jueves, 30 de abril de 2015

ANTONIO CHUMBILE y su poema "Como dos no se qué"

COMO DOS NO SE QUÉ 

Cómo dos no sé qué
                                     subimos al arenal
atravesados atravesamos
   harto perro muerto navaja y mosca
                                          INVADIMOS DE NUEVO
y en la cima / en los cuernos / en mi cuarto
entre mis cuatro esteras que son dos
cierro con un clavito mi puerta/pared
y ahora sí:
puedes arremolinar la noche
               arremolinarme a mí
cae tu sostén de los viernes/mi calzoncillo del mes
te crecen las alas y a mí los árboles
y me enrollo a tu cuerpo como todas la carreteras de Ayacucho a las mejores carnes del sol
                       SOMOS NUEVA PIEL
te estiro hasta mi techo/mis bolsas
y eructamos Yunza
                                   estallo CaRnAvALeS!
lubricamos la noche para que entre y salga salvaje mente por nuestras bocas
y ya que es tarde
y ya que nos defiende el clavito que cierra mi pared
hagamos el amor como cerdos
                   repito: como cerdos
como albatros viernes o amebas
hagamos el amor como dos tiernos erizos en un río de burbujas
como dos júbilos   como niños
como larvas en la herida de un perro
hagamos el amor como si fuésemos dos hormigas en una uva
-porque somos dos hormigas encerradas en una uva-
repartiéndonos como el pan / el sexo / las granadas
como dos babosas atadas a un grano de azúcar
como dos canciones
o dos pequeños gorgojos besándose y traspasándose de arroz en arroz
reventando olla / reventándonos
como el Perú y el perú
como Túpac Amaru y Micaela antes de los caballos
como papá y mamá antes de la guerra
                             después de la cosecha
             y durante los huaycos que partieron de tus piernas y llegaron a mi pecho pelado como tú
alzando un castillo de cohetes
gritando
LA REVOLUCIÓN SE INICIARÁ EN LOS MANICOMIOS
                                                     o en  la quebrada
                        desde el Sudor
y ahí estaremos
abrazándonos las tripas
haciéndonos el amor como dos cigarrillos bajo la lluvia
como tres bosques de ortiga
           tres millones de virus
nos trepamos el uno al otro como los miles de várices a las tetas de Lima
y nos hacemos la violencia en el amor como lo hacen el 1ro de mayo y el día de hoy en el corazón de la Tía Sonia
en los riñones de Atahualpa Yupanqui / de Guaman Poma
y no me oxido
y no termino porque quiero reventarlo todo
                          reventarlo TODO en un solo cerdo
pero nosotros también hacemos el amor como tres seres humanos
como tú, nosotros y yo
como Ernesto Grimanesa o Jesús Basilio Auqui
como la gente del siglo XXII que no podrá existir
como todo lo que sobra en el mundo pero HACEs FALTA
dos hermosos y tiernos etcéteras
hacemos el amor como lo hacían Arguedas y Whitman
                                                               Vallejo y tu mamá
                                como dos noséqué
           irresumibles
irrespirables para un solo pecho
nos desbordamos y lo sabe el mundo/el arenal
por eso tocan ya la puerta/mi pared
                   vuela el clavito
y empujan tus hermanos tus viejos serenazgo los vecinos la muerte la ley y las moscas
y nos vamos/ FUERA de aquí
pero haciendo EL AMOR
corriendo exageradamente el amor.

miércoles, 29 de abril de 2015

ANDRÉI PLATÓNOV y su cuento "Nikita"

Por la mañana temprano su madre se marchaba a las labores del campo. Vivían sin padre; hacía mucho que éste se había marchado a un trabajo más importante, a la guerra, y seguía sin volver. Día tras día su esposa esperaba en vano su regreso. Al frente de la casa había quedado Nikita, un niño de cinco años. Antes de irse a trabajar, su madre lo aleccionaba para que Nikita no fuera a incendiar la casa. Le pedía que recogiera los huevos que las gallinas ponían en los rincones y en el seto, que no dejara entrar al gallo vecino y que no maltratara al propio, y que almorzara el pan con la leche que había dejado en la mesa. Por la tarde mamá volvería y le prepararía comida caliente.
-No pierdas el tiempo, Nikita, no olvides que no tienes padre -le decía su madre-. Eres un niño inteligente, y todo esto es nuestro: lo que está dentro de la isba y lo que está en el patio.
-Soy listo, todo es nuestro y papá no está -repetía Nikita-. Pero vuelve pronto, mamá, que tengo miedo.
-¿De qué tienes miedo? El sol brilla en el cielo, la gente está en los campos; no temas, espérame tranquilo...
-Sí, pero el sol está muy lejos -replicaba Nikita -, y a veces las nubes lo tapan.
Al quedarse solo, Nikita recorrió la silenciosa isba: la sala de estar, la cocina con el horno ruso y después entró al zaguán. En él zumbaban unas moscas grandes y gruesas; en un rincón, una araña dormitaba en el centro de su tela; un gorrión atravesó volando el umbral para buscar algún granito en el suelo de la isba. Nikita los conocía a todos: a los gorriones, a las arañas y a las moscas, y también a las gallinas del patio; ya estaba harto de todos y le aburrían. Quería conocer algo nuevo. Nikita salió al patio, entró al cobertizo y encontró un barril vacío en la oscuridad. En ese barril seguramente vivía alguien, algún hombrecillo que dormía de día y que abandonaba su escondite por las noches para comer, beber agua y pensar en sus cosas. Por la mañana regresaba al barril, a seguir durmiendo.
«Te conozco, sé que vives ahí -dijo Nikita poniéndose de puntillas para que su voz pudiera entrar por la parte superior del barril vacío. Luego lo golpeó con el puño-. ¡Levántate, deja de dormir, haragán! ¿Qué comerás en invierno? ¡Ve a cosechar el mijo para que te apunten tu jornada de trabajo!»
Nikita prestó oído: silencio en el barril. «¿Se habrá muerto o qué?», pensó Nikita. Pero sintió crujir las duelas del barril y no quiso pecar de demasiado curioso. Por lo visto, el inquilino del barril se había acomodado de costado o bien se disponía a levantarse y a correr tras Nikita.
Pero ¿cómo sería esa persona que vive en el barril? Nikita se lo imaginó al momento. Era un hombre pequeño y vivaracho, le crecía una barba hasta el suelo y al deambular por las noches barría con ella toda la basura y la paja... ¡Por eso había como pequeños senderos en el polvo del cobertizo!
No hacía mucho su mamá había perdido las tijeras. Había sido él; seguro que había cogido las tijeras para recortarse la barba.
«¡Devuelve las tijeras! -pidió Nikita en voz baja-. Papá volverá de la guerra y te las quitará de todos modos, porque no te tiene miedo. ¡Devuélvelas!»
El barril seguía en silencio. En el bosque, a lo lejos, alguien vociferó y dentro del barril el pequeño inquilino le hizo eco con una voz terrible y oscura.
Nikita salió del cobertizo a la carrera. En el patio, el buen sol brillaba en el cielo, las nubes no lo tapaban con su velo y Nikita lo miró asustado en busca de protección.
«¡Hay un hombre viviendo en el barril!», gritó Nikita mirando al cielo.
El noble sol seguía brillando en el cielo y le devolvía la mirada con su cálido rostro. Nikita descubrió cierto parecido entre el sol y su difunto abuelo, que siempre había sido cariñoso con él y que cuando estaba aún vivo le sonreía con mirada atenta. Nikita pensó que su abuelo vivía ahora en el sol.
«¿Abuelo, vives allí ahora? -preguntó Nikita-. Sigue viviendo allí, que yo seguiré aquí, con mamá.»
Más allá de la huerta, entre los lampazos y las ortigas, había un pozo. Hacía tiempo que no sacaban agua de él, porque en el koljoz habían abierto uno nuevo que tenía agua muy buena.
En lo más profundo de aquel pozo abandonado, bajo la tierra, envuelto en tinieblas, podía verse el agua clara, un cielo despejado y también las nubes que pasaban por debajo del sol. Nikita se inclinó sobre el brocal de troncos y preguntó: «¿Qué hacen ahí?».
El niño pensaba que allá abajo, en el fondo, vivían hombrecillos acuáticos. Sabía cómo eran, los había visto en sueños, y cuando despertaba intentaba atraparlos, pero se le escapaban corriendo por la hierba hacia el pozo, huyendo a su hogar. Eran de la medida de un gorrión, pero gordos, sin pelo, mojados y malos; al parecer querían beberle los ojos a Nikita mientras dormía.
«¡Ya verán! -dijo Nikita dirigiéndose al interior del pozo-. ¿Qué hacen viviendo ahí?»
De pronto el agua del pozo se enturbió y alguien chapoteó dentro mostrando su bocaza. Nikita se quedó boquiabierto, dispuesto a gritar, pero no brotó sonido de sus labios porque había enmudecido de espanto; apenas sintió que su corazón se agitaba.
«¡También hay un gigante viviendo ahí, con sus hijos!», resolvió Nikita.
«¡Abuelo! -llamó en voz alta mirando hacia el cielo-. ¿Estás ahí, abuelo?» Y Nikita echó a correr de vuelta a casa.
Junto al cobertizo se serenó. Vio la entrada de dos guaridas que se internaban en la tierra debajo de la pared de troncos del cobertizo. También allí vivían inquilinos misteriosos. Pero ¿quiénes serían? ¡Serpientes, quizá! Saldrán de noche, vendrán arrastrándose hasta la isba y morderán a mamá cuando esté durmiendo, y mamá morirá.
Nikita fue corriendo a la casa, cogió de la mesa dos pedazos de pan y volvió con ellos al patio. Puso pan en la entrada de cada guarida y dijo a las serpientes: «Serpientes, cómanse el pan, pero no vengan de noche a nuestra casa».
Nikita miró a su alrededor. En la huerta se alzaba un viejo tocón. Al mirarlo, Nikita vio que era la cabeza de una persona. Tenía ojos, nariz y boca, y sonreía en silencio a Nikita.
«¿También vives aquí? -preguntó el niño-. Sal y ven con nosotros a la aldea, podrás arar la tierra.»
El tocón soltó un graznido como respuesta y en su rostro apareció una expresión de enojo.
«¡No salgas, no hace falta, mejor vive ahí!», exclamó Nikita asustado.
Ahora reinaba el silencio en toda la aldea, no se oía un ruido. La madre estaba lejos, en el campo, y no tendría tiempo de llegar corriendo hasta él. Nikita se alejó del hosco tocón en dirección al cobertizo. Allí no sentía miedo; no hacía tanto que su mamá había estado en la casa. Sintió calor dentro de la isba. Nikita quería beberse la leche que le había dejado su madre, pero al mirar la mesa notó que la mesa era también una persona, sólo que con cuatro patas y sin brazos.
Nikita salió al portal del cobertizo; lejos, más allá de la huerta y del pozo, se levantaba el baño viejo, que calentaba sin dejar salir el humo. La madre le había contado que su abuelo se pasaba los días frotándose y bañándose allí cuando aún vivía.
El baño era una choza pequeña y vetusta, toda cubierta de moho, sin nada de interés.
«¡Esta es mi abuela, que no murió, sino que se convirtió en una pequeña choza! -pensó Nikita mirando aterrorizado el baño-. Ahí sigue viviendo, con cabeza y todo: no es una chimenea, sino la cabeza, y tiene la boca desdentada. ¡Es un baño porque quiere, pero en realidad es una persona! ¡No me engaña!»
El gallo vecino entró al patio. Su semblante se asemejaba al del pastor flaco y barbudo que en la primavera se había ahogado en el río crecido cuando trataba de cruzarlo a nado para ir a una boda en la aldea vecina.
Nikita decidió entonces que el pastor no quiso estar muerto y se convirtió en gallo; es decir, que ese gallo era una persona también, sólo que en secreto. Hay gente por todas partes, sólo que no parecen personas.
Nikita se agachó para mirar una flor amarilla. ¿Quién sería en realidad? Nikita escrutó la flor y observó cómo, poco a poco, iba apareciendo una expresión humana en su carita redonda. Ya casi podía ver sus ojos pequeños, la nariz, la boca húmeda, abierta, que despedía el olor de lo que respira con vida.
«¡Y yo que pensaba que eras una flor de verdad! -exclamó Nikita-. A ver, voy a mirar qué tienes dentro, ¿tienes tripas?»
Nikita partió el tallo de la flor y vio leche en su interior.
«¡Eras un niño pequeño, estabas mamando de tu madre!», dijo Nikita con asombro.
Se encaminó hacia el viejo baño:
«¡Abuela!», llamó en voz baja. Pero el rostro arrugado de la abuela se le encaró mostrándole los dientes con enfado.
«¡No eres mi abuela, eres otra!», pensó Nikita.
Las varas del seto miraban a Nikita, parecían los rostros de personas desconocidas. Y cada una de aquellas caras lo observaba con desagrado: una con expresión maliciosa de enfado, otra parecía pensar en Nikita llena de cólera, una tercera estaba encajada con sus secas ramas-brazos en el seto y ya se disponía a escurrirse de allí para lanzarse tras Nikita.
«¿Qué hacen aquí? -gritó Nikita-. ¡Éste es nuestro patio!»
Pero los desconocidos y agresivos rostros de aquellas personas seguían observándolo inmóviles y vigilantes desde todas partes. El niño miró hacia los lampazos: esos tenían aspecto noble. Sin embargo, también los lampazos movían ahora sus grandes cabezas con actitud hosca, no lo querían.
Nikita se tumbó en el suelo y pegó la cara a la tierra. Dentro de la tierra se oía un zumbido de voces, seguro que vivía mucha gente en las oscuras tinieblas, se oía cómo arañaban con las manos pugnando por abrirse paso hacia la luz del sol. Nikita se incorporó espantado de que en todas partes viviera gente y desde todos los rincones ojos intrusos lo observaran, y de que incluso aquellos que él no podía ver estuvieran intentando salir de las entrañas de la tierra, desde sus madrigueras o del oscuro alero del cobertizo, para darle alcance. Se volvió hacia la isba, que ahora lo miraba como esas pueblerinas, viejas y remotas, que uno ve pasar y que dicen en un susurro: «¡Ahh, ahh, sinvergüenzas, los trajeron al mundo, los parieron para que ahora se coman el pan, vagos!».
«¡Mamá, vuelve a casa! -suplicó Nikita a su madre, que se encontraba lejos-. ¡Que sólo te cuenten la mitad de la jornada, no importa! Hay intrusos en la casa, están viviendo en nuestro patio. ¡Sácalos de aquí!»
Pero su madre no lo oyó. Nikita fue hasta el otro lado del cobertizo; quería echar una ojeada para comprobar que el tocón-cabeza no estuviera saliéndose de la tierra, porque ese tocón tenía una boca grande, se comería toda la col del huerto. ¿Con qué cocinaría entonces su madre la sopa en invierno?
Nikita miró desde lejos, intimidado, al tocón de la huerta. El rostro sombrío, huraño, con su cara llena de arrugas, le sostuvo la mirada a Nikita.
Y alguien que estaba lejos, fuera de la aldea, allá por el bosque, gritó con fuerza:
-¿Maksim, dónde estás?
-¡En la tierra! -replicó el tocón con voz sorda.
Nikita dio media vuelta para salir corriendo a buscar a su madre, pero se cayó. El terror lo paralizó; sus piernas se habían vuelto como ajenas y no le obedecían. Entonces empezó a arrastrarse sobre el vientre, como cuando era pequeñín y no sabía caminar.
«¡Abuelo!», musitó, y dirigió la mirada hacia el noble sol que brillaba en el cielo.
Una nube se había plantado delante del sol y su luz no le llegaba ahora.
«¡Abuelo, vuelve! Baja a vivir con nosotros.»
El sol-abuelo salió de detrás de la nube, como si el abuelo se hubiera quitado enseguida la oscura sombra que le cubría la cara para ver a su nieto que se arrastraba por la tierra sin fuerzas. El abuelo lo estaba mirando y Nikita pensó que lo veía, así que se levantó y echó a correr en busca de su madre.
Corrió largo rato. Dejó atrás la calle principal de la aldea por un camino desolado y polvoriento; luego sintió que reventaba de cansancio y se sentó a la sombra de un gavillero, a las afueras de la aldea.
Nikita pensaba descansar sólo un rato, pero apoyó la cabeza en el suelo, se durmió y cuando despertó ya estaba anocheciendo. Un pastor iba arreando el rebaño del koljoz. Nikita iba a seguir hacia el campo a buscar a su madre, pero el hombre le dijo que ya era tarde y que hacía mucho que la mamá de Nikita se había marchado del campo y regresado a casa.
Nikita encontró a su madre sentada a la mesa mirando, sin quitarle los ojos de encima, a un viejo soldado que comía pan y bebía leche.
El soldado miró a Nikita, se levantó de su banco y lo cogió en brazos. El soldado despedía un olor cálido, como de bondad y serenidad, olía a paz y a tierra. Nikita sintió temor y se mantuvo en silencio.
-Hola, Nikita -dijo el soldado-. Te has olvidado de mí. Eras un bebé cuando te besé y me fui a la guerra. Pero yo sí te recuerdo. En los momentos más duros siempre me acordaba de ti.
-Es tu padre, que ha vuelto a casa, Nikita -dijo la madre, secándose con el delantal las lágrimas que corrían por su rostro.
Nikita examinó a su padre, su semblante, sus manos, la medalla en el pecho, y tocó los botones claros de su camisa.
-¿Y volverás a marcharte?
-No -contestó el padre-, ahora me pasaré toda la vida contigo. Ya aplastamos al odioso enemigo. Ahora me ocuparé de ti y de mamá.
A la mañana siguiente, Nikita salió al patio y en voz alta se dirigió a todos los que vivían en el patio, a los lampazos, al cobertizo, a las estacas del seto, al tocón-cabeza del huerto, al baño del abuelo: «Papa ha vuelto. Se pasará toda la vida con nosotros».
Todos callaban, era evidente que les asustaba la presencia del padre, del soldado. También había silencio bajo tierra; nadie arañaba ni trataba de escurrirse para salir afuera, a la claridad.
«Ven, Nikita, ¿con quién estás hablando?»
El padre estaba en el cobertizo, revisando y probando las hachas, las palas, el serrucho, el cepillo, las mordazas, el banco y diversos hierros de la casa.
El padre soltó las cosas y cogió a Nikita de la mano para llevarlo con él a recorrer el patio, para observar dónde estaba cada cosa, qué estaba entero y qué se había podrido, qué había que hacer y qué no.
Al igual que el día anterior, Nikita observaba el rostro de todos los seres que vivían en el patio, pero esta vez no vio a ningún hombre oculto. En ninguna parte veía ojos, ni narices, ni bocas, ni maldad. Las varas del seto eran gruesas ramas secas, ciegas y sin vida, y el baño era una casucha podrida que se estaba hundiendo en el suelo bajo el peso de los años. En ese momento Nikita llegó a compadecer el baño del abuelo, que se estaba muriendo y dejaría de existir.
El padre fue al cobertizo por un hacha y se puso a cortar el vetusto tocón del huerto para hacer leña. El tocón empezó a desmoronarse al momento; estaba podrido por completo y bajo los golpes del hacha despedía un polvo seco que parecía humo.
Una vez que el tocón-cabeza hubo desaparecido, Nikita dijo a su padre:
-Cuando no estabas, el tocón decía cosas. Estaba vivo, tiene la barriga y las piernas bajo tierra.
El padre llevó al niño al interior de la casa, a la isba.
-No, hace mucho que ha muerto -dijo el padre-. ¡Eres tú el que quiere que todo viva!; eres noble de corazón. Para ti, hasta las piedras están vivas, y hasta la difunta abuela vive ahora en la luna.
-¡Y mi abuelo en el sol! -exclamó Nikita.
Durante el día el padre estuvo cepillando unas tablas en el cobertizo para cambiar el suelo de la isba, y le pidió a Nikita que enderezara los clavos doblados con el martillo.
Nikita empezó a trabajar gustoso con el martillo, como un adulto. Cuando hubo enderezado el primer clavo, vio en él a un hombrecillo pequeño y bondadoso que le sonreía cubierto con su gorrito de hierro. Se lo mostró al padre y le dijo:
-¿Y por qué los otros eran malos: el lampazo era malo, y también el tocón-cabeza, y los hombres acuáticos, mientras que este hombre es bueno?
El padre acarició los cabellos claros de su hijo y le respondió:
-A aquéllos los inventaste tú, Nikita, no existen, no son firmes, por eso son malos. Pero a este hombrecillo-clavo lo has hecho tú mismo con tu trabajo, por eso es bueno.
Nikita se quedó pensativo.
-Entonces lo haremos todo con el trabajo y así todos vivirán.
-Claro que sí, hijito -asintió el padre.
El padre estaba seguro de que Nikita conservaría su bondad durante el resto de su vida.

LA NIÑA OLVIDADA, Dino Buzzati

La señora Ada Tormenti, viuda de Lulli, fue a pasar unos días al campo, invitada por sus primos los Premoli. Por el pueblo iba y venía mucha gente. Como era verano, la sobremesa de la noche se hacía en el jardín, charlando hasta la una o las dos. Una noche la conversación se refirió a las casas de la ciudad. Había allí un tal Imbastaro, tipo inteligente, pero antipático. Decía:
-Siempre que dejo mi casa de Nápoles, sucede algo, ¡je, je! -continuaba, riendo así, sin motivo; ¿o el motivo era, en cambio, hacer daño al prójimo?-. Salgo, por decirlo así, ni siquiera recorro dos kilómetros, y se sale el agua del lavadero o se incendia la biblioteca por haber olvidado una colilla encendida, o se meten ratas de los barcos y devoran hasta las piedras. ¡Je, je!, o en la portería, la única persona que soporta allí el verano, recibe un golpe seco y por la mañana se la encuentra preparadita para el entierro, con cirios, el sacerdote y el ataúd. ¿No es así la vida?
-No siempre -dijo con gravedad Tormenti-, por fortuna.
-No siempre, es verdad. Pero usted, señora, por ejemplo, ¿podría jurar haber dejado su casa en perfecto orden, no haberse olvidado nada? Piénselo bien, piénselo bien. ¿Exactamente en orden?
A estas palabras Ada se puso del color de los muertos; de repente tuvo un horrendo pensamiento. Para poder ir a casa de los Premoli había llevado a su hija de cuatro años a una tía. O mejor dicho, había decidido llevarla. Porque ahora, al volver a pensar en ello, con todo y estar segura de haberlo hecho, no conseguía recordar cómo y cuándo había llevado a Luisella a casa de su tía. ¡Qué extraño! No recordaba ni cuándo habían salido de casa juntas, ni el camino recorrido, ni las despedidas en casa de su tía. Como si en su memoria se hubiese abierto un agujero.
En resumen, la duda era la siguiente: que ella, Ada, se había olvidado de llevar a la niña a casa de su tía y sin advertirlo, al irse, la había encerrado en casa, Era una sospecha absurda; pero la imaginación fabrica a veces cosas muy extrañas. Insensato, de loco, pero bastaba, no obstante, para helarle la sangre en las venas. Con sorpresa la vieron ponerse bruscamente de pie y abandonar la compañía de todos. Uno preguntó a Imbastaro:
-Perdone, pero, ¿le ha dicho usted alguna cosa desagradable?
-¿Yo? Nada de particular, ¡je, je! No comprendo.
Ada entró en la casa y, sin decir nada a nadie, se dirigió al teléfono. Llamó urgentemente a Milán, dando el número de casa. Esperó, retorciéndose las manos.
La comunicación se la dieron casi en seguida. En el acto.
-¿Es usted quien ha llamado a Milán, al 40079277?
-Sí, sí.
-Hablen.
-¿Hable?
¿Con quién? Al llamar, esperaba que nadie le respondería. ¿No estaba la casa cerrada y vacía? Si alguien acudía al aparato significaba, por lo tanto, que su primera sospecha estaba fundada, que Luisella se había quedado encerrada dentro. (Aunque apenas tuviera cuatro años, sabía contestar al teléfono). Habían pasado ya 10 días; hacía un calor espantoso y en casa Ada no había dejado ni un bocado de comida. ¡El calor! En los días de la canícula se cuecen los muebles en las casas abandonadas, y se quedan sin aliento los seres vivos, si permanecen en ellas. Ada se sintió morir. Temblando, dijo:
-¡Oiga!
-Diga -dijo desde Milán una voz de hombre.
Y con la velocidad de un relámpago, Ada imaginó lo ocurrido: Luisella, encerrada y sola en casa, incapaz de abrir la puerta, sus gritos, la primera alarma en el barrio, la policía, la puerta forzada, la niña enloquecida de miedo.
-Diga. ¿Quién es? -preguntó el hombre.
-Soy yo, la mamá. Pero, ¿quién es usted?
-¿Qué mamá? ¡Yo no tengo mamá! Se ha equivocado de número.
Y colgó.
Ada volvió a llamar inmediatamente a Milán (pero la angustia había ya cedido). Dio el número exacto, oyó la señal de línea y esta vez nadie le respondió.
Respiró aliviada. Menos mal. ¿Qué estupidez había imaginado? Ante un espejo se puso unos pocos polvos y salió afuera al jardín. La miraron, pero nadie dijo nada.
Sin embargo, cuando se acostó y en la enorme casa de campo se estableció el plúmbeo silencio de la noche y solamente por la ventana entornada entraban las voces de los grillos, volvió a sentir miedo. En aquella hora imaginó a la niña, muerta de calor y de hambre que, de rodillas, agarrada al pestillo de la puerta y con los ojos desorbitados, lanzaba sus postreros lamentos. Pensó que, en el peor de los casos, alguien debía de haber oído sus gritos. Otra voz, pérfida, objetaba: si alguien la hubiese oído, ya la habrían socorrido; ya han pasado 10 días y a estas alturas te habrían avisado. Pudo ocurrir también que los pisos contiguos estuvieran desocupados en este período de vacaciones. La portera, cinco pisos más abajo, ¿qué podía oír?
Miró el reloj, eran las cuatro. A las seis salía un tren. Ada saltó de la cama, se vistió, hizo la maleta. Acaso empieza así la locura, se dijo. Pero no podía contenerse.
Dejó una nota excusándose, Cautelosamente salió, abrió la puerta del jardín y se dirigió a la estación. Había cuatro kilómetros de camino.
Cuanto más avanzaba el tren, mayor era su angustia. Llegó a Milán hacia las tres de la tarde. La ciudad ardía en un halo de polvo tórrido y húmedo. Balbuceando, dio al taxi la dirección.
¡Por fin, su casa! No se notaba nada anormal. Las persianas del piso estaban todas bajadas, como las había dejado días antes.
Pasó corriendo ante la portería. La portera le hizo el acostumbrado saludo. Bendito sea Dios, pensó Ana. Ha sido todo una pesadilla, nada más.
Silencio y quietud en el rellano del quinto piso. Pero, ¿por qué temblaba tanto su mano al introducir la llave en la cerradura? Se descorrió el pestillo. Al abrirse la puerta, salió un vaho caliente y denso.
De pronto, cuando abrió la puerta interior, Ada sintió en el pecho un nudo doloroso; porque, un poco por encima de su cabeza, flotó, ansioso de huir, un pequeñísimo e incomprensible humo, una minúscula nubecilla, oblonga y pálida, que no despedía olor.
Corrió a la ventana del recibidor, abrió los postigos y se volvió.

Sobre el suelo, a dos metros de ella, se veía algo, como una larga y recortada mancha, pero de notable espesor. Se acercó, la tocó con el pie. Cenizas. Estaban esparcidas uniformemente como formando una especie de dibujo. Aquel nudo que tenía en el pecho se hizo fuego, infierno. Las cenizas tenían exactamente la forma de Luisella.

FRANZ KAFKA y su cuento "El silencio de las sirenas"

Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba:
Para protegerse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con alegría inocente.
Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.
En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción.
Ulises (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.
Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.
Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó.

La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.