escritor Dante Castro
ESCARMIENTO
Normalmente la cueva era cálida por
las fogatas que prendían en su interior con algunos troncos secos que recogían
a lo largo de las jornadas. Pero esa noche el frío no dejaba dormir a nadie, y
a los centinelas les era indiferente ser relevados o no. A César una vez
le contaron que el frío realmente comienza cuando uno se da cuenta que ninguna
vestimenta es capaz de combatirlo. Y esa noche sintió que su poncho era
un estorbo inútil, que le daba lo mismo tener puesta o no su casaca de cuero
gastada por el uso. Pedro insistía en sacar la última gota de zumo amargo
a su bola de coca, porque sabía que después del escupitajo final no
tendría nada para el carrillo. Demetrio andaba como una fiera enjaulada
tratando de espantar el hielo, caminando sobre sus pasos y haciendo flexiones
para desentumecer las piernas agarrotadas en cuatro horas de guardia. El
frío y el hambre eran una mala combinación que cada uno tenía que combatir por
cuenta propia en las últimas horas que le quedaban a la noche.
-¡Carajo! -balbuceó Demetrio con la
boca temblorosa.
-Peor sería si estuvieras tú de
guardia -respondió Pedro señalando la salida de la cueva.
-Peor sería, pues...
-Traten de dormir pensando en otra
cosa -dijo César sin reparar que había dicho una burrada.
Lo peor era dormir. La muerte
por congelamiento comenzaba con un sueño agradable, alucinante y maravilloso.
Cuya vino casi corriendo. Resoplaba a través del pasamontañas y traía al
descubierto su arma.
-Abriga esa arma, Cuya.... ¿Cómo la
traes así? -habló fuerte Pedro.
-Ya casi amanece, comandante.
Cogió una bufanda y envolvió la
metralleta como si fuera un niño. La depositó junto a unos bultos sobre los
cuales pensaba dormir aunque sea diez minutos. Quitóse el pasamontañas.
-No te duermas, Cuya. Pásale la
voz a Julio de que ya nos vamos. El resto revisan su arma y se
preparan para ir a Chucay.
Julio era duro. Podía soportar días
sin dormir una hora y en la comida mostraba igual austeridad que en el sueño.
Por eso los observaba sonriente, como burlándose, desde la entrada de la
caverna. Los dientes incompletos bajo el sombrero esmirriado hacían más
expresiva su sonrisa burlona.
-Lo que pasa es que Julio es hijo de
brujo. Por eso es que no le hace nada el frío.
-Pastor de puna, pues... No niñito de
universidá... -respondió sin dejar de sonreír.
-Déjense de joder, carajo. Aquí nadie
es mejor que nadie. Violento tenemos que salir para Chucay. Apúrense -zanjó
Pedro como otras veces que había impuesto su autoridad en líos menores.
Con los bultos en la espalda y
las armas variopintas en la mano, la columna empezó el descenso hacia el
camino de herradura, casi invisible, que recibía los primeros resplandores del
amanecer. Avanzaban con paso corto y medido para no rodar. Los
cactos parecían personas desgarbadas que elevaban sus brazos al sol naciente.
-Chispas... -susurró César al perder
el equilibrio, vencido por el peso de la mochila y de la rudimentaria escopeta
que cargaba. Julio lo aferró de un brazo evitando una tragedia. Rodaron
algunas piedras.
-Felizmente la represión anda lejos.
De sinó, el descuido de este compañero nos costaría el pescuezo... -habló el
comandante.
-Guagua, guagüito -se burló Julio
soltándole el brazo.
-Ya te quiero ver, carajo, en
Lima. Ahí seguro yo te voy a sujetar...
-En esta nueva sociedad no hay
diferencias. Mejor acaben su pleito. Pero para otra vez ya no lo agarres,
Julio. A ver si aprende a andar en los cerros -habló Pedro.
Llegaron a ver Chucay después de
casi tres horas de mal camino. Era domingo y la gente lucía flores en el
sombrero en un ambiente de feria. La columna no fue vista por nadie, excepto
por un gavilán que sobrevolaba la
pequeña plazuela de techos rojos. Las casitas eran un atentado mayúsculo contra
la simetría y podía notarse que sus constructores no usaron la plomada
ni el nivel. Era sólo un caserío en medio de lomas verdes. Cuya había
sido obrero de construcción y notaba a lo lejos las imperfecciones de las
paredes y los techos.
-Carajo... ¿Quién sería su maestro de
obra? Habría que darle vuelta a ese bestia...
La columna se introdujo por unos
escasos montes ribereños que rodeaban la carretera de ripio. Las hojas
humedecidas por el rocío empaparon sus ropas al pasar. Algunas torcazas
salieron espantadas en vuelo veloz y desde lejos fueron advertidos por unos niños
que jugaban en el fango.
-Atatau, esos changos van a alertar
ahora... -se alarmó Julio.
-Déjalos, pues. Mejor es que
sepan -dijo el comandante.
En Chucay ya se había corrido la voz
de que los compañeros andaban cerca, pero la gente se espantó cuando supieron
que los tenían a las puertas del pueblo. Los que no tenían que temer,
aguardaron en posición solemne en la plazuela. Otros recogían sus bultos
para huir, aunque no sabían hacia dónde. La columna entró con los rostros
cubiertos por pasamontañas de colores y sólo Pedro exhibía su metralleta a
vista y paciencia de la gente. Los hombres con sombrero negro y las
mujeres con sombreros lúcumas y blancos, lo vieron tomar posesión de uno de los
poyos de piedra a modo de tribuna. El resto se distribuyó en las esquinas.
Habló en quechua.
-Compañeros... No hay por qué tenernos
miedo, porque no venimos a matar
a la gente por las puras, ni a robar. Somos del pueblo como ustedes
y sufrimos la pobreza igual que ustedes. Nuestra lucha armada arde
victoriosa contra los que nos oprimen. Nosotros no castigamos más que a
los soplones y traidores, compañeros. Sólo queremos recibir de su bondad
algunos alimentos para continuar nuestro camino haciendo la revolución,
haciendo la guerra popular del campo a la ciudad, compañeros...
Esgrimía el dedo en alto y con la
zurda sujetaba firmemente su arma. De pronto Demetrio se acercó al orador y le
entregó un papelito alcanzado por mano misteriosa. El pedazo decía
concisamente: "Ejecutar a Rosa Escudero por colaborar con los
sinchis." Y firmaba "Nancy", el nombre que significaba
órdenes indiscutibles en la zona. El público esperaba pacientemente que el
encapuchado terminase de leer para que siga hablando. El sol de las once
no permitía elevar la vista al cielo.
-Pero, compañeros, los soplones se
venden a quienes matan a su hijos y violan a sus hijas. Y aquí, compañeros,
tenemos el nombre de uno de esos demonios. La justicia del pueblo no se
hace esperar, así que hoy día habrá escarmiento...
-Escarmiento... -comentó una mujer
asustada.
-Escarmiento... -murmuró un campesino
a otro. La voz corría de boca en boca. Era una palabra temida en el
valle. El gavilán chilló sobre sus cabezas como un mal presagio.
-¡Viva la lucha armada, compañeros!
-¡Viva! -corearon los que simpatizaban
abiertamente con la causa. Otros guardaban silencio en público, porque
sabían que los sinchis arrancaban verdades hasta a las piedras del camino.
-¡Causachum presidente Gonzalo!
-¡Causachum!
-¡Huaiñuchum soplones!
-¡Huaiñuchum!
Una corriente de pavor invadió el
espinazo de César al recordar cuántos eran la última vez que estuvieron en
Chucay. Eran más de cincuenta, y ahora no sumaban ni diez. El resto
de la columna había dejado sus huesos en diferentes encuentros con los
uniformados o en algún despeñadero de la jalca. Cuya y Demetrio traían
codo con codo a una mujer de casi treinta años. Venía sin sombrero y con
las trenzas sueltas. Lloraba y gemía en quechua tratando de arrojarse al piso. La
blusa llevaba una pechera bordada por mano experta y su pollera era de color
ladrillo.
- ¡Perdón, papacitos, por mis hijitas,
papay!
-¿Has ayudado a los sinchis?
¡Contesta! -gritó Pedro sin bajar del poyo.
La gente miraba en silencio con rostros
inexpresivos. Julio transportaba una mesa con las dos manos, con el fusil
terciado a la espalda. César ya conocía el proceso, así que extrajo de su
morral, sin apuro, una bandera roja y la fue desenvolviendo con
delicadeza. Brilló la hoz y el martillo de papel lustre. La pondría
sobre la mesa a modo de mantel y el tribunal estaba instalado.
- ¡Yo lo hice por mis guaguas,
papacitos, perdóname!
-¿Cuántos eran? ¡Habla!
-Sólo les vendí comida, papay. Con su
plata me pagaron. Doce nomás eran, papay...
-¡Has hecho negocio con los sinchis y
pagarás caro tu traición! ¡Ya dijimos que moriría quien dé comida, ni agua, a
los sinchis! ¿Verdad?
-Verdad, papacito, pero me
obligaron...
El poyo sirvió de asiento al orador
delante de la mesa embanderada. Sólo Pedro la juzgaría, y consultaría con la
columna en caso de haber dudas. La mujer lloraba con la cara en el suelo y la
población observaba a respetable distancia de la mesa.
-¿Endenantes no le dije a la Rosa
Escudero?... “Vas a tener problemas con los compañeros”, le dije. Pero
terca, como mula, atendiendo a los sinches por un poco de plata... -comentó un
arriero casi cerca de César.
-Vuelta le van a dar a la Rosa..
-Escarmiento, pues... -conversaba la
gente en voz baja.
El gavilán emprendió el vuelo hacia
las cumbres.
-¡Rosa Escudero!... ¡Se te acusa de
haber ayudado a los enemigos del pueblo! ...¿Tienes algo qué decir ante tus
vecinos?
-Por necesidá nomás lo hey hecho,
papay... A nadies he robado, por mis tres hijitas, papá... Viuda soy, señor.
-Sabías que estaba prohibido.
-Me pagaron. Ellos pagando,
señor. Veinte soles me han dado.
-Peor todavía. Ni tan siquiera
te obligaron. Te vendiste ¿No?
Pedro no quería precipitarse en la
sentencia. Sus compañeros lo observaban a la distancia mientras caminaban
entre la población escasa de Chucay. El último escarmiento fue rápido,
recordó Demetrio. Se trataba de un guía de cordillera que había ayudado a una
patrulla de sinchis. Más tardaron en colocar la bandera sobre la mesa que
Pedro en ordenar la ejecución. Pero ahora hacía preguntas. Tres
niñas lloraban a escasos metros de la mesa.
-Yo pregunto al pueblo de Chucay...
¿Alguna vez los sinchis trajeron algo bueno a estas tierras?
-Manan... -dijeron algunas gargantas
débiles.
-¿Alguna vez los cachacos hicieron el
bien en Chucay?
-¡Manan! -sonó un grito unánime.
Todavía los campesinos conservaban
frescos en su memoria los gritos de siete jóvenes que no querían autoinculparse
de ser terroristas. Gritos de muerte les arrancaron.
Cuya recogía fruta y tubérculos
donados por los habitantes con algo de disimulo. A una señal de Pedro la
columna dispersa se congregó frente a la mesa.
-¿De una vez? -preguntó Julio
pasándose el índice por el cuello.
-No, no. Acérquense para poder
hablar...
Los pasamontañas rezumaban de
sudor. El grupo deliberaba ante la masa ensombrerada que esperaba el
desenlace del suceso. El silencio colmaba la plaza.
-No podemos perder simpatía matando a
una madre de tres guaguas que ha querido ganarse unos chivilines -habló en
castellano.
-Di'una vez, comando... Si nu'hay
escarmiento, nadies nos va a respetar. Entonces hemos bajado por las puras...
Julio era siempre el más proclive a
las ejecuciones. Sabía desentrañar el
cinismo indígena y captaba la mentira a la vuelta de una sonrisa. Por eso
insistía en que se matara a la colaboradora ocasional de los sinchis.
-Estoy con Pedro. Mejor le damos
látigo y nos vamos -habló César. Demetrio y Cuya no querían opinar, pero
siempre que lo hacían era para respaldar a su comandante.
-Así nos evitamos consultar a la masa,
que capaz se van a chupar de opinar. No nos conviene quedar mal con
Chucay. ¿Ustedes no opinan?
-Látigo -sugirió Cuya.
-Látigo y hacerle la peluca pa' que la
señalen -dijo Demetrio.
El grupo volvió a dispersarse entre la
magra multitud. La decisión había sido tomada y los hombres que se
hallaban sentados o arrimados adoptaron una posición adecuada. Algunos se
sacaron el sombrero previendo una condena a muerte. Las hijas de Rosa
Escudero se habían quedado ya sin lágrimas y gemían entre mocos y suspiros.
-Compañeros de Chucay... Este tribunal
ha llegado a una conclusión... ¡El
castigo será suave por ahora!... ¡No mataremos a esta mujer y se le castiga
esta vez con látigo y corte de pelo, para que todos sus paisanos de ahora en
adelante la señalen como traidora a la causa del pueblo!
La gente aplaudió como habían
aprendido a aplaudir desde que conocían a
los "compañeros", como les llamaban familiarmente. Julio
desenrrolló el látigo de su cintura y Demetrio desenvainó el cuchillo de camal
con que en otros tiempos se ganaba la vida en el rastro de Huancayo. La
mano del comandante ya avanzaba hacia la blusa de pechera bordada para
arrancarla, cuando sonó un disparo de revólver en la placita de Chucay.
Una mujer se abrió paso a empellones
entre los espectadores. Era casi una muchacha vestida a la usanza
campesina, con flores en el sombrero blanco que indicaban su soltería.
Cuando se destocó frente a la bandera roja, los guerrilleros se dieron cuenta
de quién era. Pedro bajó el cañón de su metralleta resoplando de
tranquilidad. Era la camarada Nancy. Eso significaba para la
columna, sumisión a los mandatos superiores, obediencia sin
discusión a las directivas. Sólo Pedro y César la conocían. El resto
habían escuchado hablar de ella, simplemente.
-Cuándo no, el corazón blando de los
compañeros... -dijo en buen castellano- ... ¿Qué se les ha dicho?
-Ya está hecho el juicio,
camarada. Sólo falta aplicar el castigo.
-Se ha dicho ejecución de soplones y
colaboradores, ¿no? Pero el corazón blando de los hombres.
Además, no se ha consultado a la masa. Es un proceso de espaldas al
pueblo de Chucay. Desde ahora yo asumo las responsabilidades,
camarada. -habló en voz baja y en castellano para que nadie se diera
cuenta de la fricción que había surgido.
-Orden superior, no se discute -dijo
resignado el comandante.
-¡Pueblo de Chucay! -gritó en tono
agitativo Nancy-. ¡Ustedes son hermanos de los campesinos muertos en Churcampa,
en Luricocha, en San José de Secce, por los mismos uniformes que visten los
amigos de Rosa Escudero!
-No son mis amigos, mamay... No seas
así, mamacita linda, preciosa...
-Ahora ruegas porque estás cercana al
castigo. Pero alimentaste a quienes matan gente pobre como tú. ¡No se
dejen engañar por las lágrimas de una traidora! ¿Sabe alguien, acaso, lo que
habló esta mujer con los sinchis? ¿Saben si ellos le pagaron algo más por
tirarle dedo a su vecino?
La camarada Nancy hablaba a gritos y
con el rostro descubierto. El gavilán regresaba de las alturas con vuelo
lento sobre la plaza.
-A nadies he acusado, virgencita
linda, no me hagas sufrir...
-Timoteo Rodríguez... ¿Quiénes mataron
a tus hijos? ¿Quiénes te han condenado a mendigar hasta el día de tu muerte?
-los rostros voltearon hacia el interpelado, un hombre demasiado bajo de
estatura que andaba siempre de negro.
-Los sinches, pues, mamá -respondió
con voz ronca.
-¿Y quiénes violaron a tu hija,
Escolástica Huamaní? ¿Por quién vas a ser abuela de la vergüenza?
-Sinchis, pues. Quién no sabe...
-contestó una mujer que frisaba los cincuenta años, ya sin dentadura.
-Genaro Janampa, tú eres hombre de
buena memoria. ¿Quién mató a tu anciano padre por tan sólo ser sordo?
-Ahí fueron ellos, pues... Le dijeron
alto, y él siguió andando.
-¡Ellos también usan pasamontañas!...
¡Negras son sus cabezas! ¡Pero todos conocen el uniforme! -siguió hablando al
pueblo... Y todo esto sucedió antes que le dieras de comer a esos perros...
Todos estos crímenes tú los conocías, Rosa Escudero, porque sucedieron en tu
pueblo. ¡Podemos pasarnos toda la tarde recordando!
César sintió un nudo en las
entrañas. El hambre había dejado de acosarlo y ahora los gases se
ocupaban de invadir sus interiores. La acusada había juntado las manos en
actitud de rezar y contemplaba a través de las lágrimas a su acusadora.
-Pido al pueblo de Chucay que vote por
la muerte de esta soplona y traidora que se ha vendido a los extraños. ¡Que la
manera de votar sea sacándose el sombrero! -dijo por último con los
brazos en alto.
Rosa Escudero
tenía el rostro sobre la tierra y las súplicas seguían brotando de sus labios
embarrados. Los primeros en descubrirse fueron los más jóvenes,
simpatizantes abiertos de los "compañeros". Otros les siguieron
y nadie podría asegurar si fue por inercia o por convencimiento. Julio se
encargó, con el puñal de Demetrio, de darle muerte. Las pocas municiones
eran para el enemigo.