La biblioteca de Borges
Aprendí a vivir prudentemente en el silencio cuando, a causa de una
tiroidectomía que, según los médicos, me salvaría del cáncer, mis cuerdas vocales
se dañaron y por ende la voz se me debilitó. Yo era muy niña, de por sí muy
retraída; fue fácil acostumbrarme a esa nueva experiencia. Me refugié en los
libros y empecé desde ese entonces a subsanar mi limitación mientras
experimentaba la fortaleza del lenguaje escrito. Ustedes no me conocen, nunca
han reparado en mí. Yo soy la muchacha que pasa imperceptible por las calles,
la que se escurre silenciosa en las clases magistrales, en la multitud de las
conferencias, o los recitales literarios. La que va a todos lados con aquella
sudadera impecablemente blanca, cuyos puños mi madre ha zurcido varias veces y
apenas me cubren las muñecas, soy la que lleva esos jeans gastados y vueltos a
teñir, mientras mis tobillos frágiles se muestran cubiertos por la transparencia
de las medias de nylon y mis pies se moldean a los mocasines que me ayudan a
caminar con más sigilo de lo natural. Ustedes apenas reparan en mí. No les
atraigo. Soy una paria a quien se soporta como se soportan a todos las
extrañezas de este país. No soy interesante, no aparento inteligencia notable,
ni soy bonita. Vivo en mi mundo extraño, usualmente pierdo la voz, no puedo
gritarle al conductor del autobús que la siguiente esquina es mi parada y tengo
que esperar, silenciosa, a que alguien por fin avise que se baja varios bloques
más allá, para seguirlo y abandonar el vehículo, reconocer la calle y caminar
de regreso hacia mi destino original. Soy otra de las tantas que deambulan de
día por las veredas ruinosas y sucias de esta ciudad. Ustedes se quedarían
admirados si yo les contase que escribo. No lo creerían, no calzo en el clisé,
no tengo el tipo; es más, si se cruzan conmigo en la calle, pueden que me
tachen hasta de analfabeta o me clasifiquen en el conjunto amontonado de las
seguidoras de la telenovela de las ocho. Sin embargo, señores, ¿qué pensarían
de mí si yo les hablara de mi amistad con Borges?, si les contara de la sutil
sabiduría en el oficio que me inculca en cada encuentro, de las horas
interminables de intercambio de ideas, de lo infinito de un consejo práctico y
sin palabras.
“Borges está muerto”, sentenciará uno de ustedes, a la vez que dé vuelta a la página. Borges está muerto, sí, no lo ignoro. Yo no vivo en Borges, ni Borges vive en mí. Los muertos jamás dejan de ser si nosotros no los dejamos. Por tanto, “él es”, así como suena la sentencia, sin ningún susto o aspaviento. Se le puede ver fluir claramente en la bruma cerrada al final de aquellas noches impolutas de recuerdos significativos o edificantes. El ascenso a lo perfecto no es irreal ni soñado. Los límites hexagonales de horizontalidad me enmarcan en el área etérea de silencios estelares. Puedo ascender o bajar por la multitud de niveles de acuerdo a lo que estoy buscando. Borges siempre aparece en alguno de esos pasadizos solitarios, conoce cada punto cósmico del lugar, reconoce a través de su invidencia cada escalón en su perfecta simetría con el todo conceptual, es éste el que sostiene el devenir de su presencia en el engranaje general del universo. ¿Qué si soy la única visitante allí? No lo sé, hay demasiada sabiduría para perder un momento y mirar alrededor. Yo sólo veo a Borges y él me guía con suficiencia hacia la solución de la interrogante existencial que me ha llevado a iniciarle la conversa. No es una relación fácil. A veces me atemoriza. Por ejemplo, muchas veces me ha llevado casi paternalmente de la mano hacia elucubraciones teóricas laberínticas, para luego dejarme divagar en el centro mismo del embrollo, sin ninguna ayuda ni pista para encontrar aquél hilo de Ariadne que me permita unir silogismos de apariencias distintas, cuya respuesta exquisita y fascinante me lleve a la contemplación serena de la maravilla del conocimiento real. Todo unido a una angustia inenarrable de nunca hallar la salida, de perderme y no regresar jamas al mundo donde me esperan mi cuerpo y mi madre. Otras veces ha querido aterrarme con historias imposibles, las ha pronunciado con las palabras necesarias para que luego estén dando vueltas en mi cabeza. He sentido que, tras la despedida, cuando vuelvo a la concretización de las ideas, él ha querido irse conmigo y muchas veces se ha adueñado de mi voz interna para repetir hasta el cansancio temas y argumentos que yo no quiero escribir. Sin embargo, en la oscuridad de la noche palpable y cotidiana, cuando abro mis ojos a las tinieblas y rememoro lo aprendido en La Biblioteca estelar, no me arrepiento. Entonces, con el ánimo de quien llega a casa luego de una jornada beneficiosa y fructífera, me preparo a reponer las fuerzas, me envuelvo en las sábanas, me acuesto de lado. Borges debe estar sonriendo maliciosamente entre los estantes de La Biblioteca. Mi ser vuelve al encierro corporal y a los límites inefables de la sabiduría humana. De cuando en cuando creo sentir dolores intensos de cabeza o en el estómago, pero no hay nada como el mantra de repetir los últimos versos de algún poema renacentista, o elucubrar nuevas paradojas difícilmente refutables para vencer a Borges en una nueva ocasión. Todo eso me ayuda a conciliar el sueño. En el silencio de aquellas noches húmedas, he creído escuchar el sollozo de mi madre en las otras habitaciones, como un alma que se queja y vaga silenciosa de cuarto en cuarto, sé lo que murmura su voz quebrada, sé que sufre. Vuelvo a mi mantra del día para acallar una verdad que necesito negar, que no acepto, que realmente no cuenta en la Biblioteca estelar. Pero el cáncer me vence, dicen los sollozos maternos, que el cáncer me está acabando. Entonces, a pesar de mi concentración extrema, regresa a mi cuerpo el dolor.
“Borges está muerto”, sentenciará uno de ustedes, a la vez que dé vuelta a la página. Borges está muerto, sí, no lo ignoro. Yo no vivo en Borges, ni Borges vive en mí. Los muertos jamás dejan de ser si nosotros no los dejamos. Por tanto, “él es”, así como suena la sentencia, sin ningún susto o aspaviento. Se le puede ver fluir claramente en la bruma cerrada al final de aquellas noches impolutas de recuerdos significativos o edificantes. El ascenso a lo perfecto no es irreal ni soñado. Los límites hexagonales de horizontalidad me enmarcan en el área etérea de silencios estelares. Puedo ascender o bajar por la multitud de niveles de acuerdo a lo que estoy buscando. Borges siempre aparece en alguno de esos pasadizos solitarios, conoce cada punto cósmico del lugar, reconoce a través de su invidencia cada escalón en su perfecta simetría con el todo conceptual, es éste el que sostiene el devenir de su presencia en el engranaje general del universo. ¿Qué si soy la única visitante allí? No lo sé, hay demasiada sabiduría para perder un momento y mirar alrededor. Yo sólo veo a Borges y él me guía con suficiencia hacia la solución de la interrogante existencial que me ha llevado a iniciarle la conversa. No es una relación fácil. A veces me atemoriza. Por ejemplo, muchas veces me ha llevado casi paternalmente de la mano hacia elucubraciones teóricas laberínticas, para luego dejarme divagar en el centro mismo del embrollo, sin ninguna ayuda ni pista para encontrar aquél hilo de Ariadne que me permita unir silogismos de apariencias distintas, cuya respuesta exquisita y fascinante me lleve a la contemplación serena de la maravilla del conocimiento real. Todo unido a una angustia inenarrable de nunca hallar la salida, de perderme y no regresar jamas al mundo donde me esperan mi cuerpo y mi madre. Otras veces ha querido aterrarme con historias imposibles, las ha pronunciado con las palabras necesarias para que luego estén dando vueltas en mi cabeza. He sentido que, tras la despedida, cuando vuelvo a la concretización de las ideas, él ha querido irse conmigo y muchas veces se ha adueñado de mi voz interna para repetir hasta el cansancio temas y argumentos que yo no quiero escribir. Sin embargo, en la oscuridad de la noche palpable y cotidiana, cuando abro mis ojos a las tinieblas y rememoro lo aprendido en La Biblioteca estelar, no me arrepiento. Entonces, con el ánimo de quien llega a casa luego de una jornada beneficiosa y fructífera, me preparo a reponer las fuerzas, me envuelvo en las sábanas, me acuesto de lado. Borges debe estar sonriendo maliciosamente entre los estantes de La Biblioteca. Mi ser vuelve al encierro corporal y a los límites inefables de la sabiduría humana. De cuando en cuando creo sentir dolores intensos de cabeza o en el estómago, pero no hay nada como el mantra de repetir los últimos versos de algún poema renacentista, o elucubrar nuevas paradojas difícilmente refutables para vencer a Borges en una nueva ocasión. Todo eso me ayuda a conciliar el sueño. En el silencio de aquellas noches húmedas, he creído escuchar el sollozo de mi madre en las otras habitaciones, como un alma que se queja y vaga silenciosa de cuarto en cuarto, sé lo que murmura su voz quebrada, sé que sufre. Vuelvo a mi mantra del día para acallar una verdad que necesito negar, que no acepto, que realmente no cuenta en la Biblioteca estelar. Pero el cáncer me vence, dicen los sollozos maternos, que el cáncer me está acabando. Entonces, a pesar de mi concentración extrema, regresa a mi cuerpo el dolor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario