Jacinto Benavente
Después de la misa del Gallo celebrada
en el oratorio y oída con más recogimiento que una comedia de teatro antiguo en
lunes clásico, los invitados de la marquesa de San Severino pasaron al comedor.
La fiesta era de pura intimidad; la
marquesa había limitado la invitación a las personas más allegadas de su
familia y a unos pocos amigos predilectos.
Entre todos no pasaban de quince.
-La Nochebuena es una fiesta de
familia. Todo el año vive uno de esperanzas, abierto el corazón al primero que
llega; hoy quiero recogerme en los recuerdos: sé que todos ustedes me acompañan
esta noche porque me quieren de verdad, y yo a su lado me encuentro muy
dichosa.
Los invitados asintieron graciosamente
al cumplido.
-¡Ya lo creo! ¿Dónde mejor podía
pasarse la señalada noche?
-Así, así, pocos y buenos.
-¡Ilfaut serrer les rangs, querida
marquesa!
-¡Home, sweet home!
Y, rebosantes de expansiva
satisfacción, dispusiéronse a celebrar con alegría la Noche que, según el
poeta, «Envidia dar pudiera / al más luciente día».
Pero, a pesar de tan propicia
disposición, lo cierto es que todos parecían tristes y preocupados, como si
estuvieran con el alma en donde quisieran estar en cuerpo y alma.
El saque de la conversación
correspondió, como siempre, al insigne Manolo Borines; pero perdió el tanto de
salida, sin peloteo. Secundó con más fuerza, apuntando una historia escandalosa
y tampoco le atendió nadie. Desalentado, desistió de su empeño y llamó a los
criados para que le sirvieran por segunda vez de un exquisito turbot con
salsa deppoise.
La conversación desmayaba y caía a
cada paso, mal sostenida por lugares comunes y frases de ocasión, sin
espontaneidad y sin gracia. La risa no era franca ni sonora; parecían
desgarraduras dolorosas y terminaban en un ¡ay! como aliviador suspiro. No
había duda; neblina de tristeza nublaba el ambiente. Era como una obligación
aparentar regocijo y nadie reflejaba siquiera cortés agrado. ¡Pobre marquesa! ¡Ella,
que, según frase de revisteros, poseía como nadie el don encantador de que las
horas parecieran minutos en su casa! Bien asegura la superstición vulgar que la
noche del nacimiento del Hijo de Dios nada pueden maleficios y encantos. Porque
no se hallaban encantados, ciertamente, los invitados de la marquesa. Ella, con
su bondad confiada, había creído que pasarían una noche agradable a su lado, y
ellos, por no desairarla estaban allí, forzados por los deberes sociales,
estaban allí… y con el pensamiento muy lejos. Con quien y sin quien, porque
cada uno, por su voluntad, por su gusto, habría pasado la Nochebuena en otra
parte, donde le llamaban o el amor o el capricho, o la diversión, la virtud o
el vicio, un móvil cualquiera, pero más atractivo, más fuerte que la cortesía
social, y así pensaba cada uno, el marqués de San Severino, el dueño de la
casa, esposo tranquilo de la bondadosa marquesa, el primero:
-¡Qué ocurrencia la de mi mujer! ¡Me
aburren estas fiestas de familia! Tener que estar aquí toda la noche, sentado
entre mi tía, la venerable condesa de Encinar del Valle, y Josefina Montero,
prima carnal, es decir, prima ósea de mi mujer. ¡Porque cuidado si está
delgada! En cambio, mi tía… ¡Para cuándo son los empréstitos! ¡Qué
aburrimiento! Mi tía sólo habla de comer y de beber, y la primita… de arder. La
una dice que el escaparate de Lhardy está hermoso estos días; la otra dice que
Paul Bourget se amanera, que prefiere a Paul Hervieu. ¡Me vuelven loco! A estas
horas estarán cenando en casa de la Chipilina. ¡Allí sí que se divertirán! ¡Si
esta gente tuviera la feliz ocurrencia de marcharse temprano!
Así monologaba el dueño de la casa, el
ilustre marqués de San Severino, y la primita espiritual, a su vez, pensaba:
-¡Qué idea la de mi prima! ¡Noche más
aburrida! Mi primo es un bárbaro, no se le puede hablar de nada. A estas horas
estará Federico en casa de los Vivares. Allí sí que me hubiese ido yo de muy
buena gana… ¡Pero la familia!… ¡Si Pilar hubiera sabido que yo no venía a su
casa por ir a casa de los Vivares!
La marquesa de Encinar del Valle, grosse
gourmande, opinaba como el sacerdote de la Bella Helena que en la mesa de sus
sobrinos había trop de fleurs y, en cambio, el menú dejaba mucho que
desear. Muy artístico el espejo con marco de orquídeas, violetas y lilas
blancas, muy caprichosa la góndola de porcelana de Sevres, y los pastorcitos de
Watteau mirándose en el espejo como en un lago amoroso del país azul de
citerea, pero los filets de volaille eran abominables.
La verdad, hubiera sido mejor ir al réveillon de
Mistress Bryan. Allí sí se comía.
La condesita de Robledal, figura
elegantísima, de una raza soñada, exótica en todas partes como una quimera de
artista, pensaba… en lo imposible; en una cita misteriosa con un ser ideal, en
poesía sin palabras y en música sin sonidos, como los amores que ella soñaba,
sin caricias, sin besos, aroma purísimo de flores inaccesibles. ¡Triste
condesita! ¡Cuántos tropezones había dado por ir mirando arriba! Aquella noche
misma en que con qué poco hubiera forjado un ideal, como una niña que con un
pedazo de trapo forma un muñeco y en él pone ternuras de madre. El trapo con
que había formado su último muñeco dormiría a la hora aquella o quizás estaría
de cena con sus compañeros, en el cuarto de oficiales de un cuartel de húsares,
pero de húsares de Pavía, con uniforme de color de cielo…, y allí, allí estaba
fijo el pensamiento de la marquesita soñadora mientras cenaba desentendida de
cuanto la rodeaba.
A su lado, Manolo Borines, con la cara
congestionada y la expresión de vaguedad idiota del predestinado al reblandecimiento,
pensaba, como el marqués en la Chipilina, en la juerga que habría en aquella
casa y lo gustoso que se hallaría en ella. ¡Digo! ¡Qué mujeres! ¡La francesa
había prometido bailarles un quadrille con el grand eccart; seis
mil francos se había gastado en dessous para la circunstancia! ¡Y
perder aquello por cumplir con la marquesa! De reojo miraba al marqués, como si
quisiera decirle: si esto concluyera pronto, podríamos hacer una escapada; el
marqués lo comprendía y miraba el reloj impaciente.
Paco Noguera, literato de salón
protegido de los marqueses, que le costeaban las ediciones de sus poesías,
pensaba con tristeza en sus hermanas, dos pobres muchachas que sufrían en casa
mil privaciones, mientras él brillaba en fiestas y en veladas aristocráticas. Dos
tristes vidas sacrificadas para que él luciera; ellas planchaban con mil afanes
las camisolas limpísimas del hermano; ellas vestían unas faldillas pardas y no
podían salir a la calle bien abrigadas para que él vistiera un frac bien
cortado y se abrigara con gabán de pieles, y el poeta, brillante luz sostenida
por el pábilo consumido de dos existencias sacrificadas, pensaba en ellas con
remordimiento, pensaba en la cena miserable de sus pobres hermanas.
Lola Montero pensaba en que Isidoro
Torres cenaría en casa de la condesa de Fondelvalle, y en que la condesa quería
casarle a toda costa con su hija…, y en que ella debía estar allí o Isidoro en
casa de los de San Severino, y los nervios desbocados no la dejaban sosegar ni
atravesar bocado… Y así todos, con el pensamiento lejos y el alma donde
quisieran haber estado en cuerpo y alma.
Y la dueña de la casa, tan satisfecha
de ver reunidas a su alrededor a las personas de su cariño. Sólo dos le
faltaban: su hermana, la marquesa del Robledal, venerable señora, consagrada
por entero a la devoción, una santa, una verdadera santa, y otra… de quien no
quería acordarse, su cuñadito, el condesito de Santa Elena…, de quien más valía
no hablar… Pasaría la Nochebuena rodeado de toreros y perdidos en algún
colmado, ése estaba fuera de la sociedad… y de todo.
La marquesa, en su bondad placentera,
no podía pensar que las dos personas que faltaban a su mesa aquella noche eran
las dos únicas personas felices. Una por sublime virtud, otra por los vicios
más abyectos, eran las únicas que rompían la monotonía vulgar de la vida, las
únicas que dejaban sobresalir su propia vida sobre la vida impuesta por los
demás, sacrificada a las conveniencias sociales.
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