Salvador Rueda
Nos hallamos en Andalucía.
La tarde, llena de vagos rumores
empieza a declinar.
Algunas listas de fuego se extienden a
lo largo del ocaso, y el color azul del cielo se trueca en violado, rojo o
cárdeno, según que la luz con mayor o menor intensidad descompone sus rayos en
el aire.
Sevilla y Málaga y Córdoba, como el
resto de Andalucía, y como el resto de España, penetran en la Noche-buena con
su estrepito de almireces, el fragor acompasado de sus zambombas y el ruido de
sus cien mil panderetas, cuyo estruendo, unido al de los villancicos alegres,
al de las canciones populares y al concierto de bandurrias y de guitarras,
forman ese extraño conjunto, vago y poetico, que en vísperas de Pascua
caracteriza a la hermosa nación española.
Apenas en el hogar, templo de todo lo
más santo en esta noche, se encienden las luces, cuando ya innumerables
comparsas, provistas de estandartes, luces de bengala, enormes panderos, trajes
e instrumentos, atraviesan por todas las calles de la población, excitando el
entusiasmo, y llevando tras de sí esas graciosas turbas de rapaces, que con sus
carcajadas y gritos, dan mas carácter al cuadro deslumbrador y fantástico.
Mientras así va la gente entonando a
coro canciones donde se mezclan y vibran todos los sentimientos nacionales, en
el hogar, no muy lejos de la ahumada chimenea, que ostenta su inmensa campana,
bajo la que arde difícil castillo de troncos, la madre se goza en avistar
cuidadosamente la cena, que habrá de ser por demás esplendida, toda vez que
esta noche no tienen cabida en el alma las penas, y las risas trinan como
pájaros en los labios, y las danzas estallan al compas de los corchos de las
botellas, y el vino ríe a carcajadas cayendo en las copas resplandecientes.
El cuadro es encantador. Al lado de la
joven de encendido semblante que bulle entre un campamento de platos, tazas,
jarros de cristal y fuentes de fondos rameados, el muchacho que a la lumbre se
calienta, o mira embebecido la llama azulada que oscila y tiembla sobre los
troncos como agitada cimera, o juega con el gato, al que hace sacar las
secretas uñas, mientras vuelto hacia arriba se revuelca en el trozo de manta
que cuelga de una silla, donde un anciano, el abuelo de los chiquillos, mueve
de acá para allá las tenazas, cogiendo el carcomido tronco, que empuja
nuevamente al centro de la lumbre, o prende fuego con un ascua al cigarro, dejando
de hacer arder, por esta vez, la yesca, a los consabidos golpes del pedernal y
del acero.
En el extremo de la cocina, que es
donde tiene lugar la cena, se alza detrás de una silla la escopeta ; una
ventana llena de grietas, cuyas hojas ni llegan arriba ni tocan abajo, muestra,
a mas de recia tranca que la cruza de parte aparte, un enorme y oxidado
cerrojo, que ejecuta una sinfonía de chirridos cada vez que se cierra; en el
vasar descuellan sobre las tazas puestas boca abajo, cien pequeñas figuras que representan,
ya un nido de porcelana, ya un gallo trasparente con alas de cristal, o bien un
perro diminuto que observa con la misma inmovilidad y fijeza del barro; en un
extremo de la estancia, asoma por detrás de un banco de madera el tieso carrizo
de la zambomba, que al menor roce del cercano vestido da una nota ronca y
ridícula; una fila de sillas hace alto alrededor de la cocina, cuyos asientos
muestran esportillados agujeros, y por último, el techo se extiende sobre los
revueltos circunstantes, con sus vigas informes y torcidas, sus tomizas
enroscadas a las maderas, sus listas de cañas oprimidas unas con otras, y sus
nidos de golondrinas, tristes y desiertos.
Colgado de un clavo pende el negro
candil, dentro de cuya taza culebrea la esponjada torcida que arde en el
puntiagudo mechero, enviando a la habitación rayos macilentos.
En un lebrillo de barniz verde y
brillante, donde hay pintadas multitud de aves de largas plumas, bate la masa,
ya en punto, la gallarda moza, en tanto que la madre de la joven deja caer en
el aceite blandos aros en forma de buñuelos, los cuales dan un grito agudo al
tocar el líquido y atraviesan a nado hasta las orillas, donde, sufriendo en los
bordes el cosquilleo espumoso del aceite, van poco a poco tornándose del color
del oro.
Una lanza de hierro los ensarta, ya
fritos, y trasportalos a otra enorme fuente, no menos pintarrajeada que el
lebrillo.
Tal se hacinan sobre ella los
buñuelos, que la fuente acaba por convertirse en pirámide; y mientras en
distintos platos se colocan, ya las tajadas del hebroso bacalao, ya los huevos
con las aceitunas, o ya el blanquísimo arroz con leche, los chiquillos empiezan
a mojar rubias tortillas en trasparente miel, echada a exprofeso, con escasa
medida, en el fondo de plato fino.
Cuando en estas y otras tareas
semejantes se muestra más afanada la familia, aparece en el umbral de la puerta
el resto de la misma, que componen tíos y tías, sobrinos y sobrinas, hermanos y
hermanas, cuñados y cuñadas, y todos los demás descendientes del abuelo, cual
con un plato de dulces, quien con un cesto de fruta, el de allí con un cucharon
enorme que amenaza dejar a todos sin comer, y el de allá, por último, con la
repleta bota a la espalda, que después del saludo, alarga al abuelo, este a su
vez la da a la madre de sus nietos, la madre de estos a su esposo, su marido a
la cuñada, y esta, por fin, la inclina sobre un enorme vaso, que, una vez medio
de vino, entrega a la gente menuda, no sin dejar de tasar ella los tragos, ni
dejar tampoco de arrebatar el vaso de manos de aquel que permanece demasiado
tiempo con la cara puesta hacia arriba.
A todo esto, ya los chiquillos de
ambas familias han hecho el alegre tejido del juego, y nada permanece en su
sitio, ni al abuelo se le deja en paz, ni cesan los chillidos y las carreras,
ni tampoco se deja de oir de vez en cuando el tronido de algún plato que se
rompe, o de verse correr el agua de alguna copa vibrante, que rueda, formando
trinos, sobre el suelo.
Pasada la efusión de los primeros
momentos y acabada de preparar la cena, aproxima cada cual su asiento en torno
de la mesa, y como en años anteriores, la familia completa, y hasta aumentada,
da principio a la comida con el clásico potaje de garbanzos, después que el
abuelo ha bendecido la cena.
La tropa menuda, que forma en mesa
aparte, no cesa de mover algazara, y una mujer de la familia, la más dulce y
cariñosa, se encarga de estar a la vista del pequeño festín de los muchachos,
ya haciéndoles los platos, ya prendiendo nuevamente la servilleta al que la
deja caer, o ya imponiendo silencio a aquella zumbadora colmena de abejas
alegres, que nunca llega a ver saciada su glotonería.
No bien en la otra mesa se ha llegado
a la mitad del primer plato, cuando una descomunal sopa de pan aparece en su
centro, señal segura de que nadie puede seguir comiendo mientras no circulen
las radiantes copas.
Llénanse los vasos, y después de
empinar cada cual el suyo entre francas risotadas, guiños maliciosos y rancias
sentencias, sácase la sopa de la fuente, y prosigue la bulliciosa cena.
Describir los incidentes graciosos,
las felices ocurrencias y el movimiento de vasos, cucharas, botellas,
tenedores, tazas y fuentes, sería punto menos que imposible; se necesitaría
poseer la ejecución de Fortuny… la paleta de Goya o de Teniers, para expresar
el prodigio de luz, viveza y gracia.
Cuando el último muchacho se ha
rendido al sueño, y todos sus demás compañeros duermen junto a él en mullido e
improvisado lecho, cuando el rescoldo de la chimenea se ha amortiguado, y el
anciano ha referido a los chicuelos un largo cuento de encantados y princesas,
salpimentado con las consabidas frases de Pues señor, érase que se era, Cuenta
que contarás, ¿ Qué mal te quiere que por aquí te envía? y otra porción de
fórmulas dictadas por sabroso castellano antiguo, las mozuelas, poniéndose de
veinticinco alfileres, y los mozos, estirándose bien la faja y envolviendo el
semblante en las vueltas de la española capa, lánzanse todos a la calle en
dirección al templo, donde a punto de las doce da principio la cebrada Misa del
Gallo.
Las calles retiemblan bajo el peso de las comparsas, músicas, patrullas, bandadas de muchaDS y fiestas ruidosas, en las que resuenan las alegres sonajas, los punteos de guitarra, el eco de las canciones, el estrépito de las charangas y el fragor de los gritos, carreras y disputas, todo lo cual flota, ondula, mécese y reverbera como mar fantástico, donde a la vez arden cien luces de bengala, con que alumbra su paso la muchedumbre.
Las calles retiemblan bajo el peso de las comparsas, músicas, patrullas, bandadas de muchaDS y fiestas ruidosas, en las que resuenan las alegres sonajas, los punteos de guitarra, el eco de las canciones, el estrépito de las charangas y el fragor de los gritos, carreras y disputas, todo lo cual flota, ondula, mécese y reverbera como mar fantástico, donde a la vez arden cien luces de bengala, con que alumbra su paso la muchedumbre.
En las demás iglesias, como en la
catedral, la gente se funde y se codea en incesante hervidero, viéndose en esta
noche confundidos el vulgo y la aristocracia, la dama elegante y la graciosa
hija del pueblo, el mozo de sombrero sobre la ceja y el petimetre de ceñido
traje e innecesarios quevedos.
Las naves de la catedral relucen con
sus cien mil arañas y candelabros, y bajo sus arcos retumba el órgano
majestuoso, lanzando notas aflautadas y roncas.
Por la puerta principal, casi cubierta
de chapas metálicas y gruesos clavos de hierro, avanza una comparsa provista de
zambombas y bandurrias, y por un momento vense confundidos bajo los arcos, el
tremendo rugido del órgano, y la popular y alegre fermata de la malagueña.
Terminada la misa entre multitud de
villancicos entonados por voces atipladas como de ángeles, la gente empieza a
salir lenta y trabajosamente, produciéndose barullos y horribles empujones,
desmayos de señoras y alaridos de viejas.
Las calles vuelven a recobrar por un
momento su insoportable ruido, y cuando ya circula solo la gente moza, nunca
dispuesta a acostarse, armase en tal o cual casa ruidosa zambra, donde el baile
ondula, el canto resuena, y el vino ardiente se desborda.
El día próximo es primer día de
Pascua. Los muchachos sueñan con su aurora como pudieran hacerlo los pájaros.
Al pie del Nacimiento se han hecho extender la cama, y aguardan entre sueños
próximas alegrías. Si bañara la luz sus semblantes, les veríamos sonreír
dulcemente y agitar las manos cual si se hallasen despiertos y hablaran con
otros camaradas.
En un rincón está el Nacimiento. Una
pequeña montaña, cubierta de nieve por las cimas y de inmóviles ríos por las
faldas, sostiene la balumba de arboles, riscos, cabras, ovejas, gente de a pie,
gente de a caballo, pequeñuelos zagales con regalos a la espalda, pastores con
delicados presentes, crestas, barrancos, veredas, caseríos lejanos, y por
último, galopando sobre el camino que culebrea y desciende a la llanura, los
tres Reyes Magos caballeros en tres soberbios corceles, que siguen la
estrella de hojalata, colgada de rama macilenta.
En el portal, preside la fiesta un San
José de barro, enfrente de quien mira al recién nacido una pequeña Virgen, con
su manto de colores, su corona de rayos de oro y su semblante de rosa. Por
entre la respingona mula y el paciente buey, asoma su microscópica cabeza el Niño
de Dios.
La noche rueda misteriosa.
Ningún eco se percibe.
En las calles, ha reemplazado el
silencio a la algazara. La luna alarga las sombras de las torres, y silba en
las chimeneas el viento; en el hogar, donde no reina ya sino la sombra, enseña
el gato sobre la ceniza los redondos ojos de esmeralda, luminosos y
fantásticos; los ramajes hablan con tembloroso murmullo, y a lechuza grazna
sobre las tumbas.
Los sauces cabecean de sueño…
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