1
Era
un hombre algo rechoncho con una sonrisa deshonesta que estiraba las comisuras
de sus labios un centímetro hacia los lados, cerrando mucho la boca y dando a
los ojos una expresión triste. Para un hombre tirando a grueso, tenía un andar
perezoso. La mayoría de hombres gruesos caminan con rapidez y ligereza. Llevaba
un traje gris de punto de espina y una corbata pintada a mano en la que se veía
parte de una chica en plena zambullida. la camisa era limpia, lo cual me animó,
y sus mocasines marrones, tan poco indicados como la corbata para el traje que
lucía, estaban recién lustrados.
Pasó
por delante de mí mientras yo mantenía abierta la puerta que separa la sala de
espera de mi sala de meditación. Una vez dentro, echó una rápida mirada a su
alrededor. Yo habría dicho que era un mafioso de segunda categoría, si alguien
me lo hubiera preguntado. Por una vez, no me equivoqué. Si iba armado, debía
llevar el arma en los pantalones. La chaqueta era demasiado ajustada para
ocultar el bulto de una pistolera de hombro.
Se
sentó con cuidado, yo tomé asiento frente a él y los dos nos miramos. Su rostro
tenía la viveza de un zorro. Sudaba ligeramente. La expresión de mi rostro
estaba programada para expresar interés, pero no curiosidad. Cogí una pipa y el
humidificador de piel en que guardaba mi tabaco Pearce. Le ofrecí cigarrillos.
—No
fumo.
Tenía
una voz ronca que me disgustaba igual que su indumentaria o su rostro. Mientras
rellenaba la pipa, le vi meterse la mano en el bolsillo, sacar un billete,
mirarlo y dejarlo sobre la mesa delante de mí. Era un bonito billete, limpio y
nuevo. Mil dólares.
—¿Ha
salvado alguna vez la vida de un tipo?
—Quizá
sí, de cuando en cuando.
—Salve
la mía.
—¿Qué
ocurre?
—Me
habían dicho que en seguida reconocía a sus clientes, Marlowe.
—Por
eso sigo siendo pobre.
—Todavía
me quedan dos amigos. Usted será el tercero y dejará de ser pobre. Recibirá
cinco de los grandes si me saca de este apuro.
—¿De
qué apuro?
—Está
muy hablador esta mañana. ¿No adivina quien soy?
—No.
—¿No
ha estado nunca en el este?
—Claro
que sí, pero no me moví en su ambiente.
—¿Y
qué ambiente cree que es el mío?
Yo
ya me estaba cansando.
—Deje
de ser tan evasivo o recoja su pasta y desaparezca.
—Soy
Ikky Rosenstein. Desapareceré, pero definitivamente, si usted no idea una
salida. Adivine lo ocurrido.
—Ya
lo he adivinado. Ahora usted me lo explica, y de prisa. No tengo todo el día
para que me lo vaya dando en cuentagotas.
—He
desertado del Equipo. A los peces gordos no les gusta eso. Para ellos significa
que has obtenido información buena para vender, o tienes ideas independientes,
o has perdido el coraje. En mi caso, es esto último. Estaba hasta aquí. –Se
tocó la nuez con el índice—. He hecho cosas malas. He intimidado y maltratado a
muchos tipos. Nunca he matado a nadie, pero esto no importa en el Equipo. Me he
separado de ellos, de modo que cogen el lápiz y trazan una línea. Me lo han
avisado: los matones están en marcha. Cometí un gran error. Intenté ocultarme
en Las Vegas. Pensé que nunca esperarían encontrarme en su propia guarida, pero
fueron más listos que yo. Cuando tomé el avión de Los Ángeles, alguien debía ir
en él. Ahora saben donde vivo.
—Cambie
de domicilio.
—Ya
es inútil. Me siguen.
Yo
sabía que tenía razón.
—¿Por
qué no le han liquidado ya?
—No
actúan de ese modo. Siempre son especialistas. ¿No sabe usted cómo funciona?
—Más
o menos. Un tipo con una buena ferretería en Buffalo. Un tipo con una pequeña
lechería en otra ciudad. Siempre una buena fachada. Envían sus informes a Nueva
York u otro lugar. Cuando suben al avión que les lleva al oeste o adonde quiera
que vayan, siempre van con un arma en el portafolios. Son silenciosos, visten
bien y no se sientan juntos. Podrían ser abogados o recaudadores de impuestos…
cualquier cosa que pase desapercibida. Personas de todas clases llevan
portafolios. Incluso las mujeres.
—Absolutamente
correcto. Y cuando tomen tierra, les dirigirán a mí, pero no desde el
aeropuerto. Tienen otros métodos. Si acudo a los polis, alguien estará al
corriente sobre mí. Que yo sepa, podrían tener a un par de muchachos de la
Mafia en el mismo Ayuntamiento. Ya se ha hecho. Los polis me darán veinticuatro
horas para abandonar la ciudad. Sería inútil. ¿México? Peor que aquí. ¿Canadá?
Mejor, pero todavía inútil. También allí tienen conexiones.
—¿Y
Australia?
—No
puedo obtener un pasaporte. He vivido aquí veinticinco años… ilegalmente. No pueden
deportarme si no me prueban un crimen. El Equipo se encargaría de que no
pudieran probarlo. Suponga que me metan en chirona. Saldré por orden judicial a
las veinticuatro horas. Y mis simpáticos amigos esperarán en un coche para
llevarme a casa… pero no será a casa.
Mi
pipa estaba encendida y funcionaba muy bien. Miré el billete con el ceño
fruncido; me iría de perlas. Mi cuenta corriente estaba tocando fondo.
—No
perdamos más tiempo –dije—. Supongamos… sólo supongamos que se me ocurriera una
salida. ¿Qué haría usted inmediatamente después?
—Sé
de un lugar… si pudiera llegar a él sin ser perseguido. Dejaría mi coche aquí y
alquilaría uno, que abandonaría en la frontera del estado para comprar otro de
segunda mano. A medio camino cambiaría éste por un último modelo, un resto de
serie. Ahora es la mejor época del año; te hacen descuento y está a punto de
salir un modelo. No lo haría para ahorrar, sino porque es más discreto. El
lugar a donde voy es muy espacioso pero todavía bastante limpio.
—Ya –observé—. Wichita,
tengo entendido. Pero puede haber cambiado.
Me dirigió una mirada
amenazadora.
—Use el cerebro, Marlowe, pero no demasiado.
—Lo usaré todo lo que quiera. No intente fijarme
reglas. Si acepto este trabajo, no habrá ninguna regla. Me embolso estos mil y
el resto si todo sale bien. No me engañe; yo podría enviar información. Si me
liquidan, ponga sólo una rosa roja sobre mi tumba. No me gustan las flores
cortadas, me gusta verlas crecer. Pero le aceptaría una porque es usted un
personaje tan simpático. ¿Cuándo llega el avión?
—Hoy, no sé a qué hora. Son nueve horas desde Nueva
York. Probablemente llegará a eso de las 5:30 pm.
—Podría venir vía San Diego y cambiar de avión o
vía San Francisco y cambiar de avión. Hay muchos vuelos desde Dago y Frisco. Necesito
un ayudante.
—Maldito sea, Marlowe…
—Espere. Conozco a una chica. Es hija de un jefe de
policía al que mataron por exceso de honradez. No hablaría ni bajo tortura.
—No tiene usted derecho a arriesgar su vida
–protestó airado Ikky.
Me quedé tan sorprendido que la mandíbula se me
abrió. La cerré lentamente y tragué saliva.
—Dios mío, este hombre tiene corazón.
—Las mujeres no están hechas para la violencia
–objetó a regañadientes.
Cogí el billete de mil dólares y lo guardé.
—Lo siento, no hay recibo. No puede tener mi nombre
en su bolsillo. Y no habrá violencia, si tengo suerte. Me desprestigiaría. Sólo
hay un modo de hacerlo. Ahora deme su dirección y toda la información que
tenga, nombres y descripciones de los matones que haya visto en carne y hueso.
Lo hizo. Era un observador bastante bueno. Lo malo
es que el Equipo sabría a quién había visto. Los matones enviados serían
desconocidos para él.
Se levantó en silencio y alargó la mano. Tuve que
estrecharla, pero lo que había dicho de las mujeres me lo facilitó. Tenía la
mano húmeda. La mía también lo habría estado de encontrarme en su lugar. Saludó
con la cabeza y salió sin decir nada.
2
Era una calle tranquila de Bay City, si es que
existen calles tranquilas en esta generación beatnik en la que no puedes acabar
de comer sin que algún cantante masculino o femenino eructe torrentes de un
amor anticuado como el polisón o algún órgano Hammond llene de jazz hasta la
sopa del cliente.
La pequeña casa de una sola planta era primorosa
como un delantal limpio. El césped estaba cortado con amor y era muy verde. La
senda de entrada tenía un firme suave y carecía de manchas de gasolina, y el
seto que rodeaba la casa daba la impresión de recibir a diario los cuidados de
un barbero.
La puerta blanca tenía una cabeza de tigre por
aldaba, una mirilla para ver quién hay fuera, y un interfono que permitía a la
persona del interior hablar con la persona del exterior sin tener siquiera que
abrir la mirilla.
Habría hipotecado mi pierna izquierda para vivir en
una casa como aquélla. No creíaque pudiera conseguirlo jamás.
Una campanilla tañó en el interior y a los pocos
momentos ella abrió la puerta vestida con una blusa deportiva azul celeste y
pantalones cortos de color blanco, lo bastante cortos como para ser acogedores.
Tenía ojos azulgrises, cabellos rojizos de tono oscuro y una bella estructura
ósea en el rostro. Solía haber un matiz de amargura en los ojos azulgrises. La
muchacha no podía olvidar que la vida de su padre había sido segada por el
poder fraudulento de un mafioso y que su madre también había muerto. Era capaz
de contener la amargura cuando escribía banalidades sobre el amor para las
revistas de corazón, pero ésta no era su vida. En realidad, no tenía vida
propia, sólo una existencia sin mucho sufrimiento y suficientes petrodólares
para que fuera segura. Pero en situaciones apuradas tenía tanta serenidad e
inventiva como un buen policía. Su nombre era Anne Riordan.
Se hizo a un lado y yo pasé muy cerca de ella. Pero
también tengo mis reglas. Cerró la puerta y se aposentó en el sofá, tras lo
cual se dedicó a procurarse un cigarrillo, y aquí había una muñeca que tenía
fuerza para encendérselo ella misma.
Curioseé un poco a mi alrededor. Había algunos
cambios, no muchos.
—Necesito tu ayuda –dije.
—Son las únicas veces que te veo.
—Tengo un cliente que es un ex mafioso; era
pistolero del Equipo, el Sindicato, la Gran Banda o como quieras llamarlo.
Sabes muy bien que existe y que es tan rico como Rockefeller. No se puede
eliminar porque no hay bastante gente que lo desee, en especial los abogados de
un millón de dólares al año que trabajan para ellos, y las asociaciones de
picapleitos que parecen más ansiosos de proteger a otros abogados que a su
propio país.
—Dios mío, ¿estás haciendo méritos para un cargo?
Nunca me has sonado tan puro.
Movió las piernas , no provocativamente –no era el
tipo para ello—, pero aun así dificultaba mis procesos mentales.
—Deja de mover las piernas –dije—, o ponte
pantalones largos.
—Maldito seas, Marlowe. ¿No puedes pensar en otra
cosa?
—Lo intentaré. Me gusta pensar que existe al menos
una bonita y encantadora hembra que no tiene los talones redondos. –Tragué
saliva y proseguí—: El hombre se llama Ikky Rosenstein. No es guapo ni me gusta
nada de él –excepto un detalle. Se enfureció cuando le dije que necesitaba una
ayudante femenina. Adujo que las mujeres no están hechas para la violencia.
Esta es la razón de que aceptara el trabajo. Para un mafioso de verdad, la
mujer no vale más que un saco de harina. Usan a las mujeres en la forma
habitual, pero si es aconsejable deshacerse de ellas, lo hacen sin pensarlo dos
veces.
—Hasta ahora has dicho muchas cosas y no has dicho
nada. Quizá necesitas una taza de café o una copa.
—Te lo agradezco, pero no bebo por la mañana…
excepto en algunas ocasiones y ésta no es una de ellas. Café más tarde, Ikky ha
sido tachado.
—¿Qué es esto?
—Tienen una lista. Tachan un nombre con un lápiz y
el tipo está prácticamente muerto. El Equipo tiene motivos. Ya no lo hacen para
divertirse. No les divierte. Ahora es sólo parte de la contabilidad.
—¿Qué diablos puedo hacer yo? Incluso debería
preguntar: ¿Qué puedes hacer tú?
—Puedo intentar algo. Lo que tú puedes hacer es
ayudarme a localizar su avión y a averiguar a dónde van los matones asignados a
este trabajo.
—Bueno, pero ¿qué puedes hacer tú?
—He dicho que intentaría algo. Si han tomado un
avión nocturno, ya están aquí. Si vienen en un avión que haya despegado esta
mañana, no pueden llegar antes de las cinco, lo cual nos deja mucho tiempo para
prepararnos. Ya conoces su aspecto.
—Oh, sí, claro. Veo matones todos los días. Les
invito a tomar whisky y tostadas con caviar.
Sonrió. Mientras sonreía, yo di cuatro largas
zancadas sobre la alfombra de color crudo, levanté a Anne y planté un beso en
sus labios. No se defendió, pero tampoco empezó a temblar. Volví a sentarme en
mi sitio.
—Tendrán el aspecto normal de una persona que vive
de una profesión o un negocio tranquilo y próspero. Llevarán una indumentaria
discreta y serán corteses… cuando les interese serlo. En sus portafolios habrá
pistolas que han cambiado de mano con tanta frecuencia que es imposible
seguirles la pista. Para hacer el trabajo, abandonarán estas pistolas y usarán
revólveres, aunque también podrían usar automáticas. No emplearán silenciadores
porque pueden encallar el arma y su peso impide apuntar como es debido. No se
sentarán juntos en el avión, pero una vez en tierra pueden fingir que se
conocen y no se han visto durante el vuelo. Se estrecharán las manos con
sonrisas adecuadas y se alejarán en el mismo taxi. Creo que primero irán al
hotel, pero muy pronto se trasladarán a un lugar desde donde pueden vigilar los
movimientos de Ikky y aprender su horario. No tendrán ninguna prisa a menos que
Ikky haga algo extraño. Esto indicaría que ha sido avisado. Según me ha dicho,
le quedan un par de amigos.
—¿Dispararán contra él desde este apartamento o
habitación de la acera de enfrente; suponiendo que lo alquilen?
—No. Le dispararán desde una distancia de apenas un
metro. Se le acercarán por la espalda y le dirán: “Hola, Ikky”. Este se quedará
inmóvil o dará media vuelta. Le llenarán de plomo, tirarán las armas y saltarán
al coche que les está esperando. Entonces se alejarán de la escena siguiendo al
coche que les abrirá camino.
—¿Quién conducirá ese coche?
—Algún ciudadano intachable y rico que no tenga
antecedentes penales. Llevará su propio vehículo y les abrirá paso aunque tenga
que chocar a propósito con otro coche, incluso uno de la policía. Lo sentirá
tanto que empapará de lágrimas su camisa provista de iniciales. Y los asesinos
habrán desaparecido hace rato.
—Dios mío –exclamó Anne—. ¿Cómo puedes soportar
esta vida? Si logras lo que te propones, te enviarán matones a ti.
—No lo creo. No matan a la gente de fuera. La culpa
se la echarán a los matones. Recuerda que los jefes de la Mafia son hombres de
negocios; quieren más y más dinero. Sólo son realmente implacables cuando
deciden que han de matar a alguien, y no les gusta decirlo; siempre existe la
posibilidad de un contratiempo, aunque la posibilidad sea mínima. Ningún
asesinato de la Mafia ha sido resuelto aquí o en otra parte más que en dos o
tres ocasiones. Lepke Buchalter murió electrocutado. ¿Te acuerdas de Anastasia?
Era de una gran corpulencia y terriblemente duro. Demasiado grande y demasiado
duro. Lápiz.
Ella se estremeció.
—Creo que yo también necesito un trago.
—Ya has captado el ambiente, querida –le sonreí—.
Tendré que evitar los detalles.
Anne sirvió dos whiskys con agua y hielo. Mientras
bebíamos, le dije:
—Si les reconoces, o crees que son ellos, sígueles
adonde vayan… si puedes hacerlo sin riesgo. No de otro modo. Si es un hotel –y
hay diez posibilidades contra una de que lo será—, regístrate y no pares de
llamarme hasta que me encuentres.
Conocía el número de mi oficina y yo seguía
viviendo en la Avenida Yucca, cuya dirección también conocía.
—Eres un tipo extraño –replicó—. Las mujeres hacen
todo lo que quieres. ¿Cómo puedo continuar siendo virgen a los veintiocho años?
—Nos hacen falta unas cuantas como tú. ¿Por qué no
te casas?
—¿Con qué? ¿Con algún cínico mujeriego a quien no
le queda más que la técnica? No conozco a ningún hombre realmente bueno… sólo a
ti. No soy partidaria de los dientes blancos y la sonrisa chillona.
Me acerqué y la levanté del sofá. Entonces la besé
con fuerza y a conciencia.
—Soy sincero –casi murmuré—, y eso ya es algo. Pero
estoy demasiado gastado para una chica como tú. He pensado en ti, te he
deseado, pero esa dulce y diáfana mirada de tus ojos me obliga a desistir.
—Tómame –dijo ella en voz baja—. Yo también tengo
sueños.
—No podría. No es la primera vez que me sucede. he
tenido a demasiadas mujeres para merecer a una como tú. Hemos de salvar la vida
de un hombre. Me voy.
Me miró marchar con expresión grave.
Las mujeres que uno consigue y las que no consigue
viven en mundos diferentes. No desprecio a ninguno de los dos. Yo mismo vivo en
ambos.
3
En el aeropuerto internacional de Los Ángeles nadie
puede acercarse a los aviones a menos que tenga billetes para viajar en uno de
ellos. Se puede ver como aterrizan, si está uno situado en el lugar idóneo,
pero es preciso esperar ante una barrera para echar un vistazo a los pasajeros.
Los edificios del aeropuerto no lo hacen más fácil, pues están diseminados de
tal modo que a uno le pueden salir callos yendo a pie de la TWA a la American.
Copié el horario de llegadas del tablero y merodeé
por las salas como un perro que ha olvidado donde puso el hueso. Llegaban y
despegaban los aviones, los mozos transportaban equipajes, los pasajeros
desfilaban a toda prisa, sudorosos, los niños lloriqueaban y el ruido de los
altavoces se alzaba por encima de todos los demás ruidos.
Pasé junto a Anne varias veces. No me hizo ningún
caso.
A las 5:45 tenían que haber llegado. Anne
desapareció. Yo esperé media hora por si había desaparecido por otra razón. No,
no volví a verla. Fui a buscar mi coche y recorrí por la atestada autopista los
kilómetros que me separaban de Hollywood y mi oficina. Tomé un trago y me
senté. A las 6:45 sonó el teléfono.
—Están en el hotel Beverly—Western –dijo Anne—.
Habitación 410. No he conseguido saber ningún nombre. Ya sabes que hoy en día
los empleados no dejan fichas de registro encima del mostrador, y no me gustaba
hacer preguntas. Pero subí con ellos en el ascensor y localicé su habitación.
Pasé por delante de ellos mientras el botones metía la llave en su puerta, y
bajé al entresuelo para entrar con un grupo de mujeres en el salón de té. No me
he molestado en tomar una habitación.
—¿Qué aspecto tienen?
—Subieron juntos por la rampa pero no les oí
hablar. Los dos llevaban portafolios y trajes discretos, nada que llamara la
atención. Camisas blancas, almidonadas, una corbata azul y otra negra con rayas
grises. Zapatos negros. Un par de hombres de negocios de la Costa Este. Podrían
ser editores, abogados, médicos, agentes publicitarios… no, olvida esto último,
no iban bastante chillones. Nadie les miraría dos veces.
—Tú sí, supongo, las caras.
—Ambos de cabellos castaños, uno más oscuro que el
otro. Caras corrientes, sin mucha expresión. Uno tenía ojos grises, el de
cabello más claro los tenía azules. Sus ojos eran interesantes por su rapidez,
por la concentración con que observaban todo cuanto les rodeaba. Esto pudo ser
un error. Tendrían que haber parecido preocupados por lo que les ha traído
aquí, o interesados por California. Y parecían interesarse más por las caras de
la gente. Es bueno que les haya visto yo y no tú. No tienes aspecto de poli,
pero tampoco pareces un hombre que no sea un poli. Estás marcado.
—Tonterías. Soy un destrozacorazones muy apuesto.
—Sus facciones eran del montón. Ninguno de los dos
parecía italiano. Ambos llevaban maletines de avión, uno gris con dos franjas
rojas y blancas de arriba abajo, a unos doce o quince centímetros de los lados,
y el otro de cuadros escoceses azules y blancos. No sabía que existía ese
tartán.
—Existe, pero no recuerdo el nombre.
—Creía que lo sabías todo.
—Casi todo. Ahora vete a casa.
—¿Merezco una cena y tal vez un beso?
—Más tarde, y si no tienes cuidado, recibirás más
de lo que quieres.
—Un violador, ¿eh? Llevaré un revólver. ¿Vas a
seguirlos ahora?
—Si son los hombres que buscamos, me seguirán
ellos. Y he alquilado un apartamento en la acera de enfrente de Ikky. Aquella
manzana de Poynter y las dos contiguas tienen unos seis edificios de
apartamentos baratos cada una. Apostaría algo a que la incidencia de mujeres
fáciles es muy elevada.
—Es elevada en todas partes hoy día.
—Hasta la vista, Anne. Ya nos veremos.
—Cuando necesites ayuda.
Colgó y yo hice lo propio. Anne me dejaba perplejo.
Demasiado sabia para ser tan simpática. Supongo que todas las mujeres
simpáticas son también sabias. Llamé a Ikky. No estaba. Tomé un trago de la
botella de la oficina, fumé durante media hora y volví a llamarle. Esta vez le
encontré.
Le conté lo ocurrido hasta el momento y dije que
seguramente Anne había encontrado a los hombres que buscábamos. Le hablé del
apartamento que había alquilado.
—¿Cobraré los gastos? –pregunté.
—Cinco de los grandes han de cubrirlo todo.
—Si los gano y llego a cobrarlos. Me dijeron que
tenía usted un cuarto de millón –me aventuré a asegurar.
—Podría ser, compañero, pero, ¿cómo voy a
recogerlo? Los jefazos saben donde está. Tendrá que permanecer a la sombra una
temporada.
Dije que estaba bien. Yo también había permanecido
a la sombra bastante tiempo. Como es natural, no esperaba cobrar los cuatro
mil; ni siquiera si cumplía la misión. Los hombres como Ikky Rosenstein eran
capaces de robarle los dientes de oro a su madre. Parecía tener algo
bueno… Pero ese algo era muy poco.
Pasé la media hora siguiente maquinando un plan. No
se me ocurría ninguno que ofreciera alguna certeza de éxito. Eran casi las ocho
y necesitaba comer algo. No creía que los muchachos actuaran esa noche. A la mañana
siguiente pasarían en coche por delante del domicilio de Ikky y reconocerían el
barrio.
Me disponía a abandonar la oficina cuando sonó el
timbre de la puerta de mi sala de espera. Abrí la puerta de comunicación. Un
hombre bajo se mecía sobre los talones en medio de la sala con las manos detrás
de la espalda. Me sonrió, pero no tenía práctica en hacerlo. Se acercó a mí.
—¿Usted es Marlowe?
—¿Quién si no? ¿Qué puedo hacer por usted?
Ahora estaba muy cerca. Movió hacia delante la mano
derecha que empuñaba una pistola, y apretó el arma contra mi estómago.
—Abandone a Ikky Rosenstein –dijo con una voz que
hacía juego con su cara— o acabará con la barriga llena de plomo.
4
Era un aficionado. Si se hubiera quedado a un metro
de distancia, podría haberme defendido. Me quité el cigarrillo de la boca y lo
sostuve con ademán distraído.
—¿Qué le hace pensar que conozco a un tal Ikky
Rosenstein?
Soltó una carcajada estridente y hundió más la
pistola en mi estómago.
—¿Le gustaría saberlo? –La burla mezquina, el triunfo
vacío de esa sensación de poder que da una gruesa pistola en una mano pequeña.
—Sería justo decírmelo.
Cuando su boca se abría para otro sarcasmo, yo tiré
el cigarrillo y actué de prisa. Puedo ser muy rápido cuando no tengo otro
remedio. Hay muchachos más rápidos, pero no te clavan pistolas en el estómago.
Puse el pulgar detrás del gatillo y la mano sobre la del rufián. Le asesté un
rodillazo en la ingle y él se dobló con un gemido. Le torcí el brazo hacia la
derecha cogiéndole la pistola, y le hice una zancadilla que dio con él en el
suelo. Se quedó parpadeando de sorpresa y dolor, con las rodillas encogidas
contra el estómago. Rodó de un lado a otro, gimiendo. Me agaché, le agarré la
mano izquierda y le obligué a levantarse. Le llevaba una ventaja de quince
centímetros y doce kilos. Deberían haber enviado a un mensajero más fornido y
mejor entrenado.
—Vayamos a mi sala de meditación —dije—. Allí
podremos charlar y usted podrá tomar un trago para reponerse. La próxima vez no
se acerque tanto a su víctima como para permitirle que se apodere de su mano
derecha. Voy a comprobar si lleva más hierro encima.
No llevaba más. Le empujé hacia la puerta y un
sillón. Ya no jadeaba tanto. Sacó un pañuelo y se secó la cara.
—La próxima vez –susurró entre dientes—. La próxima
vez.
—No sea optimista. No va con su físico.
Le serví un trago de whisky en un vaso de cartón y
lo puse delante de él. Abrí su 38 y dejé caer los cartuchos en el cajón de la
mesa. Cerré la recámara de nuevo y puse el arma sobre la mesa.
—Se lo devolveré cuando se vaya…, si se va.
—Este es un modo sucio de luchar –protestó, todavía
jadeando.
—Claro. Matar a un hombre es mucho más limpio.
Vamos a ver, ¿cómo ha llegado hasta aquí?
—Adivínelo.
No sea idiota. Tengo amigos, no muchos, pero
algunos. Puedo encerrarle por asalto a mano armada, y ya sabe qué ocurriría
entonces. Saldría bajo fianza y esto es lo último que se sabría de usted. Los
jefazos no perdonan los fallos. Vamos, ¿quién le ha enviado y cómo sabía adónde
tenía que enviarle?
—Seguíamos a Ikky –contestó el tipo a
regañadientes—. Es un imbécil. Le seguí hasta aquí sin el menor problema. ¿Por
qué iba a ver a un detective privado? Los jefes quieren saberlo.
—Más.
—Váyase al infierno.
—Ahora que lo pienso no necesito acusarle de salto
a mano armada. Puedo arrancárselo a golpes aquí mismo.
Me levanté de la silla y él levantó una mano.
—Si me golpea, un par de matones realmente duros
vendrán a visitarle. Si no vuelvo, lo mismo. No tiene usted ningún as en la
mano. Intenta creerlo.
—Y usted no sabe nada. Si el tal Ikky vino a verme,
usted no sabe por qué ni si le recibí o no. Y si es un mafioso, no es mi tipo
de cliente.
—Vino a pedirle que le ayude a salvar el pellejo.
—¿Quién le amenaza?
—Esto sería hablar.
—Adelante. Su boca parece funcionar bien. Y diga a
los muchachos que nunca verán el día en que yo defienda a un mafioso.
De vez en cuando hay que mentir un poco en mi
negocio. Yo estaba mintiendo un poco.
—¿Y qué ha hecho Ikky para caer tan mal? ¿O esto también
sería hablar?
—Se cree usted muy macho –se burló, frotándose el
lugar del rodillazo—. En mi asociación no sería ni bateador suplente.
Me reí en su cara. Luego le agarré la muñeca
derecha y se la retorcí en la espalda. Empezó a graznar. Metí la mano izquierda
en el bolsillo de su chaqueta y saqué una cartera. Le solté la muñeca y él
trató de alcanzar la pistola que estaba sobre la mesa. Le inmovilicé el brazo
con un fuerte golpe que le hizo caer en el sillón con un gemido.
—Tendrá la pistola cuando yo se la dé –advertí—.
Ahora pórtese bien o le daré una paliza sólo para divertirme.
En la cartera encontré un carnet de conducir a
nombre de Charles Hickson. No me sirvió de nada. Los tipos de su clase usaban
siempre seudónimos de jerga y seguramente le llamaban Enano, o Flaco, o
Canicas, o incluso solo “tú”. Le tiré la cartera, que cayó al suelo. Ni
siquiera fue capaz de recogerla al vuelo.
—Diablos –exclamé—, debe haber una campaña de
economía para que le envíen a hacer otra cosa que recoger colillas.
—Váyase al infierno.
—Muy bien, primo. Vuelva a la lavandería. Aquí está
la pistola.
La cogió, se entretuvo metiéndola dentro del
cinturón, se levantó, me dirigió la mirada más furibunda de que era capaz y
caminó hacia la puerta, insolente como una prostituta con una nueva estola de
visón. En el umbral se volvió a mirarme con sus ojos redondos y pequeños.
—Ten cuidado, hojalatero. La hojalata se dobla con
facilidad.
Con esta admirable réplica, abrió la puerta y
salió.
Al cabo de un rato cerré con llave la otra puerta,
desconecté el timbre, apagué las luces y me fui. No vi a nadie que pareciera un
asesino. Me dirigí a casa, hice una maleta, fui a una gasolinera donde casi me
tenían afecto, guardé mi coche y elegí un Chevrolet de Hertz. Con este coche
fui a la calle Poynter, dejé la maleta en el destartalado apartamento que había
alquilado a primera hora de la tarde y me fui a cenar a Víctor. Eran las nueve, demasiado tarde para ir en
coche a Bay City y llevar a cenar a Anne. Debía hacer mucho rato que había comido
algo.
Pedí un Gibson doble con limas frescas, me lo bebí
y luego cené, hambriento como un colegial.
5
En el regreso a la calle Poynter di muchas vueltas
y me paré otras tantas, siempre con la pistola sobre el asiento a mi lado. Que
yo sepa, nadie me siguió.
Me detuve en una gasolinera de Sunset e hice dos
llamadas telefónicas. Cogí a Bernie Ohls justo cuando se disponía a ir a su
casa.
—Soy Marlowe, Bernie. Hace años que no nos
peleamos. Empiezo a sentirme solo.
—Pues, cásate. Ahora soy investigador jefe en la
oficina del sheriff y tengo grado de
capitán interino hasta que apruebe el examen. No hablo apenas con detectives
privados.
—Habla con éste. Puedo necesitar ayuda. Trabajo en
un asunto peligroso en el que tal vez acabe asesinado.
—¿Y esperas que yo obstaculice el curso de la
naturaleza?
—Vamos, Bernie, no he sido mal chico. Estoy
intentando salvar a un ex mafioso de un par de verdugos.
—Cuanto más se destrozan unos a otros, más me
gusta.
—Claro. Si te llamo, manda a un par de muchachos
listos. Ya habrás tenido tiempo de enseñarles.
Intercambiamos algunos insultos cordiales y
colgamos. Marqué el número de Ikky Rosenstein. Su voz algo desagradable dijo:
—Está bien, hable.
—Aquí Marlowe. Prepárese para un traslado alrededor
de la medianoche. Hemos localizado a sus amigos, que se alojan en el Beverly
Western. No irán hasta mañana a la calle donde usted vive. Recuerde que ellos
no saben que usted ha sido advertido.
—Parece arriesgado.
—Dios mío, nunca dije que sería una merienda en el
campo de la Escuela Dominical. Ha sido muy descuidado, Ikky. Le siguieron hasta
mi oficina. Esto disminuye el tiempo de que disponemos.
Guardó silencio unos momentos. Le oí respirar.
—¿Quién me siguió?
—Un pequeño don nadie que me clavó una pistola en
el estómago y me obligó a quitársela. me imagino que enviaron a un idiota
porque no quieren que yo sepa demasiado, en caso de que aún sepa pocas cosas.
—Arriesga usted el pellejo, amigo.
—¿Y cuándo no? Vendré a buscarle hacia medianoche;
esté dispuesto. ¿Dónde tiene el coche?
—Delante de la casa.
—Apárquelo en una calle transversal y asegúrese de
cerrarlo con llave. ¿Dónde está la entrada posterior de su antro?
—Detrás. ¿Dónde quiere que esté? En el pasaje.
—Deje allí su maleta. Saldremos juntos y subiremos
a su coche. Entonces iremos al pasaje y recogeremos la maleta.
—¿Y si la roba algún tipo?
—Ya. Suponga que le matan. ¿Qué alternativa
prefiere?
—Está bien –gruñó—. Le esperaré. Pero nos
arriesgamos mucho.
—También se arriesgan los pilotos de carrera.
¿Acaso esto los detiene? Sólo hay un modo de salir: con rapidez. Apague las
luces hacia las diez y arrugue mucho la cama. Sería mejor que dejara algo de
ropa; así no parecería tan planeado.
Gruñó otro “Está bien” y colgué. La cabina
telefónica estaba bien iluminada como suelen estarlo en las gasolineras. Di un
largo y lento paseo, fingiendo estudiar los mapas de obsequio. No vi nada
preocupante. Cogí un mapa de San Diego por puro capricho y subí a mi coche alquilado.
Aparqué en la esquina de Poynter y subí a mi
destartalado apartamento del primer piso, donde me senté a oscuras para vigilar
la ventana. No vi nada que pudiera preocuparme. Un par de rameras de precios
intermedios salieron del edificio de apartamentos de Ikky y fueron recogidas
por un coche último modelo. Un hombre de estatura y complexión parecidos a los
de Ikky entró en la casa. Diversas personas entraron y salieron. La calle
estaba bastante silenciosa. Desde que se inauguró la Autopista de Hollywood,
nadie usa las calles próximas al bulevar a menos que viva en la vecindad.
Era una bonita noche de otoño, todo lo bonita que
puede ser una noche en la polución de Los Ángeles; fresca pero no fría. No sé
qué le ha ocurrido al tiempo en nuestra ciudad superpoblada, pero no es el
tiempo que había cuando vine a quedarme.
Parecía que nunca llegaría la medianoche. No veía a
nadie que vigilara nada, y ninguna pareja de hombres discretos merodeaba
delante de una de las seis casas de apartamentos disponibles. Yo estaba
bastante seguro de que probarían primero en la mía cuando vinieran, si Anne no
se había equivocado de hombres, y si en efecto había venido alguien, y si el
mensaje del pequeño don nadie a sus jefazos me servía de algo. A pesar de las
cien posibilidades de que Anne se equivocara, yo intuía que había acertado. Los
asesinos no tenían ningún motivo para ser cautelosos si ignoraban que Ikky
había sido avisado. Ningún motivo excepto uno: Ikky había ido a mi oficina y le
habían seguido hasta allí. Pero el Equipo, con toda su arrogancia de poder,
podía reírse de la idea de que alguien le avisara o de que él acudiera a
pedirme ayuda. Yo era tan pequeño que ellos apenas podían verme.
A medianoche abandoné el departamento, caminé dos
manzanas atento a un posible perseguidor, crucé la calle y entré en casa de
Ikky. La puerta no estaba cerrada con llave y no había ascensor. Subí por las
escaleras hasta el tercer piso y busqué su apartamento. Llamé con mano cauta.
El me abrió la puerta con el arma en la mano; probablemente tenía miedo.
Había dos maletas junto a la puerta y otra apoyada
en la pared opuesta. Fui a cogerla y la levanté. Pesaba bastante. La abrí
porque no estaba cerrada con llave.
—No se preocupe –me dijo—. Contiene todo lo que un
tipo puede necesitar para tres o cuatro noches, y algunos trajes que no podría
encontrar en unos almacenes.
Cogí una de las otras maletas.
—Dejemos ésta en la puerta trasera.
—Nosotros también podemos salir por el pasaje.
—Saldremos por la puerta principal. En caso de que
nos sigan, aunque no lo creo, hemos de parecer dos tipos que salen juntos de la
casa. Una advertencia: vaya con ambas manos en los bolsillos y la pistola en la
derecha. Si alguien le llama por su nombre a sus espaldas, vuélvase de prisa y
dispare. Nadie que no sea un liquidador lo haría. Yo haré lo mismo.
—Estoy asustado –dijo con su voz ronca.
—Yo también, si esto le consuela. Pero hemos de
hacerlo. Si nos acorralan, tendrán armas en las manos. No se moleste en
preguntarles nada; no contestarían con palabras. Si se trata de mi pequeño
amigo, le dejaremos dormido y lo tiraremos detrás de la puerta. ¿Entendido?
Asintió, lamiéndose los labios. Bajamos las maletas
y las dejamos frente a la puerta trasera. Miré arriba y abajo del pasaje:
nadie, y sólo una corta distancia hasta la calle transversal. Volvimos a
entrar, cruzamos el vestíbulo y salimos a la calle Poynter con la naturalidad
de una esposa que sale a comprar una corbata para el cumpleaños de su marido.
Nadie se nos acercó. La calle estaba vacía.
Doblamos la esquina y fuimos hasta el coche alquilado de Ikky. Este abrió la
portezuela y entonces volvimos para recoger las maletas. No había nadie
alrededor. Metimos las maletas en el coche, lo pusimos en marcha y salimos a la
calle contigua.
Un semáforo estropeado, uno o dos stops en el
bulevar y la entrada a la autopista, llena de tráfico a pesar de ser
medianoche. California está atestada de gente que va a algún sitio y acelera
para llegar antes. Si uno no conduce a ciento cuarenta kilómetros por hora,
todo el mundo te adelanta, y cuando se conduce a esta velocidad, hay que mirar
por el espejo retrovisor por si se acerca un coche patrulla de autopista. Es la
mayor carrera de locos que he visto.
Ikky conducía a cien. Llegamos a la salida a la
carretera 66 y la tomó. Hasta ahora, todo bien. Seguí con él hasta Pomona.
—Esto ya es lejos para mío –dije—. Volveré en
autobús, si lo hay, o me quedaré en un motel. Pare en una gasolinera y
preguntaremos dónde está la parada del autobús. Debería estar cerca de la
autopista. Vamos al barrio comercial.
Obedeció y se detuvo a mitad de una manzana. Sacó
la cartera y me alargó cuatro billetes de a mil.
—No creo que los haya ganado. Ha sido demasiado
fácil.
Rió con una especie de extraño regocijo.
—No sea idiota. Yo le metí en esto y usted no tenía
idea de cómo acabaría. Lo que es más, sus problemas no han hecho más que
comenzar. El Equipo tiene ojos y oídos por doquier. Tal vez yo me salve si
tengo mucho cuidado, o tal vez no esté tan seguro como creo. De todos modos,
usted ha cumplido. Quédese con el dinero, yo tengo mucho.
Lo cogí y me lo guardé. Fuimos a una gasolinera
abierta día y noche y allí nos dijeron dónde estaba la parada del autobús.
—Hay un Greyhound que va de costa a costa a las
2.25 a.m. –explicó el empleado, mirando el horario—. Le dejarán subir si tienen
asientos libres.
Ikky me llevó a la parada. Nos estrechamos la mano
y él se alejó a toda marcha por la carretera que desembocaba en la autopista.
Yo eché una ojeada al reloj y encontré una licorería todavía abierta. Compré
medio litro de whisky escocés, entré en un bar y pedí un doble con agua.
Mis problemas acababan de empezar, había dicho
Ikky. Cuánta razón tenía
Me apeé en una parada de Hollywood, cogí un taxi y
fui a la oficina. Pedí al conductor que esperase unos momentos. A aquella hora
de la madrugada, lo hizo de mil amores. El vigilante de color me abrió la
puerta del edificio.
—Trabaja usted hasta tarde, señor Marlowe. Pero
siempre lo ha hecho, ¿verdad?
Es culpa de este negocio –contesté—. Gracias,
Jasper.
En la oficina palpé el suelo buscando el correo y
sólo encontré una caja larga y estrecha, Entrega Inmediata, con un sello de
Glendale.
Todo lo que contenía era un lápiz nuevo y recién
afilado, la marca de la muerte en la Mafia.
6
No me lo tomé muy en serio. Cuando su decisión está
tomada, no te mandan el lápiz. Lo interpreté como un aviso de que abandonara el
asunto. Quizá planeaban una paliza; desde su punto de vista, esto es una buena
disciplina. “Cuando tachamos a un tipo, cualquier tipo que trate de ayudarte
está sentenciado a un buen vapuleo” Este podía ser el mensaje.
Pensé en ir a mi casa de la avenida Yucca.
Demasiado solitaria. Pensé en ir al apartamento de Anne en Bay City. Peor. Si
se enteraban de la existencia de Anne, los verdaderos matones no tendrían
escrúpulos en violarla y darle una buena paliza.
Estaba escrito que debía quedarme en la calle
Poynter. Ahora era el lugar más seguro. Bajé y dije al taxista que me llevara a
una calle que estaba a tres manzanas del llamado edificio de apartamentos.
Subí, me desnudé y dormí desnudo. Lo único que me molestaba era un muelle roto;
me hacía polvo la espalda. Yací hasta las 3.30, reflexionando sobre la
situación con un cerebro embotado. Guardé la pistola bajo la almohada, un mal
sitio para poner el arma cuando se tiene una almohada blanda y delgada como un
taco de máquina de escribir. Me molestaba, por lo que la trasladé a mi mano
derecha. La práctica me había enseñado a conservarla allí incluso durante el
sueño.
Me desperté cuando ya lucía el sol. Me sentí como
un pedazo de carne podrida. Me arrastré hasta el cuarto de baño, me duché con
agua fría y me froté con una toalla que era invisible si se ponía de perfil.
Este apartamento era realmente fantástico. Todo lo que necesitaba era un grupo
de muebles Chipendale para entrar en la categoría de vivienda barata.
No había nada que comer y, si salía, el astuto
Marlowe podía perderse algo. Tenía una botella de whisky. La miré y lo olí.
Pero no podía tomarlo como desayuno, con el estómago vacío, suponiendo que
llegara a mi estómago, que flotaba cerca del techo. Miré en los armarios por si
un inquilino anterior se había dejado algunos mendrugos en su precipitada
salida. Nada. No me los habría comido, de todos modos, ni siquiera mojados en whisky.
Seguí sentado ante la ventana. Al cabo de una hora me sentí dispuesto a morder
a un botones.
Me vestí, fui al coche alquilado que tenía a la
vuelta de la esquina y me dirigí a una cantina. La camarera tenía cara de pocos
amigos. Pasó un trapo por encima del mostrador y me tiró las migas del cliente
anterior sobre las piernas.
—Mira, encanto –le dije—, no seas tan generosa,
guarda las migas para un día del lluvia. Todo lo que quiero son dos huevos
hervidos tres minutos, no más, una rebanada de vuestro famoso pan de centeno,
un gran vaso de zumo de tomate con un chorrito de salsa Perrins, una gran
sonrisa feliz y todo el café que haya. Lo necesito todo.
—Estoy resfriada –repuso ella—, no me atosigue.
Podría darle una bofetada.
—Seamos amigos. Yo también he pasado una mala
noche.
Me dedicó media sonrisa y entró de lado por la
puerta giratoria, lo cual reveló más sus curvas, que eran amplias, incluso
excesivas. Pero me sirvió los huevos tal como me gustaban. El pan tostado había
sido regado con mantequilla un poco rancia.
—No hay Perrins –dijo la camarera, poniendo el zumo
de tomate sobre la mesa—. ¿Quiere un poco de Tabasco? También se nos ha
terminado el arsénico.
Me puse dos gotas de tabasco, engullí los huevos.
Bebí dos tazas de café y estuve a punto de dejar la tostada como propina, pero
luego me ablandé y dejé un cuarto de dólar. Esto la animó considerablemente.
Era un antro donde se daban diez centavos o nada. Casi siempre nada.
En la calle Poynter no había ningún cambio. Volví a
sentarme frente a la ventana. Alrededor de las 8.30, el hombre a quien había
visto entrar en la casa de enfrente, el que tenía una estatura y un porte
parecidos a los de Ikky, salió con un pequeño portafolios y se alejó hacia el
este. Dos hombres se apearon de un sedán azul marino. Eran de la misma
estatura, iban vestidos con mucha discreción y llevaban los sombreros de
fieltro sobre la frente. Cada uno de ellos sacó un revólver.
—¡Eh, Ikky! –gritó uno, y el hombre se volvió.
—Adiós, Ikky –dijo el otro.
Una ráfaga de tiros voló entre las casas. El hombre
se desplomó y quedó inmóvil. Los dos individuos alcanzaron corriendo su coche y
se alejaron hacia el oeste. A media manzana un Cadillac se puso en marcha
delante de ellos.
En un instante todos habían desaparecido.
Fue un trabajo rápido y limpio. El único error fue
que no dedicaron el tiempo suficiente a su preparación.
Se habían equivocado de víctima
7
Me largué de allí rápidamente, casi tan rápidamente
como los dos asesinos. En torno a la víctima se había formado un pequeño grupo.
No tuve que mirarlo para saber que estaba muerto; los muchachos eran profesionales.
No podía verle porque yacía en la acera de enfrente y la gente lo tapaba. Pero
sabía muy bien cuál era su aspecto y ya oía sirenas en la distancia. Podía
haber sido la vigilancia rutinaria de Sunset, pero no lo era. Alguien había
telefoneado. Era demasiado temprano para que los polis hubieran salido a
almorzar.
Fui despacio hasta la esquina con mi maleta, me
metí en un coche alquilado y me alejé. El barrio ya no me interesaba. Podía
imaginarme las preguntas.
—¿Qué, exactamente, le ha traído por aquí, Marlowe?
Usted ya tiene un piso propio, ¿verdad?
—Me contrató un ex mafioso enemistado con el
Equipo. Le mandaron un par de asesinos.
—No nos diga que quería reformarse.
—No lo sé. Pero me gustó su dinero.
—No hizo usted gran cosa para ganárselo, ¿verdad?
—Le ayudé a escapar anoche. No sé dónde está ahora.
No quiero saberlo.
—¿Le ayudó a escapar?
—Esto es lo que he dicho.
—Ya… pues se encuentra en el depósito de cadáveres
con múltiples heridas de bala. Invente algo mejor. El del depósito es otro
hombre, tal vez.
Y así interminablemente. El diálogo con la policía
es siempre el mismo. Lo que dicen no significa nada y lo que preguntan tampoco.
Se limitan a interrogar hasta que uno está tan exhausto que suelta algún
detalle. Entonces sonríen felices, se frotan las manos y dicen: “Un pequeño
descuido, ¿verdad? Empecemos otra vez.”
Cuanto menos tuviera que soportar, mejor. Aparqué
en el lugar habitual y subí a la oficina
Estaba llena de aire viciado. Cada vez que entraba
en ella sentía más y más fatiga. ¿Por qué diablos no había conseguido un empleo
en la Administración diez años atrás? O tal vez quince. Tenía el cerebro
suficiente para graduarme en leyes por correspondencia. El país está lleno de
abogados que no saben escribir una demanda sin consultar el libro.
Así que me senté en la oficina y pensé cosas feas
de mí. Al cabo de un rato me acordé del lápiz. Hice ciertos reajustes en un
revólver del 45, que no llevo nunca debido a su peso. Marqué el número de la
oficina del sheriff y pedí por Bernie
Ohls. Se puso al teléfono con voz desabrida.
—Aquí Marlowe. Estoy en un apuro, en un auténtico
apuro.
—¿Y por qué me lo dices? –gruñó—. A estas alturas
ya debes haberte acostumbrado.
—A esta clase de apuro no te acostumbras nunca. Me
gustaría ir a contártelo.
—¿Sigues en la misma oficina?
—Sí, la misma.
—Tengo que pasar por allí. Subiré a verte.
Colgó. Abrí dos ventanas del despacho. La suave
brisa me trajo el olor del café y la grasa rancia de la fonda de Joe. Lo
odiaba. Me odiaba a mí mismo, sentía odio por todo.
Ohls no se entretuvo en mi elegante sala de espera.
Llamó a mi propia puerta y yo le abrí. Se dirigió con el ceño fruncido al sillón
del cliente.
—Está bien. Desembucha.
—¿Alguna vez has oído hablar de un personaje
llamado Ikky Rosenstein?
—¿Por qué? ¿Tiene antecedentes?
—Es un ex mafioso que ha sido anatemizado por sus
jefes. Le tacharon el nombre con un lápiz y enviaron a los consabidos matones
en un avión. El recibió el aviso y me contrató para que le ayudara a escapar.
—Un trabajo bonito y limpio.
—Basta ya, Bernie.
Encendí un cigarrillo y le soplé el humo a la cara.
Como venganza, él empezó a masticar un cigarrillo. Nunca los encendía, pero
desde luego los machacaba.
—Escucha –proseguí—, supón que el hombre quiere
volverse honrado y supón que no. Tiene derecho a vivir siempre que no haya
matado a nadie. Me dijo que no lo había hecho.
—Y tú creíste al rufián, ¿eh? ¿Cuándo empiezas a
enseñar en la escuela dominical?
—No le creí ni le dejé de creer. Acepté. No había
razón para negarme. Una amiga mía y yo vigilamos los aviones ayer. Ella
descubrió a los muchachos y les siguió hasta un hotel. Estaba segura de que
eran ellos; su aspecto lo proclamaba a voz en grito. Bajaron del avión por
separado y luego fingieron conocerse y no haberse advertido en el avión. Esta
chica…
—¿Tiene nombre por casualidad?
—Sólo para ti.
—Dímelo si no ha violado ninguna ley.
—Se llama Anne Riordan y vive en Bay City. Su padre
fue en su día jefe de la policía local. Y no digas que esto le convierte en un
granuja porque no lo era.
—Vaya, vaya. Escuchemos el resto. Y abrevia.
—Alquilé un apartamento frente al de Ikky. Los
matones aún estaban en el hotel. A medianoche saqué a Ikky y le llevé sano y
salvo hasta Pomona. El siguió con su coche alquilado y yo volví en un Greyhound
y me quedé a dormir en el apartamento de la calle Poynter, enfrente mismo del
suyo.
—¿Por qué, si ya había escapado?
Abrí el segundo cajón de la mesa y saqué un lápiz
bonito y afilado. Escribí mi nombre en un trozo de papel, y lo taché con el
lápiz.
—Porque alguien me ha enviado esto. No creo que
piensen matarme, pero sí darme una buena paliza que me sirva de escarmiento.
—¿Saben que has intervenido?
—A Ikky le siguió hasta aquí un hombre bajito que
más tarde se presentó y me clavó la pistola en el estómago. Le di su merecido,
pero tuve que dejarle marchar. Después de eso pensé que la calle Poynter era
más segura. Vivo solo.
—Yo voy de un lado a otro –dijo Bernie Ohls—. Oigo
informes. Por lo visto mataron al tipo equivocado.
—La misma estatura, el mismo tipo, el mismo aspecto
general. Les vi disparando contra él. Ignoro si se trataba de los dos tipos que
están en el Beverly—Western porque no les he visto ni una sola vez. Solo eran
dos tipos vestidos de traje oscuro, con el ala del sombrero bajada sobre la
frente. Saltaron a un Pontiac azul, de unos dos años, y se largaron precedidos
por un gran Cadillac.
Bernie se levantó y me miró fijamente un buen rato.
—No creo que vuelvan a meterse nuevamente contigo
–dijo—. Han matado a otro hombre y la Mafia estará muy quieta durante algún
tiempo. ¿Sabes una cosa? Esta ciudad se está volviendo casi tan repugnante como
Nueva York, Brooklyn y Chicago. Podemos acabar en una verdadera corrupción.
—De momento hemos empezado muy bien.
—No me has dicho nada que me permita entrar en
acción, Phil. Hablaré con los muchachos de Homicidios. No creo que estés en un
apuro, pero has presenciado el asesinato, y esto les interesará.
—No podría identificar a nadie, Bernie. No conocía
a la víctima. ¿Cómo sabías tú que era el hombre equivocado?
—Tú me lo has dicho, estúpido.
—Pensé que tal vez los muchachos le han
identificado.
—No me lo dirían si así fuera. Además, apenas han
tenido tiempo de salir a desayunar. El tipo no es más que un fiambre para ellos
hasta que el departamento de Identificación encuentre algo. Pero querrán hablar
contigo, Phil. Adoran sus grabadoras.
Salió y cerró suavemente la puerta. Yo me quedé
pensando si no habría sido una equivocación contárselo todo. O cargar con los
problemas de Ikky. Cinco billetes verdes decían que no, pero también ellos
pueden equivocarse.
Alguien llamó a mi puerta. Era un uniforme
sosteniendo un telegrama. Firmé el recibo y rompí el sobre.
Decía: “Me dirijo a Flasgstaff. Motel Mirador. Creo
que he sido descubierto. Venga de prisa.”
Rompí el telegrama en pequeños pedazos y los quemé
en el cenicero grande,
8
Llamé a Anne Riordan.
—Ha ocurrido algo extraño –dije y le conté de qué
se trataba.
—No me gusta el lápiz –contestó— y no me gusta que
hayan matado a ese hombre, probablemente un contable en un negocio pobre, o no
estaría viviendo en aquel barrio. No deberías haberte metido en esto, Phil.
—Ikky tenía derecho a su vida. En otro lugar podría
convertirse en un hombre decente. Puede cambiar de nombre. Debe tener mucho
dinero o no me habría pagado tanto.
—He dicho que no me gusta el lápiz. Será mejor que
te instales aquí una temporadita. Puedes hacerte enviar el correo… si es que
recibes cartas. De todos modos, no necesitas ponerte a trabajar enseguida, y
Los Ángeles rebosa de detectives privados.
—No lo has entendido. Aún no he terminado el
trabajo. Los polis tienen que saber dónde estoy, y si ellos lo saben, todos los
reporteros sensacionalistas lo sabrán también. Los polis podrían incluso
decidir que soy sospechoso. Ningún testigo del asesinato va a facilitar una
descripción que tenga algún valor. Los americanos no quieren ser testigos de
asesinatos entre mafiosos.
—Está bien, cerebro. Pero mi oferta sigue en pie.
Sonó el timbre en la habitación exterior. Dije a
Anne que debía colgar. Abrí la puerta de comunicación y vi ante el umbral a un
hombre de mediana edad bien vestido (incluso diría elegantemente vestido), de
un metro noventa de estatura. Tenía en el rostro una sonrisa deshonesta pero
agradable. Llevaba un Stetson blanco y una de esas corbatas estrechas sujetas
por un pasador ornamental. Su traje de franela color crema tenía un corte
impecable.
Encendió un cigarrillo con un encendedor de oro y
me miró por encima de la primera bocanada de humo.
—¿El señor Marlowe?
Asentí.
—Soy Foster Grimes, de Las Vegas. Dirijo el rancho
Esperanza de la calle Quinta Sur. Tengo entendido que está usted en contacto
con un hombre llamado Ikky Rosenstein.
—¿Quiere pasar?
Entró en mi oficina.
Su aspecto no me decía nada. Un hombre próspero a
quien gustaba o que creía buen negocio parecer un habitante del Oeste. Se ven a
docenas en la temporada invernal de Palm Springs. Su acento me decía que
procedía del Este, pero no de Nueva Inglaterra, sino, probablemente de Nueva
York o Baltimore. No de Long Island ni de las Berkshire, que estaban demasiado
lejos de la ciudad.
Le indiqué el sillón de los clientes con un giro de
la muñeca y me senté en la antigua silla giratoria. Esperé.
—¿Dónde se encuentra Ikky ahora, si es que lo sabe?
—Lo ignoro, señor Grimes.
—¿Cómo se enredó usted con él?
—Por dinero.
—Una buena razón –sonrió—. ¿A cambio de qué?
—Le ayudé a abandonar la ciudad. Le digo esto,
aunque ignoro quien diablos es usted, porque ya se lo he dicho a un viejo
amigo—enemigo que trabaja en la oficina del sheriff.
—¿Qué es un amigo—enemigo?
—Los policías no van por ahí comiéndome a besos,
pero a éste le conozco desde hace años y somos tan amigos como pueden serlo una
estrella privada y un hombre de la ley.
—Ya le he dicho quién soy. Tenemos un complejo
único en Las Vegas. Somos dueños del lugar con excepción de un asqueroso editor
de periódico, que no deja de molestarnos y molestar a nuestros amigos. Le
permitimos vivir porque permitirle vivir nos da mejor imagen que liquidarle.
Los asesinatos ya no son un buen negocio.
—Como Ikky Rosenstein.
—Eso no es un asesinato, es una ejecución. Ikky se
ha enfrentado a nosotros.
—Y entonces sus muchachos van y liquidan al tipo
equivocado. Podrían haber esperado un poco para asegurarse un poco más.
—Lo habrían hecho si usted no hubiese metido la
nariz. Se precipitaron, y esto no nos gusta. Queremos una eficiencia serena.
—¿Quién se oculta tras este complicado “queremos”.
—No se me haga el ingenuo, Marlowe.
—Está bien. Digamos que lo sé.
—Queremos lo siguiente. –Metió la mano en el
bolsillo y sacó un billete, que dejó sobre la mesa—. Encuentre a Ikky y dígale
que vuelva con nosotros y todo se arreglará. Después de haber matado a un
hombre inocente, no nos interesa el ruido ni ninguna clase de publicidad. Es
así de sencillo. Ahora se embolsa usted esto –señaló el billete, que era de
mil, probablemente el billete más pequeño que tenían—, y le daremos otro igual
cuando haya encontrado a Ikky y le haya transmitido el mensaje. Si él se niega…
telón.
—¿Y si yo digo que se quede sus malditos mil
dólares y los use para sonarse?
—Sería una imprudencia.
Sacó una Colt Woodsman con un corto silenciador. La
Colt Woodsman lo admite sin encasquillarse. El tipo era rápido, rápido y frío.
La cordial expresión de su rostro no había cambiado.
—No me he movido de Las Vegas –dijo con calma—;
puedo probarlo. Usted está muerto en el sillón de la oficina y nadie sabe nada.
Sólo otro detective privado que se metió donde no debía. Ponga las manos sobre
la mesa y piense un poco. A propósito, soy un tirador de excepción, incluso con
este maldito silenciador.
—Sólo para bajar un poco más en la escala social,
señor Grimes, no pienso poner las manos sobre la mesa. Pero hábleme de esto.
Le tiré el lápiz nuevo y bien afilado. Lo cogió en
el aire tras un rápido cambio del arma a la mano izquierda, muy rápido. Levantó
el lápiz para poder mirarlo sin perderme de vista.
—Me llegó por correo urgente –expliqué—, sin
mensaje ni remite. Sólo el lápiz. ¿Cree usted que nunca he oído hablar del
lápiz, señor Grimes?
Frunció el ceño y dejó caer el lápiz. Antes de que
pudiera cambiar la larga y esbelta pistola a su mano derecha, yo puse la mía
bajo la mesa, agarré la culata del 45 y puse el dedo firmemente sobre el
gatillo.
—Mire bajo la mesa, señor Grimes. Verá una 45 en
una pistolera fija, apuntándole a su barriga. Aunque usted me pudiera disparar
al corazón, la 45 se dispararía igualmente mediante un movimiento convulsivo de
mi mano. Y usted tendría los intestinos colgando y saldría volando de la silla.
Una bala del 45 puede hacerle saltar dos metros. Incluso el cine acabó
aprendiéndolo.
—Parece un empate mexicano –observó tranquilamente.
Enfundó el arma—. Un bonito trabajo, Marlowe. Podríamos darle un empleo. Pero,
de momento, encuentre a Ikky y no sea remilgado. El terminará siendo sensato.
En realidad no quiere pasar el resto de su vida huyendo. Un día u otro le
encontraríamos.
—Dígame una cosa, señor Grimes. ¿Por qué me han
escogido a mí? Aparte de Ikky, ¿qué he hecho yo para molestarles?
Pensó un momento, inmóvil.
—El caso Larsen. Usted ayudó a enviar a uno de
nuestros muchachos a la cámara de gas. No olvidamos aquello. Le tuvimos en
cuenta como cabeza de turco en el caso de Ikky. Usted siempre será la cabeza de
turco, a menos que actúe a nuestra manera. Algo le derribará cuando menos lo
espere.
—En mi negocio se es siempre cabeza de turco, señor
Grimes. Coja su billete y salga sin hacer ruido. A lo mejor decido hacerlo a su
manera, pero antes tengo que pensar. En cuanto al caso Larsen, los polis
hicieron todo el trabajo, yo sólo sabía donde estaba. Supongo que no le echa
usted demasiado de menos.
—No nos gustan las intromisiones.
Se levantó, metiéndose en el bolsillo el billete de
mil dólares con gesto indiferente. Mientras lo hacía, yo solté la 45 y saqué mi
Smith y Wesson del 38 de cinco pulgadas.
El lo miró con desdén.
—Estaré en Las Vegas, Marlowe. De hecho, nunca me
he ido de Las Vegas. Puede encontrarme en el Esperanza. No, no nos importa un
comino Larsen a un nivel personal. Es sólo un pistolero más, de esos que vienen
en grandes lotes. Lo que sí nos importa es que algún don nadie de detective le
hubiese marcado.
Saludó con la cabeza y salió de mi oficina.
Reflexioné un poco. Sabía que Ikky no volvería con
la Mafia; no se fiaría de ellos aunque le ofrecieran la oportunidad. Pero ahora
había otro motivo. Llamé otra vez a Anne Riordan.
—Me voy a buscar a Ikky; no tengo más remedio. Si
no te he llamado al cabo de tres días, ponte en contacto con Bernie Ohls. Voy a
Flagstaff, Arizona. Ikky dice que se dirige allí.
—Eres un estúpido –gimió ella—. Se trata de una
trampa.
—Un tal señor Grimes de Las Vegas me ha visitado
con una pistola provista de silenciador. Le he hecho desistir, pero no siempre
seré tan afortunado. Si encuentro a Ikky y se lo comunico a Grimes, la Mafia me
dejará en paz.
—¿Condenarás a muerte a un hombre? –Su voz era
brusca e incrédula.
—No. Ya no estará allí cuando yo pase el informe.
Tendrá que volar a Montreal, comprar documentos falsificados (Montreal es un
sitio casi tan corrupto como éste) y huir a Europa en otro avión. Allí puede
estar bastante seguro. Pero el Equipo tiene los brazos muy largos e Ikky tendrá
mucho trabajo si quiere continuar vivo.. Pero no le queda otra alternativa. O
se oculta o recibe el lápiz.
—Qué listo eres querido. ¿Y qué me dices de tu
propio lápiz?
—Si pensaran en matarme, no lo habrían enviado. Ha
sido una especie de técnica disuasoria.
—Y tú no te dejas disuadir, guapo y maravilloso
bruto.
—Pero estoy asustado, aunque no paralizado. Hasta
la vista. No tengas ningún amante hasta que yo vuelva.
—¡Maldito seas, Marlowe!
Me colgó el teléfono y yo me lo colgué a mí.
Decir lo que no debo es una de mis especialidades.
Salí de la ciudad antes de que los muchachos de
Homicidios pudieran localizarme. Tardarían bastante en recibir una pista. Y
Bernie Ohls no diría ni una palabra a ningún policía. Los hombres del sheriff y la Policía Municipal cooperan del mismo
modo que dos gatos sobre una cerca.
9
Llegué a Phoenix al atardecer y dejé el coche ante
un motel de las afueras. Phoenix era cálido como un horno. El motel tenía
restaurante, así que cené allí. Reuní todas la monedas que pude, me encerré en
una cabina y empecé a marcar el número del Mirador de Flagstaff. ¿Hasta qué
punto llegaría mi estupidez? Ikky podía haberse registrado bajo cualquier
nombre, desde Cohen hasta Cordileone, o desde Watson a Woichehovsky. Llamé, de
todos modos, y no conseguí otra cosa que lo más parecido a una sonrisa que
puede recibir uno por teléfono, de manera que reservé una habitación para la
noche siguiente. No había ninguna libre a menos que alguien se marchara, pero
tomaron mi nombre por si ocurría alguna cancelación de última hora. Flagstaff
está demasiado cerca del gran cañón. Ikky debía haber hecho la reserva algunos
días antes, lo cual también era algo digno de cierta meditación.
Compré un libro de bolsillo y lo leí. Puse el
despertador a las 6.30. El libro me asustó tanto que oculté dos pistolas bajo
la almohada. Era sobre un tipo que se había rebelado contra el jefe de los
matones de Milwaukee y sufría una paliza cada cuarto de hora. Me imaginé que su
cabeza y rostro ya no serían más que un pedazo de hueso con algo de piel hecha
jirones. Pero en el capítulo siguiente estaba más fresco que una rosa. Entonces
me pregunté por qué leía esta basura cuando podía aprenderme de memoria los
Hermanos Karamazov. Como ignoraba la respuesta, apagué la luz y me dormí. A las
6.30 me afeité, tomé una ducha, desayuné y salí hacia Flagstaff, adonde llegué
a la hora del almuerzo, y allí estaba Ikky en el restaurante comiendo trucha de
montaña. Me senté frente a él. Pareció sorprendido de verme.
Pedí trucha de montaña y la comí desde fuera, que
es la manera apropiada. Quitarle antes las espinas la estropea un poco.
—¿Qué hay? –preguntó con la boca llena. Un comensal
delicado.
—¿Ha leído la prensa?
—Sólo la sección deportiva.
—Vayamos a hablar a su habitación. Hay tela para
rato.
Pagamos nuestros almuerzos y fuimos a su
habitación, que era bastante bonita. Los moteles de carretera están mejorando
tanto que muchos hoteles parecen baratos en comparación. Nos sentamos y
encendimos sendos cigarrillos.
—Los dos matones madrugaron mucho y se dirigieron a
Poynter Street. Aparcaron delante de la casa de apartamentos. No les habían
preparado muy bien, así que mataron a un tipo que se parecía un poco a usted.
—Interesante –sonrió Ikky—. Pero la poli lo
descubrirá y también el Equipo, así que volverán a perseguirme.
—Debe usted pensar que soy tonto –dije—. Y lo soy.
—Creo que hizo un trabajo de primera clase,
Marlowe. ¿Qué hay de tonto en eso?
—¿De qué trabajo habla?
—Me sacó de allí con bastante rapidez.
—¿Acaso hay algo que no pudiera haber hecho usted
mismo?
—Con suerte… no. Pero es agradable tener un
ayudante.
—Quiere decir un idiota.
Su rostro se endureció. Y su voz herrumbrosa dijo
en un gruñido.
—No entiendo nada. Y devuélvame algo de los cinco
grandes, ¿quiere? Llevo menos dinero del que pensaba.
—Se lo devolveré cuando encuentre un colibrí dentro
de un salero.
—No sea así –casi suspiró, y en su mano apareció un
revólver. La mía agarraba ya una pistola en el bolsillo de la chaqueta.
—He hecho mal en hablar –dije—. Guárdese el arma.
No le servirá de nada, aún menos que una máquina tragaperras de Las Vegas.
—Se equivoca. Las máquinas dan dinero de vez en
cuando. De otro modo no habría clientes.
—Con muy poca frecuencia, diría yo. Escuche, y
hágalo con atención.
Sonrió. Su dentista debía estar cansado de
esperarle.
—El montaje me intrigó –continué, jovial como Milo
Vance en un relato de Van Dyne pero mucho más claro de cabeza—. Primero, ¿podía
hacerse? Segundo, si podía hacerse, ¿dónde quedaría yo? Pero poco a poco fui
viendo los pequeños defectos que estropean el cuadro. ¿Por qué acudía usted a
mí? El equipo no es tan ingenuo. ¿Por qué enviaban a un don nadie como este
Charles Hickon o sea cual sea el nombre que usa los jueves? ¿Por qué un experto
como usted se dejaba seguir hasta una cita arriesgada?
—Me fascina, Marlowe. Es tan brillante que podría
verle en la oscuridad. Y es tan tonto que no distinguiría a una jirafa roja,
blanca y azul. Apuesto algo a que se quedó en su emporio de necedad jugando con
los cinco grandes como un gato con una bolsa de hierba gatera. Apuesto algo a
que besaba los billetes.
No después de que usted los tocara. Entonces, ¿por
qué me enviaron un lápiz? Una peligrosa amenaza que corroboraba el resto. Pero
como dije a su monaguillo de Las Vegas, no mandan lápices cuando piensan
liquidarte. A propósito, el tipo iba armado. Llevaba una Woodsman del 22 con
silenciador. Tuve que obligarle a guardarla, y él se apresuró en complacerme.
Empezó agitando billetes de mil ante mi cara para que le dijese dónde estaba
usted. Un tipo bien vestido y agraciado para una retahíla de ratas sucias. La
Asociación Femenina de Templanza Cristiana y algunos políticos lameculos les
dieron el dinero para ser grandes, y ellos supieron usarlo y hacerlo crecer.
Ahora son guapos e imparables. Pero siguen siendo una manada de ratas sucias. Y
están siempre donde no pueden cometer un error, lo cual es inhumano. Todos los
hombres tienen derecho a cometer algunos errores. Pero las ratas, no. Tienen
que ser siempre perfectas pues de lo contrario chocan con hombres como usted.
—No sé de qué habla. Sólo sé que tarda demasiado.
—Bueno, se lo diré en inglés. Un pobre patán del
East Side se ve mezclado con los escalones inferiores de una banda. ¿Sabe qué
es un escalón, Ikky?
—He estado en el ejército –gruñó.
—Crece dentro de la banda, pero no está del todo
podrido. No está lo bastante podrido, así que trata de escapar. Viene aquí,
busca un empleo de cualquier clase, cambia su nombre o sus nombres y vive en un
edificio de apartamentos baratos. Pero la banda tiene agentes en muchos sitios.
Alguien le ve y le reconoce. Podría ser un traficante de drogas, un hombre que
sirve de tapadera para un negocio de apuestas, una prostituta o incluso un poli
corrompido. Entonces la banda, o el equipo, como usted quiera, dice a través
del humo del cigarro. “Ikky no puede hacernos esto. Es una operación pequeña
porque él es pequeño. Pero nos molesta. Es malo para la disciplina. Llama a un
par de muchachos y diles que le despachen.” Pero ¿a qué muchachos llaman? A un
par que ya les tienen hartos, están demasiado vistos. Podrían cometer errores o
asustarse. Tal vez les gusta matar, y eso también es malo, produce imprudencia.
Los mejores muchachos son los que no se inmutan por nada. Pues bien, aunque no
lo saben, los muchachos que llaman son de la clase temeraria. Pero sería
divertido intimidar por el mismo precio a un tipo que no les gusta, que ha
denunciado a un matón llamado Larsen. Uno de los pequeños chistes que tanto
gustan al Equipo. “Mirad, chicos, incluso tenemos tiempo de jugar con un
detective privado. Caramba, podemos hacer cualquier cosa, incluso chuparnos el
pulgar.” Así que envían a un patán.
—Pero los hermanos Torri no son patanes, son duros
de verdad. Lo han probado… aunque hayan cometido un error.
—Que no es tal error. Liquidaron a Ikky Rosenstein.
Usted es sólo un señuelo en este asunto. Y ahora mismo queda arrestado por
asesinato. Pero esto no es lo peor que puede ocurrirle. El Equipo le sacará de
chirona y le hará explotar en pedazos. Ya ha representado su papel y no ha
conseguido manejarme como un pelele.
Su dedo iba a apretar el gatillo, pero yo le hice
soltar el arma de un disparo. El revólver que tenía en el bolsillo era pequeño,
pero a aquella distancia, infalible. Y era uno de mis días infalibles.
Profirió un gemido y se chupó la mano. Yo me
acerqué y le propocioné un puntapié en el pecho. Ser simpático con los asesinos
no figura en mi repertorio. Se tambaleó hacia atrás y luego hacia el lado y dio
cuatro o cinco pasos vacilantes. Recogí la pistola y la apreté contra él
mientras le cacheaba por todas partes (no sólo bolsillos o pistoleras) donde un
hombre pudiera esconder una segunda arma. Estaba limpio… por lo menos, en ese
respecto.
—¿Qué intenta hacer conmigo? –gimió—. Le he pagado.
Está libre. Le he pagado muy bien.
—Ambos tenemos problemas. El suyo es continuar
vivo.
Saqué las esposas del bolsillo, le tiré los brazos
hacia atrás y se las puse en las muñecas. Su mano sangraba, por lo que la
envolví en su pañuelo, y entonces fui al teléfono.
Flagstaff era lo bastante grande para tener una
fuerza de policía; incluso podía haber una oficina del fiscal del distrito.
Esto era Arizona, un estado relativamente pobre. Los policías podían ser
incluso honrados.
10
Tuve que quedarme unos días, pero no importaba
mientras pudiera comer trucha pescada a dos o tres mil metros de altitud. Llamé
a Anne a y Bernie Ohls. También llamé a mi contestador automático. El fiscal de
Arizona era un hombre joven, de ojos astutos, y el Jefe de Policía, uno de los
hombres más corpulentos que he visto.
Volví a Los Ángeles con tiempo para llevar a Anne a
Romanoff, donde cenamos con champaña.
—Lo que no puedo comprender –me dijo, sorbiendo la
tercera copa de espumoso— es por qué te metieron en esto y por qué hicieron
salir a un falso Ikky Rosenstein. ¿Por qué no se limitaron a ordenar a los
asesinos que hicieran su trabajo?
—No podría decírtelo. A menos que los jefazos se
sientan tan seguros que estén dispuestos a gastar bromas. Y a menos que este
tipo Larsen que fue a la cámara de gas fuese más importante de lo que parecía.
Sólo tres o cuatro mafiosos importantes han ido a la silla eléctrica, o el
cadalso o la cámara de gas. No hay ninguno, que yo sepa, condenado a cadena
perpetua en los Estados que no tienen pena de muerte, como Michigan. Si Larsen
era más importante de lo que todos suponíamos, mi nombre podría haber figurado
en la lista de espera.
—Pero ¿por qué esperar? –me preguntó—. Podían
matarte cuando quisieran.
—Pueden permitirse el lujo de esperar. ¿Quién va a
molestarles… Kefauver? Hizo lo que pudo, pero, ¿has notado algún cambio en sus
tácticas… excepto cuando ellos lo deciden?
—¿Y Costello?
—Tuvo un tropiezo con el impuesto sobre la renta…
como Capone. Tal vez Capone hizo matar a centenares de hombres, y mató a unos
cuantos personalmente. Pero fueron los muchachos de la Renta quienes lo
atraparon. El Equipo no volverá a repetir con frecuencia este error.
—Lo que me gusta de ti, aparte de tu enorme encanto
personal, es que cuando no conoces una respuesta, la inventas.
—El dinero me preocupa –dije—. Cinco mil de su
sucio dinero. ¿Qué haré con él?
—No seas un idiota toda tu vida. Has ganado el
dinero y arriesgado tu vida por él. Puedes comprar una serie de Bonos E; eso
purificará esos billetes. Y en mi opinión, esto sería parte de la broma.
—Dime una buena razón para que la iniciaran.
—Tu reputación es mayor que lo que imaginas. ¿Y si
fue el falso Ikky el que la inició? Parece uno de esos tipos archilistos que no
pueden hacer nada sencillo.
—El Equipo se encargará de él por hacer sus propios
planes… si es que tú tienes razón.
—Si el fiscal no lo hace primero. No puede
importarme menos lo que acabe sucediéndole. Más champaña, por favor.
11
Dieron la extradición a Ikky, que se derrumbó en
los interrogatorios y dio el nombre de los dos pistoleros… cuando yo ya lo
había hecho, los hermanos Torri. Pero nadie pudo encontrarlos; no volvieron a
su casa. Y no es posible probar una conspiración con un solo hombre. La ley no
pudo atraparle siquiera por el cargo de cómplice. No pudieron probar que
conocía el asesinato del verdadero Ikky.
Podían arrestarle por algún delito sin importancia,
pero tuvieron otra idea mejor. Le dejaron en manos de sus amigos. Le soltaron.
¿Dónde estará ahora? Mi intuición me dice que en
ninguna parte.
Anne Riordan se alegró de que todo hubiera
terminado y yo estuviera a salvo. A salvo… esta palabra no se usa en mi
profesión.
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