A pesar de ser zambo y de llamarse López, quería 
parecerse cada vez menos a un zaguero de Alianza Lima y cada vez más a 
un rubio de Filadelfia. La vida se encargó de enseñarle que si quería 
triunfar en una ciudad colonial más valía saltar las etapas 
intermediarias y ser antes que un blanquito de acá un gringo de allá. 
Toda su tarea en los años que lo conocí consistió en deslopizarse y 
deszambarse lo más pronto posible y en americanizarse antes de que le 
cayera el huaico y lo convirtiera para siempre, digamos, en un portero 
de banco o en un chofer de colectivo. Tuvo que empezar por matar al 
peruano que había en él y por coger algo de cada gringo que conoció. Con
 el botín se compuso una nueva persona, un ser hecho de retazos, que no 
era ni zambo ni gringo, el resultado de un cruce contra natura, algo que
 su vehemencia hizo derivar, para su desgracia, de sueño rosado a 
pesadilla infernal.
Pero no anticipemos. Precisemos que se llamaba 
Roberto, que años después se le conoció por Boby, pero que en los 
últimos documentos oficiales figura con el nombre de Bob. En su 
ascensión vertiginosa hacia la nada fue perdiendo en cada etapa una 
sílaba de su nombre. Todo empezó la tarde en que un grupo de 
blanquiñosos jugábamos con una pelota en la plaza Bolognesi. Era la 
época de las vacaciones escolares y los muchachos que vivíamos en los 
chalets vecinos, hombres y mujeres, nos reuníamos allí para hacer algo 
con esas interminables tardes de verano. Roberto iba también a la plaza,
 a pesar de estudiar en un colegio fiscal y de no vivir en chalet sino 
en el último callejón que quedaba en el barrio. Iba a ver jugar a las 
muchachas y a ser saludado por algún blanquito que lo había visto crecer
 en esas calles y sabía que era hijo de la lavandera. Pero en realidad, 
como todos nosotros, iba para ver a Queca. Todos estábamos enamorados de
 Queca, que ya llevaba dos años siendo elegida reina en las 
representaciones de fin de curso. Queca no estudiaba con las monjas 
alemanas del Santa Úrsula, ni con las norteamericanas del Villa María, 
sino con las españolas de la Reparación, pero eso nos tenía sin cuidado,
 así como que su padre fuera un empleadito que iba a trabajar en ómnibus
 o que su casa tuviera un solo piso y geranios en lugar de rosas. Lo que
 contaba entonces era su tez capulí, sus ojos verdes, su melena castaña,
 su manera de correr, de reír, de saltar y sus invencibles piernas, 
siempre descubiertas y doradas y que con el tiempo serían legendarias. 
Roberto iba solo a verla jugar, pues ni los mozos que venían de otros 
barrios de Miraflores y más tarde de San Isidro y de Barranco lograban 
atraer su atención. Peluca Rodríguez se lanzó una vez de la rama más 
alta de un ficus, Lucas de Tramontana vino en una reluciente moto que 
tenía ocho faros, el chancho Gómez le rompió la nariz a un heladero que 
se atrevió a silbarnos, Armando Wolff estrenó varios ternos de lanilla y
 hasta se puso corbata de mariposa. Pero no obtuvieron el menor favor de
 Queca. Queca no le hacía caso a nadie, le gustaba conversar con todos, 
correr, brincar, reír, jugar al vóleibol y dejar al anochecer a esa 
banda de adolescentes sumidos en profundas tristezas sexuales que solo 
la mano caritativa, entre las sábanas blancas, consolaba. Fue una 
fatídica bola la que alguien arrojó esa tarde y que Queca no llegó a 
alcanzar y que rodó hacia la banca donde Roberto, solitario, observaba. 
¡Era la ocasión que esperaba desde hacía tanto tiempo! De un salto 
aterrizó en el césped, gateó entre los macizos de flores, saltó el seto 
de granadilla, metió los pies en una acequia y atrapó la pelota que 
estaba a punto de terminar en las ruedas de un auto. Pero cuando se la 
alcanzaba, Queca, que estiraba ya las manos, pareció cambiar de lente, 
observar algo que nunca había mirado, un ser retaco, oscuro, bembudo y 
de pelo ensortijado, algo que tampoco le era desconocido, que había tal 
vez visto como veía todos los días las bancas o los ficus, y entonces se
 apartó aterrorizada. Roberto no olvidó nunca la frase que pronunció 
Queca al alejarse a la carrera: “Yo no juego con zambos”. Estas cinco 
palabras decidieron su vida. Todo hombre que sufre se vuelve observador y
 Roberto siguió yendo a la plaza en los años siguientes, pero su mirada 
había perdido toda inocencia. Ya no era el reflejo del mundo sino el 
órgano vigilante que cala, elige, califica. Queca había ido creciendo, 
sus carreras se hicieron más moderadas, sus faldas se alargaron, sus 
saltos perdieron en impudicia y su trato con la pandilla se volvió más 
distante y selectivo. Todo eso lo notamos nosotros, pero Roberto vio 
algo más: que Queca tendía a descartar de su atención a los más 
trigueños, a través de sucesivas comparaciones, hasta que no se fijó más
 que en Chalo Sander, el chico de la banda que tenía el pelo más claro, 
el cutis sonrosado y que estudiaba además en un colegio de curas 
norteamericanos. Cuando sus piernas estuvieron más triunfales y 
torneadas que nunca ya solo hablaba con Chalo Sander y la primera vez 
que se fue con él de la mano hasta el malecón comprendimos que nuestra 
dehesa había dejado de pertenecemos y que ya no nos quedaba otro recurso
 que ser como el coro de la tragedia griega, presente y visible, pero 
alejado irremisiblemente de los dioses. Desdeñados, despechados, nos 
reuníamos después de los juegos en una esquina, donde fumábamos nuestros
 primeros cigarrillos, nos acariciábamos con arrogancia el bozo 
incipiente y comentábamos lo irremediable. A veces entrábamos a la 
pulpería del chino Manuel y nos tomábamos una cerveza. Roberto nos 
seguía como una sombra, desde el umbral nos escrutaba con su mirada, sin
 perder nada de nuestro parloteo, le decíamos a veces hola zambo, tómate
 un trago y él siempre no, gracias, será para otra ocasión, pero a pesar
 de estar lejos y de sonreír sabíamos que compartía a su manera nuestro 
abandono. Y fue Chalo Sander naturalmente quien llevó a Queca a la 
fiesta de promoción cuando terminó el colegio. Desde temprano nos dimos 
cita en la pulpería, bebimos un poco más de la cuenta, urdimos planes 
insensatos, se habló de un rapto, de un cargamontón. Pero todo se fue en
 palabras. A las ocho de la noche estábamos frente al ranchito de los 
geranios, resignados a ser testigos de nuestra destitución. Chalo llegó 
en el carro de su papá, con un elegante smoking blanco y salió al poco 
rato acompañado de una Queca de vestido largo y peinado alto, en la que 
apenas reconocimos a la compañera de nuestros juegos. Queca ni nos miró,
 sonreía apretando en sus manos una carterita de raso. Visión fugaz, la 
última, pues ya nada sería como antes, moría en ese momento toda ilusión
 y por ello mismo no olvidaríamos nunca esa imagen, que clausuró para 
siempre una etapa de nuestra juventud.
Casi todos desertaron la plaza, unos porque 
preparaban el ingreso a la universidad, otros porque se fueron a otros 
barrios en busca de una imposible réplica de Queca. Sólo Roberto, que ya
 trabajaba como repartidor de una pastelería, recalaba al anochecer en 
la plaza, donde otros niños y niñas cogían el relevo de la pandilla 
anterior y repetían nuestros juegos con el candor de quien cree haberlos
 inventado. En su banca solitaria registraba distraídamente el trajín, 
pero de reojo, seguía mirando hacia la casa de Queca. Así pudo comprobar
 antes que nadie que Chalo había sido sólo un episodio en la vida de 
Queca, una especie de ensayo general que la preparó para la llegada del 
original del cual Chalo había sido la copia: Billy Mulligan, hijo de un 
funcionario del consulado de Estados Unidos. Billy era pecoso, 
pelirrojo, usaba camisas floreadas, tenía los pies enormes, reía con 
estridencia, el sol en lugar de dorarlo lo despellejaba, pero venía a 
ver a Queca en su carro y no en el de su papá. No se sabe dónde lo 
conoció Queca ni cómo vino a parar allí, pero cada vez se le fue viendo 
más, hasta que sólo se le vio a él sus raquetas de tenis, sus anteojos 
ahumados, sus cámaras de fotos a medida que la figura de Chalo se fue 
opacando, empequeñeciendo y espaciando y terminó por desaparecer. Del 
grupo al tipo y del tipo al individuo, Queca había al fin empuñado su 
carta. Solo Mulligan sería quien la llevaría al altar, con todas las de 
la ley, como sucedió después y tendría derecho a acariciar esos muslos 
con los que tanto, durante años, tan inútilmente soñamos.
Las decepciones, en general, nadie las aguanta, se 
echan al saco del olvido, se tergiversan sus causas, se convierten en 
motivo de irrisión y hasta en tema de composición literaria. Así el 
chancho Gómez se fue a estudiar a Londres, Peluca Rodríguez escribió un 
soneto realmente cojudo, Armando Wolff concluyó que Queca era una 
huachafa y Lucas de Tramontana se jactaba mentirosamente de habérsela 
pachamanqueado varias veces en el malecón. Fue sólo Roberto el que sacó 
de todo esto una enseñanza veraz y tajante: o Mulligan o nada. ¿De qué 
le valía ser un blanquito más si había tantos blanquitos fanfarrones, 
desesperados, indolentes y vencidos? Había un estado superior, habitado 
por seres que planeaban sin macularse sobre la ciudad gris y a quienes 
se cedía sin peleas los mejores frutos de la tierra. El problema estaba 
en cómo llegar a ser un Mulligan siendo un zambo. Pero el sufrimiento 
aguza también el ingenio, cuando no mata, y Roberto se había librado a 
un largo escrutinio y trazado un plan de acción. Antes que nada había 
que deszambarse. El asunto del pelo no le fue muy difícil: se lo tiñó 
con agua oxigenada y se lo hizo planchar. Para el color de la piel 
ensayó almidón, polvo de arroz y talco de botica hasta lograr el 
componente ideal. Pero un zambo teñido y empolvado sigue siendo un 
zambo. Le faltaba saber cómo se vestían, qué decían, cómo caminaban, lo 
que pensaban, quiénes eran en definitiva los gringos. Lo vimos entonces 
merodear, en sus horas libres, por lugares aparentemente incoherentes, 
pero que tenían algo en común: los frecuentaban los gringos. Unos lo 
vieron parado en la puerta del Country Club, otros a la salida del 
colegio Santa María, Lucas de Tramontana juraba haber distinguido su 
cara tras el seto del campo de golf, alguien le sorprendió en el 
aeropuerto tratando de cargarle la maleta a un turista, no faltaron 
quienes lo encontraron deambulando por los pasillos de la embajada 
norteamericana. Esta etapa de su plan le fue preciosa. Por lo pronto 
confirmó que los gringos se distinguían por una manera especial de 
vestir que él calificó, a su manera, de deportiva, confortable y poco 
convencional. Fue por ello uno de los primeros en descubrir las ventajas
 del blue-jeans, el aire vaquero y varonil de las anchas correas de 
cuero rematadas por gruesas hebillas, la comodidad de los zapatos de 
lona blanca y suela de jebe, el encanto colegial que daban las gorritas 
de lona con visera, la frescura de las camisas de manga corta a flores o
 anchas rayas verticales, la variedad de casacas de nylon cerradas sobre
 el pecho con una cremallera o el sello pandillero, provocativo y 
despreocupado que se desprendía de las camisetas blancas con el emblema 
de una universidad norteamericana. Todas estas prendas no se vendían en 
ningún almacén, había que encargarlas a Estados Unidos, lo que estaba 
fuera de su alcance. Pero a fuerza de indagar descubrió los remates 
domésticos. Había familias de gringos que debían regresar a su país y 
vendían todo lo que tenían: previo anuncio en los periódicos. Roberto se
 constituyó antes que nadie en esas casas y logró así hacerse de un 
guardarropa en el que invirtió todo el fruto de su trabajo y de sus 
privaciones. Pelo planchado y teñido, blue-jeans y camisa vistosa, 
Roberto estaba ya a punto de convertirse en Boby.
Todo esto le trajo problemas. En el callejón, decía 
su madre cuando venía a casa, le habían quitado el saludo al 
pretencioso. Cuando más le hacían bromas o lo silbaban como a un marica.
 Jamás daba un centavo para la comida, se pasaba horas ante el espejo, 
todo se lo gastaba en trapos. Su padre, añadía la negra, podía haber 
sido un blanco roñoso que se esfumó como Fumanchú al año de conocerla, 
pero no tenía vergüenza de salir con ella ni de ser piloto de barco. 
Entre nosotros, el primero en ficharlo fue Peluca Rodríguez, quien había
 encargado un blue-jeans a un purser de la Braniff. Cuando le 
llegó se lo puso para lucirlo, salió a la plaza y se encontró de sopetón
 con Roberto que llevaba uno igual. Durante días no hizo sino maldecir 
al zambo, dijo que le había malogrado la película, que seguramente lo 
había estado espiando para copiarlo, ya había notado que compraba 
cigarrillos Lucky y que se peinaba con un mechón sobre la frente. Pero 
lo peor fue en su trabajo, Cahuide Morales, el dueño de la pastelería, 
era un mestizo huatón, ceñudo y regionalista, que, adoraba los 
chicharrones y los valses criollos y se habla rajado el alma durante 
veinte años para montar ese negocio. Nada lo reventaba más que no ser lo
 que uno era. Cholo o blanco era lo de menos, lo importante era la 
mosca, el agua, el molido, conocía miles de palabras para designar la 
plata. Cuando vio que su empleado se había teñido el pelo aguantó una 
arruga más en la frente, al notar que se empolvaba se tragó un carajo 
que estuvo a punto de indigestarlo, pero cuando vino a trabajar 
disfrazado de gringo le salió la mezcla de papá, de policía, de machote y
 de curaca que había en él y lo llevó del pescuezo a la trastienda: la 
pastelería Morales Hermanos era una firma seria, había que aceptar las 
normas de la casa, ya había pasado por alto lo del maquillaje, pero si 
no venía con mameluco como los demás repartidores lo iba a sacar de allí
 de una patada en el culo. Roberto estaba demasiado embalado para dar 
marcha atrás y prefirió la patada.
Fueron interminables días de tristeza, mientras 
buscaba otro trabajo. Su ambición era entrar a la casa de un gringo como
 mayordomo, jardinero, chofer o lo que fuese. Pero las puertas se le 
cerraban una tras otra. Algo había descuidado en su estrategia y era el 
aprendizaje del inglés. Como no tenía recursos para entrar a una 
academia de lenguas se consiguió un diccionario, que empezó acopiar 
aplicada mente en un cuaderno. Cuando llegó a la letra C tiró el arpa, 
pues ese conocimiento puramente visual del inglés no lo llevaba a 
ninguna parte. Pero allí estaba el cine, una escuela que además de 
enseñar divertía. En la cazuela de los cines de estreno pasó tardes 
íntegras viendo en idioma original westerns y policiales. Las 
historias le importaban un comino, estaba solo atento a la manera de 
hablar de los personajes. Las palabras que lograba entender las apuntaba
 y las repetía hasta grabárselas para siempre. A fuerza de rever los 
films aprendió frases enteras y hasta discursos. Frente al espejo de su 
cuarto era tan pronto el vaquero romántico haciéndole una irresistible 
declaración de amor a la bailarina del bar, como el gangster feroz que 
pronunciaba sentencias lapidarias mientras cosía a tiros a su 
adversario. El cine además alimentó en él ciertos equívocos que lo 
colmaron de ilusión. Así creyó descubrir que tenía un ligero parecido 
con Alain Ladd, que en un western aparecía en blue-jeans y 
chaqueta a cuadros rojos y negros. En realidad solo tenía en común la 
estatura y el mechón de pelo amarillo que se dejaba caer sobre la 
frente. Pero vestido igual que el actor se vio diez veces seguidas la 
película y al término de esta se quedaba parado en la puerta, esperando 
que salieran los espectadores y se dijeran, pero mira, qué curioso ese 
tipo se parece a Alain Ladd. Cosa que nadie dijo, naturalmente, pues la 
primera vez que lo vimos en esa pose nos reímos de él en sus narices.
Su madre nos contó un día que al fin Roberto había 
encontrado un trabajo, no en la casa de un gringo como quería, pero tal 
vez algo mejor, en el club de Bowling de Miraflores. Servía en el bar de
 cinco de la tarde a doce de la noche. Las pocas veces que fuimos allí 
lo vimos reluciente y diligente. A los indígenas los atendía de una 
manera neutra y francamente impecable, pero con los gringos era untuoso y
 servil. Bastaba que entrara uno para que ya estuviera a su lado, 
tomando nota de su pedido y segundos más tarde el cliente tenía delante 
su hot-dog y su Coca-Cola. Se animaba además a lanzar palabras en inglés
 y como era respondido en la misma lengua fue incrementando su 
vocabulario. Pronto contó con un buen repertorio de expresiones, que le 
permitieron granjearse la simpatía de los gringos, felices de ver un 
criollo que los comprendiera. Como Roberto era muy difícil de 
pronunciar, fueron ellos quienes decidieron llamarlo Boby. Y fue con el 
nombre de Boby López que pudo al fin matricularse en el Instituto 
Peruano-Norteamericano. Quienes entonces lo vieron dicen que fue el 
clásico chancón, el que nunca perdió una clase, ni dejó de hacer una 
tarea, ni se privó de interrogar al profesor sobre un punto oscuro de 
gramática. Aparte de los blancones que por razones profesionales seguían
 cursos allí, conoció a otros López, que desde otros horizontes y otros 
barrios, sin que hubiera mediado ningún acuerdo, alimentaban sus mismos 
sueños y llevaban vidas convergentes a la suya. Se hizo amigo 
especialmente de José María Cabanillas, hijo de un sastre de Surquillo. 
Cabanillas tenía la misma ciega admiración por los gringos y hacía años 
que había empezado a estrangular al zambo que había en él con resultados
 realmente vistosos. Tenía además la ventaja de ser más alto, menos 
oscuro que Boby y de parecerse no a Alan Ladd, que después de todo era 
un actor segundón admirado por un grupito de niñas snobs, sino al
 indestructible John Waynne. Ambos formaron entonces una pareja 
inseparable. Aprobaron el año con las mejores notas y míster Brown los 
puso como ejemplo al resto de los alumnos, hablando de “un franco deseo 
de superación”.
La pareja debía tener largas, amenísimas 
conversaciones. Se les veía siempre culoncitos, embutidos en sus 
blue-jeans desteñidos, yendo de aquí para allá. Pero también es cierto 
que la ciudad no los tragaba, desarreglaban todas las cosas, ni 
parientes ni conocidos los podían pasar. Por ello alquilaron un cuarto 
en un edificio del jirón Mogollón y se fueron a vivir juntos. Allí 
edificaron un reducto inviolable, que les permitió interpolar lo 
extranjero en lo nativo y sentirse en un barrio californiano en esa 
ciudad brumosa. Cada cual contribuyó con lo que pudo, Boby con sus 
afiches y sus posters y José María, que era aficionado a la música, con 
sus discos de Frank Sinatra, Dean Martin y Tommy Dorsey. ¡Qué gringos 
eran mientras recostados en el sofá-cama, fumando su Lucky, escuchaban 
“Strangers in the night” y miraban pegado al muro el puente sobre el río
 Hudson! Un esfuerzo más y ¡hop! ya estaban caminando sobre el puente. 
Para nosotros era difícil viajar a Estados Unidos. Había que tener una 
beca o parientes allá o mucho dinero. Ni López ni Cabanillas estaban en 
ese caso. No vieron entonces otra salida que el salto de pulga, como ya 
lo practicaban otros blanquiñosos, gracias al trabajo de purser 
en una compañía de aviación. Todos los años convocaban a concurso y 
ellos se presentaron. Sabían más inglés que nadie, les encantaba servir,
 eran sacrificados e infatigables, pero nadie los conocía, no tenían 
recomendación y era evidente, para los calificadores, que se trataba de 
mulatos talqueados. Fueron desaprobados.
Dicen que Boby lloró y se mesó desesperadamente el 
cabello y que Cabanillas tentó un suicidio por salto al vacío desde un 
modesto segundo piso. En su refugio de Mogollón pasaron los días más 
sombríos de su vida, la ciudad que los albergaba terminó por convertirse
 en un trapo sucio a fuerza de cubrirla de insultos y reproches. Pero el
 ánimo les volvió y nuevos planes surgieron. Puesto que nadie quería ver
 aquí con ellos, había que irse como fuese. Y no quedaba otra vía que la
 del inmigrante disfrazado de turista. Fue un año de duro de trabajo en 
el cual fue necesario privarse de todo a fin de ahorrar para el pasaje y
 formar una bolsa común que les permitiera defenderse en el extranjero. 
Así ambos pudieron al fin hacer maletas y abandonar para siempre esa 
ciudad odiada, en la cual tanto habían sufrido, y a la que no querían 
regresar así no quedara piedra sobre piedra.
Todo lo que viene después es previsible y no hace 
falta mucha imaginación para completar esta parábola. En el barrio 
dispusimos de informaciones directas: cartas de Boby a su mamá, noticias
 de viajeros y, al final, relato de un testigo. Por lo pronto Boby y 
José María se gastaron en un mes lo que pensaban les duraría un 
semestre. Se dieron cuenta además que en Nueva York se habían dado cita 
todos los López y Cabanillas del mundo, asiáticos, árabes, aztecas, 
africanos, ibéricos, mayas, chibchas, sicilianos, caribeños, musulmanes,
 quechuas, polinesios, esquimales, ejemplares de toda procedencia, 
lengua, raza y pigmentación y que tenían solo en común el querer vivir 
como un yanqui, después de haber cedido su alma y haber intentado 
usurpar su apariencia. La ciudad los toleraba unos meses, 
complacientemente, mientras absorbía sus dólares ahorrados. Luego, como 
por un tubo, los dirigía hacia el mecanismo de la expulsión. A duras 
penas obtuvieron ambos una prórroga de sus visas, mientras trataban de 
encontrar un trabajo estable que les permitiera quedarse, al par que las
 Quecas del lugar, y eran tantas, les pasaban por las narices, sin 
concederles ni siquiera la atención ofuscada que nos despierta una 
cucaracha. La ropa se les gastó, la música de Frank Sinatra les llegaba 
al huevo, la sola idea de tener por todo alimento que comerse un 
hot-dog, que en Lima era una gloria, les daba náuseas. Del hotel barato 
pasaron al albergue católico y luego a la banca del parque público. 
Pronto conocieron esa cosa blanca que caía del cielo, que los despintaba
 y que los hacía patinar como idiotas en veredas heladas y que era, por 
el color, una perfidia racista de la naturaleza. Solo había una 
solución. A miles de kilómetros de distancia, en un país llamado Corea, 
rubios estadounidenses combatían contra unos horribles asiáticos. Estaba
 en juego la libertad de Occidente decían los diarios y lo repetían los 
hombres de estado en la televisión. ¡Pero era tan penoso enviar a los boys
 a ese lugar! Morían como ratas, dejando a pálidas madres desconsoladas 
en pequeñas granjas donde había un cuarto en el altillo lleno de viejos 
juguetes. El que quisiera ir a pelear un año allí tenía todo garantizado
 a su regreso: nacionalidad, trabajo, seguro social, integración, 
medallas. Por todo sitio existían centros de reclutamiento. A cada 
voluntario, el país le abría su corazón. Boby y José María se 
inscribieron para no ser expulsados. Y después de tres meses de 
entrenamiento en un cuartel partieron en un avión enorme. La vida era 
una aventura maravillosa, el viaje fue inolvidable. Habiendo nacido en 
un país mediocre, misérrimo y melancólico, haber conocido la ciudad más 
agitada del mundo, con miles de privaciones, es verdad, pero ya eso 
había quedado atrás, ahora llevaban un uniforme verde, volaban sobre 
planicies, mares y nevados, empuñaban armas devastadoras y se 
aproximaban jóvenes aún colmados de promesas, al reino de lo ignoto.
La lavandera María tiene cantidades de tarjetas 
postales con templos, mercados y calles exóticas, escritas con una letra
 muy pequeña y aplicada. ¿Dónde quedará Seúl? Hay muchos anuncios y 
cabarets. Luego cartas del frente, que nos enseñó cuando le vino el 
primer ataque y dejó de trabajar unos días. Gracias a estos documentos 
pudimos reconstruir bien que mal lo que pasó. Progresivamente, a través 
de sucesivos tanteos, Boby fue aproximándose a la cita que había 
concertado desde que vino al mundo. Había que llegar a un paralelo y 
hacer frente a oleadas de soldados amarillos que bajaban del polo como 
cancha. Para eso estaban los voluntarios, los indómitos vigías de 
Occidente. José María se salvó por milagro y enseñaba con orgullo el 
muñón de su brazo derecho cuando regresó a Lima, meses después. Su 
patrulla había sido enviada a reconocer un arrozal, donde se suponía que
 había emboscada una avanzadilla coreana. Boby no sufrió, dijo José 
María, la primera ráfaga le voló el casco y su cabeza fue a caer en una 
acequia, con todo el pelo pintado revuelto hacia abajo. El sólo perdió 
un brazo, pero estaba allí vivo, contando estas historias, bebiendo su 
cerveza helada, desempolvado ya y zambo como nunca, viviendo 
holgadamente de lo que le costó ser un mutilado. La mamá de Roberto 
había sufrido entonces su segundo ataque que la borró del mundo. No pudo
 leer así la carta oficial en la que le decían que Bob López había 
muerto en acción de armas y tenía derecho a una citación honorífica y a 
una prima para su familia. Nadie la pudo cobrar.
Colofón
 ¿Y Queca? Si Bob hubiera conocido su historia tal vez
 su vida habría cambiado o tal vez no, eso nadie lo sabe. Billy Mulligan
 la llevó a su país, como estaba convenido, a un pueblo de Kentucky 
donde su padre había montado un negocio de carnes de cerdo enlatada. 
Pasaron unos meses de infinita felicidad, en esa linda casa con amplia 
calzada, verja, jardín y todos los aparatos eléctricos inventados por la
 industria humana, una casa en suma como las que había en cien mil 
pueblos de ese país-continente. Hasta que a Billy le fue saliendo el 
irlandés que disimulaba su educación puritana, al mismo tiempo que los 
ojos de Queca se agrandaron y adquirieron una tristeza limeña. Billy fue
 llegando cada vez más tarde, se aficionó a las máquinas tragamonedas y a
 las carreras de auto, sus pies le crecieron más y se llenaron de 
callos, le salió un lunar maligno en el pescuezo, los sábados se inflaba
 de bourbon en el club Amigos de Kentucky, se enredó con una 
empleada de la fábrica, chocó dos veces el carro, su mirada se volvió 
fija y aguachenta y terminó por darle de puñetazos a su mujer, a la 
linda, inolvidable Queca, en las madrugadas de los domingos, mientras 
sonreía estúpidamente y la llamaba chola de mierda.
                                                                       (Escrito en París en 1954).
Por favor hagan un análisis literario de la obra ALIENACIÓN , yo confío en el águila y por eso saco info. de aquí.
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