martes, 22 de abril de 2014

CORAZÓN, Edmundo de Amicis. El primer día de clase, texto.

Lunes 17
 ¡Primer día de clases! Como un sueño han pasado tres meses de vacaciones disfrutados  en el campo. Esta mañana, mi madre me condujo a la Escuela Baretti para inscribirme en la tercera elemental. Yo tenía el pensamiento puesto en el campo y caminaba de mala gana. Una multitud de chiquillos llenaba las calles que desembocaban en las proximidades de la escuela; las dos librerías cercanas estaban llenas de padres de los escolares que adquirían carteras, plumas, lápices… En la misma puerta de la escuela, agolpábase tanta gente, que el bedel, auxiliado por algunos policías, tuvo necesidad de poner orden. Al aproximarme, un golpecito dado en mi hombro  me hizo volver la cara y me hallé ante mi antiguo maestro de la segunda, risueño y simpático, con su cabello rubio y rizado, que me dijo:
     -Oh, Enrique, ¿con que nos separamos para siempre?
hicieron daño?
     Abriéndonos paso con dificultad, entramos, mi madre y yo. Señoras, caballeros, mujeres del  pueblo, obreros, oficiales, criados, todos conduciendo de la mano niños cargados  con libros y otros útiles escolares, llenando el vestíbulo y las escaleras; percibíase un rumor  como el que produce una multitud  que sale de un teatro. Volví, con alegría, al ver aquel largo corredor del  piso bajo, con las siete puertas de las siete aulas, donde pasé todos los días durante tres años. Las maestras iban y venían en medio de la muchedumbre y la que fue mi profesora de la primera superior me saludó, diciendo:
     -¡Enriquito, este año vas al piso superior y ni siquiera podré verte al entrar o salir!
     El director, rodeado de madres que le pedían puesto para sus hijos, pareció que tenían más canas que el año anterior… Encontré algunos chicos más gordos y más altos de como los dejé; abajo, donde ya cada cual estaba en su sitio, vi algunos  pequeñines que no querían entrar en el aula y se defendían como potrillos, encabritándose; pero a la fuerza los introducían. Aún así, algunos se escapaban después de estar sentados en los bancos; otros, al que sus padres se marchaban, rompían a llorar y era preciso que volvieran las mamás. Esta situación desesperaba a la profesora. Mi hermano se quedó en la clase de la maestra Delcato; a mí me tocó el maestro Perbono, en el primer piso.
     A las diez, cada cual estaba en su sección: cincuenta y cuatro en la mía; sólo quince o dieciséis eran antiguos condiscípulos míos de la segunda, entre ellos Deroso, que siempre sacaba el primer premio. ¡Qué triste me pareció la escuela recordando los bosques y las montañas donde acababa de pasar el verano! Me acordaba ahora también con nostalgia de mi antiguo maestro, tan bueno, que se reía tanto con nosotros; tan chiquitín, que casi parecía un compañero; y allí con su rubio cabello enmarañado.
     El profesor que ahora nos toca es alto, sin barba, con el cabello gris, es decir, con algunas canas, y tiene una arruga recta que parece cortarle la frente; su  voz es ronca y nos mira fijamente, uno después de otro, como si quisiera leer dentro de nosotros; no se ríe nunca. Yo decía para mí: “He aquí el primer día. ¡Nueve meses por delante! ¡Cuántos trabajos, cuántos exámenes mensuales, cuántas fatigas!
     Sentía verdadera necesidad de volver al encuentro de mi madre, y al salir corrí a besarle la mano. Ella me dijo:
     -¡Ánimo, Enrique! Estudiaremos juntos las lecciones.

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