LOS HUAQUEROS
(Cuento inédito de Julio Ramón Ribeyro)
Poco
después de medianoche, el mulato Tobías y su compadre Filiberto salieron
de sus casuchas y se adentraron en los solares de Santa Cruz. Cada uno llevaba sobre la espalda un saco
lleno de herramientas. Una vez que la noche se hizo cerrada, caminaron
agachados, camuflándose tras las
paredes y los arbustos espinosos donde cantaban los grillos. Detrás de ellos
soplaba una brisa fresca cargada de recuerdos y rumores marinos.
Además solo veían el contorno
de la huaca juliana que se destacaba bajo las pálidas luces de
Miraflores.
Entonces, ¿Con qué crees que don Valeriano
se ha hecho construir su quinta? –murmuraba Tobías-. Según las malas lenguas,
con un tesoro escondido. Es la pura verdad, viejo. Además, he visto los aretes que le ha
regalado a su mujer, esa que tiene picada la cara de viruela.
A medida que se acercaban a la huaca, se
volvían más suspicaces. Había casas
en los alrededores desde donde podían verlos y una pista por la que pasaban
taxis rezagados. Cuando la vía estaba desierta, la cruzaron de un
salto y alcanzaron el cerco de la huaca.
-¡Llegamos! –suspiró Tobías.- Tenemos por
delante unas cuatro horas de trabajo, antes de que comience a hacerse de día.
-Habrá que echar un vistazo.
A tientas,
tropezando con adobes sueltos, dieron una vuelta a la pirámide de tierra.
Podían empezar indistintamente por uno u otro lado, pero Tobías se obstinó en escrutar
las sombras, como si buscara un rastro, una inspiración.
-Aquí –dijo al fin-, señalando un alud que
parecía el resto de un antiguo muro.
Sin mayor preámbulo, sacaron sus
herramientas y se pusieron a trabajar. Sus picos golpearon el muro
alternadamente, haciendo un ruido sordo y desprendiendo una polvadera seca que
los asfixiaba. Los minutos pasaban y los adobes se acumulaban a sus pies, como
testigos de la magnitud de su obra.
-Deberíamos haber traído una linterna
–dijo Tobías-. En toda la tierra que hemos sacado tal vez haya algo escondido.
Filiberto comenzaba a aburrirse. Sus
pestañas estaban cubiertas de polvo y la sed
lo torturaba. Como la estrechez del hoyo cavado sólo permitía que
entrara un hombre, se dio cuenta de que no era práctico trabajar en esas
condiciones.
-Tendríamos que cavar uno después del otro
–propuso-. Un cuarto de hora cada uno. Comienza tú. Mientras tanto yo vigilo.
Tobías accedió y Filiberto, luego de haber sacado una botella de pisco se sentó
sobre el muro, a treinta metros de allí. La noche estaba tan oscura que no
distinguía a su compañero. Sólo escuchaba la caída regular del pico y, a lo
lejos , los ladridos de los perros en el jardín.
Después del segundo trago, empezó a
sentirse inquieto. Un búho había ululado
tres veces por la parte de las acequias.
Las historias de profanadores de tumbas que fueron encontrados muertos y que le
hacían reír durante el día, ahora le
parecían verosímiles. Aguzó
el oído, tratando de captar el sonido del pico de Tobías, pero no escuchó nada.
-¿Adónde te has ido, compadre?- dijo,
mientras avanzaba con los brazos extendidos-.
Nadie le respondió. Se detuvo y se
quedó inmóvil para auscultar el
silencio. Un búho volvió a ulular. A su izquierda, percibió los golpes del
pico. Se guió por ese ruido y se acercó. Cuando dio algunos pasos, el ruido
cesó. Sólo se veía una silueta negra, encorvada e inmóvil.
-¿Por qué no respondes, compadres? –dijo y
avanzó-. Te estoy buscando como loco.
Como única respuesta oyó una suerte de
estertor y le pareció que la silueta se difuminaba. Filiberto sintió que la
botella se le resbalaba de las manos. ¿Qué le ha pasado a Tobías?, se preguntó.
Buscó apresuradamente una caja de fósforos y
encendió uno.
Frente a él, vio a un desconocido con el
rostro descompuesto, acuclillado, con un pico en la mano. Filiberto sintió un
nudo en la garganta y dejó escapar un grito de horror- El desconocido
respondió, al unísono, con un grito parecido. El fósforo se apagó. Filiberto
gritó de nuevo y la voz del otro respondió como un eco. Sin saber cómo, Filiberto terminó enlazado al desconocido, en medio de alaridos salvajes
y de un olor a tierra seca que flotaba en el aire. Mejilla con mejilla, cada
uno intentaba tumbar al otro al suelo.
-¡Yo también estoy cavando!
Filiberto creyó oír que su adversario
mascullaba estas palabras.
-Pero yo también.
Y entonces, ¿por qué no tienes cuidado,
maestro.
-Y usted, ¿por qué me agarra del cuello?
Se soltaron y se alejaron unos cuantos
pasos.
-Alumbre para que pueda verlo –dijo el
desconocido-.
Filiberto encendió un fósforo. Mientras
duraba la llama, se examinaron uno al otro y luego estallaron en carcajadas. Buscaron la botella, bebieron a
la salud de ambos y se pusieron a charlar. Pronto vieron llegar a Tobías,
intrigado por todo ese ruido.
-Este es un colega –dijo Filiberto-.
-Soy Andrés, el zapatero. Pero no estoy
solo. Mi compadre Toledo se encuentra al otro lado., cavando con su pico.
La huaca es de todo el mundo, ¿no? Hay
sitio para todos. Quiero llamar a mi compañero. Él tiene otra botella.
Algunos instantes después, los cuatro se
hallaban sentados al pie de la huaca y hacían circular la botella de pisco para
festejar por los tesoros enterrados. Habían olvidado momentáneamente el trabajo
y se contaban, bajo secreto, historias de amigos que habían descubierto momias
de oro macizo, mantos, brazaletes de plata. Excepto Filiberto, todos eran
viejos buscadores que hacía años que venían, una vez al mes, a excavar en esta
tumba y en otras similares. Pero hasta
ahora sólo habían encontrado trozos de cerámica, huesos, conchas y botellas
vacías de Coca Cola.
-Todo está en tener suerte –dijo el mestizo Toledo-, pero también un poco de
paciencia. A veces se sigue una buena pista, pero uno se cansa, se agota y se
va y no vuelve más a ese lugar. Ya que somos cuatro, deberíamos aprovechar para
trabajar duro y parejo en el mismo sitio. ¿Por qué no vamos por mi lado? Mi
olfato no me engaña. La tierra es bastante blanda y he visto una lagartija que
se mordía la cola.
Después de una breve discusión, se
pusieron de acuerdo y dieron la vuelta a la huaca para llegar a la esquina del
mestizo Toledo. Hicieron un último brindis. Como la noche era agradable, se
quitaron las camisas y las anudaron a la cintura.
Al cabo de una hora de trabajo, los cuatro
se hallaron al fondo de un hoyo tan profundo que debían arrojar la tierra por
encima de sus cabezas. En el momento en el que los primeros gallos empezaron a
cantar en los huertos de Santa Cruz, el pico de Tobías arrancó un sonido extraño del suelo. En
seguida, todos se volcaron sobre ese punto y comenzaron a hundir sus
herramientos con frenesí. En medio de su confusión, no se percataron de que una
sombra se inclinaba sobre la fosa.
-Así que huaqueando, ¿no? ¡Policía!
Al alzar la cabeza, sólo vieron el disco
amarillo de la linterna. Luego, más abajo, las polainas de cuero. No había
duda: era un policía-
-¿No han oído? ¡Vamos, salgan de ese
hueco!
Los cuatro dejaron caer sus herramientas.
-Pero no estamos huaqueando –replicó el
mestizo Toledo-. Nosotros somos albañiles y buscamos adobes.
-¡Ya veremos eso en la comisaría! ¿No saben que está prohibido huaquear?
-Un momento, jefe –interrumpió Tobías,
dispuesto a jugarse el todo por el todo-.Tiene razón. Estamos cavando. Pero la autoridad ha llegado
a tiempo. Necesitamos una linterna. Le juro que aquí hay algo, algo valioso.
¡Oiga cómo suena la tierra!
Cogió su pico y golpeó el suelo, de donde
brotó un eco profundo.
-¿No se da cuenta? ¡Aquí, en el fondo, hay
algo que choca con el pico!
¡Seguro que es un cofre lleno de monedas! –agregó Filiberto-.
El policía permaneció un instante sin
decir nada. Examinó la fosa a la luz de su linterna, la apagó y giró la cabeza
en dirección de la calle. En la claridad del alba, se distinguía un patrullero
estacionado a unos cien metros.
-Caven un poco más, pero muy despacio
–murmuró él-. El teniente duerme en el auto y podría despertarse. En todo caso,
mitad y mitad; si no, ¡todos al calabozo!
Luego de intercambiar miradas, los cuatro
aceptaron el ofrecimiento y reanudaron su labor. El ´policía, acuclillado, los
miraba trabajar, lanzando de vez en cuando una ojeada hacia la calle.
-¿Y? ¿Todavía nada? –preguntó-. Apúrense,
¡se va a ser de día!
-¡Luz! –dijo de pronto Tobías-. He tocado
madera.
La linterna descubrió el ángulo de una
caja. Los huaqueros dejaron sus herramientas y comenzaron a quitar tierra con
las manos. El policía los animaba desde arriba y luego acabó por saltar dentro
del hoyo para alumbrarlos de más cerca.
Descubrieron la superficie rectangular de
una caja. Se disponían a forzarla con sus palancas cuando una segunda silueta
se irguió en el borde de la fosa. El policía soltó la linterna. Los huaqueros
dejaron de trabajar. Recortado contra el cielo, con la mano en la cartuchera,
el teniente los contemplaba en silencio. Sus ojos observaron con calma a cada
uno de los participantes y luego se posaron largamente sobre la caja.
-Perdone… -se atrevió a murmurar Tobías-.
-¡Silencio! –gritó el teniente antes de
saltar dentro del hoyo-.
Se inclinó y recogió la linterna. Dispersó
con su boca unos terrones y pateó la caja. Los hombres lo miraron sin saber qué
hacer.
-¡Tú, sal de aquí! –le dijo al policía-.
Anda a vigilar la calle Y ustedes, ¿por qué se quedan mirando? ¡Sigan sacando
tierra, caracho!
Tuvo que repetir su orden. Desconfiados al
principio, los huaqueros se ocuparon de liberar la caja, cada uno por una
esquina. Cuando vieron que el teniente se quitaba el saco y se ponía a
trabajar, se sintieron tranquilos y, haciendo un enorme esfuerzo, alzaron la
caja.
-Ábranla aquí mismo –ordenó el teniente-.
Afuera podrían vernos.
Los picos cayeron sobre la madera y la
tapa no tardó en ceder. Las cinco
cabezas formaron un círculo ceñido en torno a la caja mientras las manos
de Tobías arrancaban las últimas
planchas.
Fue un cráneo lo que apareció en primer
lugar. El resto del cuerpo se hallaba cubierto por una tela gastada.
-¡Una momia! –gritaron todos al unísono-.
Examinaron con mucha atención aquel montón
de trapos y huesos. Nadie se atrevía
a abrir la boca. El rumor de la resaca
ascendía por el acantilado.
-¿Desde cuándo las momias tienen
zapato de cuero? –acabó por decir el
mestizo Toledo, consternado-.
-Es un feto –añadió Filiberto-.
-¿Con esas costillas? Es un enano –afirmó
Tobías-.
-¡Imbéciles! Interrumpió el teniente-.
¿Están ciegos? ¡Es el esqueleto de un niño!
Luego de un momento de estupor, se
iniciaron las lamentaciones.
Cada uno se ahogaba a su gusto. La culpa
era de Dios, del diablo, de los búhos, de la lagartija, del policía. Cuando no
supieron a quién maldecir, se callaron y miraron con desesperación. Al ver sus
cabellos hirsutos, sus rostros cubiertos de polvo y con grandes ojeras, a esa
hora de la madrugada, se sintieron ridículos y, espontáneamente, se pusieron a
reír. Durante cinco minutos sólo se escucharon las carcajadas que salieron de
la fosa, voces, pedazos de frases. Alguien arrojó unas tibias que fue a parar
al pie de la huaca. El policía arrojo su gorra al aire. Todos se precipitaron
en pos de las botellas y bebieron alegremente al lado del muerto.
-¡Pero voy a tener que denunciarlos! –dijo
de pronto el teniente, recobrando la seriedad-.
-Entonces cesaron las risas-
-¡No pueden quedarse aquí –agregó-. Tal se
trate de un asesinato.
Tobías protestó.
-¿Qué le va a decir al comisario? ¡Usted
también está metido en este asunto.
-¡Al diablo –refunfuñó el teniente-. Está bien, yo me voy. ¡Me tapan el hueco y
que no quede fuera ni un solo hueso.
Volvió a ponerse el saco y emergió de la fosa lanzando
maldiciones. Se dirigió hacia el auto donde le esperaba el sargento. Desde el
fondo del hoyo, los huaqueros oyeron que el vehículo se ponía en marcha.
Permanecieron inmóviles durante algunos minutos, extenuados, habiendo perdido
todas las ganas de reír, rumiando su decepción.
-¿Tapar esto? Ni hablar –dijo el mestizo
Toledo, recogiendo sus herramientas-.
-¡y si nos llevamos la caja? –sugirió
Filiberto-. Podríamos quemarla como leña.
Tobías lo miró boquiabierto.
-No es mala idea –dijo y sujeto el ataúd-.
Lo puso al revés y su contenido cayó a
tierra. Luego lo levantó sobre sus hombros y enrumbó hacia las casuchas,
seguido por sus compañeros. Cuando
habían recorrido la mitad del camino, los cuatro volvieron a estallar en
carcajadas. Se habían olvidado de las
momias y todo lo demás. Sólo pensaban en las buenas papas que iban a asar para
el desayuno, sobre las brasas de
aquellas viejas maderas.
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