Ventura García Calderón
Nunca
he sabido despertar a un indio a puntapiés. En un puerto del Perú, el
capitán Gonzales quiso enseñarme esta triste habilidad.
El indio dormía a la intemperie
con la cabeza sobre una vieja silla de montar. Al primer contacto del
pie, se irguió en vilo, desperezándose. Nunca he sabido si bajo el
castigo miran con ira o con acatamiento. Mas como él tardara un tanto en
despertar a este mundo, de su dolor cotidiano, el militar le rasgo la
frente de un latigazo. El indio y yo nos estre¬mecimos; él por la sangre
que goteaba en su rostro con lágrimas: yo porque llevaba todavía en el
espíritu prejuicios sentimentales de bachiller en leyes. Detuve del
brazo a este hombre enérgico y evite la segunda hemorragia.
- Hacemos junto el viaje hasta Huaraz, mi doctorcito - me dijo guardando el látigo -
Ya
verá usted como se divierte con mi palurdo, un indio bellaco que en
todas las chozas tiene comadres. Estuvo el año pasado a mi servicio y
ahora el prefecto, amigo mío, acaba de mandármelo para que sea mi
orde¬nanza. ¡Le tiene un miedo a este chicotillo!
- ¿Y el pellón negro, so canalla? Si no te apuras vas a probar cosa rica.
- Ya trayendo, taita.
El indio ingresó al pesebre en busca del pellón, pero no vino jamás.
Por lo cual el capitán Gonzales se marcho solo, anunciando para su regreso castigos y desastres.
-
"No se vaya con el capitán. Es un bárbaro", me había aconsejado el
posadero; y demore mi partida pretextando algunas compras. Dos horas
después, al ensillar mi soberbia mula andariega, un pellejo de camero
vino a mi encuentro y de su pelambre polvorienta salió una cabeza
despeinada que murmuró:
- Si quieres voy contigo, taita.
¡Vaya si quería! Era el indio castigado y perdido. Asentí sin fijar precio.
Y sin hablar, sin más tratos,
aquel guía providencial comenzó a precederme por atajos y montes,
trayéndome, cuando el sol quemaba las entrañas, un poco de chicha
refrigerante o el maíz reventado al fuego, aquella tierna cancha
algodonada.
Pero al siguiente día
el viaje fue más singular. Servicial y humilde, como siempre, mi
compañero se detenía con demasiada frecuencia en la puerta de cada choza
del camino, como pidiendo noticias en su dulce lengua quechua. Las
indias, al alcanzarme el porongo de chicha, me miraban atentamente y
parecióme advertir en sus ojos una simpatía inesperada.
¡Pero quien puede adivinar lo
que ocurre en el alma de estas siervas adoloridas! Dos o tres veces el
guía salió de su mutismo para contarme esas historias que espeluznan al
caminante. Cuentos ingenuos de viajeros que ruedan al abismo porque una
piedra se desgaja súbitamente de la montaña andina.
Sin
querer confesarlo, yo comenzaba a estar impresionado. Los andes son en
la tarde extraños montes grises y la bruma que asciende de las punas
violetas a los picachos nevados me estremecía como una melancolía
visible.
Una hora de marcha así
pone los nervios al desnudo y el viento afilado en las rocas parece
aconsejar el vértigo. Ya los cóndores, familiares de los altos picachos
pasaban tan cerca de mí, que el aire desplazado por las alas me quemaba
el rostro y vi sus ojos iracundos.
Llegábamos a un estrecho desfiladero.
- Tu esperando, taita - murmuró de pronto el guía y se alejó rápidamente. Le aguarde en vano, con la carne erizada.
Un
ruido profundo retembló en la montaña; algo rodaba de la altura. De
pronto a quince metros pasó un vuelo oblícuo de cóndores. Vi rebotar con
estruendo y polvo en la altura inmediata una masa oscura, un hombre, un
caballo tal vez, que fue sangrando en las aristas de las penas hasta
teñir el río espumante, allá abajo. Estremecido de horror, espere;
mientras las montañas enviaron cuatro o cinco veces el eco de aquella
catarata mortal.
Más agachado
que' nunca, deslizándose con el paso furtivo de las vizcachas, el guía
cogió a mi mula del cabestro y murmuró con voz doliente, como si
suspirara:
- ¿Tú viendo, taita, al capitán?
-
¿El capitán? Abrí los ojos entontecidos. El indio me espiaba con su
mirada indescifrable; y como si yo quisiera saber muchas cosas a la vez,
me explicó en su media lengua que, a veces, los insolentes cóndores
rozan con el ala el hombro del viajero en un precipi¬cio. Se pierde el
equilibrio y se rueda al abismo. Así había ocurrido con el capitán
Gonzales.
-¡Pobrecito, ayayay!
Se santiguó quitándose el ancho sombrero de fieltro, para probarme que sólo decía la verdad.
Yo
no pregunte mas, porque estos son secretos de mi tierra que los hombres
de su raza no saben explicar al hombre blanco. Tal vez entre ellos y
los cóndores existe un pacto oscuro para vengarse de los intrusos que
somos nosotros... Y parte de ese pacto, podría ser el tratar de
equilibrar un poco la balanza de la justicia.
Hace unos 50 años, cuando cursaba el primer o segundo año de secundaria, viajé con buena parte de mis compañeros de clase hacia Huancavelica, a la hacienda La Mejorada. Allí fuimos recibidos por el propietario de la hacienda quien nos explicó, entre otros detalles, cómo se pagaba por el trabajo de los indios (pan, hojas de coca y unos centavos). El hacendado vestía ropa de trabajo y de su cintura colgaba un látigo que no era para los animales.
ResponderEliminarApunto esta vivencia como contribución al entendimiento de este breve cuento que, como se aprecia, no es tan irreal. Así eran las cosas hasta muy avanzado el siglo XX en nuestro Perú.
Como podríamos cambiarle el final a este cuento .
ResponderEliminarNo lo se rick
Eliminarme gusto esta pagina
ResponderEliminarexcelente libro cuando lo leí me inspiro
ResponderEliminarluceritoicp.wixsite.com
ResponderEliminarfgfhfhfhfhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh
ResponderEliminarMe gustó mucho alguien sabe si es todo la historia completa ?
ResponderEliminarMuy buena me gustó mucho 😻😌
ResponderEliminarMe encanta está obra 🖕
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