EL NIÑO DE JUNTO AL CIELO
Por alguna desconocida razón, Esteban había llegado al lugar exacto, precisamente al único lugar….Pero, ¿no sería más bien, que “aquello” había venido hacia él? Bajó la vista y volvió a mirar. Sí, ahí seguía el billete anaranjado, junto a sus pies, junto a su vida.
-¿Por qué, por qué, él?
Su madre se había encogido de hombros al pedirle él, autorización para conocer la ciudad, pero después le advirtió que tuviera cuidado con los carros y con las gentes. Había descendido desde el cerro hasta la carretera y, a los pocos pasos, divisó “aquello” junto al sendero que corría paralelamente a la pista.
Vacilante, incrédulo, se agachó y lo tomó entre sus manos. Diez, diez, diez era un billete de diez soles, un billete que contenía muchísimas pesetas, innumerables reales. ¿Cuántos reales, ¿cuántos medios exactamente? Los conocimientos de Esteban no abarcaban tales complejidades y, por otra parte, le bastaba con saber que se trataba de un papel anaranjado que decía “diez” por sus dos lados.
Siguió por el sendero, rumbo a los edificios que se veían más allá de ese otro cerro cubierto de casas. Esteban caminaba unos metros, se detenía y sacaba el billete de su bolsillo para comprobar su indispensable presencia. ¿Había venido el billete hacia él -se preguntaba- o era él, el que había ido hacía el billete?
Cruzó la pista y se internó en un terreno salpicado de basura, desperdicios de albañilería y excremento; llegó a una calle y desde allí divisó al famoso mercado, el Mayorista, del que tanto había oído hablar. ¿Eso era Lima, Lima, Lima…? La palabra le sonaba a hueco. Recordó: su tío le había dicho que Lima era una ciudad grande, tan grande que en ella vivía un millón de personas.
-¿La bestia con un millón de cabezas? Esteban había soñado hacía unos días, antes del viaje, en eso: una bestia con un millón de cabezas. Y ahora, él, con cada paso que daba, Iba internándose dentro de la bestia.
Se detuvo, miró y meditó: la ciudad, el Mercado Mayorista, los edificios de tres y cuatro pisos, los autos, la infinidad de gentes –algunas como él, otras no como él- y el billete anaranjado, quieto, dócil, en el bolsillo de su pantalón. El billete llevaba el “diez” por ambos lados y en eso se parecía a Esteban. Él también llevaba el “diez” en su rostro y en su conciencia. El “diez años” lo hacía sentirse seguro y confiado, pero sólo hasta cierto punto. Antes, cuando comenzaba a tener noción de las cosas y de los hechos, la meta, el horizonte, había sido fijado en los diez años. ¿Y ahora? Ni, desgraciadamente no. Diez años no era todo. Esteban se sentía incompleto aún. Quizá si cuando tuviera doce, quizá si cuando llegara a los quince. Quizá ahora mismo, con la ayuda del billete anaranjado.
Estuvo dando algunas vueltas, atisbando dentro de la bestia, hasta que llegó a sentirse parte de ella. Un millón de cabezas y, ahora, una más. La gente se movía, se agitaba, unos iban en una dirección, otros en otra, y él. Esteban, con el billete anaranjado, quedaba siempre en el centro de todo, en el ombligo mismo.
Unos muchachos de su edad jugaban en la vereda. Esteban se detuvo a unos metros de ellos y quedó observando el ir y venir de las bolas; jugaban dos y el resto hacía ruedo. Bueno, había andado unas cuadras y por fin encontraba seres como él, gente que no se movía incesantemente de un lado a otro. Parecía, por lo visto, que también en la ciudad había seres humanos.
¿Cuánto tiempo estuvo contemplándolos? ¿Un cuarto de hora? ¿Media hora? ¿Una hora, acaso dos? Todos los chicos se habían ido, menos uno. Esteban quedó mirándolo, mientras su mano dentro del bolsillo acariciaba el billete:
-¡Hola, hombre!
-Hola…-respondió Esteban susurrando, casi.
El chico era más o menos de su misma edad y vestía pantalón y camisa de un mismo tono, algo que debió ser kaki en otros tiempos, pero que ahora pertenecía a esa categoría de colores vagos e indefinibles.
-¿Eres de por acá? –le preguntó a Esteban.
-Sí, este. . . –se aturdió y no supo cómo explicar que vivía en el cerro y que estaba en viaje de exploración a través de la bestia de un millón de cabezas.
-¿De dónde, ah? –se había acercado y estaba frente a Esteban. Era más alto y sus ojos inquietos le recorrían de arriba abajo- ¿De dónde, ah? –volvió a preguntar.
-De allá, del cerro –y Esteban señaló en la dirección en que había venido.
-¿San Cosme?
Esteban meneó la cabeza, negativamente.
-¿Del Agustino?
-¡Sí, de ahí! Exclamó sonriendo. Ese era el nombre y ahora lo recordaba. Desde hacía meses, cuando se enteró de la decisión de su tío de venir a radicarse a Lima, venía averiguando cosas de la ciudad. Fue así como supo que Lima era muy grande, demasiado grande, tal vez; que había un sitio que se llamaba Callao y que ahí llegaban buques de otros países; que habían lugares muy bonitos, tiendas enormes, calles larguísimas…¡Lima…! Su tío había salido dos meses antes que ellos con el propósito de conseguir casa. Una casa. ¿En qué sitio será?, le había preguntado a su madre. Ella tampoco sabía. Los días corrieron y después de muchas semanas llegó la carta que ordenaba partir. ¡Lima…! ¿El cerro del Agustino, Esteban? Pero él no lo llamaba así. Ese lugar tenía otro nombre. La choza que su tío había levantado quedaba en el barrio de Junto al Cielo. Y Esteban era el único que lo sabía.
-Yo no tengo casa… -dijo el chico después de un rato. Tiró una bola contra la tierra y exclamó: -¡Caray, no tengo!
-¿Dónde vives entonces? –se animó a inquirir Esteban.
El chico recogió la bola, la frotó en su mano y luego respondió:
-En el mercado, cuido la fruta, duermo a ratos -amistoso y sonriente-, puso una mano sobre el hombro de Esteban y preguntó:
-¿Cómo te llamas tú?
-Esteban…
-Yo me llamo Pedro –tiró la bola al aire y la recibió en la palma de su mano-. Te juego, ¿Ya Esteban?
Las bolas rodaron sobre la tierra, persiguiéndose mutuamente. Pasaron los minutos, pasaron hombres y mujeres junto a ellos, pasaron autos por la calle, siguieron pasando los minutos. El juego había terminado. Esteban no tenía nada que hacer junto a la habilidad de Pedro. Las bolas al bolsillo y los pies sobre el cemento gris de la acera. ¿A dónde, ahora? Empezaron a caminar juntos. Esteban se sentía más a gusto en compañía de Pedro, que estando solo.
Dieron algunas vueltas. Más y más edificios. Más y más gentes. Más y más autos en la calle. Y el billete anaranjado seguía en el bolsillo. Esteban lo recordó.
-¡Mira lo que encontré! –lo tenía entre sus dedos y el viento lo hacía oscilar levemente.
-¡Caray! –exclamó Pedro y lo tomó, examinándolo al detalle-. ¡Diez soles, caray! ¿Dónde lo encontraste?
-Junto a la pista, cerca del cerro –explicó Esteban.
Pedro le devolvió el billete y se concentró un rato. Luego preguntó:
-¿Qué piensas hacer, Esteban?
-No sé, guardarlo, seguro… -y sonrió tímidamente.
-¡Caray, con una libra haría negocios, palabra que sí!
-¿Cómo?
Pedro hizo un gesto impreciso que podía revelar, a un mismo tiempo, muchísimas cosas. Su gesto podría interpretarse como una total despreocupación por el asunto –los negocios- o como una gran abundancia de posibilidades y perspectivas. Esteban no comprendió.
-¿Qué clase de negocio, ah?
-¡Cualquier clase, hombre! –pateó una cáscara de naranja que rodó desde la vereda hasta la pista; casi inmediatamente pasó un ómnibus que la aplanó contra el pavimento-. Negocios hay de sobra, palabra que sí. Y en unos días cada uno de nosotros podría tener otra libra en el bolsillo.
-¿Una libra más? –preguntó Esteban asombrándose.
-¡Pero claro, claro que sí…! –volvió a examinar a Esteban y le preguntó: ¿Tú eres de Lima?
Esteban se ruborizó. No, él no había crecido al pie de las paredes grises, ni jugado sobre el cemento áspero e indiferente. Nada de eso en sus diez años, salvo lo de ese día…
-No, no soy de acá, soy de Tarma; llegué ayer…
-¡Ah! –exclamó Pedro, observándolo fugazmente- ¿De Tarma, no?
Habían dejado atrás el mercado y estaban junto a la carretera. A medio kilómetro de distancia se alzaba el cerro del Agustino, el barrio de Junto al Cielo, según Esteban! Antes del viaje, en Tarma, se había preguntado: ¿Iremos a vivir a Miraflores, al Callao, a San Isidro, a Chorrillos, en cuál de esos barrios quedará la casa de mi tío? Había tomado el ómnibus y después de varias horas de pesado y fatigante viaje, arriban a Lima. ¿Miraflores? ¿La Victoria ? ¿San Isidro? ¿Callao? ¿A dónde Esteban, a dónde? Su tío había mencionado el lugar y era la primera vez que Esteban lo oía nombrar. Debe ser algún Barrionuevo pensó. Tomaron un auto y cruzaron calles y más calles. Todas diferentes pero, cosa curiosa, todas parecidas, también. El auto los dejó al pie de un cerro. Casas junto al cerro, casa en mitad del cerro, casas en la cumbre del cerro. Habían subido y una vez arriba, junto a la choza que había levantado su tío, Esteban contempló la bestia con un millón de cabezas. La “cosa” se extendía y se desparramaba, cubriendo la tierra de casas, calles, techos, edificios, más allá de lo que su vista podía alcanzar. Entonces Esteban había levantado los ojos, y se había sentido tan encima de todo –o tan bajo, quizá- que había pensado que estaba en el barrio de Junto al Cielo.
-Oye, ¿quisieras entrar en algún negocio, conmigo?
Pedro se había detenido y lo contemplaba, esperando respuesta.
-¿Yo…? –titubeando preguntó: -¿Qué clase de negocio? ¿Tendrían otro billete mañana?
-¡Claro que sí, por su puesto! –afirmó resueltamente.
La mano de Esteban acarició el billete y pensó que podría tener otro billete más, y otro más, y mucho más. Muchísimos billetes más, seguramente. Entonces el “diez años” sería esa meta que siempre había soñado.
-¿Qué clase de negocios se puede, ah? –preguntó Esteban.
Pedro sonrió y explicó:
-Negocios hay muchos… Podríamos comprar periódicos y venderlos por Lima; podríamos comprar revistas, chistes… -hizo una pausa y escupió con vehemencia. Luego dijo, entusiasmándose: -Mira, compramos diez soles de revistas y las vendemos ahora mismo, en la tarde, tenemos quince soles, palabra.
-¿Quince soles?
-¡Claro, quince soles! ¡Dos cincuenta para ti y dos cincuenta para mí! ¿Qué te parece, ah?
Convinieron en reunirse al pie del cerro dentro de una hora; convinieron en que Esteban no diría nada, ni a su madre ni a su tío; convinieron en que venderían revistas y que de la libra de Esteban, saldrían muchísimas otras.
Esteban había almorzado apresuradamente y le había vuelto a pedir permiso a su madre para bajar a la ciudad. Su tío no almorzaba con ellos, pues en su trabajo le daban de comer gratis, completamente gratis, como había recalcado al explicar su situación. Esteban bajó por el sendero ondulante, saltó la acequia y se detuvo al borde de la carretera, justamente en el mismo lugar en que había encontrado, en la mañana, el billete de diez soles. Al poco rato apareció Pedro y empezaron a caminar juntos, internándose dentro de la bestia de un millón de cabezas.
-Vas a ver qué fácil es vender revistas, Esteban. Las ponemos en cualquier sitio, la gente la ve y, listo las compran para sus hijos. Y si queremos nos ponemos a gritar en la calle el nombre de las revistas, y así vienen más rápido… ¡Ya vas a ver qué bueno es hacer negocios…!
-¿Queda muy lejos el sitio? –preguntó Esteban, al ver que las calles seguían alargándose hasta el infinito. Qué lejos había quedado Tarma, qué lejos había quedado todo lo que hasta hacía unos días había sido habitual para él.
-No, ya no. Ahora estamos cerca del tranvía y nos vamos gorreando hasta el centro.
-¿Cuánto cuesta el tranvía?
-¡Nada, hombre! –y se rió de buena gana-. Lo tomamos no más y le decimos al conductor que nos deje ir hasta la Plaza de San Martín.
Más y más cuadras. Y los autos, algunos viejos, otros increíblemente nuevos y flamante, pasaban veloces, rumbo sabe Dios dónde.
-¿A dónde va toda esa gente en auto?
Pedro sonrió y observó a Esteban. Pero, ¿a dónde iban realmente? Pedro no halló ninguna respuesta satisfactoria y se limitó a mover la cabeza de un lado a otro. Más y más cuadras. Al fin terminó la calle y llegaron a una especie de parque.
-¡Corre! –le gritó Pedro, de súbito. El tranvía comenzaba a ponerse en marcha. Corrieron, cruzaron en dos saltos la pista y se encaramaron al estribo.
Una vez arriba se miraron, sonrientes. Esteban empezó a perder el temor y llegó a la conclusión de que seguía siendo el centro de todo. La bestia de un millón de cabezas, no era tan espantosa como había soñado, y ya no le importaba estar siempre, aquí o allá, en el centro mismo de la bestia.
Parecía que el tranvía se había detenido definitivamente, esta vez, después de una serie de paradas. Todo el mundo se había levantado de sus asientos y Pedro lo estaba empujando.
-Vamos, ¿qué esperas?
-¿Aquí es?
-Claro, baja.
Descendieron y otra vez a rodar sobre la piel de cemento de la bestia. Esteban veía más gente y las veía marchar –sabe Dios, dónde- con más prisa que antes. ¿Por qué no caminaban tranquilos, suaves, con gusto, como la gente de Tarma?
-Después volvemos y por estos mismos sitios vamos a vender las revistas.
-Bueno –asintió Esteban. El sitio era lo de menos, se dijo, lo importante era vender las revistas, y que la libra se convertiría en varias más. Eso era lo importante.
-¿Tú tampoco tienes papá? –le preguntó Pedro, mientras doblaban hacia una calle por la que pasaban los rieles del tranvía.
-No, no tengo… -y bajó la cabeza, entristecido-. Luego de un momento, Esteban preguntó: -¿Y tú?
-Tampoco, ni papá ni mamá. –Pedro se encogió de hombros y apresuró el paso. Después inquirió descuidadamente:
-¿Y al que le dices “tío”?
-Ah…él vive con mi mamá, ha venido a Lima de chofer… -calló, pero en seguida dijo: -Mi papá murió cuando yo era chico…
-¡Ah, caray…! ¿Y tu tío qué tal te trata?
-Bien; no se mete conmigo para nada.
-¡Ah!
Habían llegado al lugar. Tras un portón se veía un patio más o menos grande, puertas, ventanas, y dos letreros que anunciaban revistas al por mayor.
-Ven, entra –le ordenó Pedro.
Esteban entró. Desde el piso hasta el techo había revistas, y algunos chicos como ellos, dos mujeres y un hombre, seleccionaban sus compras. Pedro se dirigió a uno de los estantes y fue acumulando revistas bajo el brazo. Las contó y volvió a revisarlas.
-Paga.
Esteban vaciló un momento. Desprenderse del billete anaranjado era más desagradable de lo que había supuesto. Se estaba bien teniéndolo en el bolsillo y pudiendo acariciarlo cuantas veces fuera necesario.
-Paga –repitió Pedro, mostrándole las revistas a un hombre gordo que controlaba la venta.
-¿Es justo una libra?
-Sí, justo. Diez revistas a un sol cada una.
Oprimió el billete con desesperación, pero al fin terminó por extraerlo del bolsillo. Pedro se lo quitó rápidamente de la mano y lo entregó al hombre.
-Vamos –dijo jalándolo.
Se instalaron en la Plaza san Martín y alinearon las diez revistas en uno de los muro que circunda el jardín. Revistas, revistas, revistas señor, revistas señora, revistas, revistas. Cada vez que una de las revistas desaparecía con un comprador, Esteban suspiraba aliviado. Quedaban seis revistas y pronto, de seguir así las cosas, no habría de quedar ninguna.
-¿Qué te parece, ah? –preguntó Pedro, sonriendo con orgullo.
-Está bueno, está bueno… y se sintió enormemente agradecido a su amigo y socio.
-Revistas, revistas, ¿no quiere un chiste, señor? El hombre se detuvo y examinó las carátulas.
-¿Cuánto?
-Un sol cincuenta, no más…
La mano del hombre quedó indecisa sobre dos revistas. ¿Cuál, cuál llevará? Al fin se decidió.
-Cóbrese.
Y las monedas cayeron tintineantes, al bolsillo de Pedro. Esteban se limitaba a observar, meditaba, sacaba sus conclusiones: una cosa era soñar, allá en Tarma; con una bestia de un millón de cabezas y otra era estar en Lima, en el centro mismo del universo, absorbiendo y paladeando con fruición la vida. Él era el socio capitalista y el negocio marchaba estupendamente bien. Revistas, revistas, gritaba el socio industrial, y otra revista más que desaparecía en manos impacientes. ¡Apúrate con el vuelto! Exclamaba el comprador. Y todo el mundo caminaba aprisa, rápidamente ¿A dónde van que se apuran tanto?. Pensaba Esteban.
Bueno, bueno, la bestia era una bestia bondadosa, amigable, aunque algo difícil de comprender. Eso no importaba; seguramente; con el tiempo, se acostumbraría. Era una magnífica bestia que estaba permitiendo que el billete de diez soles se multiplicara. Ahora ya no quedaba más que dos revistas sobre el muro. Dos nada más, y ocho desparramándose por desconocidos e ignorados rincones de la bestia, Revistas, revistas, chistes a sol cincuenta, chistes… Listo, ya no quedaba más que una revista y Pedro anunció que eran las cuatro y media.
-¡Caray, me muero de hambre, no he almorzado…! –prorrumpió luego.
-¿No has almorzado?
-No, no he almorzado…-observó a posibles compradores entre las personas que pasaban y después sugirió: -¿Me podrías ir a comprar un pan o bizcocho
-Bueno –aceptó Esteban, inmediatamente.
Pedro sacó un sol de su bolsillo y explicó:
-Esto es de los dos cincuenta de mi ganancia, ¿ya?
-Sí, ya sé.
-¿Ves ese cine? –preguntó Pedro señalando a uno que quedaba en la esquina. Esteban asintió-. Bueno, sigues por esa calle y a mitad de cuadra hay una tiendecita de japoneses. Anda y cómprame un pan con jamón o tráeme un plátano y galletas, cualquier cosa, ¿ya, Esteban?
-Ya.
Recibió el sol, cruzó la pista, pasó por entre dos autos estacionados y tomó la calle que le había indicado Pedro. Sí, ahí estaba la tienda. Entró.
-Deme un pan con jamón –pidió a la muchacha que atendía.
Sacó un pan de la vitrina, lo envolvió en un papel y se lo entregó. Esteban puso la moneda sobre el mostrador.
-Vale un sol veinte –advirtió la muchacha.
-¡Un sol veinte…! –devolvió el pan y quedó indeciso un instante. Luego decidió:
-Deme un sol de galletas, entonces.
Tenía el paquete de galletas en la mano y andaba lentamente. Pasó junto al cine y se detuvo a contemplar los atrayentes avisos. Miró a su gusto y, luego, prosiguió caminando. ¿Habría vendido Pedro la revista que le quedaba?
Más tarde, cuando regresara a Junto al Cielo, se sentiría feliz absolutamente feliz. Pensó en ello, apresuró el paso, atravesó la calle, esperó que pasaran los automóviles y llegó a la vereda. Veinte o treinta metros más allá había quedado Pedro. ¿O se había confundido? Porque Pedro ya no estaba en ese lugar, ni en ningún otro. Llegó al sitio preciso y nada, ni Pedro, ni revista, ni quince soles, ni… ¿Cómo había podido perderse o desorientarse? Pero, ¿no era ahí donde habían estado vendiendo las revistas? ¿Era o no era? Miró a su alrededor. Sí, en el jardín de atrás seguía la envoltura de un chocolate. El papel era amarillo, con letras rojas y negras, y él lo había notado cuando se instalaron, hacía más de dos horas. Entonces ¿no se había confundido? ¿Y Pedro, y los quince soles, y la revista?
Bueno, no era necesario asustarse, pensó. Seguramente se había demorado y Pedro lo estaba buscando. Eso tenía que haber sucedido, obligadamente. Pasaron los minutos. No, Pedro no había ido a buscarlo; ya estaría de regreso de ser así. Tal vez había ido con un comprador a conseguir cambio. Más y más minutos fueron quedando a sus espaldas. No, Pedro no había ido a buscar sencillo; ya estaría de regreso, de ser así. ¿Entonces…?
-Señor, ¿tiene hora? –le preguntó a un joven que pasaba.
-Sí, las cinco en punto.
Esteban bajó la vista, hundiéndola en la piel de la bestia y prefirió no pensar. Comprendió que, de hacerlo, terminaría llorando y eso no podía ser. Él ya tenía diez años, y diez años no eran ocho, ni nueve. ¡Eran diez años!
-¿Tiene hora, señorita?
-Sí, sonrió y dijo con una linda voz: -Las seis y diez- y se alejó presurosa.
-¿Y Pedro, y los quince soles, y la revista…? ¿Dónde estaban, en qué lugar de la bestia con un millón de cabezas estaban…? Desgraciadamente no lo sabía y sólo quedaba la posibilidad de esperar y seguir esperando…
-¿Tiene hora señor?
-Un cuarto para las siete.
-Gracias.
¿Entonces?... Entonces, ¿ya Pedro no iba a regresar…? ¿Ni Pedro, ni los quince soles, ni las revistas iban a regresar entonces…? Decenas de letreros luminosos se habían encendido. Letreros luminosos que se apagaban y se volvían a encender; y más y más gente sobre la piel de la bestia. Y la gente caminaba con más prisa ahora. Rápido, rápido, apúrense, más rápido aún, más, más, hay que apurarse muchísimo más, apúrense más… Y Esteban permanecía inmóvil, recostado en el muro, con el paquete de galletas en la mano y con las esperanzas en el bolsillo de Pedro…Inmóvil, dominándose para no terminar en pleno llanto.
Entonces, ¿Pedro lo había engañado…? ¿Pedro, su amigo, le había robado el billete anaranjado…? O no sería, más bien, la bestia con un millón de cabezas la causa de todo…? Y, ¿acaso no era Pedro parte integrante de la bestia…?
Sí y no. Pedro ya nada importaba. Dejó el muro, mordisqueó una galleta y, desolado, se dirigió a tomar el tranvía.
(Enrique Congrains Martín)
VOCABULARIO:
atisbar: mirar, ver con detenimiento
capitalista: persona que pone dinero para un negocio
caqui: color amarillento oscuro
circundar: redondear, rodear
desolado: triste
despreocupación: desinterés
divisó: vio, miró
dócil: sumiso, apacible
encaramarse: subirse
flamante: brillante, centellante
fruición: goce, placer
fugazmente: rápidamente
gorrear: viajar sin pagar
incrédulo: que no cree, desconfiado
indefinible: que no se puede definir
Indispensable: que es necesario
inquirir: preguntar, averiguar
libra: billete de 10 soles
medio: moneda de cinco centavos
menear: mover o agitar una cosa
oscilar: moverse alternativamente un cuerpo desde una posición a otra
paladear: saborear
pavimento: pista
peseta: moneda de 25 centavos
radicarse: establecerse
real: moneda de 10 centavos
recalcar: insistir, resaltar
revelar: descubrir
ruborizarse: ponerse rojo
sendero: senda, trocha
socio capitalista: el que pone el dinero
socio industrial: el que pone el conocimiento técnico.
sugirió: insinuó, aconsejó
titubeando: dudando, vacilando
tranvía: ferrocarril de pocas unidades, movido por electricidad.
vacilante: inseguro
vehemencia: violencia, ímpetu
COMPRENSIÓN LECTORA
1.- ¿Qué fue “aquello” que halló el niño Esteban?
2.- ¿Qué le aconsejó la mamá de Esteban antes de salir a la calle?
3.- ¿Qué le dijo el tío al niño Esteban sobre la ciudad de Lima?
3.- ¿Cómo aparece la ciudad de Lima a los ojos del niño Esteban?
4.- ¿Por qué se refiere a Lima como “la bestia con un millón de cabezas?
5.- ¿Por qué el autor dice que el billete anaranjado se semejaba al niño Esteban?
6,- ¿Qué hacían en la vereda los chicos a los que se aproximó el protagonista Esteban?
7.- ¿En qué lugar construyó su choza su tío de Esteban?
8.- ¿Cómo entabla amistad Esteban con Pedro?
9.- ¿Dónde vivía Pedro, el amigo de Esteban?
10.-¿Qué hace Pedro?
11.-¿En qué lugar de Lima vivía Esteban?
12.-¿Qué negocio le propuso realizar Pedro a su amigo Esteban con el billete anarajando?
13.-¿A qué acuerdo llegaron Esteban y Pedro?
14.-¿Qué medio de transporte utilizaron Esteban y Pedro para viajar al centro de Lima?
15.-¿Qué sintió el niño Esteban en el momento en sacó de su bolsillo el billete anaranjado para pagar las revistas?
16.-¿Cómo efectuaron las ventas de las revistas y qué resultados conseguían en su negocio?
17.- ¿Qué le dijo Pedro a su amigo Esteban cuando quedaba una sola revista sin vender?
18.-¿Qué ocurrió cuando regresó Esteban al lugar de venta?
19.-¿Cómo termina el cuento?
Lima, 16 de junio de 2012. Rafael Alvarado Castillo
PROMOCIÓN DE LAS OBRAS DE RAFAEL ALVARADO CASTILLO
Plan lector
Señor (a) profesor (a): Presento a vuestra consideración estas tres obras para ser leídas en el aula dentro del marco de Plan lector. Aquí un breve argumento de cada uno:
“A C O” (El diario de un niño escolar)
“A C O” es una obra autobiográfica de Rafael Alvarado Castillo que narra las vivencias escolares de un niño que cursaba el cuarto año de primaria en el Colegio fiscal San Diego de Surquillo a fines de la década del 60. Fueron días inolvidables que pasó con sus compañeros del colegio y del barrio. La obra literaria que influyó mucho para escribir “A C O” fue “CORAZÓN” del escritor italiano Edmundo de Amicis. También la lectura de otras como “Oliver Twist” y “David Cooperfield” de Charles Dickins, “Tom Saywer” de Mark Twain, y “Mi planta de naranja-Lima” de José Mauro de Vasconcelos, ayudaron al escritor y contribuyeron a la cristalización de su obra.
“EL ÁGUILA”
“El águila” es una novela motivadora que trata de darle optimismo, perseverancia y coraje al lector para que pueda vencer todos los obstáculos que se le presenten en su vida. El optimismo es un elemento vital que todo hombre debe poseer para tener un espíritu de superación. Una persona optimista tiene más posibilidades de alcanzar el éxito que el hombre pesimista. Esta obra trata la historia de un hombre que quiere cristalizar su sueño más ansiado: ser un famoso escritor. Él lucha incansablemente con sacrificio y con amor para que su sueño se haga realidad.
“EL AMOR MÁS HERMOSO DEL MUNDO”
“El Amor más hermoso del mundo” es una obra que hace reflexionar al hombre que odia y que el amor va a jugar un papel importante en la vida del hombre. Martín Benavides es un joven ingeniero que nunca conoció el amor. Durante su niñez vivió entre la soledad, la indiferencia y la falta de amor. Su padre, un negociante viudo, nunca le dio amor cuando más lo necesitaba. Martín, cuando llegó a ser un joven, su corazón se puso duro como una roca y en su corazón solamente había espacio para el odio, la avaricia y la venganza. Después, se casó con una bella dama que le dio tres hermosos hijos, a quienes negó el amor tal como su padre le negó a él. Es una historia triste y llena de dolor, pero con final feliz, ya que de joven Martín descubre el amor más hermoso del mundo que le cambió su vida y la de su familia.
Informes y pedidos: rafaelalvaradoAC@hotmail.com
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ResponderEliminardacxa
ResponderEliminarEs una caca
ResponderEliminares verdad
Eliminarla puta madre con este cuento joderrr
ResponderEliminarDónde vivía Pedro
ResponderEliminarnlose
Eliminar¿que le aconsejola mami de Esteban antes de salir a la calle?
ResponderEliminar¿?
EliminarPor que razon esteban se queda mucho rat enla plaza de san martin
EliminarNi idea
Eliminaroe unknow quien eres
ResponderEliminarte veo en todas partes
Nose nada jajajajajaja
ResponderEliminarNose nada jajajajajaja
ResponderEliminarmuchísimas gracias, me ayudo bastante. excelente blog
ResponderEliminarJsjs
Eliminarlo leo y nunca acabo de leer
ResponderEliminarpero si me gusto mucho leer
ResponderEliminarel diablo en patine
ResponderEliminarhola putas
ResponderEliminarAYUDA MI TIO ME QUIERE VIOLAR
ResponderEliminarMuchas gracias para achudarme
ResponderEliminarHol
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