I
Un pobre mujik1 tuvo un hijo. Se alegró mucho y fue a
casa de un vecino suyo a pedirle que apadrinase al niño. Pero aquél se negó: no
quería ser padrino de un niño pobre. El mujik fue a ver a otro vecino, que
también se negó. El pobre campesino recorrió toda la aldea en busca de un
padrino, pero nadie accedía a su petición. Entonces se dirigió a otra aldea.
Allí se encontró con un transeúnte, que se detuvo y le preguntó:
-¿Adónde vas, mujik?
-El Señor me ha enviado un hijo para que
cuide de él mientras soy joven, para consuelo de mi vejez y para que rece por
mi alma cuando me haya muerto. Pero como soy pobre nadie de mi aldea quiere
apadrinarlo, por eso voy a otro lugar en busca de un padrino.
El transeúnte le dijo:
-Yo seré el padrino de tu hijo.
El mujik se alegró mucho, dio las gracias
al transeúnte y preguntó:
-¿Y quién será la madrina?
-La hija del comerciante -contestó el
transeúnte-. Vete a la ciudad; en la plaza verás una tienda en una casa de
piedra. Entra en esta casa y ruégale al comerciante que su hija sea la madrina
de tu niño.
El campesino vaciló.
-¿Cómo podría dirigirme a este acaudalado
comerciante? Me despediría.
-No te preocupes de eso. Haz lo que te
digo. Mañana por la mañana iré a tu casa, estate preparado.
El campesino regresó a su casa; después se
dirigió a la ciudad. El comerciante en persona le salió al encuentro.
-¿Qué deseas?
-Señor comerciante, Dios me ha enviado un
hijo para que cuide de él mientras soy joven, para consuelo de mi vejez y para
que rece por mi alma cuando me muera. Haz el favor de permitirle a tu hija que
sea la madrina.
-¿Cuándo será el bautizo?
-Mañana por la mañana.
-Pues bien, vete con Dios. Mi hija irá
mañana a la hora de la misa.
Al día siguiente llegaron los padrinos. En
cuanto bautizaron al niño, el padrino se fue y no se supo quién era; desde
entonces no lo volvieron a ver más.
II
El niño iba creciendo con gran alegría de
sus padres. Era fuerte, trabajador, inteligente y pacífico. Cuando cumplió los
diez años, sus padres lo mandaron a la escuela. En un año aprendió lo que otros
aprenden en cinco. Y ya no le quedaba nada que aprender.
Cuando llegó la Semana Santa, el niño fue a
felicitar las Pascuas de Resurrección a su madrina. Al regresar a su casa
preguntó:
-Padrecitos, ¿dónde vive mi padrino? Quiero
ir a felicitarlo también.
-No sabemos, hijo querido, dónde vive tu
padrino. Esto nos causa profunda tristeza. No lo hemos vuelto a ver desde el
día de tu bautizo, no sabemos dónde reside ni si está vivo.
-Padrecitos, déjenme ir a buscarlo -suplicó
el niño. Y los padres accedieron.
III
El niño salió de su casa y se fue camino
adelante. Anduvo medio día y se encontró con un transeúnte, que le preguntó:
-¿Adónde vas, muchacho?
-He felicitado las Pascuas a mi madrina.
También deseaba felicitar a mi padrino, pero mis padres ignoran su paradero. No
lo han vuelto a ver desde que me bautizaron ni saben si está vivo. Voy en busca
de él.
Entonces el transeúnte dijo:
-Yo soy tu padrino.
El niño se alegró mucho y preguntó:
-¿Adónde vas ahora, padrino? Si te diriges
a nuestra aldea, ven a mi casa.
-No tengo tiempo para ir a tu casa; tengo
que hacer. Ven a verme tú mañana -le contestó el padrino.
-¿Cómo he de encontrarte?
-Camina de frente hacia el levante.
Llegarás a un bosque y, en medio de él, verás una praderita. Siéntate a
descansar en ella y observa lo que veas allí. Al salir del bosque encontrarás
un jardín que rodea una casita con tejado de oro. Aquélla es mi casa. Acércate
a la verja. Yo saldré a recibirte.
Diciendo esto, el padrino desapareció.
IV
El niño se puso en camino tal como se lo
había ordenado su padrino. Anduvo, anduvo, atravesó un bosque y llegó a una
praderita. Allí vio un pino en una de cuyas ramas pendía un tronco de roble
atado con una cuerda. Debajo del tronco había una artesa llena de miel. El niño
se puso a pensar qué significaba todo aquello. Entonces se oyeron chasquidos y
apareció una osa seguida de cuatro oseznos. La osa olfateó y se dirigió hacia
la artesa; introdujo el hocico en la miel y llamó a sus pequeños. Éstos se
lanzaron hacia la artesa. El tronco osciló levemente, empujando a los oseznos.
Al ver esto, la osa dio un empellón al tronco. Este osciló y volvió a golpear a
los ositos, que lanzaron un gemido y salieron despedidos. La osa gruñó y,
agarrando el tronco, lo arrojó lejos de sí. El tronco salió volando muy alto
por los aires. Entonces, el mayor de los ositos corrió a la artesa; los demás
quisieron seguir su ejemplo, pero aun no les había dado tiempo de llegar,
cuando el tronco volvió a su posición normal, matando al osito. Gruñendo, la
osa lanzó el tronco hacia arriba con todas sus fuerzas. El tronco llegó muy
alto, por encima de la rama de la que estaba colgado, con lo que se aflojó la
cuerda. Entonces la osa y los pequeños corrieron de nuevo a la artesa. Pero, a
medida que el tronco volvía a su posición normal, iba adquiriendo más
velocidad. Golpeó en la cabeza a la osa y la mató. Entonces, los oseznos
salieron huyendo.
V
Muy sorprendido, el niño siguió su camino y
llegó a un espacioso jardín, donde se alzaba la casa con tejado de oro. Junto a
la verja se hallaba su padrino, sonriéndole. Ni en sueños había visto el niño
la belleza y la alegría que reinaba en aquel jardín.
El padrino lo condujo a la casa, aún más
regia que el jardín, y le enseñó sus magníficas y alegres habitaciones. Luego,
llevándolo junto a una puerta sellada, le dijo:
-¿Ves esta puerta? No tiene candado, tan
sólo está sellada. Podrías abrirla, pero no quiero que lo hagas. Instálate
aquí, pasea y haz lo que quieras. Disfruta de todo esto, pero sólo te encargo
una cosa: no traspases esta puerta. Y si lo hicieras, recuerda lo que viste en
el bosque.
Diciendo esto, el padrino se marchó. El
ahijado se sentía alegre y satisfecho. Habían transcurrido ya treinta años
desde que estaba allí, pero él se imaginaba que sólo habían sido tres horas. Y
entonces se acercó a la puerta sellada y pensó: «¿Por qué me habrá prohibido mi
padrino entrar en esta habitación? Voy a ver lo que hay dentro de ella».
Empujó la puerta y entró. Pudo comprobar
que aquella era la habitación mejor y más espaciosa de toda la casa. En el
centro había un trono de oro. El ahijado recorrió la sala, se acercó al trono,
subió las gradas y tomó asiento. Entonces vio que junto al trono había un
cetro. Lo tomó en las manos y en el mismo instante se derrumbaron las cuatro
paredes, dejando al descubierto al mundo entero. Ante él, divisó el mar y los
buques navegando. A la derecha, vio unos pueblos desconocidos habitados por
gente no cristiana. A la izquierda vivían cristianos, pero no eran rusos. Y,
finalmente, detrás de él se veía el pueblo ruso.
-Voy a ver lo que ocurre en mi casa. ¿Habrá
sido buena la cosecha? -se dijo mirando en dirección a las tierras de su padre.
Empezó a contar las gavillas para saber si habían recogido mucho trigo, cuando
vio avanzar un carro guiado por un mujik. Era el ladrón Vasili Kudriashov, que
se dirigía al campo a robar las gavillas.
Irritado, el ahijado gritó:
-Padrecito, están robando el trigo.
El padre se despertó. «He soñado que están
robando en nuestro campo, voy a verlo», pensó, y, montando un caballo, se
dirigió a sus tierras.
Al llegar, descubrió a Vasili y llamó a los
campesinos en su ayuda. Azotaron a Vasili y, maniatado, lo condujeron a la
cárcel.
El ahijado miró a la ciudad donde residía
su madrina. Ésta se había casado con un comerciante. Se hallaba durmiendo y,
mientras, su marido se dirigía a casa de su amante. El ahijado le gritó a su
madrina:
-¡Levántate, que tu marido está haciendo
cosas malas!
La mujer se levantó, fue en busca de su
esposo, lo avergonzó y lo echó de su lado.
Después, el ahijado miró a su casa. Su
madre dormía sin darse cuenta de que se había introducido en la isba un ladrón,
que estaba forzando un baúl. Entonces la madre se despertó y dio un grito. El
malhechor se abalanzó sobre ella blandiendo un hacha.
Sin poderse contener, el ahijado lanzó el
cetro y le dio en la sien al ladrón, matándolo en el acto.
VI
En aquel instante se volvieron a cerrar las
paredes, quedando la sala como antes. Entonces se abrió la puerta y apareció el
padrino. Se acercó a su ahijado, lo tomó de la mano y, bajándolo del trono le
dijo:
-No has cumplido mi orden. Lo primero que
has hecho mal fue abrir esta puerta; lo segundo subir al trono y lo tercero
añadir mucho mal al mundo. Permaneciendo media hora más en el trono, hubieras
echado a perder medio mundo.
El padrino sentó luego al ahijado en el
trono y cogió el cetro. Otra vez se derrumbaron las paredes y se vio todo lo que
ocurría por el mundo.
El padrino dijo:
-Mira lo que le has hecho a tu padre.
Vasili ha estado un año en la cárcel, con lo que se ha exasperado aún más. Ves,
ha dejado escapar dos caballos de tu padre y está incendiando su granja. Esto
es lo que has conseguido.
Después, el padrino mandó a su ahijado que
mirara en otra dirección.
-Ya hace un año que el marido de tu madrina
ha abandonado a ésta. Su amante ha desaparecido y él se ha marchado por ahí con
otras mujeres. Tu madrina se ha entregado a la bebida a causa de su pena -dijo
el padrino, y le mandó al ahijado que mirase hacia su casa.
Entonces, éste vio a su madre que lloraba,
arrepentida de sus pecados, diciendo:
-Mejor sería que me hubiese matado el
bandido, no habría yo pecado tanto.
-He aquí lo que has hecho a tu madre.
Y el padrino le mandó al ahijado que mirase
hacia abajo. Allí vio al bandido en el purgatorio.
Después, el padrino dijo:
-Este malhechor ha asesinado a nueve
personas. Debía de haber redimido sus pecados, pero al matarlo, los has tomado
sobre ti. Ahora eres tú quien debe dar cuenta de sus pecados. He aquí lo que te
has buscado. La osa empujó por primera vez el tronco de roble y con ello sólo
molestó a los oseznos, lo empujó por segunda vez y mató al mayor de ellos y,
cuando lo hizo por tercera vez, halló la muerte. Lo mismo has hecho tú. Te doy
treinta años de plazo. Vete por el mundo a redimir los pecados del bandido. Si
los redimes, tendrás que ocupar su puesto.
El ahijado preguntó:
-¿Cómo puedo yo redimir sus pecados?
-Cuando hayas aniquilado tanto mal en el
mundo como el que has hecho, entonces habrás redimido tus pecados y los de ese
hombre.
-¿Y cómo aniquilar el mal? -volvió a
inquirir el ahijado.
-Camina en línea recta, en dirección al
levante hasta que llegues a un campo. Observa lo que hacen los hombres y
enséñales lo que sepas. Luego sigue tu camino, observando lo que veas. Al
cuarto día de marcha, llegarás a un bosque donde hay una ermita. En ella vive
un ermitaño, cuéntale todo lo que hayas visto y él te enseñará lo que debes
hacer. Cuando cumplas todo lo que te mande el ermitaño, habrás redimido tus
pecados y los del bandido.
Diciendo esto, el padrino acompañó a su ahijado
hasta la verja del jardín y le despidió.
VII
El ahijado se puso en camino, pensando:
«¿Cómo destruiré el mal? ¿Qué debo hacer para aniquilarlo sin tomar sobre mí
los pecados de los demás?». Meditó sobre esto, mas no pudo llegar a ninguna
conclusión.
Anduvo mucho y llegó a un campo. El trigo
estaba muy crecido y granado, a punto ya para segarlo. Una ternera había
entrado en el sembrado y los campesinos, montados, la perseguían de un lado
para otro. La ternera se disponía a saltar fuera del trigo pero, asustándose de
los hombres, volvía a meterse en el campo. Y de nuevo la perseguían los
aldeanos. Junto a la vereda, una mujer lloraba y decía:
-Van a agotar a mi ternera.
Entonces, el ahijado les dijo a los
campesinos:
-¿Por qué obran así? Salgan todos fuera del
trigo y que la mujer llame a la ternera.
Los campesinos obedecieron. La mujer se
acercó al sembrado y se puso a llamar a la ternera. El animal irguió las
orejas, permaneció un rato escuchando y salió corriendo hacia su ama. Todos se
alegraron mucho.
El ahijado siguió su camino, pensando:
«Ahora veo que el mal se multiplica con el mal. Cuanto más se le persigue,
tanto más se difunde. Pero lo que no sé es cómo se podría destruir. La ternera
ha obedecido a su ama, pero si no lo hubiera hecho, ¿cómo hacerla salir del
trigo?».
Por más que meditó sobre esto, no llegó a
ninguna conclusión y siguió camino adelante.
VIII
El ahijado anduvo mucho hasta que llegó a
una aldea. En una isba, donde sólo había una mujer que estaba fregando, pidió
permiso para pernoctar.
Se instaló en un banco y observó a la dueña
de la isba. Había terminado de fregar el suelo y se puso a limpiar la mesa. La
frotaba sin conseguir dejarla limpia, pues el paño que utilizaba estaba sucio.
El ahijado preguntó:
-¿Qué haces, mujer?
-¿No ves que estoy limpiando en víspera de
las fiestas? Pero no hay manera de dejar limpia esta mesa, estoy completamente
agotada.
-Debes aclarar antes el paño.
La mujer obedeció y no tardó en dejar
limpia la mesa.
-Gracias por haberme enseñado -dijo.
A la mañana siguiente, el ahijado se
despidió y emprendió de nuevo la marcha. Anduvo mucho hasta que llegó a un
bosque. Allí vio a varios hombres que estaban curvando unos arcos. Al
acercarse, se dio cuenta de que los hombres daban vueltas, pero los arcos no se
curvaban. Se les movía el banco, pues no estaba fijado. Entonces, les dijo:
-¿Qué hacen, muchachos?
-Estamos curvando arcos. Los hemos remojado
dos veces ya, nos hemos extenuado sin haber logrado curvarlos.
-Deben fijar el banco.
Los mujiks obedecieron y entonces se les
dio bien el trabajo. El ahijado pernoctó con ellos y, después, siguió su
camino. Anduvo durante todo el día y toda la noche. Al amanecer, llegó a un
lugar donde se hallaban unos pastores. Se detuvo a descansar junto a ellos. Los
pastores, que ya habían recogido el ganado, trataban de encender una hoguera.
Encendieron unas ramas secas y, antes de que se hubieran prendido, echaron
encima ramas húmedas, con lo cual apagaron el fuego. Varias veces trataron de
encender la hoguera del mismo modo, sin conseguirlo.
Entonces les dijo el ahijado:
-No se apresuren tanto en echar las ramas
húmedas, esperen primero a que se prendan bien las secas. Entonces podrán echar
las húmedas, que también se prenderán.
Los pastores hicieron lo que les aconsejaba
el ahijado y entonces se les prendió la hoguera. Después de permanecer un rato
con ellos, el ahijado volvió a ponerse en camino. Iba pensando qué significaba
lo que había visto, pero no llegó a entenderlo.
Después de caminar todo el día, llegó a
otro bosque donde había una ermita. Se acercó y llamó a la puerta. Alguien
preguntó desde dentro:
-¿Quién es?
-Un gran pecador que va a redimir los
pecados de sus semejantes.
Salió el ermitaño y le hizo varias
preguntas.
El ahijado le relató todo lo que le había
ocurrido desde que se encontró con su padrino.
-He comprendido que no se puede aniquilar
el mal por medio del mal, pero no llego a entender cómo debe destruirse.
Entonces le dijo el ermitaño.
-Dime lo que has visto en el camino.
El ahijado le relató todo lo que había
visto hasta llegar allí.
El ermitaño le escuchó atentamente. Después
entró en la ermita y salió trayendo un hacha.
-Vámonos -dijo.
Llegaron hasta un árbol y el ermitaño,
mostrándoselo al ahijado, le ordenó:
-Tala este árbol.
Dando varios hachazos, el ahijado derribó
el árbol.
-Pártelo en tres -dijo el ermitaño.
El ahijado cumplió la orden. Entonces, el
ermitaño entró en la ermita y salió de nuevo trayendo fuego.
-Quema estos tres troncos.
El ahijado los prendió y los troncos
ardieron hasta convertirse en tizones.
-Ahora planta estos tizones.
El ahijado hizo lo que le mandaban.
-¿Ves el río que corre al pie de esta
montaña? Tienes que regar estos tizones, trayendo en la boca el agua. Riega el
primero, el segundo y el tercero, lo mismo que le enseñaste a la mujer, a los
artesanos y a los pastores lo que debían hacer. Cuando estos tizones crezcan y
se conviertan en manzanos, sabrás cómo aniquilar el mal y redimirás los
pecados.
X
El ahijado se fue hacia el río. Se llenó la
boca de agua, regó un tizón, volvió al río y luego regó los otros dos.
Sintiéndose cansado y hambriento, se dirigió a la ermita para pedir algún
alimento al ermitaño, pero al entrar en ella, lo halló muerto. El ahijado
encontró unos mendrugos de pan y se los comió; luego buscó una azada y fue a
cavar una fosa para enterrar al viejo. De noche regaba los tizones y, durante
el día cavaba la fosa. Cuando estuvo preparada la fosa y el ahijado se disponía
a enterrar al ermitaño, llegaron las gentes de la ciudad, trayendo alimentos
para el viejo.
Entonces se enteraron de que éste había
muerto, dejando en su puesto al ahijado. Dieron sepultura al ermitaño, le
dejaron pan al ahijado y, prometiendo traerle más, se fueron.
El ahijado se quedó a vivir en el puesto
del viejo. Cumplía lo que aquél le había mandado. Regaba los tres tizones
trayendo el agua en la boca y se alimentaba con las limosnas de la gente.
Así transcurrió un año. Corrieron rumores
de que en el bosque vivía un santo varón que redimía sus pecados. Mucha gente
visitaba al ahijado; también solían ir a verlo comerciantes ricos que le
llevaban obsequios. El ahijado tomaba tan sólo lo que necesitaba y repartía lo
demás entre los pobres.
Desde entonces, el ahijado dedicaba medio
día a regar los tizones y la otra mitad, a recibir a la gente y descansar.
Pensaba que cuando le habían mandado vivir
así, era ésta la manera de redimir los pecados y de destruir el mal.
Así transcurrió otro año; el ahijado no
dejó de regar ni un solo día, pero los tizones no crecían.
Una vez oyó que cabalgaba un hombre
entonando una canción. Salió a ver quién era. Montando un hermoso caballo con
buena silla, se acercaba un hombre joven, fuerte y bien vestido.
El ahijado le detuvo y le preguntó quién
era y adónde se dirigía.
-Soy un malhechor, asalto a la gente por
los caminos; cuantas más personas mato, tanto más alegres son mis canciones.
El ahijado se horrorizó y pensó: «¿Cómo
aniquilar el mal en semejante hombre? Me resulta fácil convencer a las personas
que vienen a verme, pues se arrepienten por sí mismas. En cambio, este hombre
se jacta del daño que hace».
Sin pronunciar ni una palabra más, el
ahijado se apartó del bandido, mientras pensaba: «¿Qué hacer? Si este hombre se
aficiona a venir por aquí, asustará a las gentes y éstas dejarán de visitarme.
Con ello se verán perjudicadas y además, ¿de qué viviré yo?»
Entonces se dirigió al bandido, diciéndole:
-Las gentes que vienen aquí no se jactan
del mal que han hecho, vienen a arrepentirse y a rezar por sus pecados.
Arrepiéntete también, si temes a Dios. Pero si no quieres hacerlo, márchate y
no vuelvas por aquí. No me turbes ni asustes a la gente. Si no obedeces, te
castigará Dios.
El bandido se echó a reír.
-No temo a Dios ni te obedeceré. Tú no eres
quién para mandarme. Te alimentas por medio de tus oraciones y yo por medio del
robo. Todos tenemos que comer. Predica a las mujeres que vienen a verte; a mí
no tienes que enseñarme nada. Por haberme hablado de Dios, mañana mataré a dos
personas más. También te mataría a ti, pero no quiero mancharme las manos. No
vuelvas a ponerte ante mi vista desde ahora en adelante.
XI
Un día, después de haber regado los
tizones, el ahijado se hallaba descansando en la ermita. Miraba al sendero
esperando ver aparecer a la gente. Pero aquel día nadie lo visitó. El ahijado
permaneció solo hasta la noche. Se sintió invadido por la tristeza y meditó
sobre su vida. Recordó que el bandido le había reprochado que sus oraciones le
sirvieran de medio para sustentarse. «No vivo según me ha ordenado el ermitaño.
Me ha impuesto una penitencia para redimir los pecados, en cambio yo obtengo
beneficios de ella y hasta he llegado a hacerme célebre. Cuando estoy solo me
aburro y si viene gente a visitarme, lo único que me alegra, es que difunden mi
santidad. No es así como debo vivir. Aun no he redimido los antiguos pecados y
ya he cometido otros nuevos. Me iré a otro lugar del bosque para que la gente
no me encuentre. Iniciaré una vida nueva para redimir los antiguos pecados y no
cometer otros nuevos». Entonces tomó un zurrón con mendrugos de pan y una azada
para construirse una choza en un lugar solitario. Cuando iba camino adelante,
vio al bandido que venía a su encuentro. Atemorizado, quiso huir, pero el
bandido lo alcanzó y le preguntó:
-¿Adónde vas?
El ahijado le contó que deseaba ocultarse
de la gente, estableciéndose en un lugar solitario.
El malhechor se sorprendió:
-¿Con qué te vas a sustentar si deja de
visitarte la gente?
El ahijado ni siquiera había pensado en
esto.
-Me alimentaré con lo que Dios me mande -le
respondió.
El bandido prosiguió su camino.
«No le he dicho nada acerca de su vida. Tal
vez se arrepienta ahora. Hoy parece estar de mejor talante. No me ha amenazado
con matarme» -pensó y le gritó:
-Debías arrepentirte. No podrás huir de
Dios.
El malhechor volvió grupas, sacó un puñal y
lo blandió. El ahijado huyó bosque adentro. El bandido no le persiguió, sólo le
dijo:
-Viejo, te he perdonado dos veces. No te
presentes ante mí por tercera vez, pues te mataré.
Al decir esto, desapareció.
Por la noche, el ahijado fue a regar los
tizones y vio que uno de ellos había retoñado.
XII
El ahijado vivió solitario, sin ver a
nadie. Se le acabaron los mendrugos. «Ahora comeré raíces», pensó.
En cuanto se puso a buscar raíces, vio una
bolsita con mendrugos de pan colgada de una rama. Cogió la bolsa y se alimentó
con aquellos mendrugos. Cuando se le terminaron, halló otra bolsa con pan en la
misma rama. Allí vivía el ahijado. Sólo tenía un motivo de sufrimiento: su
temor al bandido. En cuanto lo oía cabalgar, se escondía, pensando: «Me matará
sin darme tiempo de redimir los pecados».
De este modo transcurrieron diez años. El
manzano crecía y los otros dos tizones seguían en el mismo estado.
Un día, después de regar el manzano y los
tizones, el ahijado se sentó a descansar. «He pecado temiendo morir. Si Dios lo
dispone así, redimiré los pecados por medio de la muerte», pensó, y al punto
oyó que venía el malhechor lanzando invectivas. «Lo bueno y lo malo sólo me
puede venir de Dios», se dijo el ahijado, y fue al encuentro del bandido. Éste
no venía solo: en su caballo traía a un hombre amordazado y maniatado. El
ahijado detuvo al malhechor:
-¿Adónde llevas a este hombre?
-Al bosque. Es el hijo de un comerciante.
No quiere revelarme dónde guarda su padre el dinero. Lo azotaré hasta que me lo
diga.
Diciendo esto, el bandido se disponía a
seguir adelante. Pero el ahijado se lo impidió, asiendo las bridas del caballo.
-¡Suelta a este hombre!
El malhechor se irritó e hizo ademán de
pegar al ahijado.
-¿Quieres correr la misma suerte que él? Ya
te he dicho que te voy a matar. ¡Suelta el caballo!
Pero el ahijado permaneció impávido.
-No me impones, sólo temo a Dios. Deja en
paz a este hombre.
El bandido se entristeció. Sacó un puñal y,
cortando las cuerdas, dejó en libertad al hijo del comerciante.
-Márchense los dos y no se vuelvan a poner
ante mi vista -dijo.
El hijo del comerciante saltó del caballo y
echó a correr.
El bandido iba ya a reemprender la marcha,
pero el ahijado lo retuvo y le aconsejó que cambiara de manera de vivir.
El malhechor lo escuchó en silencio,
alejándose sin proferir palabra. A la mañana siguiente, el ahijado vio que
había retoñado el segundo tizón.
XIII
Transcurrieron otros diez años. El ahijado
no deseaba nada. No temía a nadie y en su corazón reinaba la alegría. «¡Qué
bienestar tan grande concede Dios a los hombres! En vano se atormentan. Podrían
vivir felices», se decía. Y recordó todo el mal de la humanidad. Y se
compadeció de los hombres. «Hago mal en vivir así; es necesario ir a decir a
los hombres lo que sé» -pensó.
Y entonces oyó que venía el bandido. Lo
dejó pasar de largo. «No merece la pena de hablar con él, ni siquiera me
entenderá». Pero después cambió de parecer. Alcanzó al bandido, que cabalgaba
triste, mirando hacia el suelo. Lo contempló y se apiadó de él.
-Hermano querido, ¡compadécete de tu alma!
No olvides que llevas en ti el soplo divino. Sufres, atormentas a tus
semejantes y has de padecer aún más. ¡Dios te quiere tanto! No te pierdas,
hermano. ¡Cambia tu vida! -exclamó el ahijado asiendo por una rodilla al
malhechor.
Éste frunció el ceño y, volviéndose, dijo:
-¡Déjame!
El ahijado sujetó con más fuerza al bandido
y se deshizo en lágrimas.
-Viejo, me has vencido. He luchado contra
ti durante veinte años, pero has podido conmigo. Haz de mí lo que desees. Ya no
tengo poder sobre ti. La primera vez que has tratado de convencerme tan sólo
lograste irritarme. He meditado sobre tus palabras cuando supe que te habías
apartado de la gente y que nada necesitabas de los hombres. Desde entonces, yo
te ponía los mendrugos en la rama del árbol.
El ahijado recordó en aquel momento que la
mujer sólo logró limpiar la mesa una vez que hubo aclarado el paño. Cuando él
dejó de preocuparse de sí mismo, purificó su corazón y comenzó a purificar los
de sus semejantes.
-Mi corazón se conmovió al ver que no
temías a la muerte -prosiguió el bandido.
El ahijado recordó entonces que los
artesanos sólo pudieron curvar los arcos cuando fijaron el banco. Cuando él
dejó de temer a la muerte afianzó su vida en Dios y venció un corazón
invencible.
-Mi corazón se dulcificó solamente cuando
te compadeciste de mí y te echaste a llorar.
Invadido por la alegría, el ahijado llevó
al bandido al lugar donde estaban plantados los tizones. También el tercero se
había convertido en un manzano. Entonces recordó el ahijado que los pastores
sólo consiguieron prender las ramas mojadas cuando el fuego estuvo bien
encendido. Cuando se inflamó su corazón, se dulcificó el del malhechor.
Fue inmensa la alegría del ahijado cuando
comprendió que había redimido los pecados que pesaban sobre él.
Después de relatar su vida al bandido, el
ahijado murió. El malhechor le dio sepultura y, redimido, comenzó a vivir según
le había dicho el ahijado, enseñando a las gentes.
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