Cuentista Arthur Machen
Sin
  lugar a dudas, la vida de Scrooge se había encendido. 
Diez
  años habían pasado desde que el espíritu del viejo Jacob Marley le había
  visitado, y que los Fantasmas de las Navidades Pasadas, Presentes y Futuras
  le habían demostrado el error de su forma de vida mezquina, ruin y grosera,
  convirtiéndole en el anciano más feliz del pueblo y siendo apodado "el
  Viejo Entrometido" por los viejos amargos que nunca reverenciaron a nada
  ni a nadie. 
Y,
  sin duda alguna, los viejos estaban acertados. Ebenezer Scrooge había sido un
  entrometido. Siempre había estado huroneando en los asuntos de los demás; así
  que pudo descubrir las consecuencias de sus actos sobre los demás. Muchos
  hombres de negocios duros se suavizaban ante la idea de Scrooge rondando en
  sus despachos, creyendo que la ruina se les acercaba. 
-Mi
  estimado Sr. Hardman -decía el viejo Scrooge- ni una palabra más. Tome este
  giro de 300 libras y úselo como mejor sepa. Usted lo podrá duplicar por mí en
  el plazo de 6 meses. 
Podría
  irse riendo de ello, y Charles el camarero, en la vieja taberna de la ciudad,
  donde Scrooge cenaba, siempre decía que Scrooge le traía suerte a él y a la
  taberna. Todos ordenaban una buena ración de brandy caliente cuando su alegre
  y sonrosada cara aparecía en el lugar. 
Estaban
  en Navidad. Scrooge estaba sentado frente a su crujiente fuego, bebiendo algo
  tibio y confortable y discurriendo la mejor manera de llevar la felicidad al
  resto de la gente. 
"No
  voy a soportar la obstinación de Bob," se decía a sí mismo -la firma de
  la empresa era Scrooge & Cratchit ahora- "él hace todo el trabajo, y
  no es justo que un viejo inútil como yo tome más que un cuarto de los
  beneficios." 
Un
  lúgubre sonido resonó a través de la vieja casa. El aire resopló heladamente
  y lo cálido y confortable se tornó en frío y incómodo. Scrooge bebió
  nerviosamente. La puerta se abrió y una forma vaga y espantosa surgió en el
  umbral. 
-Sígueme
  -dijo. 
Scrooge
  no supo con seguridad qué pasó luego. Estaba en la calle. Recordaba que
  quería comprar algunas golosinas para sus pequeños sobrinos y sobrinas, y fue
  a una tienda. 
-Disculpe,
  pero pasadas las ocho -dijo el encargado- no podemos atenderlo, señor. 
Vagó
  a través de otras calles que parecían extrañamente alteradas. Se dirigía
  hacia el lado oeste, y comenzó a sentir frío y debilidad. Creyó que sería
  conveniente tomar una pequeña copa de brandy con agua, y justo estaba
  doblando la esquina de la vieja taberna cuando salían las últimas personas y
  le cerraban las metálicas puertas prácticamente en la cara. 
-¿Qué
  es lo que pasa? -preguntó débilmente al hombre que cerraba las puertas. 
-Las
  diez pasadas -dijo secamente el tipo, y apagó las últimas luces. 
Scrooge
  ya creía que la segunda porción de pastel de carne le había dado indigestión,
  y que todo aquello era una mera pesadilla. Le parecía como que había caído en
  un profundo abismo de oscuridad en el que todo le era negado. 
Cuando
  volvió en sí, era el día de Navidad, y la gente estaba caminando por las
  calles. 
Scrooge
  se encontró en esa calle y la gente se sonreía y saludaba entre sí con
  calidez, pero era evidente que no eran felices. Había señales de preocupación
  en sus rostros, señales que evidenciaban problemas del pasado y ansiedades
  futuras. Scrooge escuchó a un hombre suspirar al siguiente instante de
  desearle Feliz Navidad a un vecino. Había lágrimas en el rostro de una mujer
  que caminaba frente a una iglesia, toda de negro. 
-¡Pobre
  John! -murmuraba ella-. Estoy segura de que lo que lo mató fueron los
  problemas de dinero. Ahora está en el cielo. Pero el vicario dijo en el
  sermón que el cielo era un mero cuento de hadas -ella gimió nuevamente. 
Todo
  esto perturbó la paz de Scrooge. Algo parecía estar pujando en su corazón. 
-Pero
  -dijo él- debo olvidar todo esto cuando me siente a cenar con mis sobrinos y
  sus jóvenes hijos. 
Eran
  las últimas horas de la tarde; las cuatro en punto y caían las sombras. Era
  la hora de la cena. Scrooge encontró la casa de su sobrino. Ni una ventana
  tenía luces y todo estaba oscuro. El corazón de Scrooge se heló. 
Golpeó
  una y otra vez, y haló la campana que resonó tan lánguidamente que parecía
  tener un pie en el sepulcro. 
Al
  final, una vieja mujer de aspecto miserable, abrió la puerta solo unas
  pulgadas y miró con desconfianza. 
-¿El
  sr. Fred? -dijo-. Él y sus señora salieron al Hotel Splendid, y no volverán
  hasta medianoche. Los chicos están fuera, en Eastbourne. 
-¡Cenando
  en una taberna el día de Navidad! -murmuró Scrooge-. ¿Qué terrible sino es
  ese? ¿Quién es tan miserable y tan desolado como para cenar en una taberna en
  Navidad? ¡Y los niños en Eastbourne! 
El
  aire se tornó pesado y le pareció escuchar desde una gran distancia la voz de
  Tiny Tim, diciendo "¡Dios nos ayude, a todos y a cada uno de
  nosotros!" 
De
  nuevo, el Espíritu apareció. Scrooge cayó de rodillas. 
-¡Terrible
  Fantasma! -exclamó-. ¿Quién eres y que quieres? Habla, te lo suplico. 
-Ebenezer
  Scrooge -replicó el Fantasma en un timbre abominable-. Soy el fantasma de las
  Navidades de 1920. Conmigo traigo la nota del Impuesto sobre la Renta. 
El
  cabello de Scrooge se erizó ante esa visión. Pero se sintió peor cuando vio
  que la Aparición tenía huellas como las de un gigantesco gato. 
-Mi
  nombre es Pussyfoot. También me llaman Ruina y Desesperanza -dijo el
  Fantasma, y desapareció. 
Luego
  de esto Scrooge despertó y descorrió los cortinados de su cama. 
-¡Gracias
  a Dios! -exclamó de corazón-. ¡Solo fue un sueño! 
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