Anne me dejaba perplejo. Demasiado sabia para ser tan simpática. Supongo que todas las mujeres simpáticas son también sabias. Llamé a Ikky. No estaba. Tomé un trago de la botella de la oficina, fumé durante media hora y volví a llamarle. Esta vez le encontré.
Le conté lo ocurrido hasta el momento y dije que seguramente Anne había encontrado a los hombres que buscábamos. Le hablé del apartamento que había alquilado.
—¿Cobraré los gastos? –pregunté.
—Cinco de los grandes han de cubrirlo todo.
—Si los gano y llego a cobrarlos. Me dijeron que tenía usted un cuarto de millón –me aventuré a asegurar.
—Podría ser, compañero, pero, ¿cómo voy a recogerlo? Los jefazos saben donde está. Tendrá que permanecer a la sombra una temporada.
Dije que estaba bien. Yo también había permanecido a la sombra bastante tiempo. Como es natural, no esperaba cobrar los cuatro mil; ni siquiera si cumplía la misión. Los hombres como Ikky Rosenstein eran capaces de robarle los dientes de oro a su madre. Parecía tener algo bueno…  Pero ese algo era muy poco.
Pasé la media hora siguiente maquinando un plan. No se me ocurría ninguno que ofreciera alguna certeza de éxito. Eran casi las ocho y necesitaba comer algo. No creía que los muchachos actuaran esa noche. A la mañana siguiente pasarían en coche por delante del domicilio de Ikky y reconocerían el barrio.
Me disponía a abandonar la oficina cuando sonó el timbre de la puerta de mi sala de espera. Abrí la puerta de comunicación. Un hombre bajo se mecía sobre los talones en medio de la sala con las manos detrás de la espalda. Me sonrió, pero no tenía práctica en hacerlo. Se acercó a mí.
—¿Usted es Marlowe?
—¿Quién si no? ¿Qué puedo hacer por usted?
Ahora estaba muy cerca. Movió hacia delante la mano derecha que empuñaba una pistola, y apretó el arma contra mi estómago.
—Abandone a Ikky Rosenstein –dijo con una voz que hacía juego con su cara— o acabará con la barriga llena de plomo.
4
Era un aficionado. Si se hubiera quedado a un metro de distancia, podría haberme defendido. Me quité el cigarrillo de la boca y lo sostuve con ademán distraído.
—¿Qué le hace pensar que conozco a un tal Ikky Rosenstein?
Soltó una carcajada estridente y hundió más la pistola en mi estómago.
—¿Le gustaría saberlo? –La burla mezquina, el triunfo vacío de esa sensación de poder que da una gruesa pistola en una mano pequeña.
—Sería justo decírmelo.
Cuando su boca se abría para otro sarcasmo, yo tiré el cigarrillo y actué de prisa. Puedo ser muy rápido cuando no tengo otro remedio. Hay muchachos más rápidos, pero no te clavan pistolas en el estómago. Puse el pulgar detrás del gatillo y la mano sobre la del rufián. Le asesté un rodillazo en la ingle y él se dobló con un gemido. Le torcí el brazo hacia la derecha cogiéndole la pistola, y le hice una zancadilla que dio con él en el suelo. Se quedó parpadeando de sorpresa y dolor, con las rodillas encogidas contra el estómago. Rodó de un lado a otro, gimiendo. Me agaché, le agarré la mano izquierda y le obligué a levantarse. Le llevaba una ventaja de quince centímetros y doce kilos. Deberían haber enviado a un mensajero más fornido y mejor entrenado.
—Vayamos a mi sala de meditación —dije—. Allí podremos charlar y usted podrá tomar un trago para reponerse. La próxima vez no se acerque tanto a su víctima como para permitirle que se apodere de su mano derecha. Voy a comprobar si lleva más hierro encima.
No llevaba más. Le empujé hacia la puerta y un sillón. Ya no jadeaba tanto. Sacó un pañuelo y se secó la cara.
—La próxima vez –susurró entre dientes—. La próxima vez.
—No sea optimista. No va con su físico.
Le serví un trago de whisky en un vaso de cartón y lo puse delante de él. Abrí su 38 y dejé caer los cartuchos en el cajón de la mesa. Cerré la recámara de nuevo y puse el arma sobre la mesa.
—Se lo devolveré cuando se vaya…, si se va.
—Este es un modo sucio de luchar –protestó, todavía jadeando.
—Claro. Matar a un hombre es mucho más limpio. Vamos a ver, ¿cómo ha llegado hasta aquí?
—Adivínelo.
No sea idiota. Tengo amigos, no muchos, pero algunos. Puedo encerrarle por asalto a mano armada, y ya sabe qué ocurriría entonces. Saldría bajo fianza y esto es lo último que se sabría de usted. Los jefazos no perdonan los fallos. Vamos, ¿quién le ha enviado y cómo sabía adónde tenía que enviarle?
—Seguíamos a Ikky –contestó el tipo a regañadientes—. Es un imbécil. Le seguí hasta aquí sin el menor problema. ¿Por qué iba a ver a un detective privado? Los jefes quieren saberlo.
—Más.
—Váyase al infierno.
—Ahora que lo pienso no necesito acusarle de salto a mano armada. Puedo arrancárselo a golpes aquí mismo.
Me levanté de la silla y él levantó una mano.
—Si me golpea, un par de matones realmente duros vendrán a visitarle. Si no vuelvo, lo mismo. No tiene usted ningún as en la mano. Intenta creerlo.
—Y usted no sabe nada. Si el tal Ikky vino a verme, usted no sabe por qué ni si le recibí o no. Y si es un mafioso, no es mi tipo de cliente.
—Vino a pedirle que le ayude a salvar el pellejo.
—¿Quién le amenaza?
—Esto sería hablar.
—Adelante. Su boca parece funcionar bien. Y diga a los muchachos que nunca verán el día en que yo defienda a un mafioso.
De vez en cuando hay que mentir un poco en mi negocio. Yo estaba mintiendo un poco.
—¿Y qué ha hecho Ikky para caer tan mal? ¿O esto también sería hablar?
—Se cree usted muy macho –se burló, frotándose el lugar del rodillazo—. En mi asociación no sería ni bateador suplente.
Me reí en su cara. Luego le agarré la muñeca derecha y se la retorcí en la espalda. Empezó a graznar. Metí la mano izquierda en el bolsillo de su chaqueta y saqué una cartera. Le solté la muñeca y él trató de alcanzar la pistola que estaba sobre la mesa. Le inmovilicé el brazo con un fuerte golpe que le hizo caer en el sillón con un gemido.
—Tendrá la pistola cuando yo se la dé –advertí—. Ahora pórtese bien o le daré una paliza sólo para divertirme.
En la cartera encontré un carnet de conducir a nombre de Charles Hickson. No me sirvió de nada. Los tipos de su clase usaban siempre seudónimos de jerga y seguramente le llamaban Enano, o Flaco, o Canicas, o incluso solo “tú”. Le tiré la cartera, que cayó al suelo. Ni siquiera fue capaz de recogerla al vuelo.
—Diablos –exclamé—, debe haber una campaña de economía para que le envíen a hacer otra cosa que recoger colillas.
—Váyase al infierno.
—Muy bien, primo. Vuelva a la lavandería. Aquí está la pistola.
La cogió, se entretuvo metiéndola dentro del cinturón, se levantó, me dirigió la mirada más furibunda de que era capaz y caminó hacia la puerta, insolente como una prostituta con una nueva estola de visón. En el umbral se volvió a mirarme con sus ojos redondos y pequeños.
—Ten cuidado, hojalatero. La hojalata se dobla con facilidad.
Con esta admirable réplica, abrió la puerta y salió.
Al cabo de un rato cerré con llave la otra puerta, desconecté el timbre, apagué las luces y me fui. No vi a nadie que pareciera un asesino. Me dirigí a casa, hice una maleta, fui a una gasolinera donde casi me tenían afecto, guardé mi coche y elegí un Chevrolet de Hertz. Con este coche fui a la calle Poynter, dejé la maleta en el destartalado apartamento que había alquilado a primera hora de la tarde y me fui a cenar a Víctor. Eran las nueve, demasiado tarde para ir en coche a Bay City y llevar a cenar a Anne. Debía hacer mucho rato que había comido algo.
Pedí un Gibson doble con limas frescas, me lo bebí y luego cené, hambriento como un colegial.
5
En el regreso a la calle Poynter di muchas vueltas y me paré otras tantas, siempre con la pistola sobre el asiento a mi lado. Que yo sepa, nadie me siguió.
Me detuve en una gasolinera de Sunset e hice dos llamadas telefónicas. Cogí a Bernie Ohls justo cuando se disponía a ir a su casa.
—Soy Marlowe, Bernie. Hace años que no nos peleamos. Empiezo a sentirme solo.
—Pues, cásate. Ahora soy investigador jefe en la oficina del sheriff y tengo grado de capitán interino hasta que apruebe el examen. No hablo apenas con detectives privados.
—Habla con éste. Puedo necesitar ayuda. Trabajo en un asunto peligroso en el que tal vez acabe asesinado.
—¿Y esperas que yo obstaculice el curso de la naturaleza?
—Vamos, Bernie, no he sido mal chico. Estoy intentando salvar a un ex mafioso de un par de verdugos.
—Cuanto más se destrozan unos a otros, más me gusta.
—Claro. Si te llamo, manda a un par de muchachos listos. Ya habrás tenido tiempo de enseñarles.
Intercambiamos algunos insultos cordiales y colgamos. Marqué el número de Ikky Rosenstein. Su voz algo desagradable dijo:
—Está bien, hable.
—Aquí Marlowe. Prepárese para un traslado alrededor de la medianoche. Hemos localizado a sus amigos, que se alojan en el Beverly Western. No irán hasta mañana a la calle donde usted vive. Recuerde que ellos no saben que usted ha sido advertido.
—Parece arriesgado.
—Dios mío, nunca dije que sería una merienda en el campo de la Escuela Dominical. Ha sido muy descuidado, Ikky. Le siguieron hasta mi oficina. Esto disminuye el tiempo de que disponemos.
Guardó silencio unos momentos. Le oí respirar.
—¿Quién me siguió?
—Un pequeño don nadie que me clavó una pistola en el estómago y me obligó a quitársela. me imagino que enviaron a un idiota porque no quieren que yo sepa demasiado, en caso de que aún sepa pocas cosas.
—Arriesga usted el pellejo, amigo.
—¿Y cuándo no? Vendré a buscarle hacia medianoche; esté dispuesto. ¿Dónde tiene el coche?
—Delante de la casa.
—Apárquelo en una calle transversal y asegúrese de cerrarlo con llave. ¿Dónde está la entrada posterior de su antro?
—Detrás. ¿Dónde quiere que esté? En el pasaje.
—Deje allí su maleta. Saldremos juntos y subiremos a su coche. Entonces iremos al pasaje y recogeremos la maleta.
—¿Y si la roba algún tipo?
—Ya. Suponga que le matan. ¿Qué alternativa prefiere?
—Está bien –gruñó—. Le esperaré. Pero nos arriesgamos mucho.
—También se arriesgan los pilotos de carrera. ¿Acaso esto los detiene? Sólo hay un modo de salir: con rapidez. Apague las luces hacia las diez y arrugue mucho la cama. Sería mejor que dejara algo de ropa; así no parecería tan planeado.
Gruñó otro “Está bien” y colgué. La cabina telefónica estaba bien iluminada como suelen estarlo en las gasolineras. Di un largo y lento paseo, fingiendo estudiar los mapas de obsequio. No vi nada preocupante. Cogí un mapa de San Diego por puro capricho y subí a mi coche alquilado.
Aparqué en la esquina de Poynter y subí a mi destartalado apartamento del primer piso, donde me senté a oscuras para vigilar la ventana. No vi nada que pudiera preocuparme. Un par de rameras de precios intermedios salieron del edificio de apartamentos de Ikky y fueron recogidas por un coche último modelo. Un hombre de estatura y complexión parecidos a los de Ikky entró en la casa. Diversas personas entraron y salieron. La calle estaba bastante silenciosa. Desde que se inauguró la Autopista de Hollywood, nadie usa las calles próximas al bulevar a menos que viva en la vecindad.
Era una bonita noche de otoño, todo lo bonita que puede ser una noche en la polución de Los Ángeles; fresca pero no fría. No sé qué le ha ocurrido al tiempo en nuestra ciudad superpoblada, pero no es el tiempo que había cuando vine a quedarme.
Parecía que nunca llegaría la medianoche. No veía a nadie que vigilara nada, y ninguna pareja de hombres discretos merodeaba delante de una de las seis casas de apartamentos disponibles. Yo estaba bastante seguro de que probarían primero en la mía cuando vinieran, si Anne no se había equivocado de hombres, y si en efecto había venido alguien, y si el mensaje del pequeño don nadie a sus jefazos me servía de algo. A pesar de las cien posibilidades de que Anne se equivocara, yo intuía que había acertado. Los asesinos no tenían ningún motivo para ser cautelosos si ignoraban que Ikky había sido avisado. Ningún motivo excepto uno: Ikky había ido a mi oficina y le habían seguido hasta allí. Pero el Equipo, con toda su arrogancia de poder, podía reírse de la idea de que alguien le avisara o de que él acudiera a pedirme ayuda. Yo era tan pequeño que ellos apenas podían verme.
A medianoche abandoné el departamento, caminé dos manzanas atento a un posible perseguidor, crucé la calle y entré en casa de Ikky. La puerta no estaba cerrada con llave y no había ascensor. Subí por las escaleras hasta el tercer piso y busqué su apartamento. Llamé con mano cauta. El me abrió la puerta con el arma en la mano; probablemente tenía miedo.
Había dos maletas junto a la puerta y otra apoyada en la pared opuesta. Fui a cogerla y la levanté. Pesaba bastante. La abrí porque no estaba cerrada con llave.
—No se preocupe –me dijo—. Contiene todo lo que un tipo puede necesitar para tres o cuatro noches, y algunos trajes que no podría encontrar en unos almacenes.
Cogí una de las otras maletas.
—Dejemos ésta en la puerta trasera.
—Nosotros también podemos salir por el pasaje.
—Saldremos por la puerta principal. En caso de que nos sigan, aunque no lo creo, hemos de parecer dos tipos que salen juntos de la casa. Una advertencia: vaya con ambas manos en los bolsillos y la pistola en la derecha. Si alguien le llama por su nombre a sus espaldas, vuélvase de prisa y dispare. Nadie que no sea un liquidador lo haría. Yo haré lo mismo.
—Estoy asustado –dijo con su voz ronca.
—Yo también, si esto le consuela. Pero hemos de hacerlo. Si nos acorralan, tendrán armas en las manos. No se moleste en preguntarles nada; no contestarían con palabras. Si se trata de mi pequeño amigo, le dejaremos dormido y lo tiraremos detrás de la puerta. ¿Entendido?
Asintió, lamiéndose los labios. Bajamos las maletas y las dejamos frente a la puerta trasera. Miré arriba y abajo del pasaje: nadie, y sólo una corta distancia hasta la calle transversal. Volvimos a entrar, cruzamos el vestíbulo y salimos a la calle Poynter con la naturalidad de una esposa que sale a comprar una corbata para el cumpleaños de su marido.
Nadie se nos acercó. La calle estaba vacía. Doblamos la esquina y fuimos hasta el coche alquilado de Ikky. Este abrió la portezuela y entonces volvimos para recoger las maletas. No había nadie alrededor. Metimos las maletas en el coche, lo pusimos en marcha y salimos a la calle contigua.
Un semáforo estropeado, uno o dos stops en el bulevar y la entrada a la autopista, llena de tráfico a pesar de ser medianoche. California está atestada de gente que va a algún sitio y acelera para llegar antes. Si uno no conduce a ciento cuarenta kilómetros por hora, todo el mundo te adelanta, y cuando se conduce a esta velocidad, hay que mirar por el espejo retrovisor por si se acerca un coche patrulla de autopista. Es la mayor carrera de locos que he visto.
Ikky conducía a cien. Llegamos a la salida a la carretera 66 y la tomó. Hasta ahora, todo bien. Seguí con él hasta Pomona.
—Esto ya es lejos para mío –dije—. Volveré en autobús, si lo hay, o me quedaré en un motel. Pare en una gasolinera y preguntaremos dónde está la parada del autobús. Debería estar cerca de la autopista. Vamos al barrio comercial.
Obedeció y se detuvo a mitad de una manzana. Sacó la cartera y me alargó cuatro billetes de a mil.
—No creo que los haya ganado. Ha sido demasiado fácil.
Rió con una especie de extraño regocijo.
—No sea idiota. Yo le metí en esto y usted no tenía idea de cómo acabaría. Lo que es más, sus problemas no han hecho más que comenzar. El Equipo tiene ojos y oídos por doquier. Tal vez yo me salve si tengo mucho cuidado, o tal vez no esté tan seguro como creo. De todos modos, usted ha cumplido. Quédese con el dinero, yo tengo mucho.
Lo cogí y me lo guardé. Fuimos a una gasolinera abierta día y noche y allí nos dijeron dónde estaba la parada del autobús.
—Hay un Greyhound que va de costa a costa a las 2.25 a.m. –explicó el empleado, mirando el horario—. Le dejarán subir si tienen asientos libres.
Ikky me llevó a la parada. Nos estrechamos la mano y él se alejó a toda marcha por la carretera que desembocaba en la autopista. Yo eché una ojeada al reloj y encontré una licorería todavía abierta. Compré medio litro de whisky escocés, entré en un bar y pedí un doble con agua.
Mis problemas acababan de empezar, había dicho Ikky. Cuánta razón tenía
Me apeé en una parada de Hollywood, cogí un taxi y fui a la oficina. Pedí al conductor que esperase unos momentos. A aquella hora de la madrugada, lo hizo de mil amores. El vigilante de color me abrió la puerta del edificio.
—Trabaja usted hasta tarde, señor Marlowe. Pero siempre lo ha hecho, ¿verdad?
Es culpa de este negocio –contesté—. Gracias, Jasper.
En la oficina palpé el suelo buscando el correo y sólo encontré una caja larga y estrecha, Entrega Inmediata, con un sello de Glendale.
Todo lo que contenía era un lápiz nuevo y recién afilado, la marca de la muerte en la Mafia.
6
No me lo tomé muy en serio. Cuando su decisión está tomada, no te mandan el lápiz. Lo interpreté como un aviso de que abandonara el asunto. Quizá planeaban una paliza; desde su punto de vista, esto es una buena disciplina. “Cuando tachamos a un tipo, cualquier tipo que trate de ayudarte está sentenciado a un buen vapuleo” Este podía ser el mensaje.
Pensé en ir a mi casa de la avenida Yucca. Demasiado solitaria. Pensé en ir al apartamento de Anne en Bay City. Peor. Si se enteraban de la existencia de Anne, los verdaderos matones no tendrían escrúpulos en violarla y darle una buena paliza.
Estaba escrito que debía quedarme en la calle Poynter. Ahora era el lugar más seguro. Bajé y dije al taxista que me llevara a una calle que estaba a tres manzanas del llamado edificio de apartamentos. Subí, me desnudé y dormí desnudo. Lo único que me molestaba era un muelle roto; me hacía polvo la espalda. Yací hasta las 3.30, reflexionando sobre la situación con un cerebro embotado. Guardé la pistola bajo la almohada, un mal sitio para poner el arma cuando se tiene una almohada blanda y delgada como un taco de máquina de escribir. Me molestaba, por lo que la trasladé a mi mano derecha. La práctica me había enseñado a conservarla allí incluso durante el sueño.
Me desperté cuando ya lucía el sol. Me sentí como un pedazo de carne podrida. Me arrastré hasta el cuarto de baño, me duché con agua fría y me froté con una toalla que era invisible si se ponía de perfil. Este apartamento era realmente fantástico. Todo lo que necesitaba era un grupo de muebles Chipendale para entrar en la categoría de vivienda barata.
No había nada que comer y, si salía, el astuto Marlowe podía perderse algo. Tenía una botella de whisky. La miré y lo olí. Pero no podía tomarlo como desayuno, con el estómago vacío, suponiendo que llegara a mi estómago, que flotaba cerca del techo. Miré en los armarios por si un inquilino anterior se había dejado algunos mendrugos en su precipitada salida. Nada. No me los habría comido, de todos modos, ni siquiera mojados en whisky. Seguí sentado ante la ventana. Al cabo de una hora me sentí dispuesto a morder a un botones.
Me vestí, fui al coche alquilado que tenía a la vuelta de la esquina y me dirigí a una cantina. La camarera tenía cara de pocos amigos. Pasó un trapo por encima del mostrador y me tiró las migas del cliente anterior sobre las piernas.
—Mira, encanto –le dije—, no seas tan generosa, guarda las migas para un día del lluvia. Todo lo que quiero son dos huevos hervidos tres minutos, no más, una rebanada de vuestro famoso pan de centeno, un gran vaso de zumo de tomate con un chorrito de salsa Perrins, una gran sonrisa feliz y todo el café que haya. Lo necesito todo.
—Estoy resfriada –repuso ella—, no me atosigue. Podría darle una bofetada.
—Seamos amigos. Yo también he pasado una mala noche.
Me dedicó media sonrisa y entró de lado por la puerta giratoria, lo cual reveló más sus curvas, que eran amplias, incluso excesivas. Pero me sirvió los huevos tal como me gustaban. El pan tostado había sido regado con mantequilla un poco rancia.
—No hay Perrins –dijo la camarera, poniendo el zumo de tomate sobre la mesa—. ¿Quiere un poco de Tabasco? También se nos ha terminado el arsénico.
Me puse dos gotas de tabasco, engullí los huevos. Bebí dos tazas de café y estuve a punto de dejar la tostada como propina, pero luego me ablandé y dejé un cuarto de dólar. Esto la animó considerablemente. Era un antro donde se daban diez centavos o nada. Casi siempre nada.
En la calle Poynter no había ningún cambio. Volví a sentarme frente a la ventana. Alrededor de las 8.30, el hombre a quien había visto entrar en la casa de enfrente, el que tenía una estatura y un porte parecidos a los de Ikky, salió con un pequeño portafolios y se alejó hacia el este. Dos hombres se apearon de un sedán azul marino. Eran de la misma estatura, iban vestidos con mucha discreción y llevaban los sombreros de fieltro sobre la frente. Cada uno de ellos sacó un revólver.
—¡Eh, Ikky! –gritó uno, y el hombre se volvió.
—Adiós, Ikky –dijo el otro.
Una ráfaga de tiros voló entre las casas. El hombre se desplomó y quedó inmóvil. Los dos individuos alcanzaron corriendo su coche y se alejaron hacia el oeste. A media manzana un Cadillac se puso en marcha delante de ellos.
En un instante todos habían desaparecido.
Fue un trabajo rápido y limpio. El único error fue que no dedicaron el tiempo suficiente a su preparación.
Se habían equivocado de víctima

7
Me largué de allí rápidamente, casi tan rápidamente como los dos asesinos. En torno a la víctima se había formado un pequeño grupo. No tuve que mirarlo para saber que estaba muerto; los muchachos eran profesionales. No podía verle porque yacía en la acera de enfrente y la gente lo tapaba. Pero sabía muy bien cuál era su aspecto y ya oía sirenas en la distancia. Podía haber sido la vigilancia rutinaria de Sunset, pero no lo era. Alguien había telefoneado. Era demasiado temprano para que los polis hubieran salido a almorzar.
Fui despacio hasta la esquina con mi maleta, me metí en un coche alquilado y me alejé. El barrio ya no me interesaba. Podía imaginarme las preguntas.
—¿Qué, exactamente, le ha traído por aquí, Marlowe? Usted ya tiene un piso propio, ¿verdad?
—Me contrató un ex mafioso enemistado con el Equipo. Le mandaron un par de asesinos.
—No nos diga que quería reformarse.
—No lo sé. Pero me gustó su dinero.
—No hizo usted gran cosa para ganárselo, ¿verdad?
—Le ayudé a escapar anoche. No sé dónde está ahora. No quiero saberlo.
—¿Le ayudó a escapar?
—Esto es lo que he dicho.
—Ya… pues se encuentra en el depósito de cadáveres con múltiples heridas de bala. Invente algo mejor. El del depósito es otro hombre, tal vez.
Y así interminablemente. El diálogo con la policía es siempre el mismo. Lo que dicen no significa nada y lo que preguntan tampoco. Se limitan a interrogar hasta que uno está tan exhausto que suelta algún detalle. Entonces sonríen felices, se frotan las manos y dicen: “Un pequeño descuido, ¿verdad? Empecemos otra vez.”
Cuanto menos tuviera que soportar, mejor. Aparqué en el lugar habitual y subí a la oficina
Estaba llena de aire viciado. Cada vez que entraba en ella sentía más y más fatiga. ¿Por qué diablos no había conseguido un empleo en la Administración diez años atrás? O tal vez quince. Tenía el cerebro suficiente para graduarme en leyes por correspondencia. El país está lleno de abogados que no saben escribir una demanda sin consultar el libro.
Así que me senté en la oficina y pensé cosas feas de mí. Al cabo de un rato me acordé del lápiz. Hice ciertos reajustes en un revólver del 45, que no llevo nunca debido a su peso. Marqué el número de la oficina del sheriff y pedí por Bernie Ohls. Se puso al teléfono con voz desabrida.
—Aquí Marlowe. Estoy en un apuro, en un auténtico apuro.
—¿Y por qué me lo dices? –gruñó—. A estas alturas ya debes haberte acostumbrado.
—A esta clase de apuro no te acostumbras nunca. Me gustaría ir a contártelo.
—¿Sigues en la misma oficina?
—Sí, la misma.
—Tengo que pasar por allí. Subiré a verte.
Colgó. Abrí dos ventanas del despacho. La suave brisa me trajo el olor del café y la grasa rancia de la fonda de Joe. Lo odiaba. Me odiaba a mí mismo, sentía odio por todo.
Ohls no se entretuvo en mi elegante sala de espera. Llamó a mi propia puerta y yo le abrí. Se dirigió con el ceño fruncido al sillón del cliente.
—Está bien. Desembucha.
—¿Alguna vez has oído hablar de un personaje llamado Ikky Rosenstein?
—¿Por qué? ¿Tiene antecedentes?
—Es un ex mafioso que ha sido anatemizado por sus jefes. Le tacharon el nombre con un lápiz y enviaron a los consabidos matones en un avión. El recibió el aviso y me contrató para que le ayudara a escapar.
—Un trabajo bonito y limpio.
—Basta ya, Bernie.
Encendí un cigarrillo y le soplé el humo a la cara. Como venganza, él empezó a masticar un cigarrillo. Nunca los encendía, pero desde luego los machacaba.
—Escucha –proseguí—, supón que el hombre quiere volverse honrado y supón que no. Tiene derecho a vivir siempre que no haya matado a nadie. Me dijo que no lo había hecho.
—Y tú creíste al rufián, ¿eh? ¿Cuándo empiezas a enseñar en la escuela dominical?
—No le creí ni le dejé de creer. Acepté. No había razón para negarme. Una amiga mía y yo vigilamos los aviones ayer. Ella descubrió a los muchachos y les siguió hasta un hotel. Estaba segura de que eran ellos; su aspecto lo proclamaba a voz en grito. Bajaron del avión por separado y luego fingieron conocerse y no haberse advertido en el avión. Esta chica…
—¿Tiene nombre por casualidad?
—Sólo para ti.
—Dímelo si no ha violado ninguna ley.
—Se llama Anne Riordan y vive en Bay City. Su padre fue en su día jefe de la policía local. Y no digas que esto le convierte en un granuja porque no lo era.
—Vaya, vaya. Escuchemos el resto. Y abrevia.
—Alquilé un apartamento frente al de Ikky. Los matones aún estaban en el hotel. A medianoche saqué a Ikky y le llevé sano y salvo hasta Pomona. El siguió con su coche alquilado y yo volví en un Greyhound y me quedé a dormir en el apartamento de la calle Poynter, enfrente mismo del suyo.
—¿Por qué, si ya había escapado?
Abrí el segundo cajón de la mesa y saqué un lápiz bonito y afilado. Escribí mi nombre en un trozo de papel, y lo taché con el lápiz.
—Porque alguien me ha enviado esto. No creo que piensen matarme, pero sí darme una buena paliza que me sirva de escarmiento.
—¿Saben que has intervenido?
—A Ikky le siguió hasta aquí un hombre bajito que más tarde se presentó y me clavó la pistola en el estómago. Le di su merecido, pero tuve que dejarle marchar. Después de eso pensé que la calle Poynter era más segura. Vivo solo.
—Yo voy de un lado a otro –dijo Bernie Ohls—. Oigo informes. Por lo visto mataron al tipo equivocado.
—La misma estatura, el mismo tipo, el mismo aspecto general. Les vi disparando contra él. Ignoro si se trataba de los dos tipos que están en el Beverly—Western porque no les he visto ni una sola vez. Solo eran dos tipos vestidos de traje oscuro, con el ala del sombrero bajada sobre la frente. Saltaron a un Pontiac azul, de unos dos años, y se largaron precedidos por un gran Cadillac.
Bernie se levantó y me miró fijamente un buen rato.
—No creo que vuelvan a meterse nuevamente contigo –dijo—. Han matado a otro hombre y la Mafia estará muy quieta durante algún tiempo. ¿Sabes una cosa? Esta ciudad se está volviendo casi tan repugnante como Nueva York, Brooklyn y Chicago. Podemos acabar en una verdadera corrupción.
—De momento hemos empezado muy bien.
—No me has dicho nada que me permita entrar en acción, Phil. Hablaré con los muchachos de Homicidios. No creo que estés en un apuro, pero has presenciado el asesinato, y esto les interesará.
—No podría identificar a nadie, Bernie. No conocía a la víctima. ¿Cómo sabías tú que era el hombre equivocado?
—Tú me lo has dicho, estúpido.
—Pensé que tal vez los muchachos le han identificado.
—No me lo dirían si así fuera. Además, apenas han tenido tiempo de salir a desayunar. El tipo no es más que un fiambre para ellos hasta que el departamento de Identificación encuentre algo. Pero querrán hablar contigo, Phil. Adoran sus grabadoras.
Salió y cerró suavemente la puerta. Yo me quedé pensando si no habría sido una equivocación contárselo todo. O cargar con los problemas de Ikky. Cinco billetes verdes decían que no, pero también ellos pueden equivocarse.
Alguien llamó a mi puerta. Era un uniforme sosteniendo un telegrama. Firmé el recibo y rompí el sobre.
Decía: “Me dirijo a Flasgstaff. Motel Mirador. Creo que he sido descubierto. Venga de prisa.”
Rompí el telegrama en pequeños pedazos y los quemé en el cenicero grande,
8

Llamé a Anne Riordan.
—Ha ocurrido algo extraño –dije y le conté de qué se trataba.
—No me gusta el lápiz –contestó— y no me gusta que hayan matado a ese hombre, probablemente un contable en un negocio pobre, o no estaría viviendo en aquel barrio. No deberías haberte metido en esto, Phil.
—Ikky tenía derecho a su vida. En otro lugar podría convertirse en un hombre decente. Puede cambiar de nombre. Debe tener mucho dinero o no me habría pagado tanto.
—He dicho que no me gusta el lápiz. Será mejor que te instales aquí una temporadita. Puedes hacerte enviar el correo… si es que recibes cartas. De todos modos, no necesitas ponerte a trabajar enseguida, y Los Ángeles rebosa de detectives privados.
—No lo has entendido. Aún no he terminado el trabajo. Los polis tienen que saber dónde estoy, y si ellos lo saben, todos los reporteros sensacionalistas lo sabrán también. Los polis podrían incluso decidir que soy sospechoso. Ningún testigo del asesinato va a facilitar una descripción que tenga algún valor. Los americanos no quieren ser testigos de asesinatos entre mafiosos.
—Está bien, cerebro. Pero mi oferta sigue en pie.
Sonó el timbre en la habitación exterior. Dije a Anne que debía colgar. Abrí la puerta de comunicación y vi ante el umbral a un hombre de mediana edad bien vestido (incluso diría elegantemente vestido), de un metro noventa de estatura. Tenía en el rostro una sonrisa deshonesta pero agradable. Llevaba un Stetson blanco y una de esas corbatas estrechas sujetas por un pasador ornamental. Su traje de franela color crema tenía un corte impecable.
Encendió un cigarrillo con un encendedor de oro y me miró por encima de la primera bocanada de humo.
—¿El señor Marlowe?
Asentí.
—Soy Foster Grimes, de Las Vegas. Dirijo el rancho Esperanza de la calle Quinta Sur. Tengo entendido que está usted en contacto con un hombre llamado Ikky Rosenstein.
—¿Quiere pasar?
Entró en mi oficina.
Su aspecto no me decía nada. Un hombre próspero a quien gustaba o que creía buen negocio parecer un habitante del Oeste. Se ven a docenas en la temporada invernal de Palm Springs. Su acento me decía que procedía del Este, pero no de Nueva Inglaterra, sino, probablemente de Nueva York o Baltimore. No de Long Island ni de las Berkshire, que estaban demasiado lejos de la ciudad.
Le indiqué el sillón de los clientes con un giro de la muñeca y me senté en la antigua silla giratoria. Esperé.
—¿Dónde se encuentra Ikky ahora, si es que lo sabe?
—Lo ignoro, señor Grimes.
—¿Cómo se enredó usted con él?
—Por dinero.
—Una buena razón –sonrió—. ¿A cambio de qué?
—Le ayudé a abandonar la ciudad. Le digo esto, aunque ignoro quien diablos es usted, porque ya se lo he dicho a un viejo amigo—enemigo que trabaja en la oficina del sheriff.
—¿Qué es un amigo—enemigo?
—Los policías no van por ahí comiéndome a besos, pero a éste le conozco desde hace años y somos tan amigos como pueden serlo una estrella privada y un hombre de la ley.
—Ya le he dicho quién soy. Tenemos un complejo único en Las Vegas. Somos dueños del lugar con excepción de un asqueroso editor de periódico, que no deja de molestarnos y molestar a nuestros amigos. Le permitimos vivir porque permitirle vivir nos da mejor imagen que liquidarle. Los asesinatos ya no son un buen negocio.
—Como Ikky Rosenstein.
—Eso no es un asesinato, es una ejecución. Ikky se ha enfrentado a nosotros.
—Y entonces sus muchachos van y liquidan al tipo equivocado. Podrían haber esperado un poco para asegurarse un poco más.
—Lo habrían hecho si usted no hubiese metido la nariz. Se precipitaron, y esto no nos gusta. Queremos una eficiencia serena.
—¿Quién se oculta tras este complicado “queremos”.
—No se me haga el ingenuo, Marlowe.
—Está bien. Digamos que lo sé.
—Queremos lo siguiente. –Metió la mano en el bolsillo y sacó un billete, que dejó sobre la mesa—. Encuentre a Ikky y dígale que vuelva con nosotros y todo se arreglará. Después de haber matado a un hombre inocente, no nos interesa el ruido ni ninguna clase de publicidad. Es así de sencillo. Ahora se embolsa usted esto –señaló el billete, que era de mil, probablemente el billete más pequeño que tenían—, y le daremos otro igual cuando haya encontrado a Ikky y le haya transmitido el mensaje. Si él se niega… telón.
—¿Y si yo digo que se quede sus malditos mil dólares y los use para sonarse?
—Sería una imprudencia.
Sacó una Colt Woodsman con un corto silenciador. La Colt Woodsman lo admite sin encasquillarse. El tipo era rápido, rápido y frío. La cordial expresión de su rostro no había cambiado.
—No me he movido de Las Vegas –dijo con calma—; puedo probarlo. Usted está muerto en el sillón de la oficina y nadie sabe nada. Sólo otro detective privado que se metió donde no debía. Ponga las manos sobre la mesa y piense un poco. A propósito, soy un tirador de excepción, incluso con este maldito silenciador.
—Sólo para bajar un poco más en la escala social, señor Grimes, no pienso poner las manos sobre la mesa. Pero hábleme de esto.
Le tiré el lápiz nuevo y bien afilado. Lo cogió en el aire tras un rápido cambio del arma a la mano izquierda, muy rápido. Levantó el lápiz para poder mirarlo sin perderme de vista.
—Me llegó por correo urgente –expliqué—, sin mensaje ni remite. Sólo el lápiz. ¿Cree usted que nunca he oído hablar del lápiz, señor Grimes?
Frunció el ceño y dejó caer el lápiz. Antes de que pudiera cambiar la larga y esbelta pistola a su mano derecha, yo puse la mía bajo la mesa, agarré la culata del 45 y puse el dedo firmemente sobre el gatillo.
—Mire bajo la mesa, señor Grimes. Verá una 45 en una pistolera fija, apuntándole a su barriga. Aunque usted me pudiera disparar al corazón, la 45 se dispararía igualmente mediante un movimiento convulsivo de mi mano. Y usted tendría los intestinos colgando y saldría volando de la silla. Una bala del 45 puede hacerle saltar dos metros. Incluso el cine acabó aprendiéndolo.
—Parece un empate mexicano –observó tranquilamente. Enfundó el arma—. Un bonito trabajo, Marlowe. Podríamos darle un empleo. Pero, de momento, encuentre a Ikky y no sea remilgado. El terminará siendo sensato. En realidad no quiere pasar el resto de su vida huyendo. Un día u otro le encontraríamos.
—Dígame una cosa, señor Grimes. ¿Por qué me han escogido a mí? Aparte de Ikky, ¿qué he hecho yo para molestarles?
Pensó un momento, inmóvil.
—El caso Larsen. Usted ayudó a enviar a uno de nuestros muchachos a la cámara de gas. No olvidamos aquello. Le tuvimos en cuenta como cabeza de turco en el caso de Ikky. Usted siempre será la cabeza de turco, a menos que actúe a nuestra manera. Algo le derribará cuando menos lo espere.
—En mi negocio se es siempre cabeza de turco, señor Grimes. Coja su billete y salga sin hacer ruido. A lo mejor decido hacerlo a su manera, pero antes tengo que pensar. En cuanto al caso Larsen, los polis hicieron todo el trabajo, yo sólo sabía donde estaba. Supongo que no le echa usted demasiado de menos.
—No nos gustan las intromisiones.
Se levantó, metiéndose en el bolsillo el billete de mil dólares con gesto indiferente. Mientras lo hacía, yo solté la 45 y saqué mi Smith y Wesson del 38 de cinco pulgadas.
El lo miró con desdén.
—Estaré en Las Vegas, Marlowe. De hecho, nunca me he ido de Las Vegas. Puede encontrarme en el Esperanza. No, no nos importa un comino Larsen a un nivel personal. Es sólo un pistolero más, de esos que vienen en grandes lotes. Lo que sí nos importa es que algún don nadie de detective le hubiese marcado.
Saludó con la cabeza y salió de mi oficina.
Reflexioné un poco. Sabía que Ikky no volvería con la Mafia; no se fiaría de ellos aunque le ofrecieran la oportunidad. Pero ahora había otro motivo. Llamé otra vez a Anne Riordan.
—Me voy a buscar a Ikky; no tengo más remedio. Si no te he llamado al cabo de tres días, ponte en contacto con Bernie Ohls. Voy a Flagstaff, Arizona. Ikky dice que se dirige allí.
—Eres un estúpido –gimió ella—. Se trata de una trampa.
—Un tal señor Grimes de Las Vegas me ha visitado con una pistola provista de silenciador. Le he hecho desistir, pero no siempre seré tan afortunado. Si encuentro a Ikky y se lo comunico a Grimes, la Mafia me dejará en paz.
—¿Condenarás a muerte a un hombre? –Su voz era brusca e incrédula.
—No. Ya no estará allí cuando yo pase el informe. Tendrá que volar a Montreal, comprar documentos falsificados (Montreal es un sitio casi tan corrupto como éste) y huir a Europa en otro avión. Allí puede estar bastante seguro. Pero el Equipo tiene los brazos muy largos e Ikky tendrá mucho trabajo si quiere continuar vivo.. Pero no le queda otra alternativa. O se oculta o recibe el lápiz.
—Qué listo eres querido. ¿Y qué me dices de tu propio lápiz?
—Si pensaran en matarme, no lo habrían enviado. Ha sido una especie de técnica disuasoria.
—Y tú no te dejas disuadir, guapo y maravilloso bruto.
—Pero estoy asustado, aunque no paralizado. Hasta la vista. No tengas ningún amante hasta que yo vuelva.
—¡Maldito seas, Marlowe!
Me colgó el teléfono y yo me lo colgué a mí.
Decir lo que no debo es una de mis especialidades.
Salí de la ciudad antes de que los muchachos de Homicidios pudieran localizarme. Tardarían bastante en recibir una pista. Y Bernie Ohls no diría ni una palabra a ningún policía. Los hombres del sheriff y la Policía Municipal cooperan del mismo modo que dos gatos sobre una cerca.
9
Llegué a Phoenix al atardecer y dejé el coche ante un motel de las afueras. Phoenix era cálido como un horno. El motel tenía restaurante, así que cené allí. Reuní todas la monedas que pude, me encerré en una cabina y empecé a marcar el número del Mirador de Flagstaff. ¿Hasta qué punto llegaría mi estupidez? Ikky podía haberse registrado bajo cualquier nombre, desde Cohen hasta Cordileone, o desde Watson a Woichehovsky. Llamé, de todos modos, y no conseguí otra cosa que lo más parecido a una sonrisa que puede recibir uno por teléfono, de manera que reservé una habitación para la noche siguiente. No había ninguna libre a menos que alguien se marchara, pero tomaron mi nombre por si ocurría alguna cancelación de última hora. Flagstaff está demasiado cerca del gran cañón. Ikky debía haber hecho la reserva algunos días antes, lo cual también era algo digno de cierta meditación.
Compré un libro de bolsillo y lo leí. Puse el despertador a las 6.30. El libro me asustó tanto que oculté dos pistolas bajo la almohada. Era sobre un tipo que se había rebelado contra el jefe de los matones de Milwaukee y sufría una paliza cada cuarto de hora. Me imaginé que su cabeza y rostro ya no serían más que un pedazo de hueso con algo de piel hecha jirones. Pero en el capítulo siguiente estaba más fresco que una rosa. Entonces me pregunté por qué leía esta basura cuando podía aprenderme de memoria los Hermanos Karamazov. Como ignoraba la respuesta, apagué la luz y me dormí. A las 6.30 me afeité, tomé una ducha, desayuné y salí hacia Flagstaff, adonde llegué a la hora del almuerzo, y allí estaba Ikky en el restaurante comiendo trucha de montaña. Me senté frente a él. Pareció sorprendido de verme.
Pedí trucha de montaña y la comí desde fuera, que es la manera apropiada. Quitarle antes las espinas la estropea un poco.
—¿Qué hay? –preguntó con la boca llena. Un comensal delicado.
—¿Ha leído la prensa?
—Sólo la sección deportiva.
—Vayamos a hablar a su habitación. Hay tela para rato.
Pagamos nuestros almuerzos y fuimos a su habitación, que era bastante bonita. Los moteles de carretera están mejorando tanto que muchos hoteles parecen baratos en comparación. Nos sentamos y encendimos sendos cigarrillos.
—Los dos matones madrugaron mucho y se dirigieron a Poynter Street. Aparcaron delante de la casa de apartamentos. No les habían preparado muy bien, así que mataron a un tipo que se parecía un poco a usted.
—Interesante –sonrió Ikky—. Pero la poli lo descubrirá y también el Equipo, así que volverán a perseguirme.
—Debe usted pensar que soy tonto –dije—. Y lo soy.
—Creo que hizo un trabajo de primera clase, Marlowe. ¿Qué hay de tonto en eso?
—¿De qué trabajo habla?
—Me sacó de allí con bastante rapidez.
—¿Acaso hay algo que no pudiera haber hecho usted mismo?
—Con suerte… no. Pero es agradable tener un ayudante.
—Quiere decir un idiota.
Su rostro se endureció. Y su voz herrumbrosa dijo en un gruñido.
—No entiendo nada. Y devuélvame algo de los cinco grandes, ¿quiere? Llevo menos dinero del que pensaba.
—Se lo devolveré cuando encuentre un colibrí dentro de un salero.
—No sea así –casi suspiró, y en su mano apareció un revólver. La mía agarraba ya una pistola en el bolsillo de la chaqueta.
—He hecho mal en hablar –dije—. Guárdese el arma. No le servirá de nada, aún menos que una máquina tragaperras de Las Vegas.
—Se equivoca. Las máquinas dan dinero de vez en cuando. De otro modo no habría clientes.
—Con muy poca frecuencia, diría yo. Escuche, y hágalo con atención.
Sonrió. Su dentista debía estar cansado de esperarle.
—El montaje me intrigó –continué, jovial como Milo Vance en un relato de Van Dyne pero mucho más claro de cabeza—. Primero, ¿podía hacerse? Segundo, si podía hacerse, ¿dónde quedaría yo? Pero poco a poco fui viendo los pequeños defectos que estropean el cuadro. ¿Por qué acudía usted a mí? El equipo no es tan ingenuo. ¿Por qué enviaban a un don nadie como este Charles Hickon o sea cual sea el nombre que usa los jueves? ¿Por qué un experto como usted se dejaba seguir hasta una cita arriesgada?
—Me fascina, Marlowe. Es tan brillante que podría verle en la oscuridad. Y es tan tonto que no distinguiría a una jirafa roja, blanca y azul. Apuesto algo a que se quedó en su emporio de necedad jugando con los cinco grandes como un gato con una bolsa de hierba gatera. Apuesto algo a que besaba los billetes.
No después de que usted los tocara. Entonces, ¿por qué me enviaron un lápiz? Una peligrosa amenaza que corroboraba el resto. Pero como dije a su monaguillo de Las Vegas, no mandan lápices cuando piensan liquidarte. A propósito, el tipo iba armado. Llevaba una Woodsman del 22 con silenciador. Tuve que obligarle a guardarla, y él se apresuró en complacerme. Empezó agitando billetes de mil ante mi cara para que le dijese dónde estaba usted. Un tipo bien vestido y agraciado para una retahíla de ratas sucias. La Asociación Femenina de Templanza Cristiana y algunos políticos lameculos les dieron el dinero para ser grandes, y ellos supieron usarlo y hacerlo crecer. Ahora son guapos e imparables. Pero siguen siendo una manada de ratas sucias. Y están siempre donde no pueden cometer un error, lo cual es inhumano. Todos los hombres tienen derecho a cometer algunos errores. Pero las ratas, no. Tienen que ser siempre perfectas pues de lo contrario chocan con hombres como usted.
—No sé de qué habla. Sólo sé que tarda demasiado.
—Bueno, se lo diré en inglés. Un pobre patán del East Side se ve mezclado con los escalones inferiores de una banda. ¿Sabe qué es un escalón, Ikky?
—He estado en el ejército –gruñó.
—Crece dentro de la banda, pero no está del todo podrido. No está lo bastante podrido, así que trata de escapar. Viene aquí, busca un empleo de cualquier clase, cambia su nombre o sus nombres y vive en un edificio de apartamentos baratos. Pero la banda tiene agentes en muchos sitios. Alguien le ve y le reconoce. Podría ser un traficante de drogas, un hombre que sirve de tapadera para un negocio de apuestas, una prostituta o incluso un poli corrompido. Entonces la banda, o el equipo, como usted quiera, dice a través del humo del cigarro. “Ikky no puede hacernos esto. Es una operación pequeña porque él es pequeño. Pero nos molesta. Es malo para la disciplina. Llama a un par de muchachos y diles que le despachen.” Pero ¿a qué muchachos llaman? A un par que ya les tienen hartos, están demasiado vistos. Podrían cometer errores o asustarse. Tal vez les gusta matar, y eso también es malo, produce imprudencia. Los mejores muchachos son los que no se inmutan por nada. Pues bien, aunque no lo saben, los muchachos que llaman son de la clase temeraria. Pero sería divertido intimidar por el mismo precio a un tipo que no les gusta, que ha denunciado a un matón llamado Larsen. Uno de los pequeños chistes que tanto gustan al Equipo. “Mirad, chicos, incluso tenemos tiempo de jugar con un detective privado. Caramba, podemos hacer cualquier cosa, incluso chuparnos el pulgar.” Así que envían a un patán.
—Pero los hermanos Torri no son patanes, son duros de verdad. Lo han probado… aunque hayan cometido un error.
—Que no es tal error. Liquidaron a Ikky Rosenstein. Usted es sólo un señuelo en este asunto. Y ahora mismo queda arrestado por asesinato. Pero esto no es lo peor que puede ocurrirle. El Equipo le sacará de chirona y le hará explotar en pedazos. Ya ha representado su papel y no ha conseguido manejarme como un pelele.
Su dedo iba a apretar el gatillo, pero yo le hice soltar el arma de un disparo. El revólver que tenía en el bolsillo era pequeño, pero a aquella distancia, infalible. Y era uno de mis días infalibles.
Profirió un gemido y se chupó la mano. Yo me acerqué y le propocioné un puntapié en el pecho. Ser simpático con los asesinos no figura en mi repertorio. Se tambaleó hacia atrás y luego hacia el lado y dio cuatro o cinco pasos vacilantes. Recogí la pistola y la apreté contra él mientras le cacheaba por todas partes (no sólo bolsillos o pistoleras) donde un hombre pudiera esconder una segunda arma. Estaba limpio… por lo menos, en ese respecto.
—¿Qué intenta hacer conmigo? –gimió—. Le he pagado. Está libre. Le he pagado muy bien.
—Ambos tenemos problemas. El suyo es continuar vivo.
Saqué las esposas del bolsillo, le tiré los brazos hacia atrás y se las puse en las muñecas. Su mano sangraba, por lo que la envolví en su pañuelo, y entonces fui al teléfono.
Flagstaff era lo bastante grande para tener una fuerza de policía; incluso podía haber una oficina del fiscal del distrito. Esto era Arizona, un estado relativamente pobre. Los policías podían ser incluso honrados.
10
Tuve que quedarme unos días, pero no importaba mientras pudiera comer trucha pescada a dos o tres mil metros de altitud. Llamé a Anne a y Bernie Ohls. También llamé a mi contestador automático. El fiscal de Arizona era un hombre joven, de ojos astutos, y el Jefe de Policía, uno de los hombres más corpulentos que he visto.
Volví a Los Ángeles con tiempo para llevar a Anne a Romanoff, donde cenamos con champaña.
—Lo que no puedo comprender –me dijo, sorbiendo la tercera copa de espumoso— es por qué te metieron en esto y por qué hicieron salir a un falso Ikky Rosenstein. ¿Por qué no se limitaron a ordenar a los asesinos que hicieran su trabajo?
—No podría decírtelo. A menos que los jefazos se sientan tan seguros que estén dispuestos a gastar bromas. Y a menos que este tipo Larsen que fue a la cámara de gas fuese más importante de lo que parecía. Sólo tres o cuatro mafiosos importantes han ido a la silla eléctrica, o el cadalso o la cámara de gas. No hay ninguno, que yo sepa, condenado a cadena perpetua en los Estados que no tienen pena de muerte, como Michigan. Si Larsen era más importante de lo que todos suponíamos, mi nombre podría haber figurado en la lista de espera.
—Pero ¿por qué esperar? –me preguntó—. Podían matarte cuando quisieran.
—Pueden permitirse el lujo de esperar. ¿Quién va a molestarles… Kefauver? Hizo lo que pudo, pero, ¿has notado algún cambio en sus tácticas… excepto cuando ellos lo deciden?
—¿Y Costello?
—Tuvo un tropiezo con el impuesto sobre la renta… como Capone. Tal vez Capone hizo matar a centenares de hombres, y mató a unos cuantos personalmente. Pero fueron los muchachos de la Renta quienes lo atraparon. El Equipo no volverá a repetir con frecuencia este error.
—Lo que me gusta de ti, aparte de tu enorme encanto personal, es que cuando no conoces una respuesta, la inventas.
—El dinero me preocupa –dije—. Cinco mil de su sucio dinero. ¿Qué haré con él?
—No seas un idiota toda tu vida. Has ganado el dinero y arriesgado tu vida por él. Puedes comprar una serie de Bonos E; eso purificará esos billetes. Y en mi opinión, esto sería  parte de la broma.
—Dime una buena razón para que la iniciaran.
—Tu reputación es mayor que lo que imaginas. ¿Y si fue el falso Ikky el que la inició? Parece uno de esos tipos archilistos que no pueden hacer nada sencillo.
—El Equipo se encargará de él por hacer sus propios planes… si es que tú tienes razón.
—Si el fiscal no lo hace primero. No puede importarme menos lo que acabe sucediéndole. Más champaña, por favor.
11
Dieron la extradición a Ikky, que se derrumbó en los interrogatorios y dio el nombre de los dos pistoleros… cuando yo ya lo había hecho, los hermanos Torri. Pero nadie pudo encontrarlos; no volvieron a su casa. Y no es posible probar una conspiración con un solo hombre. La ley no pudo atraparle siquiera por el cargo de cómplice. No pudieron probar que conocía el asesinato del verdadero Ikky.
Podían arrestarle por algún delito sin importancia, pero tuvieron otra idea mejor. Le dejaron en manos de sus amigos. Le soltaron.
¿Dónde estará ahora? Mi intuición me dice que en ninguna parte.

Anne Riordan se alegró de que todo hubiera terminado y yo estuviera a salvo. A salvo… esta palabra no se usa en mi profesión.

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