sábado, 3 de mayo de 2014

CORAZÓN. Edmundo. Una medalla bien dada, Texto.

Sábado, 4 de febrero.

     Esta mañana vino a repartir  los premios el inspector de escuelas, un señor con la barba y vestido de negro.
     Entró con el director poco antes de la hora de la salida y se sentó al lado del maestro. Hizo preguntas a varios  niños, entregó luego  la primera medalla a Derossi; y antes de dar  la segunda estuvo oyendo un momento al maestro y al director, que le hablaban en voz baja. Todos nos preguntábamos: ¿A quién dará la segunda medalla?
     El inspector dijo por fin en alta voz:
     -Esta mañana ha merecido la segunda medalla el alumno Pedro Precossi, no sólo por los trabajos que ha hecho en casa, sino también por las lecciones, por la caligrafía, por su conducta; en suma: por todo.
     Todos  nos volvimos a mirar a Precossi, en todos los semblantes se reflejaba la misma alegría. Precossi se aturdió  tanto que no sabía dónde estaba.
     -Ven acá –le dijo el inspector.
     Precossi saltó fuera del banco y fue al lado de la mesa del maestro. El inspector, después de fijar atentamente su mirada en aquella cara de color de cera, en aquel cuerpecito enfundado en su  ropa remendada y que no había sido hecha para su cuerpo, en aquellos ojos bondadosos y tristes que huían de los suyos y que dejaban adivinar una historia de sufrimientos, le dijo con una voz llena de cariño al ponerle la medalla en el pecho:
     -Precossi, te corresponde la medalla. Nadie más digno  de llevarla que tú, no solamente por los méritos de tu inteligencia, sino también por tu buena voluntad. Te corresponde por tu corazón, por tu valor, por  las cualidades  de hijo bueno y valeroso que en ti resplandecen. ¿No es verdad –añadió volviéndose  a la clase- que también la merece por esto?
     -¡Sí, sí! – respondieron todos a una voz.    
     Precossi, moviendo su garganta como si necesitase tragar  alguna cosa, dirigió sobre  los bancos una dulcísima mirada llena de inmensa gratitud.
     -Vete –añadió el inspector-, querido muchacho. ¡Que Dios te protege!
     Era la hora de salida. Nuestra clase salió antes que todas, y apenas estuvimos fuera de la puerta…, ¿a quién vemos allí, en el salón de espera? Al padre de Precossi, al herrero,  al pálido como de costumbre, con su torva mirada, con el pelo hasta  los ojos, con la gorra medio caída y tambaleándose. El maestro lo vio en seguida y se puso a hablar al oído del  inspector. Éste se fue presuroso en busca de Precossi y, tomándolo de la mano, lo llevo junto a su  padre. El muchacho temblaba. El maestro y el inspector se habían acercado, y muchos chicos habían formado círculo en derredor de ellos.
     -Es usted padre de este muchacho, ¿no es cierto? –preguntó  el inspector al herrero, con aire jovial, como si fuera su amigo, y sin esperar la respuesta, añadió-: Me alegro mucho. Mire: ha ganado la segunda medalla a cincuenta y cuatro compañeros, y la merece por los trabajos de composición, por los de aritmética, por todo. Es un niño muy inteligente y de gran voluntad, que, sin duda, hará carrera; querido y estimado por todos. Puede estar orgulloso, yo se lo aseguro.
     El herrero, que estaba oyendo todo esto con la boca abierta, miró fijamente al inspector y al director, y luego a su hijo, que estaba ante él, con los ojos bajos, temblando;  y como si recordarse o llegase a comprende en aquel momento por primera vez todo lo que había hecho padecer al pequeñuelo, y la bondad y constancia heroica con  que  éste lo había sufrido, mostró repentinamente en su cara cierta estúpida admiración, luego acerbo dolor y, por fin, una ternura violenta y triste; y tomándole al muchacho la cabeza, la apretó contra su pecho.
     Todos nosotros  pasamos por delante de él. Yo lo invité  para que fuera a casa el jueves, con Garrone y Crossi. Otros lo saludaron; uno le hacía caricia, otro le tocaba  la medalla; todos le dijeron algo. El padre nos miraba como atontado, y apretaba contra su pecho la cabeza de su hijo, que lloraba.

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