viernes, 13 de septiembre de 2013

EL PROFESOR SUPLENTE, Julio Ramón Ribeyro.



EL PROFESOR SUPLENTE
     Hacia el atardecer, cuando Matías y su mujer sorbían un triste té y se quejaban de la miseria  de la clase media, de la necesidad de tener que andar  siempre con la camisa limpia, del precio de los transporte, de los aumentos de ley, en fin de lo que hablan a la hora del crepúsculo los matrimonios pobres, se escucharon en la puerta unos golpes estrepitosos y cuando la abrieron irrumpió el doctor Valencia, bastón en mano, sofocado por el cuello duro.
     -¡Mi querido Matías! ¡Vengo a darte una gran noticia! De ahora en adelante serás profesor. No me digas que no… ¡espera! Como tengo que ausentarme unos meses del país he decidido dejarte mis clases de historia en el colegio- No se trata de un gran puesto y los emolumentos  no son grandiosos, pero es una magnífica ocasión  para iniciarte en la enseñanza. Con el tiempo podrás conseguir otras horas de clase, se te abrirán las puertas de otros colegios, quién sabe si podrás llegar a la universidad… Yo siempre te he tenido una gran confianza. Es injusto que un hombre de tu calidad, que ha cursado estudios superiores, tenga que ganarse la vida como cobrador… No señor,  eso no está bien, soy el primero en reconocerlo. Tu puesto está en el magisterio… No lo pienses dos veces.  En el acto llamo al Director para decirle  que ya he encontrado un reemplazo. No hay tiempo que perder, un taxi me espera en la puerta… ¡Abrázame, Matías, dime que soy tu amigo!
     Antes de que Matías tuviera tiempo de emitir opinión, el doctor  Valencia había llamado al colegio, había hablado con el Director, había abrazado por cuarta vez a su amigo y había partido como un celaje, sin quitarse siquiera el sombrero.
     Durante unos minutos Matías quedó pensativo, acariciando esa bella calva que hacía la delicia de los niños y el terror de las amas de casa. Con un gesto enérgico  impidió que su mujer intercalara un comentario y, silenciosamente, se acercó al aparador, se sirvió  del oporto reservado a las visitas y lo paladeó sin prisa, luego de haberlo observado contra la luz de la farola.
     -Todo esto no me sorprende –dijo al fin-. Un hombre de mi calidad no podía  quedar sepultado en el olvido.
     Después de la cena se encerró en el comedor, me hizo llevar una cafetera, desempolvó sus viejos textos de estudio y ordenó a su mujer que nadie lo interrumpiera, ni siquiera Baltazar y Luciano, sus colegas de trabajo, con quienes  acostumbraba a reunirse por las noches para jugar a las cartas y hacer chistes procaces contra sus patrones de la oficina.
     A la diez de la mañana, Matías abandonaba su departamento, la lección inaugural bien aprendida, rechazando con un poco de impaciencia la solicitud de  de su mujer, quien lo perseguía por el corredor de la quinta, quitándole las últimas pelusillas de su terno de ceremonia.
     -No te olvides de poner la tarjeta en la puerta –recomendó Matías antes de partir. Que se lea bien: “Matías Palomino, profesor de historia”.
     En el camino se entretuvo repasando mentalmente los párrafos de la lección. Durante la noche anterior no había podido evitar el temblorcito de gozo cuando, para designar a Luis XVI, había descubierto el epíteto de Hidra. El epíteto pertenecía al siglo XIX y había caído un poco en desuso, pero Matías, por su porte y sus lecturas, seguía perteneciendo al siglo XIX y su inteligencia, por donde se le mirara, era  una inteligencia en desuso. Desde hace doce años, cuando por dos veces consecutivas fue aplazado en el examen de  bachillerato, no había vuelto a hojear un solo libro de estudios ni a someter una  sola cogitación  al apetito un poco lánguido de su espíritu. Él siempre achacó sus fracasos académicos a la malevolencia  del jurado y a esa especie de amnesia repentina que lo asaltaba sin remisión cada vez que tenía que poner en evidencia, sus conocimientos. Pero si no había podido optar el título de abogado, había elegido la prosa y el corbatín del notario: si no por la ciencia al menos por apariencia, quedaba dentro de los límites de la profesión.
     Cuando llegó ante la fachada del colegio se sobreparó en seco. Y quedó un poco perplejo. El gran reloj del frontis le indicó que llevaba un adelanto de diez minutos. Ser demasiado puntual le pareció poco elegante y resolvió que bien valía la pena caminar  hasta la esquina. Al cruzar delante de la verja escolar, divisó un portero de semblante hosco que vigilaba la calzada, las manos cruzadas a la espalda.
     En la esquina del parque se detuvo, sacó un pañuelo y se enjugó la frente. Hacía un poco de calor. Un pino y una palmera, confundiendo sus sombras, le recordaron un verso, cuyo autor trató en vano de identificar. Se disponía a regresar –el reloj del municipio acababa de dar las once- cuando detrás  de la vidriera de una tienda de discos distinguió un hombre pálido que lo espiaba. Con sorpresa constató  que ese hombre no era otra cosa  que su propio reflejo. Observándose con disimulo hizo un guiño, como para disipar esa expresión un poco lóbrega que la malanoche de estudio y de café había grabado en sus facciones. Pero la expresión, lejos de desaparecer, desplegó nuevos signos y Matías  comprobó que su calva convalecía tristemente entre los mechones de las sienes y que su bigote caía sobre sus labios con gesto de absoluto vencimiento.
     Un poco mortificado por la observación se retiró con ímpetu de la vidriera. Una satisfacción de mañana estival  hizo que aflojara su corbatín de raso. Pero cuando llegó ante  la fachada del colegio, sin que en apariencia nada la provocara, una duda tremenda lo asaltó: en ese momento  no podía precisar si la Hidra era un animal marino, un monstruo mitológico o una invención de ese doctor Valencia, quien empleaba  figuras semejantes para demoler a sus enemigos del parlamento. Confundido abrió su maletín para revisar sus apuntes, cuando se percató que el portero no le quitaba  el ojo de encima. Esa mirada, viniendo de un hombre uniformado, despertó  en su conciencia de pequeño contribuyente tenebrosas asociaciones y, sin poder evitarlo, prosiguió su marcha hasta la esquina siguiente.
     Allí se detuvo resollando. Ya el problema de la Hidra no le interesaba: esta duda había arrastrado otras muchísimo más urgentes. Ahora en su cabeza todo se confundía. Hacía de Colbert un ministro inglés, la joroba de Marat la colocaba sobre los hombros de Robespierre y por un artificio de su imaginación los finos alejandrinos de Chenier iban a parar a los labios del verdugo Sansón. Aterrado por tal deslizamiento de ideas giró los ojos locamente en busca de una pulpería. Una sed impostergable lo abrazaba.
     Durante un cuarto de hora recorrió inútilmente las calles adyacentes.  En ese barrio residencial sólo se encontraba salones de peinado. Luego de infinitas vueltas se dio de bruces con la tienda de discos y su imagen volvió a surgir del fondo de la vidriera. Esta vez Matías la examinó: alrededor de los ojos habían aparecido dos anillos negros que describían sutilmente un círculo que no podía ser otro que el círculo del terror.
     Desconcertado se volvió y quedó contemplando el panorama del parque. El corazón le cabeceaba como un pájaro enjaulado. A pesar de que las agujas continuaban girando; Matías se mantuvo rígido, testarudamente ocupado en cosas insignificantes, como en contar las ramas de un árbol y luego descifrar las letras de un aviso comercial perdido en el follaje,
     Un campanazo parroquial lo hizo volver en sí. Matías se dio cuenta de que aún estaba en la hora. Echando mano a todas sus virtudes, incluso aquellas virtudes equívocas como la terquedad, logró componer algo que podría ser una convicción y ofuscado  por tanto tiempo perdido se lanzó al colegio. Con el movimiento aumento su coraje. Al divisar la verja asumió el aire profundo y atareado de un hombre de negocios. Se disponía a cruzar cuando al levantar la vista, distinguió al lado del portero a un cónclave de hombres canosos y ensotanados que lo espiaban  inquietos. Esta inesperada composición –que le recordó a los jurados  de su infancia-  fue suficiente para desatar una profusión de reflejos de defensa y virando con rapidez se escapó hacia la avenida.
     A los veinte pasos se dio cuenta que alguien lo seguía. Una voz sonaba a sus espaldas. Era el portero.
     -Por favor –decía- ¿No es el señor Palomino, el nuevo profesor de historia?  Los hermanos lo están esperando.
     Matías se volvió rojo de ira.
     -¡Yo soy cobrador! –contestó  brutalmente, como si hubiera sido víctima de alguna vergonzosa confusión.
     El portero le pidió escusas y se retiró. Matías prosiguió su camino, llegó a la Avenida, torció hacia el parque, anduvo sin rumbo entre la gente que iba de compras, se resbaló en un sardinel,  estuvo a punto de derribar a un ciego y cayó finalmente en una banca, abochornado, entorpecido, como si tuviera un queso por cerebro.
     Cuando los niños que salían del colegio comenzaron a  retozar a su alrededor, despertó de su letargo. Confundido aún, bajo la impresión de haber sido objeto de una humillante estafa, se incorporó y tomó el camino de su casa.  Inconscientemente eligió una ruta llena de meandros. Se distraía. La realidad se le escapaba  por todas las fisuras  de su imaginación. Pensaba que algún día sería millonario por un golpe de azar. Solamente cuando llegó a la quinta y vio a su mujer lo esperaba  en la puerta del departamento, con el delantal amarrado a la cintura, tomó conciencia de su enorme frustración. No obstante se repuso,, tentó  una sonrisa y se aprestó a recibir a su mujer, que ya corría por el pasillo con los brazos abiertos.
     -¡Qué tal le ha ido! ¿Dictaste tu clase? ¿Qué han hecho los alumnos?
     -¡Magnífico!...¡Todo ha sido magnífico! –balbuceó Matías-  ¡Me aplaudieron! – pero al sentir los brazos de su mujer que lo enlazaba al cuello y al ver en sus ojos, por primera vez, una llama de invencible orgullo, inclinó con violencia la cabeza, y se echó desoladoramente a  llorar.

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