EL
PROFESOR SUPLENTE
Hacia el atardecer, cuando Matías y su
mujer sorbían un triste té y se quejaban de la miseria de la clase media, de la necesidad de tener
que andar siempre con la camisa limpia,
del precio de los transporte, de los aumentos de ley, en fin de lo que hablan a
la hora del crepúsculo los matrimonios pobres, se escucharon en la puerta unos
golpes estrepitosos y cuando
la abrieron irrumpió el doctor Valencia, bastón en mano, sofocado por el cuello
duro.
-¡Mi querido Matías! ¡Vengo a darte una
gran noticia! De ahora en adelante serás profesor. No me digas que no… ¡espera!
Como tengo que ausentarme unos meses del país he decidido dejarte mis clases de
historia en el colegio- No se trata de un gran puesto y los emolumentos
no son grandiosos, pero es una magnífica
ocasión para iniciarte en la enseñanza.
Con el tiempo podrás conseguir otras horas de clase, se te abrirán las puertas
de otros colegios, quién sabe si podrás llegar a la universidad… Yo siempre te
he tenido una gran confianza. Es injusto que un hombre de tu calidad, que ha
cursado estudios superiores, tenga que ganarse la vida como cobrador… No
señor, eso no está bien, soy el primero
en reconocerlo. Tu puesto está en el magisterio… No lo pienses dos veces. En el acto llamo al Director para decirle que ya he encontrado un reemplazo. No hay
tiempo que perder, un taxi me espera en la puerta… ¡Abrázame, Matías, dime que
soy tu amigo!
Antes de que Matías tuviera tiempo de
emitir opinión, el doctor Valencia había
llamado al colegio, había hablado con el Director, había abrazado por cuarta
vez a su amigo y había partido como un celaje, sin quitarse siquiera el
sombrero.
Durante unos minutos Matías quedó
pensativo, acariciando esa bella calva que hacía la delicia de los niños y el
terror de las amas de casa. Con un gesto enérgico impidió que su mujer intercalara un
comentario y, silenciosamente, se acercó al aparador, se sirvió del oporto reservado a las visitas y lo
paladeó sin prisa, luego de haberlo observado contra la luz de la farola.
-Todo esto no me sorprende –dijo al fin-.
Un hombre de mi calidad no podía quedar
sepultado en el olvido.
Después de la cena se encerró en el
comedor, me hizo llevar una cafetera, desempolvó sus viejos textos de estudio y
ordenó a su mujer que nadie lo interrumpiera, ni siquiera Baltazar y Luciano,
sus colegas de trabajo, con quienes
acostumbraba a reunirse por las noches para jugar a las cartas y hacer
chistes procaces contra sus patrones de la oficina.
A la diez de la mañana, Matías abandonaba
su departamento, la lección inaugural bien aprendida, rechazando con un poco de
impaciencia la solicitud de de su mujer,
quien lo perseguía por el corredor de la quinta, quitándole las últimas
pelusillas de su terno de ceremonia.
-No te olvides de poner la tarjeta en la
puerta –recomendó Matías antes de partir. Que se lea bien: “Matías Palomino,
profesor de historia”.
En el camino se entretuvo repasando
mentalmente los párrafos de la lección. Durante la noche anterior no había
podido evitar el temblorcito de gozo cuando, para designar a Luis XVI, había
descubierto el epíteto de Hidra. El epíteto pertenecía al siglo XIX y había
caído un poco en desuso, pero Matías, por su porte y sus lecturas, seguía
perteneciendo al siglo XIX y su inteligencia, por donde se le mirara, era una inteligencia en desuso. Desde hace doce
años, cuando por dos veces consecutivas fue aplazado en el examen de bachillerato, no había vuelto a hojear un
solo libro de estudios ni a someter una
sola cogitación al apetito un
poco lánguido de su espíritu. Él siempre achacó sus fracasos académicos a la malevolencia
del jurado y a esa especie de
amnesia repentina que lo asaltaba sin remisión cada vez que tenía que poner en
evidencia, sus conocimientos. Pero si no había podido optar el título de
abogado, había elegido la prosa y el corbatín del notario: si no por la
ciencia al menos por apariencia, quedaba dentro de los límites de la profesión.
Cuando llegó ante la fachada del colegio
se sobreparó en seco. Y quedó un poco perplejo. El gran reloj del frontis
le indicó que llevaba un adelanto de diez minutos. Ser demasiado puntual le
pareció poco elegante y resolvió que bien valía la pena caminar hasta la esquina. Al cruzar delante de la verja
escolar, divisó un portero de semblante hosco que vigilaba la calzada,
las manos cruzadas a la espalda.
En la esquina del parque se detuvo, sacó
un pañuelo y se enjugó la frente. Hacía un poco de calor. Un pino y una
palmera, confundiendo sus sombras, le recordaron un verso, cuyo autor trató en
vano de identificar. Se disponía a regresar –el reloj del municipio acababa de
dar las once- cuando detrás de la
vidriera de una tienda de discos distinguió un hombre pálido que lo espiaba.
Con sorpresa constató que ese hombre no
era otra cosa que su propio reflejo.
Observándose con disimulo hizo un guiño, como para disipar esa expresión un
poco lóbrega que la malanoche de estudio y de café había grabado en sus
facciones. Pero la expresión, lejos de desaparecer, desplegó nuevos signos y
Matías comprobó que su calva convalecía
tristemente entre los mechones de las sienes y que su bigote caía sobre sus
labios con gesto de absoluto vencimiento.
Un poco mortificado por la observación se
retiró con ímpetu de la vidriera. Una satisfacción de mañana estival hizo que aflojara su corbatín de raso. Pero
cuando llegó ante la fachada del
colegio, sin que en apariencia nada la provocara, una duda tremenda lo asaltó:
en ese momento no podía precisar si la
Hidra era un animal marino, un monstruo mitológico o una invención de ese
doctor Valencia, quien empleaba figuras
semejantes para demoler a sus enemigos del parlamento. Confundido abrió su
maletín para revisar sus apuntes, cuando se percató que el portero no le quitaba el ojo de encima. Esa mirada, viniendo de un
hombre uniformado, despertó en su
conciencia de pequeño contribuyente tenebrosas asociaciones y, sin poder
evitarlo, prosiguió su marcha hasta la esquina siguiente.
Allí se detuvo resollando. Ya el
problema de la Hidra no le interesaba: esta duda había arrastrado otras
muchísimo más urgentes. Ahora en su cabeza todo se confundía. Hacía de Colbert
un ministro inglés, la joroba de Marat la colocaba sobre los hombros de
Robespierre y por un artificio de su imaginación los finos alejandrinos de
Chenier iban a parar a los labios del verdugo Sansón. Aterrado por tal
deslizamiento de ideas giró los ojos locamente en busca de una pulpería. Una
sed impostergable lo abrazaba.
Durante un cuarto de hora recorrió
inútilmente las calles adyacentes. En
ese barrio residencial sólo se encontraba salones de peinado. Luego de
infinitas vueltas se dio de bruces con la tienda de discos y su
imagen volvió a surgir del fondo de la vidriera. Esta vez Matías la examinó:
alrededor de los ojos habían aparecido dos anillos negros que describían
sutilmente un círculo que no podía ser otro que el círculo del terror.
Desconcertado se volvió y quedó
contemplando el panorama del parque. El corazón le cabeceaba como un pájaro
enjaulado. A pesar de que las agujas continuaban girando; Matías se mantuvo
rígido, testarudamente ocupado en cosas insignificantes, como en contar las
ramas de un árbol y luego descifrar las letras de un aviso comercial perdido en
el follaje,
Un
campanazo parroquial lo hizo volver en sí. Matías se dio cuenta de que aún
estaba en la hora. Echando mano a todas sus virtudes, incluso aquellas virtudes
equívocas como la terquedad, logró componer algo que podría ser una convicción
y ofuscado por tanto tiempo perdido se
lanzó al colegio. Con el movimiento aumento su coraje. Al divisar la verja
asumió el aire profundo y atareado de un hombre de negocios. Se disponía a
cruzar cuando al levantar la vista, distinguió al lado del portero a un cónclave
de hombres canosos y ensotanados que lo espiaban inquietos. Esta inesperada composición –que
le recordó a los jurados de su
infancia- fue suficiente para desatar
una profusión de reflejos de defensa y virando con rapidez se escapó hacia la
avenida.
A los veinte pasos se dio cuenta que
alguien lo seguía. Una voz sonaba a sus espaldas. Era el portero.
-Por favor –decía- ¿No es el señor
Palomino, el nuevo profesor de historia?
Los hermanos lo están esperando.
Matías se volvió rojo de ira.
-¡Yo
soy cobrador! –contestó brutalmente,
como si hubiera sido víctima de alguna vergonzosa confusión.
El portero le pidió escusas y se retiró.
Matías prosiguió su camino, llegó a la Avenida, torció hacia el parque, anduvo
sin rumbo entre la gente que iba de compras, se resbaló en un sardinel,
estuvo a punto de derribar a un
ciego y cayó finalmente en una banca, abochornado, entorpecido, como si
tuviera un queso por cerebro.
Cuando los niños que salían del colegio
comenzaron a retozar a su alrededor,
despertó de su letargo. Confundido aún, bajo la impresión de haber sido objeto
de una humillante estafa, se incorporó y tomó el camino de su casa. Inconscientemente eligió una ruta llena de meandros.
Se distraía. La realidad se le escapaba
por todas las fisuras de su imaginación. Pensaba que algún día sería
millonario por un golpe de azar. Solamente cuando llegó a la quinta y vio a su
mujer lo esperaba en la puerta del
departamento, con el delantal amarrado a la cintura, tomó conciencia de su
enorme frustración. No obstante se repuso,, tentó una sonrisa y se aprestó a recibir a su
mujer, que ya corría por el pasillo con los brazos abiertos.
-¡Qué tal le ha ido! ¿Dictaste tu clase?
¿Qué han hecho los alumnos?
-¡Magnífico!...¡Todo ha sido magnífico!
–balbuceó Matías- ¡Me aplaudieron! –
pero al sentir los brazos de su mujer que lo enlazaba al cuello y al ver en sus
ojos, por primera vez, una llama de invencible orgullo, inclinó con violencia
la cabeza, y se echó desoladoramente a
llorar.
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