LA SED
Cuento
Fernando Salinas Velarde
El viejo, que se
veía enorme desde el llano, tenía las manos aferradas al machete como un halcón
sujetando el cuerpo de una vizcacha, y miraba a los comuneros con ojos que
desafiaban a quienes se atrevieran a acercarse al pozo, del mismo modo que
desafiaban al paso del tiempo. –Soy de los Pakiyaurí, de aquellos que habitaron
aquí antes que las lagunas se secaran, y he regresado a esta tierra, donde mi
familia gobernó a las colinas y a los pumas, para reclamar mis pastos, porque
así lo ha dispuesto taita Dios, que bien sabe que todo esto fue de mis abuelos,
que se lo dejaron a mis padres y ahora es mi herencia. ¡A cualquiera que suba,
lo espero aquí para decirle que no regresará por donde vino! ¡Porque este pozo,
como todo lo que hay aquí, me pertenece! ¡Es mi pozo! ¡Es mi agua! Los
comuneros, poseídos por un terror indescriptible, lo observaban apretados unos
contra otros, como hormigas indefensas. Las mujeres pedían a sus maridos que
rescaten el agua que no veían desde hacía dos días, pues cuando se les acabara
el líquido que habían guardado en sus ollas, tinas y vasijas, y si el canto de
las mujeres no les traían las nubes, tendrían que dejar sus recuerdos e irse
nomás a las faldas de un nevado o morirse allí mismo. Pero nadie se atrevía a
subir, al ver al viejo erguido allí, con su sombrero tachonado de hebillas que
en esa noche parecían de plata, con un brazo en alto blandiendo el machete:
hasta los ninakurus, las luciérnagas que refulgían como joyas en medio de
tamaña oscuridad, revoloteaban de lejos, sin querer acercarse a él. –¿No irás
tú, Apolinario? Tú, que tienes el hacha, ¿no podrás cortarle las entrañas? –¡Ve
tú, Santicha, más joven eres y más rápido! –¿Es que no hay nadie aquí que
quiera echar del pozo a este jijuna? ¿Nadie que no conozca el miedo? Entonces,
Basilio, que casi nunca hablaba porque no había nacido en esa aldea, y eso le
hacía sentirse menos, tomó la palabra. –Yo escuché de alguien. Un extranjero de
pellejo rosado que a nada le temía. Intrigados, los comuneros miraron con
pupilas dilatadas a Basilio, que seguía chacchando para soportar la sed.
Entonces lo acribillaron con preguntas. –¿Un extranjero? ¿Dónde? –¿Lejos? ¿En
Palca, en Mayocc? Basilio escupió la coca y observó a los niños de rostro
palidecido, que lloraban débilmente, antes de responder. –¡No! ¡Más lejos! ¡Más
allá del Rasuwillka! Gentes que conocí dicen que lo vieron en Chuschi, hablando
de cosas que los más sabios nomás conocían, como si las hubiera vivido él
mismo. Lo cobijaron como si fuera de los suyos, y estuvo bailando y corriendo a
caballo en las fiestas de octubre. ¡Si hasta novillo le dejaron, porque iba
diciendo que el miedo no existía para él! Me dijeron que se iba a quedar por
mucho tiempo, haciendo labor. Todos acordaron en traerlo y a Basilio se le
encomendó esa tarea. Por dos días enteros no hubo noticias, dos días en los que
se terminaron las raciones de agua, pues el canto de las mujeres no trajo las
esperadas nubes; pero en la tercera noche las siluetas de Basilio y el
extranjero aparecieron en la llanura, congregando a todas esas bocas ansiosas,
secas como la tierra árida. Algunos ya se estaban preguntando cuál podría ser
el sabor de la sangre. El extranjero tenía la piel como Basilio había descrito.
Vestía de cuero grueso, con un poncho de lana encima que lo hacía menos
delgado, sus cabellos estaban descubiertos, sus botas eran finas pero untadas
con barro. Se acercó al anciano como si lo conociera, sin sentir el terror que
inspiraban su inmenso porte y las arrugas de su rostro amenazante. –Yo sé por
qué estás aquí. Sé que esto perteneció a tus abuelos, a tus padres, pero ya no
queda nadie para reclamar la herencia de los Pakiyauri. Tú ya no puedes hacer
eso. –¿Dices que no puedo reclamar lo que es mío?— vociferó el viejo,
indignado, con el arma en la mano derecha. –Te mostraré por qué tu tiempo de
reclamar lo tuyo ha pasado ya. El extranjero, ignorando el frío, se quitó el
poncho de lana y el cuero abrigador que llevaba y extendió los brazos; el
viejo, de inmediato, blandió el mango formando puño con rabia, haciendo temblar
el acero, mientras abajo los sedientos miraban la escena, estáticos, aguzando
la vista porque hasta la luz parecía haberse corrido en una noche tan negra que
parecían estar todos aprisionados en una gruta. El primer machetazo sonó en el
aire como un revoloteo de águila. Las mujeres más jóvenes, en medio de gritos,
se taparon los ojos, escondiendo sus rostros con las llikllas. El segundo
machetazo sonó más fuerte aún, más fuerte que los truenos que resonaban en las
montañas; el tercero, más fuerte que cualquier otra cosa oída jamás en la
naturaleza. Pero cuando el anciano esperaba la caída de su víctima, el
extranjero, que había agachado la cabeza, levantó el rostro para mirarlo con
sonrisa de triunfo. Abajo, los asombrados aldeanos que lo creían muerto, vieron
cómo giraba hacia ellos, mostrando no tener herida alguna, en señal de
victoria. Luego, el hombre de pellejo rosado se dirigió al atacante. –Anciano,
has visto cómo el poder de tu machete no ha alcanzado para quitarme la vida. Tú
sabes bien por qué ha sido así. Ahora, deja la aldea en paz: tus tierras son
ahora de esta gente. El viejo, derrotado, se hizo a un lado, señal para que la
gente se hiciera de nuevo con el pozo. Y mientras el extranjero se iba de
regreso a Chuschi, solo y a pie, sin temerle al largo camino, todos los hombres
y mujeres corrieron a llenar sus vasijas con el agua ansiada, al tiempo que los
niños, viendo al viejo sentado en un tronco de eucalipto, lo rodeaban y jugaban
a atravesar, de un lado a otro, tranquilamente, el cuerpo del fantasma.
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