Existe una familia a la que casi todo el mundo
conoce. Los niños de esa familia se llaman Bobo, Bibi, Doody, Dodo, Neddy,
Yoyo, Butch, Put Put y Beep.
Hay chicas y chicos.
Algunas madres contratan como canguros a las
chicas. Son mediocres, pero baratas. Los chicos piensan ingresar en el
ejército.
Las dos canguros mayores van a muchas fiestas. A
veces, le hacen una paja a un chaval. Les gusta hacerlo.
Son de mentalidad muy estrecha, jamás se les ocurre
una idea. Pero les gusta tener razón. Nunca escuchan las ideas de los demás.
Uno tras otro, Dodo, Neddy, Yoyo y Put Put sacaron
de quicio a las Hermanas del colegio. Ellas tuvieron que renunciar y ellos
acabaron en el lugar que les correspondía, por descarados: en la escuela
pública.
Hacia los cuatro años empezaron todos a ser malos y
a soltar tacos, y a partir de entonces siguieron progresando por ese camino.
Primero dijeron coño, después puta, luego mamón.
Más tarde, cuando fueron un poco mayores, dijeron cabrón, hijoputa y otras
expresiones que prefiero no reproducir.
La Hermana fue estricta al principio, se mostró muy
enfadada y fría como el hielo. Nadie se lo podía reprochar. Ni siquiera era
madre, no había tenido hijos, ni nada que se le pareciera.
Se mostró estricta, y tenía razón al hacerlo. Por
supuesto, la verdadera razón de que haya descaro y palabrotas es que no hay un
ambiente estricto en casa.
Luego, la Hermana ensayó también la bondad. Les
habló muy afablemente. Dedicó tiempo a sentarse con ellos, sobre todo, con
Neddy, que era tan guapo y tan listo, y le ayudó en aritmética.
Fue buena. Enseñó a Yoyo a jugar a las damas. Pero
a él no le interesaba ese juego. Al resultar inútil la bondad, no le quedó más
remedio que decir en cada caso: Lo lamento, pero debes irte del colegio, que
Dios te ayude. No mereces nuestra educación maravillosa. Hay muchos esperando
la oportunidad.
Fue a ver a su madre, que estaba haciendo la colada
con una prisa tremenda antes de irse a trabajar. No sé qué pasa, Hermana, dijo
la madre. Andan con esos niños maleducados que han venido a vivir al barrio, ya
sabe a qué me refiero.
Oh, oh, dijo la Hermana, que estaba harta de oír
continuamente cotilleos maliciosos, oh, oh, ¿de quién somos hijos nosotros, mi
querida señora, todos nosotros?
La madre no dijo una palabra. Porque sabía que la
Hermana no podía entender nada de nada. En fin, la Hermana no sabía lo que era
vivir rodeada de gente de todas clases.
Oh, escuche, Hermana querida, dijo la madre,
¿podría usted vigilarme un poco a Put Put? Bobo vendrá ahora mismo a cuidarle.
Ya he llegado cuatro veces tarde al trabajo. No tengo más remedio que irme,
bien lo sabe Dios. ¿Por qué diablos tardará tanto esa chica? Usted no se
imagina las cosas que pasan hoy día en los institutos. Hermana, sé que tiene
usted mucha prisa…
Bueno, dese prisa, dese prisa, dijo la Hermana, que
empezaba a sudar. Oh, cuánto siento lo de Neddy. Y lo de Yoyo. Oh, cómo me
gustaría no tener que prescindir de ellos.
Siendo lo que es la escuela pública, no mejoraron,
claro está. Empeoraron, y empezaron a decir
Vete-a-chuparle-la-polla-a-tu-padre. Creo que ni siquiera sabían lo que decían.
Jamás robaban. Tenían una navajita, casi de
juguete. Empujaban a la gente en los toboganes y, cuando jugaban, tiraban al
suelo a quien podían. No serían capaces de matar a nadie, creo yo.
Decían muchas palabrotas, y se peleaban mucho.
Normalmente había alguien que se metía primero con ellos, o que les insultaba
primero. Entonces ellos se sentían con derecho a responder con insultos o con
puñetazos.
Un día, no más tarde de lo esperado, Chuchi Gómez
resbaló en un charco de aceite de oliva que había dejado una señora a la que se
le había caído una botella. La señora recogió los trozos de cristal, pero dejó
el aceite. Yo tampoco habría sabido qué hacer con él, desde luego.
Chuchi dijo, volviéndose a Yoyo que iba detrás:
¿Por qué me has empujado, cabrón?
¿Quién te empujó, imbécil?, dijo Yoyo.
Eres un cabrón de mierda, tú me empujaste. Me he
hecho daño en el codo, me empujaste tú.
Aaah, vamos, yo no te empujé, dijo Yoyo.
Te vi empujarme, noté cómo me empujabas. ¿A quién
te crees tú que empujas, hijoputa?
¿A quién llamas tú hijoputa, bocazas? ¿Me lo dices
a mí?
Sí, dijo Chuchi, eso es lo que pienso, que eres un
hijoputa, un hijoputa cabrón.
¿Me llamas hijoputa cabrón a mí?
Si, a ti. Te lo llamo a ti. Mira este aceite. Sí,
eso te llamo.
Entonces Yoyo se puso muy furioso porque él y
Chuchi habían planeado ir al puerto a pescar anguilas el domingo. Ahora ya no
podía ir a pescar anguilas con Chuchi.
Así que empezó a gritar: No vuelvas a meterte con
mi madre, maldito Chuchi Gómez, ¿entendido? Sois unos cabrones hijoputas todos
en vuestra familia, empezando por tu padre y tu madre y Eddie y Ramón y Lilli y
toda tu gente incluida tu abuela.
Luego, cogió una tabla que tenía dos clavos y le
atizó a Chuchi en el hombro.
No es ningún sitio del que salga mucha sangre, pero
con el aceite y la sangre y todo eso, sólo faltaba un poquito de vinagre para
poner a Chuchi en escabeche.
Entonces Chuchi empezó a dar voces y a chillar: No
me mates. Y se fue corriendo a casa con su abuela que era quien le cuidaba.
Su abuela estaba acostada, y cuando vio a Chuchi,
empezó a gritar: No aguanto más este maldito país. Matadme, os lo ruego, que
alguien me mate.
No, no, dijo Chuchi, no te preocupes tanto, abuela.
No fue culpa mía. Empezó él. Será mejor que me lleves al dispensario.
Su abuela se enfadó mucho porque a su edad no la
dejaban estarse ni un minuto echada para poder gemir un poco. Pero tuvo que
llevar a Chuchi al dispensario. Le pusieron un par de inyecciones para que no
se le infectaran las heridas de los clavos.
En fin, ya veis cómo llegó Yoyo a ser famoso como
navajero. La gente conoce su nombre desde Greenwich House hasta Hudson Guild.
Es audaz. Es un caso perdido.
En la escuela cada día rezan por él todos los
alumnos, chicos y chicas.
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