En
la alcoba silenciosa, muelle y acolchonada apenas se oye la suave respiración
del enfermito. Las cortinas están echadas; la veladora esparce en derredor su
luz discreta, y la bendita imagen de la Virgen vela a la cabecera de la cama.
Bebé está malo, muy malo... Bebé se muere...
El
doctor ha auscultado el blanco pecho del enfermo; con sus manos gruesas toma
las manecitas diminutas del pobre ángel, y, frunciendo el ceño, ve con tristeza
al niño y a los padres. Pide un pedazo de papel; se acerca a la mesilla
veladora, y con su pluma de oro escribe... escribe. Sólo se oye en la alcoba,
como el pesado revoloteo de un moscardón, el ruido de la pluma corriendo sobre
el papel, blanco y poroso. El niño duerme; no tiene fuerzas para abrir los
ojos. Su cara, antes tan halagüeña y sonrosada, está más blanca y transparente
que la cera: en sus sienes se perfila la red azulosa de las venas. Sus labios
están pálidos, marchitos, despellejados por la enfermedad. Sus manecitas están
frías como dos témpanos de hielo... Bebé está malo... Bebé está muy malo...
Bebé se va a morir...
Clara
no llora; ya no tiene lágrimas. Y luego, si llorara, despertaría a su pobre
niño. ¿Qué escribirá el doctor? ¡Es la receta! ¡Ah, si Clara supiera, lo
aliviaría en un solo instante! Pues qué, ¿nada se puede contra el mal? ¿No hay
medios para salvar una existencia que se apaga? ¡Ah! ¡Sí los hay, sí debe
haberlos; Dios es bueno, Dios no quiere el suplicio de las madres; los médicos
son torpes, son desamorados; poco les importa la honda aflicción de los amantes
padres; por eso Bebé no está aliviado aún; por eso Bebé sigue muy malo; por eso
Bebé, el pobre Bebé se va a morir! Y Clara dice con el llanto en los ojos:
-¡Ah!
¡Si yo supiera!
La
calma insoportable del doctor la irrita. ¿Por qué no lo salva? ¿Por qué no le
devuelve la salud? ¿Por qué no le consagra todas sus vigilias, todos sus
afanes, todos sus estudios? ¿Qué, no puede? Pues entonces de nada sirve la
medicina: es un engaño, es un embuste, es una infamia. ¿Qué han hecho tantos
hombres, tantos sabios, si no saben ahorrar este dolor al corazón, si no pueden
salvar la vida a un niño, a un ser que no ha hecho mal a nadie, que no ofende a
ninguno, que es la sonrisa, y es la luz, y es el perfume de la casa?
Y
el doctor escribe, escribe. ¿Qué medicina le mandará? ¿Volverá a martirizar su
carne blanca con esos instrumentos espantosos?
-No,
ya no -dice la madre-, ya no quiero. El hijo de mi alma tuerce sus bracitos, se
disloca entre esas manos duras que lo aprietan, vuelve los ojos en blanco,
llora, llora mucho, ruega, grita, hasta que ya no puede, hasta que la fuerza
irresistible del dolor le vence, y se queda en su cuna, quieto, sin sentido y
quejándose aún, en voz muy baja, de esos cuchillos, de esas tenazas, de esos
garfios que lo martirizan, de esos doctores sin corazón que tasajean su cuerpo,
y de su madre, de su pobre madre que lo deja solo. No, ya no quiero, ya no
quiero esos suplicios. Me atan a mí también; pero me dejan libres los oídos
para que pueda oír sus lágrimas, sus quejas.
¡Lo
escucho y no puedo defenderlo: veo que lo están matando y lo consiento!
El
niño duerme y el doctor escribe, escribe.
-Dios
mío, Dios mío, no quieras que se muera; mándame otra pena, otro suplicio: lo
merezco. Pero no me lo arranques, no, no te lo lleves. ¿Qué te ha hecho? Y
Clara ahoga sus sollozos, muerde su pañuelo, quiere besarlo y abrazarlo (¡acaso
esas caricias sean las últimas!), pero el pobre enfermito está dormido y su
mamá no quiere que despierte.
Clara
lo ve, lo ve constantemente con sus grandes ojos negros y serenos, como si
temiera que, al dejar de mirarlo, se volara al cielo. ¡Cuántos estragos ha
hecho en él la enfermedad! Sus bracitos rechonchos hoy están flacos, muy
flacos. Ya no se ríen en sus codos aquellos dos hoyuelos tan graciosos, que
besaron y acariciaron tantas veces.
Sus ojos (negros como los de su mamá) están agrandados por las ojeras, por esas
pálidas violetas de la muerte. Sus cabellos rubios le forman como la aureola de
un santito.
-¡Dios
mío, Dios mío, no quiero que se muera! Bebé tiene cuatro años. Cuando corre,
parece que se va a caer. Cuando habla, las palabras se empujan y se atropellan
en sus labios. Era muy sano: Bebé no tenía nada. Pablo y Clara se miraban en él
y se contaban por la noche sus travesuras y sus gracias, sin cansarse jamás.
Pero una tarde Bebé no quiso corretear por el jardín; sintió frío; un dolor
agudo se clavó en sus sienes y le pidió a su mamá que lo acostara. Bebé se
acostó esa tarde y todavía no se levanta. Ahí están, a los pies de la cama, y
esperándole, los botoncitos que todavía conservan en la planta la arena
humedecida del jardín.
El
doctor ha acabado de escribir, pero no se va. Pues qué, ¿le ve tan malo? El
lacayo corre a la botica. -¡Doctor, doctor, mi niño va a morirse!
El
médico contesta en voz muy baja:
-Cálmese
usted, que no despierte el niño.
En
ese instante llega Pablo. Hace quince minutos que salió de esa alcoba y le
parece un siglo. Ha venido corriendo como un
loco. Al torcer la esquina no quiso levantar los ojos, por no ver si el balcón
estaba abierto. Llega, mira la cara del doctor y las manos enclavijadas de la
madre; pero se tranquiliza; el ángel rubio duerme aún en su cuna -¡no se ha
ido! Un minuto después, el niño cambia de postura, abre los ojos poco a poco, y
dice con una voz que apenas suena:
-¡Mamá!,
¡mamá!...
-¿Qué
quieres, vida mía? ¿Verdad que estás mejor? ¡Dime qué sientes! ¡Pobrecito mío!
Trae acá tus manitas,
¡voy a calentarlas! Ya te vas a aliviar, alma de mi alma. He mandado encender
dos cirios al Santísimo. La Madre de la Luz ya va a ponerte bueno.
El
niño vuelve en derredor sus ojos negros, como pidiendo amparo. Clara lo besa en
la frente, en los ojos, en la boca, en todas partes. ¡Ahora sí puede besarlo!
Pero en esa efusión de amor y de ternura, sus ojos, antes tan resecos, se
cuajan de lágrimas, y Clara no sabe ya si besa o llora. Algunas lágrimas
ardientes caen en la garganta del niño. El enfermito, que apenas tiene voz para
quejarse, dice:
-¡Mamá,
mamá, no llores!
Clara
muerde su pañuelo, los almohadones, el colchón de la cunita. Pablo se acerca.
Es hora ya de que él también lo bese. Le toca su turno. Él es fuerte, él es
hombre, él no llora. Y entretanto, el doctor, que se ha alejado, revuelve la
tisana con la pequeña cucharilla de oro. ¿Qué es el sabio ante la muerte? La
molécula de arena que va a cubrir con su oleaje el océano.
-Bebé,
Bebé, vida mía. Anímate, incorpórate. Hoy es año nuevo. ¿Ves?
Aquí
en tu manecita están las cosas que yo te fui a comprar en la mañana. El
cucurucho de dulces, para cuando te alivies; el aro con que has de corretear en
el jardín; la pelota de colores para que juegues en el patio. ¡Todo lo que me
has pedido!
Bebé,
el pobre Bebé, preso en su cuna, soñaba con el aire libre, con la luz del sol,
con la tierra del campo y con las flores entreabiertas. Por eso pedía no más
esos juguetes.
-Si
te alivias, te compraré una corretela y dos borregos blancos para que la
arrastren... ¡Pero alíviate, mi ángel, vida mía! ¿Quieres mejor un velocípedo?
¿Sí ...? Pero ¿si te caes? Dame tus manos. ¿Por qué están frías? ¿Te duele
mucho la cabeza? Mira, aquí está la gran casa de campo que me habías pedido...
Los
ojos del enfermito se iluminan. Se incorpora un poco, y abraza la gran caja de
madera que le ha traído su papá. Vuelve la vista a la mesilla y mira con
tristeza el cucurucho de los dulces.
-Mamá,
mama, yo quiero un dulce.
Clara,
que está llorando a los pies de la cama, consulta con los ojos al doctor; éste
consiente, y Pablo, descolgando el cucurucho, desata los listones y lo ofrece
al niño. Bebé toma con sus deditos amarillos una almendra, y dice:
-Papá,
abre tu boca.
Pablo,
el hombre, el fuerte, siente que ya no puede más; besa los dedos que ponen esa
almendra entre sus labios, y llora, llora mucho.
Bebé
vuelve a caer postrado. Sus pies se han enfriado mucho; Clara los aprieta en
sus manos, y los besa. ¡Todo inútil! El doctor prepara una vasija bien cerrada
y llena de agua casi hirviente. La pone en los pies del enfermito. Éste ya no
habla, ya no mira; ya no se queja; nada más tose, y de cuando en cuando, dice
con voz apenas perceptible:
-¡Mamá,
mamá, no me dejen solo!
Clara
y Pablo lloran, ruegan a Dios, suplican, mandan a la muerte, se quejan del
doctor, enclavijan las manos, se desesperan, acarician y besan. ¡Todo en vano!
El enfermito ya no habla, ya no mira, ya no se queja: tose, tose. Tuerce los
bracitos como si fuera a levantarse, abre los ojos, mira a su padre como
diciéndole: "¡Defiéndeme!", vuelve a cerrarlos... ¡Ay! ¡Bebé ya no habla,
ya no mira, ya no se queja, ya no tose; ya está muerto!
Dos
niños pasan riendo y cantando por la calle: -¡Mi Año Nuevo! ¡Mi Año Nuevo!
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