Escritor Carlos Meneses
FIESTA CANINA
Cuento
Nos reunimos varias veces para
trazar las líneas maestras de la fiesta. Como en
todas las anteriores pretendíamos un atractivo central. Algo que
resultara el eje de la velada. En jolgorios de esta naturaleza, Mañuco, aunque
había sabido encontrar la clave del programa, procuraba basar el
protagonismo en mí. Yo cambiándome de indumentaria delante de todos. Yo
lanzándome a la piscina en bikini, vestida suntuosamente, vestida de payaso o
de colombina. Pero me había comenzado a rebelar contra ese protagonismo
que se estaba convirtiendo en lugar común y que yo había llegado a
considerar como merma de mi personalidad. Le llamaría denigrante tiempo
después.
Fue él quien aportó la solución que
buscábamos. Sólo le faltaba gritar ¡Eureka! Yo escasamente colaboré con
complementos para ese acto central. Elegí la orquesta, las vestimentas, la
necesidad de uno o unos animadores. Era mejor que él quedara liberado de esas
tareas menores, ya bastante iba a tener con compartir alegría con el centenar
de invitados. Mañuco estuvo de acuerdo con el presupuesto y con todo lo demás que había corrido
por mi cuenta.
Se repartieron tareas entre las chicas de
servicio, se contrató a varios camareros, unas experimentadas relaciones
públicas, un sumiller y varias personas más necesarias para estas
circunstancias. La lista de invitados incluía a algunos de los clientes
habituales de Mañuco, varios directores de galerías de arte, no faltaban los
críticos, se llamaría a viejas amistades, no se desecharía la posibilidad de
contar con algún poeta, de ninguna manera evitar la ausencia de músicos o
pintores. No descuidar gente del teatro
de la danza. Mañuco se encaprichó con algunos banqueros, lo que me extrañó
porque siempre había despotricado contra ellos, pero las deudas son las deudas.
Todo quedó cerrado bastantes horas antes de la reunión. Se comprobó la calidad
de la cena, la repostería, las distracciones que habría en el jardín que sería
el centro de esa felicidad momentánea. Estábamos seguros de que no nos
olvidábamos de nada, que todo iba a salir espléndidamente y que se trataría de
una fiesta radiante que superaría a todas las anteriores.
Se había advertido a los invitados sobre el
concurso canino y la necesidad de venir premunidos de doble y hasta
triple vestimenta. Se recomendaba que entre la ropa que trajeran no faltara un
disfraz carnavalesco, y que por supuesto
no olvidaran de la importancia y el atractivo que tenía en estos casos el
antifaz. Se invocaba a Venecia y se hablaba de desbordes de emoción como en el
carnaval de Colonia. En efecto así fue. El jardín a medianoche lleno de
luces de todos los colores que se reflejaban como un arco iris en las aguas de
la piscina, festonado de adornos y de música, hacia recordar a Fellini, a
la «La Dolce Vita».
Los invitados que habían llegado con sus
perros estaban, más que alegres, nerviosos. Una altísima torre de ladridos se
elevaba por sobre nuestras cabezas. Nosotros aportábamos un par, Chamaquito y
Chorrito, y habíamos destinado toda una habitación bien cerrada y premunida con
todo lo que a ella, las gata Huachafita le gustaba para que quedara
dentro y no tuviera motivos de salida que pudieran causar violencia por parte
de sus eternos enemigos.
Los animadores anunciaron el inicio del
concurso. Perros adornados con collares, flores, banderines, desfilarían por la
explanada destinada para ello. Había variedad entre los participantes. Collies,
san bernardos, dálmatas, dogos, pastores alemanes, ante esas bellezas los
nuestros parecían patitos feos. La elección fue reñida. El jurado formado por
invitados elegidos por sorteo, dio como vencedora a una pomeranie que parecía
una bellota de algodón y que su ama besaba sin intermedios. El segundo lugar
fue para un hermoso Collie que hacia recordar a la cinematográfica
Lassie. Algunos invitados bailaban, otros se deleitaban con la exquisitez de
los postres. Varios habían tomado camino hacia las habitaciones en las que
podían cambiar de ropas. Todo era estallido de buen humor. Pronto empezarían
los juegos que tenían como premio un beso y como castigo lanzamientos a la
piscina tal como estuvieran vestidos en esos momentos.
Nadie había descubierto a Trinidad, la
encargada de hacer transportar hasta nuestra casa las deliciosas vituallas con
las que se había alegrado un centenar de paladares. Delgada, discreta
como una verdadera sombra se había colocado junto a la estrecha puerta falsa
que comunicaba con la calle. La situación era estratégica, estaba en un ángulo
al que las luces no llegaban con el vigor necesario. Cuando empezaban a salir
algunas parejas disfrazadas, otras de estricta vestimenta de gala y con el
antifaz negro y, en algunos casos, las damas llevándolos de colores, la sombra
Trinidad debió haber abierto la puerta para dar paso a un intruso. Después juró
por todos los santos que no había
maquinado en absoluto nada de lo que pasó.
Un alarido como el que se puede dar ante un
fantasma o por un dolor inconmensurable, quebró música, carcajadas, voces
bromistas, todo. Fue como un relámpago maldito que cruzara la noche de risas
estridentes de un lado a otro. Sólo vi a la señora elegante, enjoyada con
exageración, lívida, al borde del desmayo. Junto a las aguas aun quietas de la
piscina se celebraba otra fiesta pero sólo para dos. La señora que momentos
antes había estado besando el hociquito menudo de su perrita ganadora del rabo
de oro, mientras al hermoso collie se le había otorgado el de plata, se
lamentaba como si sufriera la pérdida de un ser querido. No la calmaba ninguna
palabra. Algunos invitados la secundaban. Otros se reían, no faltaban
aunque eran muy pocos los que alababan el acontecimiento.
¿Lo pergeñó todo minuciosamente Trinidad?
Ella me confesó de primera intención que sólo pensó en la entrada de ese
atorrante para que se burlase de los elegantes animales del concurso. Yo logré
arrancarle buena parte del secreto que no revelé a nadie. Tenía elegido al
perro delincuente. Al perro violador. Al perro callejero, muerto de hambre,
sucio, sin identidad ni etnia conocida. Pero aseguraba no haber sido consciente
de la proyección de los hechos. Los invitados se agolparon junto a la piscina.
Se oían voces pidiendo que separaran a la primorosa perrita del vulgar perrazo.
Mañuco intervino majestuoso y conciliador. No, es mejor dejar que todo concluya
sin participación humana, no hay que ir en contra de la naturaleza. La dueña de
Gotita la perrita elegida para el placer por el sucio y bastardo perrazo
callejero, lloraba desconsoladamente, quería golpear con un bastón los flacos
lomos del inoportuno galán. Mañuco y otros se lo impidieron.
El carnaval que estaba en sus inicios se fue
disolviendo, la banalidad se frenaba como si hubiese tropezado con una muralla.
Muchos comenzaron a tomar el camino de la salida. Unos pocos bailaban, reían y
correteaban por el jardín persiguiéndose con las intenciones claramente
dibujadas en los gestos, premunidos de antifaces. Sabían perfectamente qué
habitaciones con cómodos lechos los estaban aguardando. Pero esos felices
indiferentes formaban un grupo minúsculo. La mayoría de los invitados ya había
abandonado nuestra casa. Nadie fue premiado con besos, nadie condenado a ser
lanzado en ropa de calle a la piscina. Mañuco no podía ocultar su disgusto; uno
de los dos jardineros, Rosendo, a quien yo conocía muy poco, fue el encargado
de sacar a patadas al intruso y desgarbado animal que había sido causa del desaguisado.
Cuando quedamos solos él y yo, nos
miramos y no nos dijimos nada sobre la fiesta. Todo parecía quedar para
comentarlo al día siguiente y no porque estuviéramos cansados ni muertos de
sueño. Si Mañuco había tenido un momento de rabia ya había quedado atrás.
Tampoco estaba alegre. Era un estado de ánimo que oscilaba entre la resignación
y la indiferencia. Sabíamos que algunas parejas se refocilaban en las
habitaciones que les habíamos señalado como también sabíamos que Trinidad,
Mercedes u otras doncellas las atenderían a la hora del desayuno.
Mago se preguntó varias veces cómo no hubo
quien detuviera al perro pulguiento que irrumpió en pleno estallido de alegría.
Cómo fue posible la ceguera colectiva que impidió cerrar el paso al
impertinente. Analizó algunos momentos previos al hecho grotesco, dijo primero,
llamativo, después. Llegó a la conclusión de que alguien había guiado los pasos
del can forastero. No es posible que fuera directamente en busca de la
ganadora, si había muchas perras más cerca de la puerta. Preguntas que quedaban
encerradas en el misterio. Poco antes de la llegada del sueño dijo en son de
broma: ¿cómo saldrá el hijo de esta unión? Terminó riéndose, si queda
embarazada harán abortar a la perrita. Hubo carcajadas muy sonoras.
Las disculpas a la dueña de la ganadora del
concurso, ¿violada?, se las habíamos dado muy someramente durante el agrio
epílogo y la desbandada de los invitados. Al día siguiente seríamos más
corteses con ella, habría flores, palabras reconfortantes e interrogaciones por
el estado de su mascotita y promesa de castigar a quien colaboró en ese salvaje
espectáculo.
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