viernes, 31 de julio de 2015

ORLANDO ORDÓÑEZ SANTOS y su poema "Ventana de setiembre"

VENTANA DE SETIEMBRE

¿Por qué tardas
en retornar, paloma
de sueños, estrujando así
el declive de mis angustias?
Será tal vez
los años detenidos
en el hondo pozo, hoy
cubierto de hiedras y olvidos.
O la descompasada
canción del adiós
habrá dejado sentir
sus garras desconsoladas.
Trataré, después de todo
desde los despojos
remediar una a una
la tonada de las lágrimas.
Que en su caer olvidaron
a la misma vida
dejándola indefensa, plagada 
de desengaños y tropiezos.

Ahora, como nunca, estoy seguro
que la perdida luminosidad
en aquellos ojos volverá a encenderse
tras la ventana de los setiembres.

jueves, 30 de julio de 2015

JUEVES DE POESÍA Y NARRATIVA: 30 de julio 2015

ASOCIACIÓN DE LA CÁMARA POPULAR DEL LIBRERO
JR. AMAZONAS 401, 
BARRIOS ALTOS, EL CERCADO ******************************************************** 
JUEVES DE POESÍA Y NARRATIVA

********************************************
PROGRAMA A DESARROLLARSE EL 30 DE JULIO DE 2015 , DESDE LAS 4.30 PM.
*************************************************************************************
- Recital de poesía CANTOS PARA MI PATRIA HERMOSA, a cargo de los poetas MARCO ANTONIO QUIJANO MIRANDA, ANGEL VALERIANO, GERMÄN RODRIGUEZ AQUINO y ROBERTO SALAZAR GAMARRA.
MARCO ANTONIO QUIJANO MIRANDA. Lima 1970. Estudio Ciencias de la Comunicación. Participo el 2012 en el encuentro poético JOVEN POESIA DEL PERÚ, organizado por el Centro Cultural Británico. A inicios del 2013 publica su primer poemario POEMAS FANTASMA. ese mismo año en la Feria del Libro de Arequipa presenta por primera vez fuera de Lima POEMAS FANTASMA. En julio del 2014 participa en el recital organizado por el taller del poeta DOMINGO DE RAMOS en el Centro Cultural Porras Barrenechea. En agosto de este año presenta POEMAS FANTASMA y nuevos poemas inéditos en el inagotable difusor de nuestras letras VIERNES LITERARIOS. Tiene inédito un poemario y trabaja dándole los últimos detalles a una nueva obra.
ANGEL VALERIANO:Nació en la provincia de Ferreñafe –Lambayeque, el 22 de Abril de 1992. He publicado 4 plaquetas: “Agonía”, “Sombra” (2011) “El Cuerpo Aliado del Reo” (2013) y el 2014 su primer libro: “Charcos de Sangre”
GERMÁN RODRÍGUEZ AQUINO: Nacido en  Lima-Perú, el año 1977. Abogado desde el año 2004. Escribiendo desde el año 1991, como Corresponsal Escolar del Diario "EL COMERCIO". Finalista del último concurso de poesía internacional "Roberto Juarroz de Argentina" (2014), y publicado en la Antología "Mundos en Equilibrio" de la Editorial Bonaerense "Bruma Ediciones y Octavo Pecado Editorial". Ganador del segundo premio de los juegos florales en poesía de la Universidad Nacional Federico Villarreal (1998) con el Poemario, aún inédito: "De las Intimidades del Alma y Otros Poemas". Y Mención Honrosa en el Premio de Poesía "Julián Huanay" de la Universidad Nacional del Centro de Huancayo (1995). Miembro Fundador de los "VIERNES LITERARIOS". Dos Libros publicados a la fecha: "UN CRIMEN DEMASIADO HUMANO" (Novela-Editorial Arteidea-2013) y "CONSUMACIÓN DEL AMOR EN LOS INFIERNOS" (Libro de Poemas-Editorial AFA-VL-2014). Antologado en el Congreso Mundial de Poetas, celebrado en Trujillo (Noviembre 2014) y Co-Fundadpor del Grupo Poético "ATAKE LÍRICO" en la Universidad Nacional Federico Villarreal, allá por el año 1997.
ROBERTO SALAZAR GAMARRA: Nació en Lima y estudió literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Fue miembro del grupo poético Neón. Ha publicado las plaquetas: En el engranaje (1991), Poemas (2000) y los libros de poesía: Contra el muro (2001), Arte rupestre (2005), Ciudad sitiada (2008), Canciones (2010). Ha sido antologado en los libros: Neón, poemas sin límite de velocidad y 30 años de poesía peruana, Antología de la Tortuga Ecuestre. En 2001 obtuvo el Primer puesto en el concurso de poesía organizado por la Escuela de Historia de la UNMSM.
Cartas desde el naufragio / Suites londinenses reúne dos de los más destacados trabajos entregados por este poeta integrante de la última etapa del grupo noventero Neón. Suites londinenses es un homenaje a la banda inglesa Pink floyd; mientras que Cartas del naufragio recoge poemas escritos con el marcado tono urbano de los años 90s. Poesía intensa, con un notable acento urbano.
- Presentación del Intermedio artístico musical AKI ESTAMOS a cargo de la cantautora nacional LARIMEL

- Participación de los escritores ya inscritos y de aquellos que se inscriban el mismo día, para leer, puntual y brevemente, un trabajo. Ya están inscritos:, OSCAR ROJAS MONTOYA, VICTOR ABRAHAM, ISAAC SOTO GAMARRA, MICHAEL BENDEZÚ,NICOLÁS GONZALES, JUAN MILLA JARA, ORLANDO ORDOÑEZ SANTOS, JORGE SALDAÑA.
El ingreso es totalmente libre.
Exhibición y venta, a precios populares, de obras literarias; firma de libros por los propios autores.
Se agradece la difusión de la presente invitación.
Dirección de los " JUEVES DE POESÍA Y NARRATIVA ", espacio de forja, difusión, rescate y defensa de la cultura popular y liberadora, el Maestro, Narrador y Poeta Rafael Alvarado Castillo.

miércoles, 29 de julio de 2015

JOHANN SAARI PAGE y su cuento "Sobre el muro"

No habría por qué discutir. Las piezas del engranaje ya están dadas, listas y dispuestas; cada una de ellas forma parte de una maquinaria mayor conformada por nuestros brazos y demás herramientas. Por eso es útil reconocernos parte de un todo, parte de una estructura superior e inabarcable cuya construcción hace mucho llevamos a cabo en esta zona.
Hemos trabajado muy duro. Días y noches enteras con el cansancio latiendo en las venas mientras se apresura el trabajo en una viga o se intensifican los refuerzos de una de las paredes. Uno aprende a no darle la espalda a cualquier circunstancia posible, a pensar más allá de los límites que lo rodean, a intuir las proximidades del peligro acechando momento a momento sin siquiera un minuto de tregua. Por ello, en las largas jornadas siempre habrá un instante para cerrar los ojos, para mirar dentro de esta estructura y, arrodillándose en medio de la penumbra sobre la roca húmeda, asumir la postura del enemigo circulando fuera de la obra, olisqueando con voracidad los incontables puntos débiles. Entonces así, con los ojos cerrados, uno se lamenta de no haberse esforzado más en la fortificación de la parte oriental de la obra, de haber utilizado dos y no tres rocas en una sección débil en lo alto de la construcción que, pensándolo bien, quizás sí hubiese requerido mayor esfuerzo, y entonces no hay descanso posible porque uno sabe que es de aquellos errores de donde se desprenderá lo peor, lo inevitable. Cuando eso ocurre, uno debe pararse de su inmerecido descanso y satisfacer las necesidades defensivas de la obra. Sabe que no queda más salida. Y es que por fuera quizás tan solo se observe la inamovible consistencia de un muro, un muro de proporciones descomunales de cuya incuestionable función de defensa nadie podría renegar. Aquel que se traslade de un lado a otro -y para ello habría que tener suma paciencia, puesto que deben ser varios los kilómetros por los cuales se extiende el muro- jamás sospecharía, a pesar de su normal extrañeza frente a semejante estructura, de su naturaleza vacía, de la oquedad y el movimiento que rige en sus entrañas. El muro está hueco, y es por sus profundidades por donde nos trasladamos cada día y proseguimos su construcción. Podría pensarse que la medida es absurda y sin sentido, que no conduciría a nada productivo tener que construir la obra utilizando la misma piedra de la cual está hecha por dentro, pero aquel que sostenga esto habrá olvidado la triste presencia del peligro que cada día acecha sin descanso y que ya habrá dado cuenta de muchos de nosotros. La obra transcurre entonces a través de los campos dividiéndolos sin cesar a cada metro ganado por nosotros, sus órganos primarios de subsistencia. El muro avanza y el círculo simbiótico se estrecha y hace más fuerte: necesitamos del muro para sobrevivir y éste de nosotros para extenderse. Desde cada sección obscura que recorremos día a día, eso es lo que más recordamos.
Es extraño; a mí el muro me ha dado la tenacidad que buscaba para llevar en mi vida un ritmo, casi un verdadero orden frente a lo que era mi habitual caos personal. Yo me traslado con las herramientas a través de los pasajes del muro, del ancho corredor obscuro que nos protege y siento las gotas húmedas del aire circulando en silencio; cuando eso me pasa, sea la hora que sea, a veces pienso que este día me va a ser más difícil llegar hasta el extremo occidental, o al oriental dependiendo del caso (más de una vez me he confundido). Pero aquella sensación apenas dura unos instantes porque sé que en algún momento habré de llegar, que mi cara o mis manos tocarán de pronto el conjunto de piedras que conforman el límite del muro y todo empezará de nuevo. He aprendido que siempre aliviará un poco el desánimo el frotar las manos encallecidas contra la superficie de las paredes del muro; hurgar y deslizar los dedos por las grietas, por las ranuras que unen las porosas piedras que conforman las paredes produce una sensación de pertenencia, de aproximación, que es muy grata.
Hay días en que pienso en que si a mí me preguntaran si considero aún a la obra como un refugio, no sabría qué responder. Quizás en un inicio pudo haberlo sido, pero ahora que me ha dado la necesidad del día a día, del infortunio o el olor del peligro trasladándose por el corredor, entiendo que esto es sólo posible en alguien que piensa en el muro como en su hogar. Y no creo ser motivo de burla al señalar esta idea. En realidad es algo que no comprendo bien. Pienso simplemente en cómo he logrado sobrevivir gracias a mi construcción y mi esfuerzo y me siento un mejor hombre, alguien que anda más contento. Incluso he pensado, aunque esto para alguno sería un exceso, en que si no existiera un peligro inminente allá afuera del muro, si pudiese trasladarme por sus pasajes y su ancho corredor sin la angustia de un ataque inminente, o si pudiera recobrar la calma de los primeros días, en que la obra avanzaba a buen paso porque éramos varias manos trabajando juntas, quizás podría colocarme aquí algunos días a descansar, a pensar un poco más en sus galerías y, ahora sí con calma, disponer una efectiva e inexpugnable defensa. Quién sabe, tal vez podría pensar en una remodelación, en un volver a empezar de una manera más civilizada, pausada y auténtica, una que refleje de verdad mi propia voz y mis ideas; buscar que la obra tenga algo más de mí, algo más personal y definitivo, que no deje lugar a dudas de que aquí ando yo y soy como un órgano vital, el instrumento que lo genera todo. Pero como están dadas las cosas por los últimos acontecimientos en estos días de ardua labor, todo esto me resulta imposible de solucionar.
Lo que a mí más me gusta de la obra ha ido cambiando lentamente hasta convertirse en algo casi irreconocible, algo difícil de percibir para algún extraño que venga de pronto hasta los límites de la obra e intentara acercarse. Podría llamarlo silencio, pero lo siento distinto. Basta pensar en mis días más atareados, aquellos en que yo mismo no me doy tregua con las herramientas y el sonido de éstas contra las rocas se hace potente y continuo, para descartar la posibilidad de que sea el silencio lo que ahora me agrada. Es, pienso, tal vez la ausencia unida al silencio; la ausencia de aquellos que hace mucho me ayudaban y con los cuales compartía una esperanza, una meta. No encontraré la palabra entonces porque es una mezcla de ese vacío que ha ido aumentando con los días y el silencio oportuno conjugados. Fuera de los ruidos que producen los animales de las zonas de trampas, de los débiles chillidos que emiten una vez que han caído en ellas y de sus últimos movimientos entre mis garras, ya no existe más intrusión ni señal de algo más que yo, el enemigo y el muro. Ese agujero, ese hueco dentro de mí que ha ido extendiéndose es lo que creo que ahora más me gusta de la obra. Poder transcurrir sin necesidad de evitar algo o a alguien, caminar libre como deben caminar los hombres a través de las paredes de un obscuro corredor, es sin duda una sensación extraña que desde hace algún tiempo me llena de gozo, de un indescifrable placer. Escuchar las gotas de la humedad desprenderse de las paredes y sentir el aire de las filtraciones entregado a un único destinatario, que soy yo, me hace trabajar con más empeño y seguridad que en días anteriores, cuando sentía que dependía de los otros. Cada uno es consciente de cuánto ha aportado sobre lo que le toca y asumirá consecuentemente los frutos de su trabajo. Cada uno debió de sacrificar más en un día para no dejar la posibilidad de un ataque sorpresivo presa del cual, seguramente, muchos han desaparecido. Pienso que no es mi culpa entonces que los demás que construían el muro conmigo ya no estén más aquí conmigo. La disciplina en esta clase labores, deberían enseñarlo en las escuelas, es vital para el cumplimiento del objetivo. Pasa que algunos pierden la perspectiva, la labor mecánica se apodera d ellos y no se preocupan de las necesidades de la obra y el cumplimiento efectivo de lo que ella requiera. Y allí se inicia el fin de todo elemento.
Yo he asumido el compromiso de ser libre entre estos pasajes y sé que lo que haga será indispensable para mi supervivencia. Y para ello al menos ahora sé que no puedo desaparecer a merced del enemigo por un error ajeno, lo que me hubiera causado, estoy seguro, en mis últimos momentos, un terrible sentimiento de odio hacia todos aquellos posibles de cometer tan grave falta. Es por ello que no estoy seguro de poder recordar los hechos con calma y precisión. Recuerdo simplemente a uno de aquellos constructores, uno de los últimos que quedaban, trabajando a mi lado en la parte occidental del muro (lo recuerdo bien porque creí notar en su rostro una barba muy larga y espesa y pensé que yo también hubiera querido tener una como aquella). Yo trabajaba con gran rapidez en el llenado del techo cuando pude notar que la parte que él rellenaba a poco menos de un metro se encontraba algo floja, sin la necesaria consistencia. Resolví no decir nada y, después de trabajar más en una parte algo alejada, decidí revisar si es que él había corregido el error y, en todo caso, comunicárselo firmemente para que no volviera a ocurrir. Tenía la ligera esperanza de que él hubiese notado por sí solo su falta. Sin embargo, noté entonces al acercarme que la parte débil del techo había caído y que su cuerpo yacía devorado a un lado de los escombros. Me asusté al pensar que el enemigo andaba cerca y, luego de mirar un breve instante aquella larga barba que la luz filtrada por el orificio dejado en el techo mostraba ensangrentada, empecé a correr hasta alejarme del lugar. Corrí y, asustado como estaba, olvidé tapar el funesto agujero. Corrí mucho, recuerdo, hasta que caí desfalleciente en alguna parte del muro. No sé cuánto tiempo permanecí allí.
Varias vidas se perdieron y los días que siguieron fui tratado con indiferencia, casi con hostilidad. Por ello ahora que camino solo entre los corredores del muro me invade una sensación de alivio porque sé que soy yo quien se preocupa del muro y sus debilidades; porque sé que no habrá reproche alguno por un error cometido o la indiferencia de alguien por mi temor a lo que, simple y evidentemente, es más fuerte que yo.
Sin embargo, en estos días en que soy el único que admira o que puede admirar la magnitud de la obra sin sentir de pronto el rumor de lo callado, la persistencia de todo aquello que se ha dejado fuera de la obra, he notado en los límites del muro nuevas presencias. Son evidentes los signos de la labor que algo o alguien viene realizando sin pudor en aquellas zonas de mi construcción. Lo he sabido por todas aquellas señales que he aprendido a reconocer a lo largo de todo este tiempo. Y es que ya antes ha sucedido. No hace mucho también debí decidir si permitía o no que nuevos trabajadores participen en la construcción de la obra. No obstante, antes de decidirlo, presa de una intensa ansiedad por la inminencia de algo insuperable o catastrófico, resolví salir del muro. Lo hice de tarde, casi de noche para que la luz del día no dañara mis ojos casi inservibles para aquella época. Sucedió poco después del accidente del constructor de la barba y andaba sumamente inquieto en esos días. Encontré las señales en los límites del muro, primero en el oriental y luego en el occidental y me sentí atrapado por las ansías de sobrevivir de otros como yo. Al salir del muro por la pequeña salida que había dispuesto en caso de un ataque imprevisto y, después de alejarme unos pasos de la obra, me quedé muy quieto contemplándola recorrer los campos y perderse en la penumbra de la noche. Allí, en medio del silencio de la noche, me pregunté qué ocurriría si de pronto ésta se cerrara y mecanismos desconocidos no me permitiesen volver a ingresar. Presa del pánico, busqué de nuevo la entrada hacia la seguridad del muro pero no podía encontrarla. Subí entonces a través de las piedras hasta la superficie del techo y desde allí, aún asustado, pude contemplar a lo lejos lo que tanto había sospechado y temido. Desde allí, sobre el muro, pude ver el desplazamiento indiscriminado de extensos muros como el mío circulando en diferentes direcciones por los campos. La mayoría de ellos corriendo paralelos a mi obra, aunque alguno de incipiente apariencia, parecía ya llegar a tocarla. Los demás parecían converger con el mío tan solo a lo lejos, casi en el extremo del horizonte. Luego hallé la entrada a mi muro, y entré rápidamente con aquella visión latiendo todavía en mis ojos.
No volveré a salir del muro como en aquella ocasión. Vigilando si el enemigo andaba cerca tracé desde allí arriba aquella vez los planos para una posible dirección del muro que no implicara el encuentro con alguno otro. Me sentí tranquilo y con nuevos entusiasmos los meses que siguieron e incluso mucho tiempo después llegué a pensar que nada de lo que había visto tendría su inevitable consecuencia. Extrañamente, en esos momentos ya no trabaja con tanto esfuerzo, como si algo me pidiese dejar abierta una posibilidad, un pequeño riesgo que altere mi panorama; dejaba a un lado los brazos y las piernas ya no respondían con la necesaria motivación. Lo sé porque estos días en que he notado nuevas presencias me he abandonado alguna hora sobre una piedra respirando el aire filtrado a través de las grietas de la obra.
Entonces, cuando eso ocurre, uno simplemente va sintiendo cómo se hunde en el suelo viscoso, percibe el llamado silencioso de la tierra que uno guarda bajo las uñas, el olor fulguroso del musgo sobre las rocas navegando hacia las fosas y entonces, apoyando el rostro contra las paredes húmedas y tibias, uno se pierde hasta que llega el sueño y, si hay suerte, puede incluso soñar que la obra se extiende más allá de lo imaginable, que manos ajenas han llevado lo que era de uno a más amplios territorios evitando para siempre el peligro, y entonces, en ese avance se ha alcanzado incluso aquellos rincones lejanos de las puestas de sol, la maquinaria se ha trasladado a nuevos sectores de los que aún formamos parte y no sabemos nada y la construcción se hace cada vez más sencilla; en ese instante se puede soñar esas cosas sin discutir y será posible también sentirse parte del engranaje mayor, parte vital de un todo. Tal vez hasta pueda aceptarse sin tristeza que ese todo, único e infinito como todos los muros reunidos, persista también sin nosotros.

Y a veces me pienso abandonado, callado y quieto en un rincón del muro y siento que podré descansar tranquilo. Entonces olvido la amenaza de esos muros paralelos al mío y duermo tranquilo, cobijado por el calor de las rocas; sueño entonces que esos constructores me habrán de encontrar así, durmiendo en la oscuridad de mi muro, y sé, con extraña certeza que es cierto, que todo ya se hace claro, que todo muro es también una puerta y que de alguna forma, pienso, ellos no me buscarían, si no me hubieran ya encontrado. Y yo los recibiré entre mis brazos, y las grietas de nuestros muros ya no serán suficientes.

FERNANDO EDGAR SALINAS VELARDE y su cuento "La sed"

LA SED
Cuento
Fernando  Salinas velarde

El viejo, que se veía enorme desde el llano, tenía las manos aferradas al machete como un halcón sujetando el cuerpo de una vizcacha, y miraba a los comuneros con ojos que desafiaban a quienes se atrevieran a acercarse al pozo, del mismo modo que desafiaban al paso del tiempo. –Soy de los Pakiyaurí, de aquellos que habitaron aquí antes que las lagunas se secaran, y he regresado a esta tierra, donde mi familia gobernó a las colinas y a los pumas, para reclamar mis pastos, porque así lo ha dispuesto taita Dios, que bien sabe que todo esto fue de mis abuelos, que se lo dejaron a mis padres y ahora es mi herencia. ¡A cualquiera que suba, lo espero aquí para decirle que no regresará por donde vino! ¡Porque este pozo, como todo lo que hay aquí, me pertenece! ¡Es mi pozo! ¡Es mi agua! Los comuneros, poseídos por un terror indescriptible, lo observaban apretados unos contra otros, como hormigas indefensas. Las mujeres pedían a sus maridos que rescaten el agua que no veían desde hacía dos días, pues cuando se les acabara el líquido que habían guardado en sus ollas, tinas y vasijas, y si el canto de las mujeres no les traían las nubes, tendrían que dejar sus recuerdos e irse nomás a las faldas de un nevado o morirse allí mismo. Pero nadie se atrevía a subir, al ver al viejo erguido allí, con su sombrero tachonado de hebillas que en esa noche parecían de plata, con un brazo en alto blandiendo el machete: hasta los ninakurus, las luciérnagas que refulgían como joyas en medio de tamaña oscuridad, revoloteaban de lejos, sin querer acercarse a él. –¿No irás tú, Apolinario? Tú, que tienes el hacha, ¿no podrás cortarle las entrañas? –¡Ve tú, Santicha, más joven eres y más rápido! –¿Es que no hay nadie aquí que quiera echar del pozo a este jijuna? ¿Nadie que no conozca el miedo? Entonces, Basilio, que casi nunca hablaba porque no había nacido en esa aldea, y eso le hacía sentirse menos, tomó la palabra. –Yo escuché de alguien. Un extranjero de pellejo rosado que a nada le temía. Intrigados, los comuneros miraron con pupilas dilatadas a Basilio, que seguía chacchando para soportar la sed. Entonces lo acribillaron con preguntas. –¿Un extranjero? ¿Dónde? –¿Lejos? ¿En Palca, en Mayocc? Basilio escupió la coca y observó a los niños de rostro palidecido, que lloraban débilmente, antes de responder. –¡No! ¡Más lejos! ¡Más allá del Rasuwillka! Gentes que conocí dicen que lo vieron en Chuschi, hablando de cosas que los más sabios nomás conocían, como si las hubiera vivido él mismo. Lo cobijaron como si fuera de los suyos, y estuvo bailando y corriendo a caballo en las fiestas de octubre. ¡Si hasta novillo le dejaron, porque iba diciendo que el miedo no existía para él! Me dijeron que se iba a quedar por mucho tiempo, haciendo labor. Todos acordaron en traerlo y a Basilio se le encomendó esa tarea. Por dos días enteros no hubo noticias, dos días en los que se terminaron las raciones de agua, pues el canto de las mujeres no trajo las esperadas nubes; pero en la tercera noche las siluetas de Basilio y el extranjero aparecieron en la llanura, congregando a todas esas bocas ansiosas, secas como la tierra árida. Algunos ya se estaban preguntando cuál podría ser el sabor de la sangre. El extranjero tenía la piel como Basilio había descrito. Vestía de cuero grueso, con un poncho de lana encima que lo hacía menos delgado, sus cabellos estaban descubiertos, sus botas eran finas pero untadas con barro. Se acercó al anciano como si lo conociera, sin sentir el terror que inspiraban su inmenso porte y las arrugas de su rostro amenazante. –Yo sé por qué estás aquí. Sé que esto perteneció a tus abuelos, a tus padres, pero ya no queda nadie para reclamar la herencia de los Pakiyauri. Tú ya no puedes hacer eso. –¿Dices que no puedo reclamar lo que es mío?— vociferó el viejo, indignado, con el arma en la mano derecha. –Te mostraré por qué tu tiempo de reclamar lo tuyo ha pasado ya. El extranjero, ignorando el frío, se quitó el poncho de lana y el cuero abrigador que llevaba y extendió los brazos; el viejo, de inmediato, blandió el mango formando puño con rabia, haciendo temblar el acero, mientras abajo los sedientos miraban la escena, estáticos, aguzando la vista porque hasta la luz parecía haberse corrido en una noche tan negra que parecían estar todos aprisionados en una gruta. El primer machetazo sonó en el aire como un revoloteo de águila. Las mujeres más jóvenes, en medio de gritos, se taparon los ojos, escondiendo sus rostros con las llikllas. El segundo machetazo sonó más fuerte aún, más fuerte que los truenos que resonaban en las montañas; el tercero, más fuerte que cualquier otra cosa oída jamás en la naturaleza. Pero cuando el anciano esperaba la caída de su víctima, el extranjero, que había agachado la cabeza, levantó el rostro para mirarlo con sonrisa de triunfo. Abajo, los asombrados aldeanos que lo creían muerto, vieron cómo giraba hacia ellos, mostrando no tener herida alguna, en señal de victoria. Luego, el hombre de pellejo rosado se dirigió al atacante. –Anciano, has visto cómo el poder de tu machete no ha alcanzado para quitarme la vida. Tú sabes bien por qué ha sido así. Ahora, deja la aldea en paz: tus tierras son ahora de esta gente. El viejo, derrotado, se hizo a un lado, señal para que la gente se hiciera de nuevo con el pozo. Y mientras el extranjero se iba de regreso a Chuschi, solo y a pie, sin temerle al largo camino, todos los hombres y mujeres corrieron a llenar sus vasijas con el agua ansiada, al tiempo que los niños, viendo al viejo sentado en un tronco de eucalipto, lo rodeaban y jugaban a atravesar, de un lado a otro, tranquilamente, el cuerpo del fantasma.

martes, 28 de julio de 2015

LA DAMA DEL PERRITO, Cuento de Chéjov

Un nuevo personaje había aparecido en la localidad: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que por entonces pasaba una temporada en Yalta, empezó a tomar algún interés en los acontecimientos que ocurrían. Sentado en el pabellón de Verney, vio pasearse junto al mar a una señora joven, de pelo rubio y mediana estatura, que llevaba una boina; un perrito blanco de Pomerania corría delante de ella.
Después la volvió a encontrar en los jardines públicos y en la plaza varias veces. Caminaba sola, llevando siempre la misma boina, y siempre con el mismo perrito; nadie sabía quién era y todos la llamaban sencillamente «la señora del perrito».
«Si está aquí sola, sin su marido o amigos, no estaría mal trabar amistad con ella», pensó Gurov.
Aún no había cumplido cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y dos hijos en la escuela. Se había casado joven, cuando era estudiante de segundo año, y por entonces su mujer parecía tener la mitad de edad que él. Era una mujer alta y tiesa, de cejas oscuras, grave y digna, y como ella misma decía, intelectual. Leía mucho, usaba un lenguaje rebuscado, llamaba a su marido no Dmitri, sino Dimitri, y él en secreto la consideraba falta de inteligencia, de ideas limitadas, cursi. Estaba avergonzado de ella y no le gustaba quedarse en su casa. Empezó por serle infiel hacía mucho tiempo -le fue infiel bastante a menudo-, y, probablemente por esta razón, casi siempre hablaba mal de las mujeres; y cuando se tocaba este asunto en su presencia, acostumbraba llamarlas «la raza inferior». Parecía estar tan escarmentado por la amarga experiencia, que le era lícito llamarlas como quisiera, y, sin embargo, no podía pasarse dos días seguidos sin «la raza inferior». En la sociedad de hombres estaba aburrido y no parecía el mismo; con ellos se mostraba frío y poco comunicativo; pero en compañía de mujeres se sentía libre, sabiendo de qué hablarles y cómo comportarse; se encontraba a sus anchas entre ellas aunque estuviese callado. En su aspecto exterior, su carácter y toda su naturaleza, había algo de atractivo que seducía a las mujeres predisponiéndolas en su favor; él sabía esto, y diríase también que alguna fuerza desconocida lo llevaba hacia ellas.
La experiencia, a menudo repetida, la cruda y amarga experiencia, le había enseñado hacía tiempo que con gente decente, especialmente gente de Moscú -siempre lentos e irresolutos para todo-, la intimidad, que al principio diversifica agradablemente la vida y parece una ligera y encantadora aventura, llega a ser inevitablemente un intrincado problema, y con el tiempo la situación se hace insoportable. Pero a cada nuevo encuentro con una mujer interesante, esta experiencia se le olvidaba, sentía ansias de vivir, y todo lo encontraba sencillo y divertido.
Una noche que estaba comiendo en los jardines, la señora de la boina llegó lentamente y se sentó a la mesa de al lado. La expresión de su rostro, su aire, el vestido y el peinado, le indicaron que era una señora, que estaba casada, que se encontraba en Yalta por primera vez y que estaba triste... Las historias inmorales, que se murmuran en sitios como Yalta, son la mayor parte mentira; Gurov las despreciaba, sabiendo que tales historias eran inventos, en su mayor parte, de personas que hubieran pecado tranquilamente, de haber tenido ocasión; pero cuando la señora del perro se sentó a la mesa de al lado, a tres pasos de él, recordó esas historias de conquistas fáciles, de excursiones a las montañas, y el tentador pensamiento de una dulce y ligera aventura amorosa, una novela con una mujer desconocida, cuyo nombre le fuese desconocido también, se apoderó súbitamente de su ánimo.
Llamó cariñosamente al pomeranio, y cuando el perro se acercó a él lo acarició con la mano. El pomeranio gruñó; Gurov volvió a pasarle la mano.
La señora miró hacia él bajando en seguida los ojos.
-No muerde -dijo, y se sonrojó.
-¿Le puedo dar un hueso? -preguntó Gurov; y como ella asintiera con la cabeza, volvió a decir cortésmente-. ¿Hace mucho tiempo que está usted en Yalta?
-Cinco días.
-Yo llevo ya quince aquí.
Un corto silencio siguió a estas palabras.
-El tiempo pasa de prisa, y sin embargo, ¡es tan triste esto! -dijo ella sin mirarlo.
-Es que se ha puesto de moda decir que esto es triste. Cualquier provinciano viviría en Belyov o en Lhidra sin estar triste, y cuando llega aquí exclama en seguida: «¡Qué tristeza! ¡Qué polvo!» ¡Cualquiera diría que viene de Granada!
Ella se echó a reír. Luego, ambos siguieron comiendo en silencio, como extraños; pero después de comer pasearon juntos y pronto empezó entre ellos la conversación ligera y burlona de dos personas que se sienten libres y satisfechas, a quienes no importa ni lo que van a hablar ni hacia dónde han de dirigirse. Pasearon y hablaron de la luz tan rara que había sobre el mar; el agua era de un suave tono malva oscuro y la luna extendía sobre ella una estela dorada. Hablaron del bochorno que hacía después de un día de calor. Gurov le contó que había venido de Moscú, en donde tomó el grado en Artes, pero que era empleado de un banco; que había estado como cantante en una compañía de ópera, abandonándola luego; que poseía dos casas en Moscú...
De ella supo que había sido educada en San Petersburgo, pero vivía en S. desde su matrimonio, hacía dos años, y que todavía pasaría un mes en Yalta, donde se le reuniría tal vez su marido, que también necesitaba unos días de descanso. No estaba muy segura de si su marido tenía un puesto en el Departamento de la Corona o en el Consejo Provincial, y esta misma ignorancia parecía divertirla.
También supo Gurov que se llamaba Ana Sergeyevna.
Más tarde, una vez en su cuarto, pensó en ella; pensó que volvería a encontrársela al día siguiente; sí, necesariamente se encontrarían. Al acostarse recordó lo que ella le contara de sus sueños de colegio: había estado en él hasta hacía poco, estudiando lecciones como una niña. Y Gurov pensó en su propia hija. Recordaba también su desconfianza, la timidez de su sonrisa y sus modales, su manera de hablar a un extraño. Debía ser ésta la primera vez en su vida que se encontraba sola, examinada con curiosidad e interés; la primera vez también que al dirigirse a ella creyó adivinar en las palabras de los demás secretas intenciones... Recordó su cuello esbelto y delicado, sus encantadores ojos grises.
«Algo hay de triste en esta mujer», pensó, y se quedó dormido.

II
Una semana había pasado desde que hicieron amistad. Era un día de fiesta. Dentro de las casas hacía bochorno, mientras que en la calle el viento formaba remolinos de polvo y tiraba el sombrero a los transeúntes. Era un día de sed, y Gurov entró varias veces en el pabellón y ofreció a Ana Sergeyevna jarabe y agua o un helado. Nadie sabía qué hacer.
Por la tarde, cuando el viento se calmó un poco, salieron a ver venir el vapor. Había muchas personas paseando por el puerto; se habían reunido para recibir a alguien y llevaban ramos de flores. Se notaban allí dos peculiaridades de la gente elegante de Yalta: las señoras mayores iban como muchachas y había muchos generales vestidos de uniforme.
A causa de lo alborotado que estaba el mar, el vapor llegó muy tarde, después de la puesta del sol, y tardó mucho tiempo en atracar al muelle. Ana Sergeyevna miró a través de sus impertinentes al vapor y a los pasajeros como esperando encontrar algún conocido, y al volverse hacia Gurov sus ojos brillaban. Habló mucho y preguntaba cosas desacordes, olvidando al poco rato lo que había preguntado; al hacer un movimiento con la mano dejó caer los impertinentes al suelo.
La gente empezaba a dispersarse; estaba demasiado oscuro para ver las caras de los que pasaban. El viento se había calmado por completo, pero Gurov y Ana Sergeyevna permanecían allí quietos como si esperasen ver salir a alguien más del vapor.
Ella olía en silencio las flores sin mirar a Gurov.
-El tiempo está mejor esta tarde -dijo él-. ¿Dónde vamos ahora?
Ella no contestó.
Entonces Gurov la miró intensamente, rodeó su cuerpo con el brazo y la besó en los labios, mientras respiraba la frescura y fragancia de las flores; luego miró a su alrededor ansiosamente, temiendo que alguien lo hubiese visto.
-Vamos al hotel -dijo él dulcemente. Y ambos caminaron de prisa.
La habitación estaba cerrada y perfumada con la esencia que ella había comprado en el almacén japonés. Gurov miró hacia Ana Sergeyevna y pensó: ¡Cuán distintas personas encuentra uno en este mundo! Del pasado, conservaba recuerdos de mujeres ligeras, de buen fondo algunas, que lo amaban alegremente agradeciéndole la felicidad que él podía darles, por muy breve que fuese; de mujeres, como la suya, que amaban con frases superfluas, afectadas, histéricas, con una expresión que hacía sospechar que no era amor ni pasión, sino algo más significativo; y de dos o tres más, hermosas, frías, en cuyos rostros sorprendió más de una vez destellos de rapacidad, el deseo obstinado de sacar de la vida aún más de lo que ésta podía darles. Eran mujeres irreflexivas, dominantes, faltas de inteligencia y de edad ya madura; cuando Gurov empezaba a mostrarse frío con ellas, esta misma hermosura excitaba su odio, figurándosele que los encajes con que adornaban su ropa eran para él escalas.
Pero en el caso actual sólo había la timidez de la juventud inexperta, un sentimiento parecido al miedo; y todo esto daba a la escena un aspecto de consternación, como si alguien hubiera llamado de repente a la puerta. La actitud de Ana Sergeyevna -«la señora del perrito»- en todo lo sucedido tenía algo de peculiar, de muy grave, como si hubiera sido su caída; así parecía, y resultaba extraño, inapropiado. Su rostro languideció, y lentamente se le soltó el pelo; en esta actitud de abatimiento y meditación se asemejaba a un grabado antiguo: La mujer pecadora.
-Hice mal -dijo-. Ahora usted será el primero en despreciarme.
Sobre la mesa había una sandía. Gurov cortó una tajada y empezó a comérsela sin prisa. Durante cerca de media hora ambos guardaron silencio.
Ana Sergeyevna estaba conmovedora; había en ella la pureza de la mujer sencilla y buena que ha visto poco de la vida.
La luz de la bujía iluminando su rostro mostraba, sin embargo, que se sentía desgraciada.
-¿Cómo es posible que yo llegara a despreciarla? -preguntó Gurov-. No sabe usted lo que dice.
-Dios me perdone -dijo ella; y sus ojos se llenaron de lágrimas-. Es horrible -añadió.
-Parece que necesita usted ser perdonada.
-¿Perdonada? No. Soy una mala mujer; me desprecio a mí misma y no pretendo justificarme. No es a mi marido, es a mí a quien he engañado. Y esto no es de ahora, hace mucho tiempo que me estoy engañando. Mi marido podrá ser bueno y honrado, pero ¡es un lacayo! No sé qué es lo que hace allí ni en lo que trabaja; pero sé que es un lacayo. Yo tenía veinte años cuando me casé con él. He vivido atormentada por un sentimiento de curiosidad; necesitaba algo mejor. Debe de haber otra clase de vida, me decía a mí misma. Sentía ansias de vivir. ¡Vivir! ¡Vivir!... La curiosidad me abrasaba... Usted no me comprende, pero le juro a Dios que llegó un momento en que no pude contenerme; algo fuera de lo corriente debió ocurrirme; le dije a mi marido que estaba mala y me vine aquí... Y aquí he estado vagando de un lado para otro como una loca..., y ahora me veo convertida en una mujer vulgar, despreciable, a quien todos mirarán mal.
Gurov se sintió aburrido casi al escucharla.
Le irritaba el tono ingenuo con que hablaba y aquellos remordimientos tan inoportunos; a no ser por las lágrimas hubiera creído que estaba representado una comedia.
-No la entiendo a usted -dijo dulcemente-. ¿Qué es lo que quiere?
Ella ocultó su rostro en el pecho de él estrechándolo tiernamente.
-Créame, créame usted, se lo suplico. Amo la existencia pura y honrada, odio el pecado. Yo no sé lo que estoy haciendo. La gente suele decir: «El demonio me ha tentado». Yo también pudiera decir que el espíritu del mal me ha engañado.
-¡Chis! ¡Chis!... -murmuró Gurov.
Después la miró fijamente, la besó, hablándole con dulzura y cariño, y poco a poco se fue tranquilizando, volviendo a estar alegre, y acabaron por reírse los dos. Cuando salieron afuera no había un alma a orillas del mar. La ciudad, con sus cipreses, tenía un aspecto mortuorio, y las olas se deshacían ruidosamente al llegar a la orilla; cerca de ella se balanceaba una barca, dentro de la que parpadeaba soñolienta una linterna.
Encontraron un coche y lo tomaron; fueron en dirección de Oreanda.
-Al pasar por el vestíbulo he visto su apellido escrito en la lista: Von Diderits -dijo Gurov-. ¿Su marido de usted es alemán?
-No; creo que su abuelo sí lo era, pero él es ruso ortodoxo.
En Oreanda se sentaron silenciosos en un sitio no lejos de la iglesia y mirando hacia el mar. Yalta apenas era visible a través de la bruma matinal; blancas nubes permanecían quietas en lo alto de las montañas. No se movía una hoja; en los árboles cantaban las cigarras, y sólo llegaba a ellos desde abajo el cavernoso y monótono ruido de las olas hablando de paz, de ese sueño eterno que a todos nos espera. Del mismo modo debía oírse cuando ni Yalta ni Oreanda existían; así se oye ahora, y se oirá con la misma monotonía cuando ya no vivamos. Y en esta constancia, en esta completa indiferencia para la vida y la muerte de cada uno de nosotros, ahí se oculta tal vez la garantía de nuestra eterna salvación, del movimiento incesante de la vida sobre el mundo, del progreso hacia la perfección. Sentado al lado de una mujer joven que en la luz del amanecer parecía tan encantadora, acariciada e idealizada por los mágicos alrededores -el mar, las montañas, las nubes, el cielo azul-, Gurov pensó lo hermoso que es todo en el mundo cuando se refleja en nuestro espíritu: todo, menos lo que pensamos o hacemos cuando olvidamos nuestra dignidad y los altos designios de nuestra existencia.
Un hombre pasó cerca de ellos -un guarda, probablemente-, los miró, y siguió adelante.
Y este detalle les parecía misterioso y lleno de encanto también. Luego vieron un vapor que venía de Teodosia, cuyas luces brillaban confundidas con las del amanecer.
-Hay gotas de rocío sobre la hierba -dijo Ana Sergeyevna después de un silencio.
-Sí. Es hora de volver a casa. Y se volvieron a la ciudad.
Desde entonces volvieron a verse todos los días a las doce; comían juntos, se paseaban, contemplaban el mar. Ella se quejaba de dormir mal, sentía palpitaciones en el corazón; le hacía las mismas preguntas, interrumpidas a veces por celos, otras por el miedo de que Gurov no la respetara bastante. Y a menudo, en los jardines, a orillas del agua, cuando se encontraban solos, él la besaba apasionadamente. Aquella vida reposada, aquellos besos en pleno día mientras miraba alrededor por temor de ser visto, el calor, el olor del mar y el continuo ir y venir de gente desocupada, perfumada, bien vestida, hicieron de Gurov otro hombre. Encontraba a Ana Sergeyevna hermosa, fascinadora, y así se lo repetía a ella. Se volvió impaciente y apasionado hasta el punto de no querer separarse de su lado, y ella, mientras tanto, seguía pensativa y continuamente le decía que no la respetaba bastante, que no la amaba lo más mínimo, y que seguramente pensaría de ella como de una mujer cualquiera. Todos los días a la caída de la tarde se iban en coche fuera de Yalta, a Oreanda o a la cascada, y estos paseos eran siempre un triunfo para ellos; la escena les impresionaba invariablemente como algo magnífico y hermosísimo.
Esperaban al marido, que debía venir pronto; pero un día llegó una carta en la que anunciaba que se encontraba mal y suplicaba a su esposa que volviera cuanto antes. Ana Sergeyevna se preparó, pues, a marcharse.
-Es una buena cosa el que yo me vaya -le dijo a Gurov-. «¡Es el dedo del destino!»
El día de la marcha, Gurov la acompañó en el coche. Cuando llegaron al tren y sonó la segunda campanada, Ana Sergeyevna le dijo:
-¡Déjame mirarte una vez más... otra vez! Así, ya está.
No lloraba, pero en su rostro se reflejaba tal tristeza que parecía enferma, los labios le temblaban.
-Me acordaré de ti siempre..., pensaré siempre en ti -dijo-. Que Dios te proteja; sé feliz. No pienses nunca mal de mí. Nos separamos para no volvernos a ver más; así debe ser, porque nunca debimos habernos encontrado. Que Dios sea contigo, adiós.
El tren partió rápido, sus luces desaparecieron pronto de la vista, y un minuto más tarde no se oía ni el ruido, como si todo hubiera conspirado para hacer terminar lo antes posible aquel dulce delirio, aquella locura. Solo, en el andén, mirando hacia donde el tren desapareció, Gurov escuchó el chirrido de las cigarras, el zumbido de los hilos del telégrafo, y le pareció que acababa de despertarse. Y meditó sobre este episodio de su vida que también tocaba a su fin, y del que sólo el recuerdo quedaba... Se sintió conmovido, triste y con remordimientos. Aquella mujer, que nunca más volvería a encontrar, no fue feliz con él, porque aunque la trató con afecto y cariño, hubo siempre en sus maneras, en sus caricias, una ligera sombra de ironía, la grosera condescendencia de un hombre feliz que, además, le doblaba la edad. Ana Sergeyevna lo llamó siempre bueno, distinto de los demás, sublime a veces...; constantemente se había mostrado a ella como no era en realidad, sin intención la había engañado.
Un vago perfume de otoño se dejaba ya sentir en la atmósfera, hacía una tarde fría y triste.
-Es hora de que me marche al Norte -pensó Gurov al dejar el andén-. ¡Sí, ya es hora!

III
En su casa de Moscú lo encontró todo en plan de invierno; las estufas estaban encendidas, y por las mañanas aún era oscuro cuando sus hijos tomaban el desayuno para irse al colegio, tanto que la niñera tenía que encender la luz un rato. Habían empezado las heladas. Cuando cae la primera nieve y aparecen los primeros trineos es agradable ver la tierra blanca, los blancos tejados, exhalar el tibio aliento, y la estación trae a la memoria los años juveniles. Las viejas limas y abedules, cubiertos de escarcha, tienen una expresión simpática y están más cerca de nuestro corazón que los cipreses y las palmas. Junto a ellos se olvidan el mar y las montañas.
Gurov había nacido en Moscú; llegó a él en un bello día de nieve, y al ponerse su abrigo de pieles y sus guantes, al pasearse por Petrovka, al oír el domingo por la tarde el sonido de las campanas, olvidó el encanto de su reciente aventura y del sitio que dejara. Poco a poco se absorbió en la vida de Moscú; leía con avidez los periódicos ¡y declaraba que los leía sin fundamento! En seguida sintió un deseo irresistible de ir a los restaurantes, a los clubes, a las comidas, aniversarios y fiestas; se sintió orgulloso de hablar y discutir con célebres abogados, con artistas, de jugar a las cartas con algún profesor en el club de doctores. Ya podía hasta comer un plato de pescado salado o una col...
Al cabo de un mes, le pareció que la imagen de Ana Sergeyevna había de cubrirse de una bruma en su memoria y visitarlo en sueños de cuando en cuando, con una sonrisa, como hacían otras. Pero pasó más de un mes, llegó el verdadero invierno, y recordaba todo aquello tan claramente como si se hubiera separado de Ana Sergeyevna el día antes. Estos recuerdos, lejos de morir, se avivaron con el tiempo. En la tranquilidad de la tarde, al oír las palabras de los niños estudiando en alta voz, el sonido del piano en un restaurante, o el ruido de tormenta que llegaba por la chimenea, volvía de repente todo a su memoria: lo ocurrido en el muelle la mañana de niebla junto a las montañas, el vapor que volvía de Teodosia y los besos. Gurov se levantaba entonces y paseaba por su habitación recordando y sonriendo; luego, sus recuerdos se convertían en ilusiones, y en su fantasía el pasado se mezclaba con el porvenir. Ana Sergeyevna no lo visitaba ya en sueños, lo seguía por todas partes como una sombra, como un fantasma. Al cerrar los ojos la veía como si estuviese viva delante de él, y Gurov la encontraba más encantadora, más joven, más tierna de lo que en realidad era, imaginándosela aún más hermosa de lo que estaba en Yalta. Por la tarde, Ana Sergeyevna lo miraba desde el estante de los libros, desde el hogar de la chimenea; desde cualquier rincón oía su respiración y el roce acariciador de sus faldas. En la calle miraba a todas las mujeres buscando alguna que se pareciese a ella.
Un deseo intenso de comunicar a alguien sus ideas lo atormentaba. Pero en su casa era imposible hablar de su amor, y fuera de ella tampoco tenía a nadie; ni a sus compañeros de oficina ni a ninguno en el banco podía contárselo. ¿De qué iba a hablar entonces? Pero ¿es que había estado enamorado? ¿Hubo algo de poético, de edificante, simplemente de interés en sus relaciones con Ana Sergeyevna? Y todo se le volvía hablar vagamente de amor, de mujer, y nadie sospechaba nada; sólo su esposa fruncía el entrecejo y decía:
-No te va el papel de conquistador, Dimitri.
Una tarde, al volver del club de doctores con un oficial, con el que había estado jugando a las cartas, no se pudo contener y le dijo:
-¡Si supieras la mujer tan fascinadora que conocí en Yalta!
El oficial entró en su trineo, y se iba ya, pero se volvió de pronto exclamando:
-¡Dmitri Dmitrich!
-¿Qué?
-¡Tenías razón esta tarde: el esturión era demasiado fuerte!
Aquellas palabras tan corrientes llenaron a Gurov de indignación, encontrándolas degradantes y groseras. ¡Qué modo tan salvaje de hablar! ¡Qué noches más estúpidas, qué días más faltos de interés! El afán de las cartas, la glotonería, la bebida, el continuo charlar siempre sobre lo mismo. Todas estas cosas absorben la mayor parte del tiempo de muchas personas, la mejor parte de sus fuerzas, y al final de todo eso, ¿qué queda?: una vida servil, acortada, trivial e indigna, de la que no hay medio de salir, como si se estuviera encerrado en un manicomio o una prisión.
Gurov no durmió en toda la noche, tan lleno de indignación estaba. Al día siguiente se levantó con dolor de cabeza. Y a la otra noche volvió a dormir mal; se sentó en la cama, pensando; luego se levantó y empezó a pasearse por la habitación. Estaba harto de sus hijos, del banco, y sin ganas de ir a ningún sitio ni de ver a nadie.
En las vacaciones de diciembre se preparó para un viaje; le dijo a su mujer que iba a San Petersburgo a un asunto de un amigo y se marchó a S. ¿Para qué? Ni él mismo lo sabía. Sentía necesidad de ver a Ana Sergeyevna y de hablarle; a ser posible, arreglar una entrevista con ella.
Llegó a S. por la mañana y tomó el mejor cuarto del hotel; un cuarto con una alfombra gris en el suelo, y un tintero gris de polvo sobre la mesa, adornado con una figura a caballo que tenía el sombrero en la mano. El portero del hotel le informó necesariamente: Von Diderits vivía en una casa de su propiedad en la calle antigua de Gontcharny; no estaba lejos del hotel. Era rico y vivía a lo grande, tenía caballos propios; todo el mundo lo conocía en la ciudad. El portero pronunciaba «Dridirits».
Gurov se encaminó sin prisa a la calle de Gontcharny y encontró la casa. Enfrente de ella se extendía una larga valla gris adornada con clavos.
-Dan ganas de echar a correr al ver este demonio de valla -pensó Gurov, mirando desde allí a las ventanas de la casa y viceversa.
Luego recapacitó: era día de fiesta y probablemente el marido estaría en casa. De todos modos era una falta de tacto entrar en la casa y sorprenderla. Si le mandaba una carta, podía caer en manos del esposo y todo se echaría a perder. Lo mejor de todo era esperar una ocasión, y empezó a pasearse arriba y abajo por la calle esperando esa ocasión. Vio a un mendigo que se acercaba a la verja y a unos perros que salieron a ladrarle; una hora más tarde oyó débil e indistinto el sonido de un piano. Ana Sergeyevna debía tocar probablemente. De repente, se abrió la puerta, y una mujer vieja, acompañada del blanco y familiar pomeranio, salió de la casa. Gurov estuvo a punto de llamar al perro, pero empezó a latirle violentamente el corazón, y en su excitación no pudo recordar el nombre.
Siguió paseándose y midiendo la empalizada gris una y otra vez, y entonces le dio por pensar que Ana Sergeyevna lo había olvidado y se estaba a aquellas horas divirtiendo con otro, lo cual, al fin y al cabo, era natural en una mujer joven, que no tenía otra cosa que mirar desde por la mañana hasta la noche más que aquella condenada valla. Se volvió a su cuarto del hotel y estuvo largo rato sentado en el sofá sin saber qué hacer; luego comió y durmió bastante tiempo.
-¡Qué estúpido! -exclamó al despertarse y mirar por la ventana-. Sin venir a qué, me he quedado dormido y ahora ya es de noche; ¿qué hago?
Se sentó en la cama, que estaba cubierta por una colcha gris como las de los hospitales, y empezó a burlarse de sí mismo; sentía un fastidio terrible.
-¡Al diablo la señora del perro y la dichosa aventura! En buen lío te has metido, Gurov...
Aquella mañana le había llamado la atención un cartel con letras muy grandes. La Geisha iba a ser representada por primera vez. Al recordar esto, se vistió y se marchó al teatro.
-Es posible que ella vaya a la primera representación -pensó.
El teatro estaba lleno. Como en todos los de provincia, había una atmósfera muy pesada, una especie de niebla que flotaba sobre las luces; por las galerías se oía el rumor de la gente; en la primera fila, los pollos elegantes de la localidad estaban de pie mirando a la gente, antes de levantarse el telón. En el palco del gobernador, su hija, adornada con una boa, ocupaba el primer sitio, mientras que él, oculto modestamente detrás de la cortina, sólo dejaba visible las manos. La orquesta empezó a afinar los instrumentos; el telón se levantó.
Seguía entrando gente que iba a ocupar sus sitios, y Gurov los miraba uno a uno con ansia.
Ana Sergeyevna llegó también. Se sentó en la tercera fila y Gurov sintió que su corazón se contraía al mirarla; comprendió entonces claramente que para él no había en todo el mundo ninguna criatura tan querida como aquélla; aquella mujercita sin atractivos de ninguna clase, perdida en la sociedad de provincia, con sus vulgares impertinentes, llenaba toda su vida; era su pena y su alegría, la única felicidad que ambicionaba, y al oír la música de la orquesta y el sonido de los pobres violines provincianos, pensó cuán encantadora era. Pensó, y soñó...
Un hombre joven, con patillas, alto y encorvado, llegó con Ana Sergeyevna y se sentó a su lado; inclinaba la cabeza a cada paso y parecía estar continuamente haciendo reverencias. Debía ser sin duda el esposo, que una vez en Yalta, en una exclamación de amargura llamó ella lacayo; sonreía almibaradamente y en el ojal de la chaqueta llevaba una insignia o distinción que recordaba el número de un criado.
En el primer descanso el marido se salió fuera a fumar y Ana Sergeyevna se quedó sola en su butaca. Gurov se acercó a ella y con voz temblorosa y una sonrisa forzada le dijo:
-Buenas noches.
Al volver la cabeza y encontrarse con él, Ana Sergeyevna se puso intensamente pálida, lo miró otra vez, horrorizada casi, y estrujó el abanico y los impertinentes entre las manos como luchando para no desmayarse. Los dos guardaban silencio. Ella seguía sentada, él de pie, asustado por la confusión que su presencia le produjo, y no atreviéndose a sentarse a su lado.
Los violines y la flauta empezaron a sonar, y de repente Gurov sintió como si de todos los palcos los estuvieran mirando. Ana Sergeyevna se levantó, marchando rápida hacia la puerta; siguió él, y ambos empezaron a andar sin saber adónde iban, a través de pasillos, bajando y subiendo escaleras, viendo desfilar ante sus ojos uniformes escolares, civiles, militares, todos con insignias. Al pasar, veían señoras, abrigos de piel colgados en las perchas, y el aire les traía olor a tabaco viejo. Y Gurov, cuyo corazón latía con violencia, pensó:
«¡Cielos! ¿Para qué habrá aquí esta gente y esa orquesta?»
Y recordó en aquel instante cuando, después de marcharse Ana Sergeyevna de Yalta, creyó él que todo había terminado y que no volverían a encontrarse más. Pero ¡cuán lejos estaban del final!
Al pie de una escalera estrecha y sombría, sobre la que se leía: «Paso al anfiteatro», se pararon.
-¡Cómo me has asustado! -exclamó ella sin respiración casi, todavía pálida y como agobiada-. ¡Oh, cómo me has asustado! Estoy medio muerta. ¿Por qué has venido? ¿Por qué?...
-Pero escúchame, Ana, escúchame... -repetía Gurov rápidamente y en voz baja-. Te suplico que me escuches...
Ella lo miraba con temor mezclado de amor y de súplica; lo miraba intensamente como si quisiera grabar sus facciones más profundamente en su memoria.
-¡Soy tan desgraciada! -siguió diciendo sin escucharle-. No he hecho más que pensar en ti todo el tiempo; no vivo más que para eso. Y, sin embargo, necesitaba olvidar, olvidar; pero ¿por qué?, ¡ah!, ¿por qué has venido?...
En el piso de arriba dos colegiales fumaban mirando hacia abajo, pero a Gurov no le importaba nada; atrayendo hacia sí a Ana Sergeyevna empezó a besarle la cara, las mejillas y las manos.
-¡Qué estás haciendo, qué estás haciendo! -gritaba ella con horror apartándolo de sí-. Estamos locos. Vete; vete ahora mismo... Te lo pido por lo que más quieras... Te lo suplico... ¡Que viene gente!
Alguien subía por las escaleras.
-Es preciso que te vayas -siguió diciendo Ana Sergeyevna, y su voz parecía un susurro-. ¿Oyes, Dmitri Dmitrich? Iré a verte a Moscú. Nunca he sido feliz; ahora lo soy menos todavía, ¡y nunca, nunca seré dichosa!... No me hagas sufrir más. Te juro que iré a Moscú. Pero ahora separémonos, mi amado Gurov, no hay más remedio.
Estrechó su mano y empezó a bajar las escaleras muy de prisa volviendo atrás la cabeza; y en sus ojos pudo ver él que realmente era desgraciada. Gurov esperó un poco más, escuchó hasta que dejó de oírse el rumor de sus pasos, y entonces fue a buscar su abrigo v se marchó del teatro.
 
IV
Y Ana Sergeyevna empezó a ir a verlo a Moscú. Cada dos o tres meses abandonaba S. diciendo a su esposo que iba a consultar a un doctor acerca de un mal interno que sentía. Y el marido le creía y no le creía. En Moscú paraba en el hotel del Bazar Eslavo, y desde allí enviaba a Gurov un mensajero con una gorra encarnada. Gurov la visitaba y nadie en Moscú lo sabía.
Una mañana de invierno se dirigía hacia el hotel a verla (el mensajero llegó la noche anterior). Iba con él su hija, a quien acompañaba al colegio. La nieve caía en grandes copos blancos.
-Hay tres grados sobre cero y, sin embargo, nieva -dijo Gurov a su hija-. Sólo hay deshielo en la superficie de la tierra; a mucha más altura de la atmósfera la temperatura es distinta completamente.
-¿Y por qué no hay tormentas en invierno, papá?
Y le explicó esto también.
Hablaba pensando que iba a verla a «ella», que nadie lo sabía y probablemente no se enterarían nunca. Tenía dos vidas: una franca, abierta, vista y conocida de todo el que quisiera, llena de franqueza relativa y relativa falsedad, una vida igual a la que llevaban sus amigos y conocidos; y otra que se deslizaba en secreto. Y a través de circunstancias extrañas, quizá accidentales, resultaba que cuanto había en él de verdadero valor, de sinceridad, todo lo que formaba el fondo de su corazón estaba oculto a los ojos de los demás; en cambio, cuanto había en él de falso, el estuche en que solía esconderse para ocultar la verdad -como, por ejemplo, su trabajo en el banco, sus discusiones en el club, aquello de la «raza inferior», su asistencia acompañado de su mujer a aniversarios y fiestas-, todo eso lo hacía delante de todo el mundo. Desde entonces juzgó a los otros por sí mismo, no creyendo en lo que veía y pensando siempre que cada hombre vive su verdadera vida en secreto, bajo el manto de la noche. La personalidad queda siempre ignorada, oculta, y tal vez por esta razón el hombre civilizado tiene siempre interés en que sea respetada.
Después de dejar a su hija en el colegio, Gurov se dirigió al Bazar Eslavo. Se quitó abajo el abrigo de pieles, subió las escaleras y llamó a la puerta. Ana Sergeyevna, vestida con su traje gris favorito, exhausta por el viaje y la espera, lo aguardaba desde la noche anterior. Estaba pálida; lo miró sin sonreír, y apenas había entrado se arrojó en sus brazos. Fue su beso lento, prolongado, como si hiciera años que no se veían.
-Y bien, ¿qué tal lo vas pasando allí? -preguntó Gurov-. ¿Qué noticias traes?
-Espera; ahora te contaré..., no puedo hablar.
Y no podía; estaba llorando. Se volvió de espaldas a él llevándose el pañuelo a los ojos.
«La dejaremos llorar. Me sentaré y esperaré», pensó Dmitri; y se sentó en una butaca.
Mientras tanto, llamó al timbre y pidió que le trajeran té. Ana Sergeyevna seguía de espaldas a él mirando por la ventana. Lloraba de emoción, al darse cuenta de lo triste y dura que era la vida para ambos; sólo podían verse en secreto, ocultándose de todo el mundo, como ladrones. Sus vidas estaban destrozadas.
-¡Ven, cállate! -dijo Gurov.
Para él era evidente que aquel amor tardaría mucho en acabarse; que no podía encontrarle fin. Ana Sergeyevna cada vez lo quería más. Lo adoraba y no había que pensar en decirle que aquello se acabaría alguna vez; por otra parte, no lo hubiera creído.
Se levantó a consolarla con alguna palabra de cariño, apoyó las manos en sus hombros y en aquel momento se vio en el espejo.
Empezaba a blanquearle la cabeza. Y le pareció raro haber envejecido tan rápida y tontamente durante los últimos años. Aquellos hombros sobre los que reposaban sus manos eran jóvenes, llenos de vida y calor, temblaban.
Sintió compasión por aquella vida todavía tan joven, tan encantadora, pero probablemente no lejos de marchitarse como la suya. ¿Por qué lo amaba ella tanto? Siempre había parecido a las mujeres distinto de como era en realidad; amaban, no a él mismo, sino al hombre que se habían forjado en su imaginación, a aquel a quien con ansia buscaran toda la vida; y después, al notar su engaño, lo seguían amando lo mismo. Sin embargo, ninguna fue feliz con él. El tiempo pasó, hizo amistad con ellas, vivió con algunas, se separó luego, pero nunca había amado; sería lo que quisiera, pero no era amor.
Y he aquí que ahora, cuando su cabeza empezaba a blanquear, se había realmente enamorado por primera vez en su vida.
Ana Sergeyevna y él se amaban como algo muy próximo y querido, como marido y mujer, como tiernos amigos; habían nacido el uno para el otro y no comprendían por qué ella tenía un esposo y él una esposa. Eran como dos aves de paso obligadas a vivir en jaulas diferentes. Olvidaron el uno y el otro cuanto tenían por qué avergonzarse en el pasado, olvidaron el presente, y sintieron que aquel amor los había cambiado.
Otras veces, en momentos de depresión moral, Gurov se había reconfortado a sí mismo con razonamientos de alguna clase; pero ahora no le preocupaban estas cosas; sentía profunda compasión, necesidad de ser sincero y tierno...
-No llores, querida -le dijo-. Ya has llorado bastante, vamos... Ven y hablaremos un poco, arreglaremos algún plan.
Entonces discutieron sobre la necesidad de evitar tanto secreto, el tener que vivir en ciudades diferentes y verse tan de tarde en tarde. ¿Cómo librarse de aquel intolerable cautiverio?...
-¿Cómo? ¿Cómo? -se preguntaba Gurov con la cabeza entre las manos-. ¿Cómo?...

Y parecía como si dentro de pocos momentos todo fuera a solucionarse y una nueva y espléndida vida empezara para ellos; y ambos veían claramente que aún les quedaba un camino largo, largo que recorrer, y que la parte más complicada y difícil no había hecho más que empezar.

domingo, 19 de julio de 2015

JUEVES DE POESÍA Y NARRATIVA: 23 DE JULIO 2015

ASOCIACIÓN DE LA CÁMARA POPULAR DEL LIBRERO;
JR. AMAZONAS 401, 
BARRIOS ALTOS, EL CERCADO ******************************************************** 
*******************************************
JUEVES DE POESÍA Y NARRATIVA
********************************************
PROGRAMA A DESARROLLARSE EL 23 DE JULIO DE 2015 , DESDE LAS 4.30 PM.

*************************************************************************************
- Presentación del multifacético CIRCUNLOQUIOS Y SOLILOQUIOS LOCOS ", del escritor ULISES DIOSES RUMICHE; la presentación de la obra estará a cargo del poeta ORLANDO ORDOÑEZ SANTOS.

ULISES DIOSES RUMICHE: El alto - Talara- Piura 
INSTRUCCIÓN: Primaria: - Escuela Fiscal de Varones Nº 17 – El Alto. 1er. al 3er. Grado - 1941/43 - Centro Escolar de Varones Nº 1 – Tumbes 4to. al 6to. Grado - 1945/47. Secundaria: - Colegio Nacional Mariano Melgar – Lima 1er. al 4to. Grado - 1950/53. Colegio Nacional Nuestra Señora de Guadalupe – Lima Quinto. Grado (nocturna) - 1956 Superior: - Universidad Nacional Mayor de San Marcos 3er. Año de Educación – Matemáticas - 1958/60 
OTROS ESTUDIOS:
- Instituto Peruano de Creatividad. Principios y métodos de pensamiento creativo. 1962
- SENATI – Auditorio de Laboratorios Roussel Perú S.A. 
1- Método de adiestramiento al personal dentro de la empresa. 1964 y 1967 
2- Relaciones Humanas. 1965
3- Mejora de métodos de trabajo. 1966
- Instituto Peruano de Parapsicología – Auditorio del Colegio Santa Úrsula - San Isidro. Curso intensivo de parapsicología. 1969
- Diócesis de Lurín: Estudios Bíblicos (varios) 1998/2004
- Diócesis de Chosica: Teología a distancia – Nivel superior 2001/02
- Autodidáctico: Psicología.
CREATIVIDAD LITERARIA (inédita en su totalidad)
1956 - En el Pantano - Cuento. 1962 - Lerci - Cuento. 1981 - El Antuquito - Cuento. 1982 - Buena gente - Cuento Presentado al concurso “Cuento de las mil palabras” convocado por la revista “Caretas”. 1986 - La Educación en el Perú - Ensayo. Presentado al concurso “Ensayos sobre la realidad peruana” convocado por el Instituto de Estudios Alberto Ulloa y la empresa Editora Nacional S. A. 
1989 - La misma meta, un diferente camino - Ensayo sobre la problemática educativa en el Perú, en el aspecto curricular. 1993 - El almuerzo - Cuento 
1994 - Nueva Era Íbera - Ensayo. Presentado al concurso “Premio Carlos Lacalle de Educación Iberoamericana - 1964” convocado por la Secretaría General de la Organización de Estados Iberoamercanos (OEI) - Madrid. 1996 - Educación en el hogar. Curso para dictado en clases dirigidas a padres jóvenes. 1997 - ¿Qué nombre me vas a poner? - Ensayo, Relación de 1600 nombres en castellano (nasculinos y femeninos), más la recopilación del total de nombres que se mencionan en la Sagrada Biblia y en la mitología griega. 2002 - Recuerdos del Futuro - Cuento. 2012 - Circunloquios y soliloquios locos - Ensayo (Publicado)
Recopilación de pensamientos, máximas y artículos escritos a lo largo de 60 años.
- Presentación de la novela " LEYENDAS DE PASIÓN " del escritor FELIPE VIZCARDO TOTOCAYO; la obra será presentada por nuestro Director, el maestro y escritor RAFAEL ALVARADO CASTILLO
FELIPE VIZCARDO: La Unión, Arequipa, 1963. Trabajador independiente en el campo de la producción de infraestructura y productos metalúrgicos. Laboró por muchos añosen proyectos de arquitectura, diseño y construcción con GRUPO IDEART Y AW INGENIEROS-
Acaba de publicar su primera novela “Leyendas de pasión”, que combina crónicas de la mitología ancestral andina con sus aventuras en la adolescencia. Actualmente viene trabajando su segunda novela.
RAFAEL ALVARADO CASTILLO: Nació en Lima- Poeta, escritor, ensayista y promotor cultural. Organizó el I CONGRESO NACIONAL DE POETAS, UNMSM, 1985. través de una Comisión Organizadora integrada por los poetas José Guillermo Vargas Rodríguez, Manuel López Rodríguez. Pocha Ulloa, Teodomiro Abanto Horna, Norma Yañez, Silvia Miranda, Guido Carrión Bustamante, Sonia Chumo y Francisco Ponce Sánchez. En 1986, el doctor José Guillermo Vargas y Rafael Alvarado Castillo fundaron la Casa Nacional del Poeta y que después lo aprobarían en la Cámara de Diputados y la Cámara de Senadores mediante la Ley 24616 y el Presidente Alan Garcia lo promulgaría. Miembro del Consejo Directivo de la Asociación de Escritores y Artistas, ANEA, 1992- 1994. 
Obras publicadas:
-“Pétalos de azucena”, poemario, 1983
-“Una espada en el aire”, plaqueta de poesía, 1984
-“Dos poetas en estación de otoño”, plaqueta de poesía compartida con el poeta Teodomiro Abanto Horna, a propósito del I Congreso Nacional del Poeta, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1985.
-“Confesiones del lobo”, poemario, 1992
- “El amor tiene un nombre”, poemario, 1995
- “Retazos de olvido”, novela, 1999
-“Pelele y otros cuentos”, 2000
- “Tratado de literatura”, 2006
-”Sólo dile no”, obra teatral contra la violencia sexual en los niños, 2006
- “Análisis de obras famosas universales”, 2006
- “Cómo se analiza una obra literaria”, 2006
- “Heridas abiertas”, teatro, 2006
- “El Águila”, novela, 2008
- “El amor se escribe con el corazón”, poemario, 2009
- “Aco, diario de un niño escolar”, 2009
- "Poemas de amor", antología de 80 poetas de José Beltrán Peña, 2010 
- “El amor más hermoso del mundo”, novela, 2011
-"Mamá Sabina", novela, 2012
- Obra inédita; “El hombre y la maleta”, novela.
-Obra inédita: “El mundo de Ángel”, novela
- Participación de los escritores ya inscritos y de aquellos que se inscriban el mismo día, para leer, puntual y brevemente, un trabajo. Ya están inscritos:, OSCAR ROJAS MONTOYA, VICTOR ABRAHAM, ISAAC SOTO GAMARRA, MICHAEL BENDEZÚ, ANGEL VALERIANO, NICOLÁS GONZALES, JUAN MILLA JARA, JORGE SALDAÑA, MARCO ANTONIO QUIJANO.
- Intermedio artístico musical a cargo del trovador WILLY BARRETO " TAKANAMANTA ".
- Participación de la poeta y cantante ESPERANZA CHILCA, con su repertorio andino y latinoamericano.

El ingreso es totalmente libre.
Exhibición y venta, a precios populares, de obras literarias; firma de libros por los propios autores.
Se agradece la difusión de la presente invitación.
Dirección de los " JUEVES DE POESÍA Y NARRATIVA ", espacio de forja, difusión, rescate y defensa de la cultura popular y liberadora, el Maestro, Narrador y Poeta Rafael Alvarado Castillo.