sábado, 7 de febrero de 2015

EVA VELÁSQUEZ LECCA y su poema "Vallejo en Lima"


Poeta Eva Velásquez Lecca


VALLEJO EN LIMA

César Vallejo en la calle Quilca, once de la noche, Bar Queirolo, rodeado de amigos, poetas, curiosos que escuchan extasiados sus experiencias:
«París, Ciudad luz, fuente, vida, inspiración, me abrió los brazos, cuando a mí me lo negaron. Mi amor de ensueño: Georgette Philippart, curó mi alma y mis heridas del recuerdo peruano…»
Domingo de Ramos, le invita una Pilsen. Con sus ojos hechizados y su sonrisa de Rey León, dibuja una alegría, jamás vista en él.
Miguel Ildefonso, evoca versos de “Piedra negra sobre una Piedra Blanca”:
«Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París –y no me corro– tal vez un jueves, como es hoy, de otoño…»
Denis Castañeda, el más romántico y mujeriego del grupo, le recuerda:
« ¿Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita de junco y capulí…»
Rodolfo Pacheco, iluso y no finito le susurra:
«Verano, ya me voy y me dan pena las manitas sumisas de tus tardes.
Llegas devotamente; llegas viejo…»
Vallejo emocionado, llora algunas lágrimas brillantes como la luna del norte peruano, los abraza, sale a la calle Quilca, mira el cielo nublado, los bohemios, los punks, el Averno, las chicas malas, los músicos, los políticos y exclama:
«Y desgraciadamente, el dolor crece en el mundo a cada rato, crece a treinta minutos por segundo, paso a paso… Hay, hermanos, muchísimo que hacer…»

Luego una luz llega del cielo, lo envuelve y se lo lleva en silencio, sin testigos, sin más sufrimientos.

martes, 3 de febrero de 2015

ALFONSINA STORNI y su poema de amor "Dos palabras"

Alfonsina Storni

DOS PALABRAS

Esta noche al oído me has dicho dos palabras 
Comunes. Dos palabras cansadas 
De ser dichas. Palabras 
Que de viejas son nuevas. 

Dos palabras tan dulces que la luna que andaba 
Filtrando entre las ramas 
Se detuvo en mi boca. Tan dulces dos palabras 
Que una hormiga pasea por mi cuello y no intento 
Moverme para echarla. 

Tan dulces dos palabras 
?Que digo sin quererlo? ¡oh, qué bella, la vida!? 
Tan dulces y tan mansas 
Que aceites olorosos sobre el cuerpo derraman. 

Tan dulces y tan bellas 
Que nerviosos, mis dedos, 
Se mueven hacia el cielo imitando tijeras. 
Oh, mis dedos quisieran 
Cortar estrellas.

OCTAVIO PAZ y su poema "Dos cuerpos"


DOS CUERPOS

Dos cuerpos frente a frente 
son a veces dos olas 
y la noche es océano. 


Dos cuerpos frente a frente 
son a veces dos piedras 
y la noche desierto. 



Dos cuerpos frente a frente 
son a veces raíces 
en la noche enlazadas. 



Dos cuerpos frente a frente 
son a veces navajas 
y la noche relámpago. 



Dos cuerpos frente a frente 
son dos astros que caen 
en un cielo vacío.

AMADO NERVO y su poema de amor "A Leonor"

Poeta Amado Nervo

A LEONOR

Tu cabellera es negra como el ala
del misterio; tan negra como un lóbrego
jamás, como un adiós, como un «¡quién sabe!»
Pero hay algo más negro aún: ¡tus ojos!

Tus ojos son dos magos pensativos,
dos esfinges que duermen en la sombra,
dos enigmas muy bellos... Pero hay algo,
pero hay algo más bello aún: tu boca.

Tu boca, ¡oh sí!; tu boca, hecha divinamente
para el amor, para la cálida
comunión del amor, tu boca joven;
pero hay algo mejor aún: ¡tu alma!

Tu alma recogida, silenciosa,
de piedades tan hondas como el piélago,
de ternuras tan hondas...
Pero hay algo,
pero hay algo más hondo aún: ¡tu ensueño!

MARIO BENEDETTI y su poema "Lo que necesito de ti"

Mario Benedetti

LO QUE NECESITO DE TI

No sabes cómo necesito tu voz; 
necesito tus miradas 
aquellas palabras que siempre me llenaban, 
necesito tu paz interior; 
necesito la luz de tus labios 
! Ya no puedo... seguir así ! 
...Ya... No puedo 
mi mente no quiere pensar 
no puede pensar nada más que en ti. 
Necesito la flor de tus manos 
aquella paciencia de todos tus actos 
con aquella justicia que me inspiras 
para lo que siempre fue mi espina 
mi fuente de vida se ha secado 
con la fuerza del olvido... 
me estoy quemando; 
aquello que necesito ya lo he encontrado
pero aún !Te sigo extrañando!

PABLO NERUDA y su poema de amor "No estés lejos de mí un sólo día"

Pablo Neruda


NO ESTÉS LEJOS DE MÍ UN SOLO DÍA

No estés lejos de mí un sólo día, porque cómo,
porque, no sé decírtelo, es largo el día,
y te estaré esperando como en las estaciones
cuando en alguna parte se durmieron los trenes.
No te vayas por una hora porque entonces
en esa hora se juntan las gotas del desvelo
y tal vez todo el humo que anda buscando casa
venga a matar aún mi corazón perdido.

Ay que no se quebrante tu silueta en la arena,
ay que no vuelen tus párpados en la ausencia:
no te vayas por un minuto, bienamada,

porque en ese minuto te habrás ido tan lejos
que yo cruzaré toda la tierra preguntando
si volverás o si me dejarás muriendo.
a.


MANUEL MACHADO y su poema de amor "El querer"

Poeta Manuel Machado


En tu boca roja y fresca
beso, y mi sed no se apaga,
que en cada beso quisiera
beber entera tu alma.

Me he enamorado de ti
y es enfermedad tan mala,
que ni la muerte la cura,
¡bien lo saben los que aman!

Loco me pongo si escucho
el ruido de tu charla,
y el contacto de tu mano
me da la vida y me mata.

Yo quisiera ser el aire
que toda entera te abraza,
yo quisiera ser la sangre
que corre por tus entrañas.

Son las líneas de tu cuerpo
el modelo de mis ansias,
el camino de mis besos
y el imán de mis miradas.

Siento al ceñir tu cintura
una duda que me mata
que quisiera en un abrazo
todo tu cuerpo y tu alma.

Estoy enfermo de ti,
de curar no hay esperanza,
que en la sed de este amor loco
tu eres mi sed y mi agua.

Maldita sea la hora
en que contemplé tu cara,
en que vi tus ojos negros
y besé tus labios grana.

Maldita sea la sed
y maldita sea el agua,
maldito sea el veneno
que envenena y que no mata.

En tu boca roja y fresca
beso, y mi sed no se apaga,
que en cada beso quisiera
beber entera tu alma.

JUEVES DE POESÍA Y NARRATIVA, 12 de febrero: HOMENAJE AL AMOR


HOMENAJE AL AMOR

“Día San Valentín”

El programa literario “Jueves de Poesía y Narrativa” le invita a usted poeta a participar en la lectura o declamación de sus poemas al amor, para el jueves 12 de febrero a las 5.00 pm.,  en la Feria de Libros de Amazonas.

Enviar su biografía breve. Muchas gracias

RAFAEL ALVARADO CASTILLO

"JUEVES DE POESÍA Y NARRATIVA". 5 DE FEBRERO: ANTONIO MORALES JARA

ASOCIACIÓN DE LA CÁMARA POPULAR DE LIBREROS “AMAZONAS”


“JUEVES DE POESÍA Y NARRATIVA”
5 DE FEBRERO 2015       5.00 PM.

Presentación del libro:

“SAMIR LANDRÉ”

del escritor Antonio Morales Jara



Presenta:

Escritor Armando Alzamora

Comentan:

Escritor Ricardo Ayllón
Escritor Petroni Gutiérrez


Actuación artística:
 “TAKANAMANTA”

INVITADO:
 POETA MEXICANO ELID RAFAEL BRINDIS GÓMEZ

FERNANDO BRAGA y su poemario "Epitalâmio" (en castellano)

Epitalâmio

' aquí vamos a girar en torno del cactus
A las cinco horas de la mañana...' [ t.s. eliot ]

I
Oh dios estoy en tu presencia,
De rodillas dobrados en esta oración,
En nombre del señor jesús,
Para dar las gracias - te y determinar...
... Dios tiende piedad de los tristes,
De los niños, de los locos y los poetas,
Y de todos los que sufren
Por las mañanas de aflicciones,
Y por las tardes de fadigas,
Y por las noches de vigílias,
Y por las madrugadas abismal,
Porque en las madrugadas existen
Cárceles terribles en las paredes de los cuartos,
Y en los baños, y los tejados.
Pero el alivio llegará con la aurora!...
Oh dios de misericordia, da - me
La espada de la justicia
Y me hace use perdida contra los blasfemos
Y caluniadores de toda suerte...
Guardia - me, señor
Ii

De los males podridas de la carne,
Y reativos, y intencionados de pensamientos.
No me dejes en este caldeirão de dolores
Desgarrando las ropas,
Donde santos y los demonios se confunden.
Mi dios da me tu misericordia
Por que estoy triste y aflito,
Y hace - me regatado
Del exilio y de la esclavitud.
Viene, mi dios, al detrás del pródigo
Y del estróina,
Y me escribe el nombre en el libro de los largos días,
Como si fuera hoy el primer
Del resto de mi vida.
Retira de mis huesos la podredumbre
De los sentimientos torpes,
Y cubre mi cuerpo desnudo con las santas túnicas
De la claridad y de las auroras,
Para que pueda entrar en tu vid
Y resplandecer - me del livramento...
No dejes que dividan y lancen suerte
Sobre mis ropas...
Oh dios de los desesperados,
Da me la luz al contrario de las sombras
Y muestra - me el desafio camino
Iii

Entre los que se cruzan.
Lazos, y flechas, y dardos han armado - si
A las alças, y me han tirado,
Pero por tu complacencia
No me han llegado,
Y no me di cuenta la historia
Y ni el corazón...
En este mi tiempo común,
De este - me un poema iluminado,
Y me enchi de fuerzas para romper
Bafejos y sentencias de maldiciones.
La noche huele a hierbas,
Y la pan asmo, y la aceite de oliva virgen,
Y la sangre de uvas, que serán servidos
El ayuno de los ángeles,
Para cuyo banquete me convidaste.
Propagan - si en campos de incensos,
El oro del trigo y la plata de las estrellas
Que abrigan el fértil vientre de la tierra,
De donde emana leche y miel.
No me prometas el olvido,
Y ni ponhas la fatiga en mi frente...
Tu carne y tu sangre están a la muestra,
Porque hoy es domingo de cena,
Donde hay pan y vino a la mesa,
Iv

Puestos a la santa comunión de los santos
Y a la remisión de las faltas.
Bien haya mi dios, la muerte en cruz,
Del cristo, nuestro señor y padre nuestro,
Y de sus pisaduras, para lo hayamos
Para siempre en alivio a tantas heridas.
Casi me derramo como agua
Al pie de la muerte,
Para que fueras, señor,
Dedicado a las bienaventuranzas
Llamadas en la montaña de tu memoria...
Bendito sean los que escriben
Versículos de amor y de inocencia.
No me dejes, señor mío,
Repartido entre los demonios,
Y zápetes, y curingas...
Eran los salvajes y negros toros de bazã,
Procedentes de las tierras de los gigantes
Que me querían, y a mi hijo...
Pero las bendiciones nos salvaron!
Fui buscar - te en la piedra angular,
Donde me ha parecido el derecho,
Para sentir tus ungüentos,
Y te vi en los altos de los edificios,
Entre restos de construcciones, y tabiques,
V

Y plantas, y poças de lodo, y de escaleras
Que subían en gran y desciam
Con la misma dimensión de prisa
Y con la misma sensación de caídas,
Y en las rampas, con los barcos...
Y canoas... Y dragas... Y buques...
Eran las águilas, como en el cántico del profeta,
La anunciar que la letra de la ley mata
Pero el espíritu da vida.
Hombres y niños, y mujeres,
Compartían la misma lluvia
Y del mismo perfume,
Y aún del mismo discurso
Afortunado y subterráneo.
Y ti vi entre la arena y el mar!
En cuáles de los platos de la balanza,
Han pesado mi martirio
Y el sal de mi rostro?
Preciso de tu acalanto y revisar - te
En los muros de jerusalén reconstruida,
Y guardar de nuevo
En las rendijas de las piedras del templo,
Mi pequeño rayo de amor y espera.
Suelta el cable de la nave, da me el remo en las manos,
Vi

Y me deja navegar
En dirección al tu norte de luz
Para que yo siga a justificar - me por entero.
Rezei en las barreras de los conflictos,
Mastiguei la hoja del olivo,
Y me lavei en las aguas del jordán,
Y lanzaron en las olas del mediterráneo
Mi collar que de tan verde
Pensaba ser de esperanzas.
No he encontrado arca y ni los arcángeles,
Pero he dejado contigo mi imploro y mi lamento,
Y he recibido por esto,
La herencia que estaba escrita en el rollo de ti.
Ungiste - me, y a todos,
Con el fuego de tu espíritu,
Y con el poder de la calle resurrección.
Ya fui bendecido con las bodas
De tu querença,
Y salvo del lazo del passarinheiro,
Terribles en la oscuridad de la noche,
Y el sol del mediodía.
Nada debo a nadie,
Solo a ti, mi padre, seré acreedor en la vida
De una décima parte de mis tenças
Vii

Y de una séptima parte de mi tiempo.
Firmei una alianza contigo
Hasta el final de mí,
Para alumiar - me los ojos, oh señor,
Y no me dejar adormec er en la muerte.
No me equeças, ni me vires el rostro,
Y da me el legado prometido,
Por mis manos son de justicia.
Yo soy el mismo hombre y poeta
A quien aqueceste el cuerpo y el alimento
Y desde la paz y el redimiste...
Y renovado, como el águila del profeta,
Con otra carne, y con otras penas,
Y con otras uñas,
Voarei después en otros caminos
Para guardar - te en la palabra,
Porque todo de mi,
Lo que soy lo que sé, provienen de ti,
He vuelto para cumplir la misión determinada,
Pero no descalçarei
Las sandalias de mis pies,
Porque donde piso no es tierra santa,
Pero suelo antiguo de gente ímpia,
Dada al vício de la mentira,
Viii

De la mofado, y de la calumnia,
Como dice en sermón un levita del amor.
He vuelto para cumplir la verdad
Y para tomar posesión de mi bendición,
Y rescatar el yo de mi se ha debido.
Pero volveré, aún, oh mi dios,
Al oráculo de dónde he venido,
Llevando a los laureles
De la victoria recuperada,
Resurgimiento y esperando todavía
De la unción en doble de tu espíritu,
Para que abençoes
Mis designios,
Y los de los hijos de mi eugenesia,
Y los de la mujer que de estos por mi,
Mientras canto para siempre a la alva,
Versos al epitalâmio!...
----------------------------------------
[*] Fernando braga, in' poemas del tiempo común', 2009.
Derechos de autor protegidos por ley.

RAFAEL ALVARADO CASTILLO Y WASHINGTON DELGADO, 1986.



El doctor Washington Delgado entregando el premio al poeta Gregorio 
Rodríguez  Chimoy. Al costado Rafael Alvarado Castillo

   El doctor Washington Delgado, decano de la Facultad de Letras de Universidad Nacional Mayor de San Marcos y el escritor y poeta Rafael Alvarado Castillo fueron miembros del Jurado Calificador
del Concurso Nacional de Poesía "Juan Gonzalo Rose". 
     El evento literario fue organizado por la Federación Nacional de Escritores, en 1986, siendo su  presidente el doctor Francisco Ponce Sánchez, poeta y escritor.
     Gregorio Rodríguez Chimoy, periodista, poeta y escritor, fue galardoneado con el premio literario. En una ceremonia especial fue entregado por el doctor Washington Delgado.          
                         Rafael Alvarado Castillo             
Lima, 2 de febrero de 2015.

lunes, 2 de febrero de 2015

FERNANDO BRAGA y su poema "Epitalâmio" (en portugués)

FERNANDO BRAGA
Epitalâmio
“Aqui vamos girar em torno do cacto
Às cinco horas da manhã...” [T.S. Eliot]
I
Ó Deus estou em Tua presença,
De joelhos dobrados nesta oração,
Em nome do Senhor Jesus,
Para agradecer-Te e determinar...
...Deus tende piedade dos tristes,
Das crianças, dos loucos e dos poetas,
E de todos que sofrem
Pelas manhãs de aflições
E pelas tardes de fadigas,
E pelas noites de vigílias,
E pelas madrugadas abismais,
Porque nas madrugadas existem
Prisões terríveis nas paredes dos quartos,
E nos banheiros, e nos terraços.
Mas o alívio chegará com a aurora!...
Ó Deus de Misericórdia, dá-me
A espada da Justiça
E me faz usá-la contra os blasfemos
E caluniadores de toda sorte...
Guarda-me, Senhor
II
Dos males podres da carne,
E reativos, e dolosos de pensamentos.
Não me deixes neste caldeirão de dores
A rasgar as vestes,
Onde santos e demônios se confundem.
Meu Deus dá-me Tua Misericórdia
Por que sou triste e aflito,
E faz-me regatado
Do exílio e da escravidão.
Vem, Meu Deus, ao encalço do pródigo
E do estróina,
E me escreve o nome no livro dos longos dias,
Como se fosse hoje o primeiro
Do resto de minha vida.
Retira dos meus ossos a podridão
Dos sentimentos torpes,
E cobre o meu corpo nu com as santas túnicas
Da claridade e das auroras,
Para que possa entrar em Tua vinha
E resplandecer-me do livramento...
Não deixes que dividam e lancem sorte
Sobre minhas vestes...
Ó Deus dos desesperados,
Dá-me a luz ao invés das sombras
E mostra-me o reto caminho
III
Entre os que se cruzam.
Laços, e flechas, e dardos armaram-se
Às alças, e me foram jogados,
Mas por Tua complacência
Não me alcançaram,
E não me atingiu a história
E nem o coração...
Neste meu tempo comum,
Deste-me um poema iluminado,
e me enchi de forças para quebrar
bafejos e sentenças de maldições.
A noite cheira a ervas,
E a pão asmo, e a azeite virgem,
E a sangue de uvas, que serão servidos
Ao jejum dos anjos,
Para cujo banquete me convidaste.
Espalham-se em campos de incensos,
O ouro do trigo e a prata das estrelas
Que nutrem o fértil ventre da Terra,
De onde emana leite e mel.
Não me prometas o esquecimento,
E nem ponhas a fadiga na minha face...
Tua carne e o Teu sangue estão à mostra,
Porque hoje é domingo de ceia,
Onde há pão e vinho à mesa,
IV
Postos à Santa Comunhão dos santos
E à remissão das faltas.
Bem haja Meu Deus, a morte em Cruz,
Do Cristo, Nosso Senhor, e Pai Nosso,
E de suas pisaduras, para O termos
Para sempre em alívio a tantas feridas.
Quase me derramei como água
Ao pé da morte,
Para que fosses, Senhor,
Consagrado às bem-aventuranças
Ditas na Montanha de Tua Memória...
Bendito sejam os que escrevem
Versículos de amor e de inocência.
Não me deixes, Senhor Meu,
Repartido entre demônios,
E zápetes, e curingas...
Eram os selvagens e negros touros de Bazã,
Vindos das terras dos gigantes
Que me queriam, e a meu filho...
Mas as bênçãos nos salvaram!
Fui buscar-Te na pedra angular,
Onde achei o direito,
Para sentir os Teus ungüentos,
E Te vi nos altos dos edifícios,
Entre restos de construções, e tabiques,
V
E plantas, e poças de lama, e de escadas
Que subiam e desciam
Com a mesma dimensão de pressa
E com a mesma sensação de quedas,
E nas rampas, com os barcos...
E canoas... E dragas... E navios...
Eram as águias, como no cântico do Profeta,
A anunciarem que a letra da lei mata
Mas o espírito vivifica.
Homens e crianças, e mulheres,
Partilhavam da mesma chuva
E do mesmo perfume,
E ainda do mesmo discurso
Afortunado e subterrâneo.
E ti vi entre a areia e o mar!
Em quais dos pratos da balança,
Pesaram o meu martírio
E o sal do meu rosto?
Preciso do Teu acalanto e rever-Te
Nos muros da Jerusalém reconstruída,
E guardar novamente
Nas frestas das pedras do templo,
Minha réstia de amor e espera.
Solta o cabo da nau, dá-me o remo nas mãos,
VI
E me deixa navegar
Em direção ao Teu norte de luz
Para que eu siga a justificar-me por inteiro.
Rezei nas barreiras dos conflitos,
Mastiguei a folha da Oliveira,
E me lavei nas águas do Jordão,
E atirei nas ondas do Mediterrâneo
Meu colar que de tão verde
Pensava ser de esperanças.
Não encontrei Arca e nem os Arcanjos,
Mas deixei Contigo meu rogo e meu lamento,
E recebi por isso,
A herança que estava escrita no rolo de Ti.
Ungiste-me, e a todos,
Com o Fogo do Teu Espírito,
E com o Poder da Rua Ressurreição.
Já fui abençoado com as núpcias
Da Tua querença,
E salvo do laço do passarinheiro,
Avassaladores na escuridão da noite,
E ao sol do meio-dia.
Nada devo a ninguém,
Só a Ti, Meu Pai, serei credor na vida
De um décimo de minhas tenças
VII
E de um sétimo de meu tempo.
Firmei uma Aliança Contigo
Até o final de mim,
Para alumiar-me os olhos, Ó Senhor,
E não me deixar adormec er na morte.
Não me equeças, nem me vires o rosto,
E dá-me o legado prometido,
Por minhas mãos serem de justiça.
Eu sou aquele mesmo homem e poeta
A quem aqueceste o corpo e o alimento
E deste a paz e o redimiste...
E renovado, como a águia do Profeta,
Com outra carne, e com outras penas,
E com outras unhas,
Voarei depois em outros rumos
Para guardar-Te na Palavra,
Porque tudo de meu,
O que sou o que sei, vêm de Ti,
Voltei para cumprir a missão determinada,
Mas não descalçarei
As sandálias dos meus pés,
Porque onde piso não é Terra Santa,
Mas chão antigo de gente ímpia,
Dada ao vicio da mentira,
VIII
Da galhofa, e da calúnia,
Como diz em sermão um levita do Amor.
Voltei para cumprir a verdade
E para tomar posse de minha bênção,
E resgatar o eu de meu ficou devido.
Mas voltarei, ainda, Ó Meu Deus,
Ao oráculo donde vim,
Levando os louros
Da vitória reconquistada,
Renascida e à espera ainda
Da unção em dobro do Teu Espírito,
Para que abençoes
Os meus desígnios,
E os dos filhos da minha eugenia,
E os da mulher que destes por minha,
Enquanto canto para sempre à alva,
Versos ao Epitalâmio!...
----------------------------------------
[*] Fernando Braga, in “Poemas do tempo comum”, 2009. 

CARLOS DÁVALOS y su cuento "Nada que hacer"

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Escritor Carlos Dávalos


NADA QUE HACER

—¿Aló? —contestó.
—Aló. ¿Carolina? —se escuchó una voz de mujer.
—Sí, ella habla.
—Hola, habla Gina, la amiga de Sandra... Nos conocimos antes de anoche, en su reunión. ¿Te acuerdas?
Carolina pensó. Hizo memoria y se acordó. Sandra las había presentado en su cumpleaños y habían pasado gran parte de la noche conversando, bebiendo juntas.
—¡Ah!, hola, Gina —dijo Carolina al fin—. Ya me acordé ¿cómo estás?
—Ahí bien. ¿Qué haces?
—Nada, viendo tele.
—Oye, que tal si vamos a la playa.
—Bien. Bacán.
—Entonces, te paso a buscar en veinte minutos. ¿Te parece?
—Okey. Pero, ¿tienes mi dirección?
—Sí. Sandra me la dio.
—¿Ella va?
—No. Dice que tiene que estudiar, que mañana tiene examen.
Carolina colgó el teléfono. Por un instante dudó, se acordó. Gina y ella conversando, tomando, le había caído bien. Abrió el closet y buscó su ropa de baño. Se lo puso. Y encima ¿qué? Sacó un polo y un pareo. El polo largo hasta los muslos. Se lo amarró para que no cayera, el ombligo quedó al aire. Abajo, el pareo. Entró al baño y terminó de acicalarse. Listo. Regia.
Esperó diez minutos. La casa sola, no había nadie. Sonó un claxon. Se asomó. Era ella, la reconoció. Estaba en un Civic rojo. Subió al carro y la saludo. Dentro se sentía el olor a Hawaian Tropic. Gina puso primera y arrancó.
—¿Adónde vamos?
—Al sur. ¿Te parece?
—Sí, bacán. ¿A qué playa?
—Primero vamos a punta hermosa, comemos algo y de ahí nos vamos más al sur. Conozco una playa donde va poca gente —dijo Gina y subió el volumen de la radio.
Llegaron a Punta Hermosa y la playa llenecita: tablistas con pelo largo y quemados por el sol. Chicas lindas y bronceadas. En playa blanca sólo señores y gente bien. Al lado, playa negra, se notaba la diferencia. Más gente y de todos lados, mezclados. Se sentaron en un restaurante y pidieron cebiche, choritos y cerveza.
—Esta playa siempre para llena, acá sólo vengo a comer —dijo Gina.
—Yo no vengo mucho acá. Paro en Santa María.
Pidieron otra cerveza. Se tomaron cuatro grandes. Cuando terminaron de almorzar se dieron una vuelta por el malecón. Ambulantes en el suelo vendían chaquiras y esas cosas. Eran la una y el sol mataba.
—Vamos a meternos al agua —dijo Carolina sofocada por el calor.
—No, espera vamos a la playa que te digo, acá hay mucha gente.
Subieron al carro. Salieron por las estrechas calles de Punta Hermosa, a la carretera. Pusieron la radio a todo volumen. Ya en la carretera Gina pisó el aceleredor a fondo. Para el camino cervezas en lata, infaltables.
—Oye, Carolina, me caes bien— dijo Gina de repente. Estaba alegre. La cerveza había hecho efecto—. Eres de puta madre.
—Tú también.
Hubo un silencio. En la radio tocaban Mr. Jones de Counting Crows. Gina tarareaba, mientras Carolina prendía un cigarro.
—¿Tienes enamorado? —preguntó Gina de repente.
—No. Tuve uno pero ya rompí con él hace como dos meses —dijo—. ¿Y tú?
—Yo hace como un año que estoy sin ninguno —dijo Gina con un gesto de desagrado—. Los hombres son unos imbéciles.
—...
—Y, tú. ¿Eres virgen? —Preguntó Gina abrubtamente. Sin voltear, con las manos firmes al volante y sin mirarla.
Carolina abrió los ojos. Se sorprendió. Volteó, la miró.
—Sí quieres no me respondas. Es sólo curiosidad.
—No. Normal. No hay roche.
El carro iba rapidísimo, cientocincuenta kilómetros por hora, fácil.
—¿Entonces?
—Sí. Es difícil de creer, pero sí, soy virgen.
—No te pierdes de mucho. No es nada del otro mundo. No era lo que yo me imaginaba cuando lo hice por primera vez. No sé por qué. Tal vez fue él. Dicen que eso influye. No sé.

Este es el lugar, dijo Gina. Viró el timón hacia la derecha. Entró. Un ingreso entre dos cerros. En el suelo un cartel que no se entendía lo que decía. Los desniveles de la pista hacían que el carro se tambaleara. Gina estaba muy atenta al volante. A la derecha un cerro, a la izquierda también. De frente sólo el camino que parecía hacerse infinito. Llegaron a una curva. La dio con cuidado, pero a la vez con destreza. La conocía. La pasaron y ahí estaba: el inmenso mar y la arena candente por el sol. Carolina admirada por el paisaje sonreía. Gina dejó el carro lo más cerca posible a la playa. Era grande con la arena fina y limpia. Cuando se estacionaron se percataron de que en la playa no había nadie, eran las únicas.
—¿Qué tal? —le preguntó Gina, mirándola, con una sonrisa en la boca.
—Maldita.
Bajaron del carro. Gina que estaba con el pelo amarrado se lo soltó. Se sentaron en el capot del carro, cada una con su cerveza en la mano. La radio, a medio volumen, se dejaba escuchar. Después nada, sólo mar, sólo arena y las gaviotas, que no eran muchas. El sol se hacía sentir. Con más fuerza, quemaba. Gina terminó por quitarse el polo que traía encima y quedó solo en bikini: ¡mierda qué calor!. Carolina hizo lo mismo.
—Vamos a bañarnos —dijo Gina.
—Espérate, déjame acabar.
Terminaron. Las latas vacías en una bolsa. Del carro sacaron las toallas y los bronceadores. Llegaron y tiraron las toallas. <>, dijo Gina y se metió al agua, Carolina la siguió.
—Qué rica está.
—Sí. Riquísima.
Luego de un rato Carolina salió del mar. Se echó en su toalla. Gina seguía en el agua. Al poco rato salió. Carolina que estaba apoyada en sus codos se percató que no traía nada arriba. Miró abajo y tampoco, traía su bikini en la mano. ¿Que haces, oye, estás loca? Gina la miraba y se reía. Carolina podía ver sus pezones pequeños y rosados, su sexo casi lampiño.
—¡Vamos! Carolina, acá no hay nadie.
—Pero, igual...
—No seas rochosa. Quítatelo.
—No...
—Vamos, oye. No sabes lo que te pierdes, bañarse así es lo más rico que hay.
Gina regresó al mar, así, desnuda. Carolina se quedó sentada, vamos anímate, no seas tonta, si no hay nadie. Que chucha, pensó. Desnuda ya, se fue al mar, ahí Gina se bañaba de lo más normal. Cuando se dio cuenta de que Carolina venía desnuda también, no se sorprendió. La miró con atención: sus senos eran más grandes y los pezones erguidos. Su figura impecable.
—Vez qué rico es bañarse, así, sin nada.
—Sí. Es riquísimo.
—¿Nunca lo habías hecho?
—¿Bañarme desnuda? No.
—Yo siempre que vengo acá, hago lo mismo.
—Qué loca eres.
—Te hago una carrera —dijo Gina.
—¿Qué? —se desconcertó Carolina.
—Sí. Haber quién llega primero a las toallas. Una, dos...Tres.
Salieron corriendo. Gina le sacó una pequeña ventaja, pero al final llegaron casi igual. Riéndose, se sentaron en las toallas. En ese instante hubo un silencio perpetuo. Miraban al horizonte y veían cómo brillaba el agua que reflejaba la fulgurante presencia del sol. Sus rostros, y en general todo el cuerpo estaban quemados por el sol. Rojas y aún más bellas.
—Tienes los senos grandes —dijo Gina rompiendo con ese silencio de una forma repentina.
—Sí, pero tú también los tienes grandes.
—Mira a mí me han dicho que los tengo grandes y ahora me vienes tú con ésos; me cagaste, pero me gustan mucho.
—¿Los tuyos?
—No, los tuyos, pues.
Cuando le dijo eso ambas se miraron. Carolina se puso más roja de lo que estaba, de vergüenza. Y no le quedó otra más que reírse.
—¿Puedo tocarlos?
—¿Qué cosa? —preguntó Carolina ingenuamente.
—Tus senos.
—Pero...
—Vamos sólo quiero sentirlos un rato, deben ser suaves.
Carolina se dejó tocar. Sintió una sensación agradable en su cuerpo que la hizo tirarse en la toalla. Gina encima de ella, la seguía tocando.
—Espera un momento —dijo Carolina.
—¿Qué pasa?
—No sé. Es que...
—Si no quieres la dejamos ahí.
—No...
Y se besaron en la boca.
—Oye... —quizo intervenir Carolina.
—¡Shh! —la cayó Gina.
La toalla arrugada. Medio cuerpo dentro y la otra mitad afuera, en la arena. Los pies de Carolina subían y bajaban, haciendo un zanja en la arena. Gina encima, su pelo rubio le caía en la cara, le molestaba. Ella se lo ponía detrás de las orejas, pero era inútil. Carolina abajo, dejándose. El sol le daba en la cara, a medias, Gina lo obstruía. La brisa alborotaba sus cabellos. La empezó a besar, primero por la frente, la boca, luego bajando, los senos, los pezones grandes y rosados. Cuando llegó al sexo, lo vio: limpio, puro, de una virgen. Sacó la lengua, entró. A Carolina se le escarapeló el cuerpo, vibró. Sus ojos cerrados y la cara de satisfacción. El ruido del mar se confundía con los gemidos leves. Carolina se levantó, quedó sentada. Su espalda daba al mar. La abrazó, sus lenguas se juntaron. Los senos unidos parecían soldados. Con una mano se tocaban abajo y con la otra se abrazaban. La arena quemaba, pero ellas no sentían. Frotaron sus sexos. Las piernas entrelazadas y los dedos metidos. Se movían. Los gemidos aumentaron y el mar ya no se escuchaba. Estaban empapadas de sudor y los sexos mojados. Habían terminado, exahustas.

El sol se estaba poniendo y las dos dormían, tiradas en la arena. Gina se despertó primero, al ver la hora se metió al mar y, retornando, se cambió. Se acercó donde Carolina y la despertó. Carolina abrió los ojos. Vio la cara de Gina. Confundida le preguntó la hora.
—Son las seis y media.
—Que tarde es —dijo Carolina estirándose.
—Anda enjuágate para irnos.
Cuando terminó de enjuagarse, se dirigió al carro donde estaba Gina sentada al volante.
—Estoy algo mareada —dijo Carolina.
—Yo también, debe ser porque hemos tomado y hemos dormido.
Gina abrió la guantera de su carro. Sacó una pequeña envoltura, la abrió. Sacó una tarjeta de crédito y vació un poco del contenido.
—¿Qué es eso?
—Coca —le respondió Gina, mientras se metía su primer tiro.
Gina le paso la tarjeta a Carolina y ella la imitó. Luego de un par más, se fueron de la playa. En el camino iban escuchando música.
—Oye, no le vayas a decir nada de esto a nadie. Es sólo para las dos.
—No. No te preocupes —dijo Carolina, sobándose la nariz.
El camino de regreso ni se sintió. Estaba oscureciendo y habían pocos carros, hasta Punta Hermosa; ahí el tráfico aumentó. Llegaron a la casa de Carolina. Estacionaron el carro a unos metros de la entrada y Gina nuevamente sacó el cloro.
—Un par más para acabarlo —dijo.
—Rápido que nos pueden ver.
Se metieron como tres tiros cada una. Se terminó.
—Me voy —dijo Carolina mientras recogía sus cosas.
—Límpiate la nariz que la tienes blanca —se rieron.
—Chau, Gina, gracias por todo —y la besó.
—Chau, Carolina, el próximo domingo te busco o si no te llamo antes.
Carolina se bajó del auto. Echó seguro a su puerta y la cerró muy suavemente, tan suave que la puerta quedó mal cerrada. Gina la volvió a abrir y la cerró bien. Caminando muy rápido Carolina se dirigió a la puerta de su casa. Sacó de su bolsillo las llaves y se le cayeron al suelo, con mucha dificultad pudo agacharse a recogerlas. Vio la hora: eran las nueve de la noche. Entró y de frente se fue a su cuarto. Su madre estaba en el living viendo televisión.
—Hola hijita, ¿qué tal te fue? —dijo ella mientras seguía viendo como Michael Douglas se seguía tirando a Sharon Stone en Bajos Instintos.
—Bien —le contestó Carolina pasando directo a su cuarto, sin ni siquiera darle un beso.
Entró a su habitación y se echó en su cama, boca arriba. Tenía los ojos más abiertos de lo normal, se sentía extraña, estaba dura. Se paró y empezó a caminar. Fue al baño y se miró en el espejo, estuvo ahí como media hora, inmutable. Regresó y se echó de nuevo en la cama, quería dormir, pero no podía. Decidió tomar unas pastillas para conciliar el sueño. Recordó que su madre tenía unas en su cuarto, ella siempre las tomaba porque sufría de los nervios. Fue sin que su madre se diera cuenta y cogió dos. Se metió al baño y las tomó con agua de caño. Volvió a su cama y se echó, esperando que hagan efecto. Sentía que su corazón quería salirse del pecho, pero no se asustó y trató, con todas sus fuerzas, de dormir.
Al día siguiente se levantó tarde. No había nadie. Siempre salían más temprano que ella. Vio la hora: la una. Se dio cuenta. Había perdido sus clases de las diez y también iba perder las del resto del día. Sentía que le fastidiaba la nariz. Decidió meterse un baño de agua helada para quitarse la resaca. Su cuerpo rojo le ardía, estaba con erisipela. Cuando salió de la ducha, se acordó, recién, de todo lo que había pasado el día anterior. Mientras se secaba recordaba más. No se lo podía creer, se sentía extraña, muy confundida. Terminó de secarse y, completamente desnuda, vio su cuerpo en el espejo de su tocador. Vio su linda figura y sus grandes senos. Luego se echó en su cama y viendo el poster de Christian Slater con el torso desnudo, se masturbó.

ORLANDO ORDÓÑEZ SANTOS y su poema "Sueño azul de castañuelas"

Poeta Orlando Ordóñez

SUEÑO AZUL DE CASTAÑUELAS

Si al siguiente día
aún no retorna
la mariposa azul
a beber el néctar
del lirio amarillo,
es posible
que ya encontró
otro jardín, quizá
con más flores multicolores
y nadie, tal vez, irrumpirá
su vuelo de pompa de jabón,
si así fuera
mañana, más tarde
junto a mi lirio amarillo
cavaré un profundo foso
en el enterraré
todos mis años de espera
y sobre mi tumba siempre
estará florido el jardín
donde orgullosas retozarán
mariposas invisibles, incoloras,
porque ahora azul es mi sueño
de castañuelas que jamás
disiparán sus trinos de agua.

domingo, 1 de febrero de 2015

DANTE CASTRO y su cuento "Otorongo"



OTORONGO

Era muy de noche cuando llegó una patrulla del ejército a Quebrada Huariacca preguntando por el teniente-gobernador.  Sonaban disparos de fusil 
y el aire de aromas naturales se llenó de olores extraños traídos de otras tierras. Los uniformes de invierno de la tropa se adherían a sus cuerpos despidiendo un vaho acre de sudores de caballo. La selva se puso quieta y silenciosa como esperando la lluvia y hasta el viento se refugió en lo más recóndito de la quebrada. Los colonos, sorprendidos en su sueño, comenzaron a prender antorchas y bajaron hacia el camino como un intermitente enjambre de luciérnagas.
   -No queremos matar a nadie... -habló un sargento-.  Tenemos la orden de decomisar todas las armas de la zona.  Al que después se le encuentre con un arma... ¡se le fusila y listo!
   Había inquietud en las miradas soñolientas de los campesinos que observaban con temor a los uniformados.  Don Benito Santos, el teniente-gobernador, se comprometió con la tropa a que todas las armas serían entregadas. Por toda explicación le dijeron que era para prevenir una asonada comunista en aquella región.  Junto con él caminaría la patrulla, casa por casa de los colonos, recogiendo las retrocargas y escopetas viejísimas con que cazaban.  No sólo fueron armas lo que se llevaron, sino que hicieron matar una ternera para llevársela por pedazos a su guarnición, además de cargar con gallinas y chanchos ante la impotencia de sus propietarios.  Fue así como Quebrada Huariacca se quedó sin armas de fuego.
   El único que se salvó del decomiso fue Pedro Reyes, el dueño de la cantina de la zona.  Enterró apresurado su carabina antes que la columna llegara, y no por intuición, sino por aviso de un comerciante errante que se emborrachaba en su negocio. Una nueva costumbre se haría crónica desde aquella fatídica visita de los cachacos: Ir a pedirle prestada el arma a Reyes.
   -Don Pedrito, présteme su carabina pa’ tumbar chancho e’ monte...
   -Don Pedro, el tigrillo se está comiendo las gallinas, présteme su arma.
   Pronto empezaría a alquilar el arma a precios cada vez más fuertes.  Fue por aquellos días que hizo su aparición un otorongo negro que se convertiría en el azote de la quebrada.  El magro ganado doméstico de los colonos aparecía destrozado, desgajado y sin una gota de sangre cada mañana.
   -Cómo sabe el animal cuando no hay escopeta, carajo...
   Comentaba don Ramón Sánchez, hombre de respeto, con los vecinos que narraban entre sollozos la muerte de sus vacunos.
   -No se sabe qué azote es peor...  Primero los cachacos y después el tigre.
   El felino hacía gala de su fuerza arrastrando toretes que lo triplicaban en peso a lo largo de varias cuadras. Silenciaba chanchos triturándoles el cogote entre sus fauces. Su mayor placer era romperle el cuello al ganado y beberse la sangre fresca del animal todavía vivo. El cuerpo, casi completo, quedaba para los carroñeros en algún lugar del campo.
   Varios lo habían visto y jurarían, como don Ramón, que nunca hubo otro tan grande y tan hermoso. Pero con los machetes y rejones era imposible hacerle frente al animal.  La gente se limitaba a ver con impotencia los restos de sus mejores vacas y chanchos desperdigados por las chacras.
   Organizaron rondas de doce colonos armados con rejones y machete al cinto, pero la astucia del fiero siempre era mayor.  Impusieron el sistema de los silbatos y el colono que sintiera el gemido de una de sus bestias, debería pasar la alarma a sus vecinos más próximos para que acudieran a perseguirle.  Todo fue en vano.  El otorongo se ponía a salvo en la selva virgen, desde donde acechaba los pasos de las rondas desconcertadas. 
 
   -Debemos ir a Huánuco pa' comprar escopetas.  -sugirió don Ramón a la autoridad Benito Santos.
   -No queremos a la tropa por acá de nuevo.   -respondió.
   -¿Y qué hacemos con el tigre?
   -Pídanle su arma a Reyes... Que se las alquile... 
 
   Pero cada vez que el otorongo era cercado y acudían al negocio de Reyes, más tardaba en llegar el arma que el tigre en romper el cerco y huir al monte.
   -Hay que hacer trampas. -comentaba la gente.
   Una mañana,  don Ramón Sánchez pidió ayuda a tres de sus vecinos más cercanos para cavar un hoyo profundo, casi un pozo. Tardaron hasta el ocaso sacando lampadas de tierra húmeda, creando una fosa de tres metros.  La cubrieron de hojas de plátano y de una esterilla.  Construyeron al día siguiente una reja de madera rudimentaria.  Entrelazaron ramas fuertes y dejaron la armazón al lado del pozo cubierto.  La ubicación era estratégica: al pie de la cerca del corral donde encerraba a los terneros.
   -Ahora sí va a caer el muy astuto... -se dijo.
   Comenzaría para él una secuela de noches de insomnio y de vigilia con el rejón calzado entre sus toscas manos de labriego. Consumió considerables cantidades de coca para no dormirse y fumó más de la cuenta.  Luego de diez días de cansancio inútil, decidió que sus terneros no eran del gusto de la fiera y durmió normalmente.  Correría otra semana sin novedad.  No volvió a preocuparse del otorongo.
   Una noche en que la cosecha del rocoto había agotado sus fuerzas y la lluvia convertía en lodazales las tierras de descanso, sintió ruidos extraños en el establo. Los becerros se inquietaban tratando de salir contra la mohosa cerca de troncos en un desesperado intento de huir.  Corrió en la oscuridad con el machete en la diestra hacia la trampa y empujó sobre ella la armazón de maderos entrelazados que había preparado.
   Su mujer le alcanzó una antorcha.  Ante la luz  irregular de la tea, resplandecían los ojos y el lomo brillante del predador.  Tocó nervioso el silbato varias veces hasta que le contestaron de los predios vecinos.  Para asegurar la reja de madera, colocó una enorme piedra encima.
   A la media hora se veían hileras de antorchas dirigiéndose a los pagos de don Ramón.  El tigre se hallaba en una sola posición, rígido y con la mirada hacia su posible salida.  Cambió luego de actitud husmeando las paredes del cráter profundo.  Quiso salir empujando la reja a saltos, pero se lo impedían los vecinos parados sobre el armatoste y la enorme piedra.
   -¡Hay que matarlo de una vez!    -gritó un colono.
   -¡Tito! ... ¡anda tráy la carabina de Reyes! -le indicaron a un niño.
   -¿Y si está cerrado el negocio?
   -Tócale la puerta con piedra, pues, sonso... ¡Corre!
   La algarabía era general.  El azote de la quebrada había caído.  Rígido y solemne, optaba por fingirse indiferente ante la muchedumbre que lo alumbraba con teas. Trajeron chacta para matizar la espera del arma.  Tomaron y fumaron durante dos horas y el rifle no aparecía.  Por fin llegó el niño jadeando.
   -Dice que no presta, sino alquila... No quiere trato si nuay plata.
   -Velo pues al desgraciado ese...
   -Hay que usar los rejones.
   -Con rejón nomas hay que matarlo...
   -¡Clávenlo!  -gritaba la gente.
   Pero comprobarían que la longitud de las lanzas no era suficiente  y el animal esquivaba con facilidad las estocadas. Hizo vanos intentos de empujar la armazón de palos y consiguió hacerles perder el equilibrio por un instante a los captores que se hallaban allí parados.  Fue inútil.
   -No se deja el tigre.  Nuay cómo clavarlo.
   -Pendejo, carajo...
   -Dale pué...
   Hasta que don Ramón se acordó del techo que había estado calafateando con brea esa tarde.  Recordó cuando en Pucallpa vio a un crío meter la mano, por accidente, en la brea caliente: se la sacaron en esqueleto.  “No quedó ni un miserable pedazo de carne en su mano”, pensó.
   -¡Ya sé, burros!... ¡Lo mataremos con brea!... -exclamó.
   Fueron a buscar el cilindro aún tibio y lo trajeron cargado en un palo.  Prendieron fuego suficiente para un último hervor.  El felino, mientras tanto,  miraba sereno hacia el exterior.
   -Ya está... ¡Ábranse de ahí!
   Varias manos con trapos empujaron el cilindro hirviente para  derramar el denso líquido sobre la reja que cubría la trampa.  Se sintió un aullido potente, casi humano, y la fiera salió con reja y todo de un salto.  El dolor había creado fuerzas descomunales en el animal.  La sombra fugaz desapareció en la oscuridad de la noche y la selva se puso tan quieta y silenciosa como aquella vez que llegaron los soldados.
   -No ha muerto... ¡Está vivo!
   -Es el chullachaqui...
   -El mismo demonio será...
   -Anden cojudos... ¡Qué demonios ni qué carajos! ¡Busquen con las antorchas su rastro!  -gritó don Ramón Sánchez.
   Confirmarían después de corta búsqueda que los restos deformes del otorongo habían quedado pegados en cada obstáculo de su loca carrera por sobrevivir:  una garra con el brazo pegados en un tronco de chonta, pedazos de piel con carne chamuscada en una roca. Y al final del regadero, en medio del monte, hallaron el espinazo con la cabeza desfigurada del que otrora fue un bello animal.
   El azote había terminado. 

DANTE CASTRO y su cuento "Escarmiento"




escritor Dante Castro


ESCARMIENTO

   Normalmente la cueva era cálida por las fogatas que prendían en su interior con algunos troncos secos que recogían a lo largo de las jornadas. Pero esa noche el frío no dejaba dormir a nadie, y a los centinelas les era indiferente ser relevados o no.  A César una vez le contaron que el frío realmente comienza cuando uno se da cuenta que ninguna vestimenta es capaz de combatirlo.  Y esa noche sintió que su poncho era un estorbo inútil, que le daba lo mismo tener puesta o no su casaca de cuero gastada por el uso.  Pedro insistía en sacar la última gota de zumo amargo a su bola de coca,  porque sabía que después del escupitajo final no tendría nada para el carrillo.  Demetrio andaba como una fiera enjaulada tratando de espantar el hielo, caminando sobre sus pasos y haciendo flexiones para desentumecer las piernas agarrotadas en cuatro horas de guardia.  El frío y el hambre eran una mala combinación que cada uno tenía que combatir por cuenta propia en las últimas horas que le quedaban a la noche.
   -¡Carajo! -balbuceó Demetrio con la boca temblorosa.
   -Peor sería si estuvieras tú de guardia -respondió Pedro señalando la salida de la cueva.
   -Peor sería, pues...
   -Traten de dormir pensando en otra cosa -dijo César sin reparar que había dicho una burrada.
   Lo peor era dormir.  La muerte por congelamiento comenzaba con un sueño agradable, alucinante y maravilloso. Cuya vino casi corriendo. Resoplaba a través del pasamontañas y traía al descubierto su arma.
   -Abriga esa arma, Cuya.... ¿Cómo la traes así?   -habló fuerte Pedro.
   -Ya casi amanece, comandante.
   Cogió una bufanda y envolvió la metralleta como si fuera un niño. La depositó junto a unos bultos sobre los cuales pensaba dormir aunque sea diez minutos.  Quitóse el pasamontañas.
   -No te duermas, Cuya.  Pásale la voz a Julio de que ya nos vamos.  El  resto revisan su arma y se preparan para ir a Chucay.
   Julio era duro. Podía soportar días sin dormir una hora y en la comida mostraba igual austeridad que en el sueño. Por eso los observaba sonriente, como burlándose, desde la entrada de la caverna. Los dientes incompletos bajo el sombrero esmirriado hacían más expresiva su sonrisa burlona.
   -Lo que pasa es que Julio es hijo de brujo. Por eso es que no le hace nada el frío.
   -Pastor de puna, pues... No niñito de universidá... -respondió sin dejar de sonreír.
   -Déjense de joder, carajo. Aquí nadie es mejor que nadie. Violento tenemos que salir para Chucay. Apúrense -zanjó Pedro como otras veces que había impuesto su autoridad en líos menores.
    Con los bultos en la espalda y las armas variopintas en la mano,  la columna empezó el descenso hacia el camino de herradura, casi invisible, que recibía los primeros resplandores del amanecer.  Avanzaban con paso corto y medido para no rodar.  Los cactos parecían personas desgarbadas que elevaban sus brazos al sol naciente.
   -Chispas... -susurró César al perder el equilibrio, vencido por el peso de la mochila y de la rudimentaria escopeta que cargaba. Julio lo aferró de un brazo evitando una tragedia.  Rodaron algunas piedras.
   -Felizmente la represión anda lejos. De sinó, el descuido de este compañero nos costaría el pescuezo... -habló el comandante.
   -Guagua, guagüito -se burló Julio soltándole el brazo.
   -Ya te quiero ver, carajo, en Lima.  Ahí seguro yo te voy a sujetar...
   -En esta nueva sociedad no hay diferencias.  Mejor acaben su pleito. Pero para otra vez ya no lo agarres, Julio.  A ver si aprende a andar en los cerros  -habló Pedro.
    Llegaron a ver Chucay después de casi tres horas de mal camino. Era domingo y la gente lucía flores en el sombrero en un ambiente de feria. La columna no fue vista por nadie, excepto por un gavilán que sobrevolaba la
pequeña plazuela de techos rojos. Las casitas eran un atentado mayúsculo contra la simetría y podía notarse que sus constructores no usaron la plomada
ni el nivel.  Era sólo un caserío en medio de lomas verdes. Cuya había sido obrero de construcción y notaba a lo lejos las imperfecciones de las paredes y los techos.
   -Carajo... ¿Quién sería su maestro de obra?  Habría que darle vuelta a ese bestia...
   La columna se introdujo por unos escasos montes ribereños que rodeaban la carretera de ripio. Las hojas humedecidas por el rocío empaparon sus ropas al pasar. Algunas torcazas salieron espantadas en vuelo veloz y desde lejos fueron advertidos por unos niños que jugaban en el fango.
   -Atatau, esos changos van a alertar ahora... -se alarmó Julio.
   -Déjalos, pues.  Mejor es que sepan -dijo el comandante.
   En Chucay ya se había corrido la voz de que los compañeros andaban cerca, pero la gente se espantó cuando supieron que los tenían a las puertas del pueblo.  Los que no tenían que temer, aguardaron en posición solemne en la plazuela.  Otros recogían sus bultos para huir, aunque no sabían hacia dónde.  La columna entró con los rostros cubiertos por pasamontañas de colores y sólo Pedro exhibía su metralleta a vista y paciencia de la gente.  Los hombres con sombrero negro y las mujeres con sombreros lúcumas y blancos, lo vieron tomar posesión de uno de los poyos de piedra a modo de tribuna. El resto se distribuyó en las esquinas. Habló en quechua.
   -Compañeros... No hay por qué tenernos miedo, porque no venimos a matar
a la gente por las puras,  ni a robar.  Somos del pueblo como ustedes y sufrimos la pobreza igual que ustedes.  Nuestra lucha armada arde victoriosa contra los que nos oprimen.  Nosotros no castigamos más que a los soplones y traidores, compañeros. Sólo queremos recibir de su bondad algunos alimentos para continuar nuestro camino haciendo la revolución, haciendo la guerra popular del campo a la ciudad, compañeros...
   Esgrimía el dedo en alto y con la zurda sujetaba firmemente su arma. De pronto Demetrio se acercó al orador y le entregó un papelito alcanzado por mano misteriosa.  El pedazo decía concisamente: "Ejecutar a Rosa Escudero por colaborar con los sinchis."  Y firmaba "Nancy", el nombre que significaba órdenes indiscutibles en la zona. El público esperaba pacientemente que el encapuchado terminase de leer para que siga hablando.  El sol de las once no permitía elevar la vista al cielo.
   -Pero, compañeros, los soplones se venden a quienes matan a su hijos y violan a sus hijas. Y aquí, compañeros, tenemos el nombre de uno de esos demonios.  La justicia del pueblo no se hace esperar, así que hoy día habrá escarmiento...
   -Escarmiento... -comentó una mujer asustada.
   -Escarmiento... -murmuró un campesino a otro.  La voz corría de boca en boca.  Era una palabra temida en el valle.  El gavilán chilló sobre sus cabezas como un mal presagio.
   -¡Viva la lucha armada, compañeros!
   -¡Viva! -corearon los que simpatizaban abiertamente con la causa. Otros guardaban silencio en público,  porque sabían que los sinchis arrancaban verdades hasta a las piedras del camino.
    -¡Causachum presidente Gonzalo!
    -¡Causachum!
    -¡Huaiñuchum soplones!
    -¡Huaiñuchum!
 
   Una corriente de pavor invadió el espinazo de César al recordar cuántos eran la última vez que estuvieron en Chucay.  Eran más de cincuenta,  y ahora no sumaban ni diez. El resto de la columna había dejado sus huesos en diferentes encuentros con los uniformados o en algún despeñadero de la jalca.  Cuya y Demetrio traían codo con codo a una mujer de casi treinta años.  Venía sin sombrero y con las trenzas sueltas. Lloraba y gemía en quechua tratando de arrojarse al piso. La blusa llevaba una pechera bordada por mano experta y su pollera era de color ladrillo.
   - ¡Perdón, papacitos, por mis hijitas, papay!
   -¿Has ayudado a los sinchis? ¡Contesta! -gritó Pedro sin bajar del poyo.
   La gente miraba en silencio con rostros inexpresivos. Julio transportaba una mesa con las dos manos, con el fusil terciado a la espalda. César ya conocía el proceso, así que extrajo de su morral, sin apuro, una bandera roja y la fue desenvolviendo con delicadeza.  Brilló la hoz y el martillo de papel lustre.  La pondría sobre la mesa a modo de mantel y el tribunal estaba instalado.
   - ¡Yo lo hice por mis guaguas, papacitos, perdóname!
   -¿Cuántos eran? ¡Habla!
   -Sólo les vendí comida, papay. Con su plata me pagaron.  Doce nomás eran, papay...
   -¡Has hecho negocio con los sinchis y pagarás caro tu traición! ¡Ya dijimos que moriría quien dé comida, ni agua, a los sinchis! ¿Verdad?
   -Verdad, papacito, pero me obligaron...
   El poyo sirvió de asiento al orador delante de la mesa embanderada. Sólo Pedro la juzgaría, y consultaría con la columna en caso de haber dudas. La mujer lloraba con la cara en el suelo y la población observaba a respetable distancia de la mesa.
   -¿Endenantes no le dije a la Rosa Escudero?... “Vas a tener problemas con los compañeros”, le dije.  Pero terca, como mula, atendiendo a los sinches por un poco de plata... -comentó un arriero casi cerca de César.
   -Vuelta le van a dar a la Rosa..
   -Escarmiento, pues... -conversaba la gente en voz baja.
   El gavilán emprendió el vuelo hacia las cumbres.
   -¡Rosa Escudero!... ¡Se te acusa de haber ayudado a los enemigos del pueblo! ...¿Tienes algo qué decir ante tus vecinos?
   -Por necesidá nomás lo hey hecho, papay... A nadies he robado, por mis tres hijitas, papá... Viuda soy, señor.
   -Sabías que estaba prohibido.
   -Me pagaron. Ellos pagando, señor.  Veinte soles me han dado.
   -Peor todavía.  Ni tan siquiera te obligaron.  Te vendiste ¿No?
   Pedro no quería precipitarse en la sentencia.  Sus compañeros lo observaban a la distancia mientras caminaban entre la población escasa de Chucay.  El último escarmiento fue rápido, recordó Demetrio. Se trataba de un guía de cordillera que había ayudado a una patrulla de sinchis.  Más tardaron en colocar la bandera sobre la mesa que Pedro en ordenar la ejecución.  Pero ahora hacía preguntas.  Tres niñas lloraban a escasos metros de la mesa.
   -Yo pregunto al pueblo de Chucay... ¿Alguna vez los sinchis trajeron algo bueno a estas tierras?
   -Manan... -dijeron algunas gargantas débiles.
   -¿Alguna vez los cachacos hicieron el bien en Chucay?
   -¡Manan! -sonó un grito unánime.
   Todavía los campesinos conservaban frescos en su memoria los gritos de siete jóvenes que no querían autoinculparse de ser terroristas.  Gritos de muerte les arrancaron.
   Cuya recogía fruta y tubérculos donados por los habitantes con algo de disimulo. A una señal de Pedro la columna dispersa se congregó frente a la mesa.
   -¿De una vez? -preguntó Julio pasándose el índice por el cuello.
   -No, no.  Acérquense para poder hablar...
   Los pasamontañas rezumaban de sudor.  El grupo deliberaba ante la masa ensombrerada que esperaba el desenlace del suceso.  El silencio colmaba la plaza.
   -No podemos perder simpatía matando a una madre de tres guaguas que ha querido ganarse unos chivilines -habló en castellano.
   -Di'una vez, comando... Si nu'hay escarmiento, nadies nos va a respetar. Entonces hemos bajado por las puras...
   Julio era siempre el más proclive a las ejecuciones.  Sabía desentrañar el
cinismo indígena y captaba la mentira a la vuelta de una sonrisa.  Por eso insistía en que se matara a la colaboradora ocasional de los sinchis.
   -Estoy con Pedro.  Mejor le damos látigo y nos vamos -habló César. Demetrio y Cuya no querían opinar, pero siempre que lo hacían era para respaldar a su comandante.
   -Así nos evitamos consultar a la masa, que capaz se van a chupar de opinar.  No nos conviene quedar mal con Chucay. ¿Ustedes no opinan?
   -Látigo -sugirió Cuya.
   -Látigo y hacerle la peluca pa' que la señalen -dijo Demetrio.
   El grupo volvió a dispersarse entre la magra multitud.  La decisión había sido tomada y los hombres que se hallaban sentados o arrimados adoptaron una posición adecuada. Algunos se sacaron el sombrero previendo una condena a muerte.  Las hijas de Rosa Escudero se habían quedado ya sin lágrimas y gemían entre mocos y suspiros.
   -Compañeros de Chucay... Este tribunal ha llegado a una conclusión... ¡El
castigo será suave por ahora!... ¡No mataremos a esta mujer y se le castiga esta vez con látigo y corte de pelo, para que todos sus paisanos de ahora en adelante la señalen como traidora a la causa del pueblo!
   La gente aplaudió como habían aprendido a aplaudir desde que conocían a
los "compañeros", como les llamaban familiarmente.  Julio desenrrolló el látigo de su cintura y Demetrio desenvainó el cuchillo de camal con que en otros tiempos se ganaba la vida en el rastro de Huancayo.  La mano del comandante ya avanzaba hacia la blusa de pechera bordada para arrancarla, cuando sonó un disparo de revólver en la placita de Chucay.
   Una mujer se abrió paso a empellones entre los espectadores.  Era casi una muchacha vestida a la usanza campesina, con flores en el sombrero blanco que indicaban su soltería.  Cuando se destocó frente a la bandera roja, los guerrilleros se dieron cuenta de quién era.  Pedro bajó el cañón de su metralleta resoplando de tranquilidad.  Era la camarada Nancy.  Eso significaba para la columna,  sumisión a los mandatos superiores,  obediencia sin discusión a las directivas.  Sólo Pedro y César la conocían. El resto habían escuchado hablar de ella, simplemente.
   -Cuándo no, el corazón blando de los compañeros... -dijo en buen castellano- ... ¿Qué se les ha dicho?
   -Ya está hecho el juicio, camarada.  Sólo falta aplicar el castigo.
   -Se ha dicho ejecución de soplones y colaboradores,  ¿no?  Pero el corazón blando de los hombres. Además,  no se ha consultado a la masa. Es un proceso de espaldas al pueblo de Chucay.  Desde ahora yo asumo las responsabilidades, camarada.  -habló en voz baja y en castellano para que nadie se diera cuenta de la fricción que había surgido.
   -Orden superior, no se discute -dijo resignado el comandante.
   -¡Pueblo de Chucay! -gritó en tono agitativo Nancy-. ¡Ustedes son hermanos de los campesinos muertos en Churcampa, en Luricocha, en San José de Secce, por los mismos uniformes que visten los amigos de Rosa Escudero!
   -No son mis amigos, mamay... No seas así, mamacita linda, preciosa...
   -Ahora ruegas porque estás cercana al castigo.  Pero alimentaste a quienes matan gente pobre como tú. ¡No se dejen engañar por las lágrimas de una traidora! ¿Sabe alguien, acaso, lo que habló esta mujer con los sinchis? ¿Saben si ellos le pagaron algo más por tirarle dedo a su vecino?
   La camarada Nancy hablaba a gritos y con el rostro descubierto.  El gavilán regresaba de las alturas con vuelo lento sobre la plaza.
   -A nadies he acusado, virgencita linda, no me hagas sufrir...
   -Timoteo Rodríguez... ¿Quiénes mataron a tus hijos? ¿Quiénes te han condenado a mendigar hasta el día de tu muerte? -los rostros voltearon hacia el interpelado, un hombre demasiado bajo de estatura que andaba siempre de negro.
   -Los sinches, pues, mamá -respondió con voz ronca.
   -¿Y quiénes violaron a tu hija, Escolástica Huamaní? ¿Por quién vas a ser abuela de la vergüenza?
   -Sinchis, pues.  Quién no sabe... -contestó una mujer que frisaba los cincuenta años,  ya sin dentadura.
   -Genaro Janampa, tú eres hombre de buena memoria. ¿Quién mató a tu anciano padre por tan sólo ser sordo?
   -Ahí fueron ellos, pues... Le dijeron alto, y él siguió andando.
   -¡Ellos también usan pasamontañas!... ¡Negras son sus cabezas! ¡Pero todos conocen el uniforme! -siguió hablando al pueblo... Y todo esto sucedió antes que le dieras de comer a esos perros... Todos estos crímenes tú los conocías, Rosa Escudero, porque sucedieron en tu pueblo. ¡Podemos pasarnos toda la tarde recordando!
   César sintió un nudo en las entrañas.  El hambre había dejado de acosarlo y ahora los gases se ocupaban de invadir sus interiores.  La acusada había juntado las manos en actitud de rezar y contemplaba a través de las lágrimas a su acusadora.
   -Pido al pueblo de Chucay que vote por la muerte de esta soplona y traidora que se ha vendido a los extraños. ¡Que la manera de votar sea sacándose el sombrero!   -dijo por último con los brazos en alto.
   Rosa Escudero tenía el rostro sobre la tierra y las súplicas seguían brotando de sus labios embarrados.  Los primeros en descubrirse fueron los más jóvenes, simpatizantes abiertos de los "compañeros".  Otros les siguieron y nadie podría asegurar si fue por inercia o por convencimiento. Julio se encargó, con el puñal de Demetrio, de darle muerte.  Las pocas municiones eran para el enemigo.