Está apagando el sol el último de sus resplandores, y corre un gris de todos
los demonios. A la desnuda campiña parece que se la ve tiritar de frío; las
chimeneas de la barriada lanzan a borbotones el humo que se lleva rápido el
helado Norte, dejando en cambio algunos copos de nieve. Pía sobresaltada la
miruella, guareciéndose en el desnudo bardal, o cita cariñosa a su pareja desde
la copa de un manzano; óyese, triste y monótono, de vez en cuando, el ¡tuba!
¡tuba! del labrador que llama su ganado; tal cual sonido de almadreñas sobre
los morrillos de una calleja... Y paren ustedes de escuchar, porque ningún otro
ruido indica que vive aquella mustia y pálida naturaleza.
En el ancho soportal de una de las
casas que adornan este lóbrego paisaje, y sobre una pila de junco seco, están
dos chicuelos tumbados panza abajo y mirándose cara a cara, apoyadas éstas en las
respectivas manos de cada uno.
Han pasado la tarde retozando sobre el
mullido lugar en que descansan ahora, y por eso, aunque mal vestidos, les basta
para vencer el frío que apenas sienten, soplarse las uñas de vez en cuando.
De los dos muchachos, el uno es de la
casa y el otro de la inmediata.
De repente exclama el primero, en la
misma postura y dándose con los talones desnudos en las asentaderas:
-Yo voy a comer torrejas... ¡anda!
-Y yo tamién, -contesta el otro con
idéntica mímica.
-Pero las mías tendrán miel.
-Y las mías azúcara, que es mejor.
-Pus en mi casa hay guisao de carne y
pan de trigo pa con ello...
-Y mi padre trijo ayer dos
basallones... ¡más grandes!...
-Mi madre está en la villa ascar
manteca, pan de álaga y azúcara... Y mi padre trijo esta meodía dos jarraos de
vino blanco ¡más güeno! y toos los güevos de la semana están guardaos pa hoy...
ma e quince, así de gordos... Ello, vamos a gastar en esta noche güena
veintisiete rialis que están agorraos.
-¡Mia qué cencia! Mi padre trijo de
porte cuatro duros y dimpués dos pesetas, y tocí lo vamos a escachizar esta
noche... ¿Me guardas una tejá de guisao y te doy un piazo de basallón?
-¡No te untes!... Y tú no tienes un
hermano estudiante que venga esta tarde de vacantes, y yo sí.
-Pero tengo un novillo muy majo y una
vaca jeda que da seis cuartillos de leche... ¡Tenemos pa esta noche más de
ello?
-¡Ay Dios! ¿Quiés ver ahora mesmo dos
pucheraos de leche? Verás, verás...
Y salta el rapazuelo, y en pos de él
el otro, desde la pila al portal, y llegan a la cocina mirando con cautela en
derredor, por si el tío Jeromo, padre del primero, anda por las inmediaciones.
Como ya va anocheciendo, el chico de
la casa toma un tizón del hogar, sopla en él varias veces, y al resplandor de
la vacilante llama que produce, se acercan a un arcón ahumado que está bajo el
más ahumado vasar; alzan la tapadera, y aparecen en el fondo, entre montones de
harina, salvado y medio pernil de tocino, dos pucheros grandes llenos de leche.
El de la casa mira a su amigo con
cierto aire de triunfo, y entrambos clavan los ávidos ojos en los pucheros, y
entrambos alargan la diestra hacia ellos, y entrambos remojan el índice en la
leche, aunque en distinto cacharro.
Con igual uniformidad de movimientos
retiran los brazos del arcón, míranse cara a cara y se chupan los respectivos
dedos.
-¡Güena está la leche! -dice el de
casa.
-¡Mejor está la nata! -repone su
camarada.
-¿Te la comiste?
-¡Corcia!... ¡toa la apandé con el
deo!
En aquel instante recuerda con susto
el primero que su padre arma el gran escándalo cada vez que falta la nata a su
ración diaria de leche, y que sus costillas conservan más de un testimonio de
tan borrascosos sucesos, impresos por los dedos paternales. Por eso, temiendo
una nueva felpa, y para manifestar su inocencia, echa el tizón al fuego y las
dos manos a la calzonada de su amigo, y comienza a gritar con el mayor
desconsuelo:
-¡Padre! ¡padre!
Pero el goloso prisionero, que ya se
da por muerto, tira uno de retortijón a cada mano de su carcelero, y toma pipa
por el corral afuera, relamiéndose de gusto.
Tío Jeromo, que en la socarreña,
detrás de la casa, encambaba un rodal, acude a los gritos, y creyendo una
patraña lo del robo de la nata, presume que su hijo se la ha chupado, y le
arrima candela entre las nalgas y un par de soplamocos que hacen al chicuelo
sorberse los propios.
Grita el rapaz y amenaza el padre, y
entre los gritos y las amenazas, óyese la voz de la tía Simona, desde el
portal:
-¡Ah, malañu pa vusotros nunca ni no!
¡Que siempre vos he de alcontrar asina!
-¡Ay, madruca de mi alma! -exclama el
muchacho corriendo a agarrarse del refajo de la buena mujer.
-¿Por qué lloras, hijo? ¿Quién te ha
pegao?
-¡Mujuééé... Me pegó... jun... ú...
ú... padreeéé!!
-Y todavía has de llevar más -murmura
éste retirándose a la cuadra a arreglar el ganado-. ¡Yo te enseñaré a golosear
la nata!
-Yo no la comí ¡ea! que la comió Toñu
el de la Zancuda... ¡júmmaaá!...
-Y pué que sea verdá, angelucu: que
ese es un lambistón que se pierde de vista... Vamos, toma unas castañas y no
llores más... Tu padre tamién tiene la mano bien ligera... ¿Ha venío el
estudiante?
-No, siñora...
-Dios quiera que no me lo coma un lobo
en dá qué calleja... ¿Y ónde está tu hermana?
-Fue a la juenti.
-A esa pingonaza la voy yo a andar con
las costillas... No, pues, no me gusta a mí que a estas horas se me ande a la
temperie de Dios, que ese hijo condenao de la Lambiona tiene un aquel... que
malañu pa él nunca ni no.
Y murmurando así la tía Simona, deja
las almadreñas a la puerta del estragal; cuelga la saya de bayeta con que se
cubría los hombros, del mango de un arado que asoma por una viga del piso del
desván; entra en la cocina, siempre seguida del chico, con la cesta que traía
tapada con la saya; déjala junto al hogar; añade a la lumbre algunos escajos;
enciende el candil, y va sacando de la cesta morcilla y media de manteca, un
puchero con miel de abejas y dos cuartos de canela; todo lo cual coloca sobre
el poyo y al alcance de su mano para dar principio a la preparación de la cena
de Navidad, operación en que la ayuda bien pronto su hija, que entra con dos
escalas de agua y protestando que «no ha hablao con alma nacía, y que lo jura
por aquellas que son cruces... Y que mal rayo la parta si junta boca con
mentira».
Poco después viene el tío Jeromo que
toma asiento cerca de la lumbre para auxiliar a la familia en la operación;
pues la gente de campo de este país, sobria por necesidad y por hábito, goza
tanto con el espectáculo de la cena de Navidad como saboreándola con el
paladar.
El chirrido de la manteca en la
sartén, el cortar las torrejas, el quebrar los huevos, el batirlos, el remojar
en ellos el pan, el derramar el azúcar sobre las torrejas que salen calentitas
de la sartén, el verter la leche o la miel sobre ellas, etc., etc. Y el
considerar que todo ello, más el jarro de vino que está guardado como una
reliquia, ha de ser engullido y saboreado por los pobres labriegos que lo
contemplan, les produce unas emociones tan gratas que... en fin, no hay más que
ver los semblantes de la familia del tío Jeromo, olvidado ya el suceso de la
nata.
¡Qué expansión! ¡qué felicidad se
refleja en ellos! La tía Simona, con el mango de la sartén en una mano y con
una cuchara de palo en la otra, y acurrucada en el santo suelo, se cree más
alta que el emperador de la China, y en más difícil e importante cargo que el
de un embajador de paz entre dos grandes pueblos que se están rompiendo el
alma.
¡Lástima que no haya llegado el
estudiante para solemnizar debidamente toda la Noche-Buena!
Por que ésta tiene en la aldea varias
peripecias.
Después del placer de preparar la cena
y del de tragarla, falta el de la llegada de los marzantes, por los cuales ha
preguntado ya muchas veces el vapuleado chicuelo, a quien, la verdad sea dicha,
preocupan todavía más que la tardanza de su hermano. Y es porque el infeliz no
los ha oído nunca, ni en la Noche-Buena, ni en la de Año nuevo, ni en la de los
Santos Reyes, pues se ha dormido siempre antes de que lleguen al portal; así es
que cree en los marzantes como en el otro mundo, por lo que le cuentan.
II
No vaya a creerse que el tío Jeromo,
porque tiene un hijo estudiante, es hombre rico, tomada la palabra en absoluto;
el marido de la tía Simona tiene, para labrador, un pasar, como él dice. Pero
en la familia hay una capellanía que ningún varón ha querido, y el tío Jeromo
sacrificó de buena gana algunas haciendas para ayudar a costear la carrera a su
hijo mayor y asegurarle la pitanza, ordenándole a título de aquélla, cuyas
rentas, por sí solas, no alcanzaban a tanto. Eso sí, y bien claro se lo solfeó
a su hijo: -«Si llegas a gastar los cuartos que me valieron las tierras sin
cantar misa, Dios te la depare buena, porque, lo que es yo, te abro en canal.»
Contribuyó mucho a que el chico
entrara en el Seminario, el consejo del mayorazgo de la Casona. Este sujeto
había estudiado un poco de latín en sus mocedades, y era tan pedante, que sólo
por tener alguno con quien lucir su sapiencia, insistió con tío Jeromo un día y
otro día hasta que logró decidirle a que su hijo aprendiera latinidades. Y tan
obcecado es el mayorazgo en su saber, y tal es su pedantería, que, ingresado ya
el primogénito del tío Jeromo en el Seminario, varias veces ha querido
renunciar a las vacaciones por no hallarse cara a cara con el vecino, que le
asedia con latinajos arrevesaos, como dice el estudiante.
Huyendo, pues, de encontrarle en
alguna calleja o sentado en el banco del portal de su padre, como suele estar
todos los días, el seminarista ha salido tarde de su celda con el objeto de
entrar de noche en el pueblo; y esto es lo que explica su tardanza, que ya va metiendo
en cuidado a la tía Simona.
Pero lo que ésta no sabía, ni
sospechar pudo el mismo estudiante, fue que, habiéndose éste sentido con sed y
decidido a echar medio en sangría en la taberna del lugar, que halló al paso,
huyendo de la máxima de su padre de que «el agua cría ranas», lo primero con
que tropezó, antes que con el tabernero, fue el mayorazgo, el cual, al
guiparle, le enjaretó un «amice, ¿quo modo vales?» que quitó al estudiante
hasta la sed.
-¡Cóncholes con el hombre! -murmuró el
interpelado, recogiendo otra vez el lío de ropa, o sea el balandrán y dos
camisas sucias, que había puesto sobre un banco al entrar en la taberna.
-¿Unde venis? ¿Quorsum tendis?
-¡Jeringa, digo yo! que traigo andadas
cuatro leguas a pie, y no estoy pa solfeos de esa clase. Queden ustedes con
Dios.
-Aguárdate, hombre. ¡Que siempre has
de ser arisco!
-Y usté preguntón. Y es que el mejor
día le echo una zurriascá de latín que no se la sacude en todo el año... Porque
yo también... Pues si le entro a teología, veremos onde usté se me queda.
-Parce miqui, incipiens sa-cerdo.
-Cuidao con la lengua, le digo, que
aunque parece que no entiendo, ya sé traducir... ¡Y si se me hincha la
paciencia!...
-Eres un pobre hombre y no tienes nada
del virum fortem... No corras tanto ¡caramba! ¡Tras de que deseo acompañarte
hasta tu casa!...
De poco sirvió al mayorazgo esta
reprensión. El seminarista apretó el paso, renegando de su mala estrella; dejó
a medio camino al importuno, y no paró hasta la cocina de su padre, donde se
presenta con el humor más perro del mundo.
¡Cóncholes, qué hombre! -exclama por
todo saludo al hallarse entre la familia.
Pero ¿qué te pasa? -dice tío Jeromo.
-¡Qué me ha de pasar? Ese fantasioso
de mayorazgo... ¡siempre con su latín!
-¿Y qué cuidao te da a ti? ¿No has
estudiao tres años ya? ¿Por qué no le contestas?
-Porque no soy tan jaque como él... Y
luego él ha estudiado por otro arte. El mío no trae todas esas andróminas que
él sabe... ¡Cóncholes! como quisiera entrarme a piscología... ¡sé más de ello!
-¿Y cuándo cantas misa? -añade la tía
Simona cayéndosele la baba y mientras contemplan de hito en hito al estudiante
sus dos hermanos-. Mira que el lugar está perdío... El señor cura es tan
viejo...
-Y que no sabe una palabra, madre. ¡Si
fuéramos nusotros! ¡Cóncholes, cuánto aprendemos! Verán qué sermones echo los
días señalados...
III
Como quiera que no sea el objeto
principal de este artículo retratar al hijo mayor del tío Jeromo, hago caso
omiso de todo el diálogo promovido por su despecho contra el mayorazgo, y vamos
a seguir con nuestro asunto comenzado, asistiendo a la cena de esta honrada
familia en la noche de Navidad.
Después que el estudiante retira del
fuego el puchero del guisado para que el calor de la lumbre le seque a él el
lodo de los pantalones, y cuando su hermana ha recogido con gran esmero el
balandrán y las camisas, toma aquél el jarro de la leche, ya que el papel del
azúcar lo tiene su padre, y se dispone a auxiliar a su madre y a su hermana en
la preparación de las tostadas, amenizando el trabajo con el relato de sus
proezas y aventuras de estudiante.
Cuando cada manjar «lo puede comer un
ángel» de bien sazonado que está, como dice la tía Simona, y todos ellos quedan
cuidadosamente arrimados a la lumbre para que se conserven en buena
temperatura, procédese a otra operación no menos solemne que la cena misma:
poner la mesa perezosa.
Esta mesa se reduce a un tablero
rectangular sujeto a una pared de la cocina por un eje colocado en uno de los
extremos; el opuesto se asegura a la misma pared por medio de una tarabilla.
Suelta ésta, baja la mesa como el rastrillo de una fortaleza, y se fija en la
posición horizontal por medio de un pie, o tentemozo que pende del mismo
tablero.
La perezosa no se usa en las aldeas
más que en el día del santo patrono, en la noche de Navidad, en la de Año nuevo
y en la de Reyes, o cuando en la casa hay boda.
Por eso no debemos extrañarnos del
estrépito que se arma en la cocina del tío Jeromo al hacerse esta
operación.«-¡Que no se te caiga!-¡Ayúdame por esta banda!-¡Quita ese
banco!-¡Apaña esa cuchara!-¡Allá va!-¡Que está torcía!-¡Calza de allá!-¡Fuera
esa pata!» Poco menos alboroto y mayores precauciones que si se botara al agua
un navío de tres puentes.
Puesta la mesa y sobre ella los
manjares, y echada la bendición por el estudiante, dejaremos a la familia cenar
con toda libertad: es operación, salvas algunas leves diferencias de forma en
los cubiertos y de fuerza de masticación, que todos hacemos lo mismo. Además,
nuestra presencia tal vez impidiera al buen Jeromo sorber la salsa que queda en
la cazuela del guisado, y a su mujer pasar el dedo por la tartera de las
tostadas para rebañar el azúcar, y al seminarista apurar «hasta verte, Jesús
mío», el vaso de vino blanco.
Volvamos a la misma cocina una hora
más tarde.
Todos están más locuaces que antes, y
hasta el viejo labrador ha desarrugado su habitual entrecejo. El rapazuelo
ronca tendido sobre un banco, y el estudiante habla en latín y asegura que si
entonces pillara al mayorazgo ¡ira de Dios!... La tía Simona canturria por lo
bajo:
«Esta noche es Noche Buena
y mañana Navidad;
está la Virgen de parto
y a las doce parirá.»
y mañana Navidad;
está la Virgen de parto
y a las doce parirá.»
Su hija se dispone a hacerle el dúo,
cuando se oye en el corral un coro de relinchos y un ruido sobre los morrillos,
como si avanzaran veinte caballos.
-¡Ahí están los ladrones! -diría en
tal caso un ciudadano alarmado.
-Pues no, señor: son los marzantes, es
decir, dos docenas de mocetones del lugar que andan recorriéndole de casa en
casa. El ruido sobre los morrillos y los relinchos los producen las almadreñas
y los pulmones de los mozos.
Este acontecimiento hace en los personajes
de la cocina un efecto agradabilísimo; callan todos como estatuas y se disponen
a escuchar.
-Vaya, señor don Jeromo -dice una voz
en falsete para disfrazar la verdadera, desde el portal: -a ver esas costillas
que se están curando en el varal; esos ricos huevos de la gallina pinta que
cacareaba en el corral, por, por, por, poner, por ¡poner!... ¡Que sí!... ¡Vaya,
que sí!...
El coro contesta con relinchos a esta
primera tirada de algarabía, que así se llama técnicamente la introducción de
los marzantes, y vuelve a continuar la voz pidiendo «morcillas en blanco, o
aunque sea en negro,» y otras cosas por el estilo, hasta que concluye diciendo:
-¿Qué quiere usted? ¿que cantemos o
que recemos?
-Que recen, -dice Jeromo.
-¡Que canten, cóncholes! -replica el estudiante-,
que a mí me gustan mucho las marzas... ¡Ea, a cantar! -añade luego, abriendo
una rendijilla, nada más, de la ventana.
Esta orden es acogida afuera con otro
coro de relinchos, y al punto comienzan a cantar los marzantes, en un tono
triste y siempre igual, un larguísimo romance que empieza:
«En Belén está la Virgen
que en un pesebre parió;
parió un niño como un oro
relumbrante como un sol...»
que en un pesebre parió;
parió un niño como un oro
relumbrante como un sol...»
y concluye:
«A los de esta casa
Dios les dé victoria,
en la tierra gracia
y en el cielo gloria.»
Dios les dé victoria,
en la tierra gracia
y en el cielo gloria.»
Esta copleja tiene esta otra variante
que los marzantes suelen usar cuando no se les da nada, o cuando se les engaña
con morcillas llenas de ceniza:
«A los de esta casa
sólo les deseo
que sarna perruna
les cubra los huesos.»
sólo les deseo
que sarna perruna
les cubra los huesos.»
Los pesados lances a que esta jaculatoria
suele dar lugar, y los nada ligeros que se suscitan siempre al fin de la velada
cuando van los mozos a comer las marzas a la taberna, ya encontrándose con los
marzantes de otro barrio, o ya provocando a algún vecino, es sin duda la causa
de que disfrace la voz el que pide y de que guarden asimismo el incógnito todos
sus compañeros.
Pero en casa de Jeromo no se engaña a
nadie, y la tía Simona alarga media morcilla de manteca a los marzantes; y
éstos, después de echar la primera copla, se marchan relinchando de placer.
La familia tira los últimos golpes a
la cena, agotándose los jarros de vino, y el chicuelo despierta preguntando por
los marzantes. Cuando sabe que se han marchado, alborota la cocina a berridos,
dale su padre un par de guantadas, interpónense el seminarista y su madre,
apágase la lumbre, oscila la luz del candil, dormita la moza, maya perezoso el
gato, caésele la pipa más de una vez de la boca al tío Jeromo, habla torpe
sobre los fenómenos de la luz el seminarista; y cuando los relinchos de los
marzantes se escuchan lejanos, hacia el fin de la barriada, desfila a paso tardo
y vacilante la familia del tío Jeromo a buscar en el reposo del lecho el fin de
tan risueña y placentera velada.
La tía Simona sale la última; y
mientras se lamenta de haber dejado de rezar el rosario por causa del jaleo, y
jura que al día siguiente ha de rezar dos, guarda en el arcón que ya conocemos
los despojos del pan, del azúcar y de la manteca, para que en el primer día de
Pascua pueda la familia, «manipulándoselo bien», recordar, con algo más que la
memoria, la noche de Navidad.
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