Marcabal Grande, hacienda de mi familia, queda en una de las postreras estribaciones de los Andes, lindando con el río Marañón. Compónenla cerros enhiestos y valles profundos. Las frías alturas azulean de rocas desnudas. Las faldas y llanadas propicias verdean de sembríos, donde hay gente que labre, pues lo demás es soledad de naturaleza silvestre. En los valles aroman el café, el cacao y otros cultivos tropicales, a retazos, porque luego triunfa el bosque salvaje. La casa hacienda, antañona construcción de paredes calizas y tejas rojas, álzase en una falda, entre eucaliptos y muros de piedra, acequias espejeantes y un huerto y un jardín y sembrados y pastizales. A unas cuadras de la casa, canta su júbilo de aguas claras una quebrada y a otras tantas, diseña su melancolía de tumbas un panteón. Moteando la amplitud de la tierra, cerca, lejos, humean los bohíos de los peones. El viento, incansable transeúnte andino, es como un mensaje de la inmensidad formada por un tumulto de cerros que hieren el cielo nítido a golpe de roquedales.
Cuando era niño, llegaba
yo a esa casa cada diciembre durante mis vacaciones. Desmontaba con las
espuelas enrojecidas de acicatear al caballo y la cara desollada por la fusta
del viento jalquino. Mi madre no acababa de abrazarme. Luego me masajeaba las
mejillas y los labios agrietados con manteca de cacao. Mis hermanos y primos
miraban las alforjas indagando por juguetes y caramelos. Mis parientes forzudos
me levantaban en vilo a guisa de saludo. Mi ama india dejaba resbalar un
lagrimón. Mi padre preguntaba invariablemente al guía indio que me acompañó si
nos había ido bien en el camino y el indio respondía invariablemente que bien.
Indio es un decir, que algunos eran cholos. Recuerdo todavía sus nombres
camperos: Juan Bringas, Gaspar Chiguala, Zenón Pincel. Solían añadir, de modo
remolón, si sufrimos lluvia, granizada, cansancio de caballos o cualquier
accidente. Una vez, la primera respuesta de Gaspar se hizo más notable porque
una súbita crecida llevóse un puente y por poco nos arrastra el río al
vadearlo. Mi padre regañó entonces a Gaspar:
- ¿Cómo dices que bien?
- Si hemos llegao bien,
todo ha estao bien-, fue su apreciación.
El hecho era que el hogar
andino me recibía con el natural afecto y un conjunto de características a las
que podría llamar centenarias y, en algunos casos, milenarias.
Mi padre comenzaba pronto
a preparar el Nacimiento. En la habitación más espaciosa de la casona,
levantaba un armazón de cajones y tablas, ayudado por un carpintero al que
decían Gamboyao y nosotros los chicuelos, a quienes la oportunidad de clavar o
serruchar nos parecía un privilegio. De hecho lo era, porque ni papá ni
Gamboyao tenían mucha confianza en nuestra destreza.
Después, mi padre
encaminábase hacia alguna zona boscosa, siempre seguido de nosotros los
pequeños, que hechos una vocinglera turba, poníamos en fuga a perdices,
torcaces, conejos silvestres y otros espantadizos animales del campo. Del monte
traíamos musgo, manojos de unas plantas parásitas que crecían como barbas en
los troncos, unas pencas llamadas achupallas, ciertas carnosas siemprevivas de
la región, ramas de hojas olorosas y extrañas flores granates y anaranjadas.
Todo ese mundillo vegetal capturado, tenía la característica de no marchitarse
pronto y debía cubrir la armazón de madera. Cumplido el propósito, la amplia
habitación olía a bosque recién cortado.
Las figuras del Nacimiento
eran sacadas entonces de un armario y colocadas en el centro de la armazón
cubierta de ramas, plantas y flores. San José, la Virgen y el Niño, con la mula
y el buey, no parecían estar en un establo, salvo por el puñado de paja que
amarilleaba en el lecho del Niño. Quedaban en medio de una síntesis de selva.
Tal se acostumbraba tradicionalmente en Marcabal Grande y toda la región. Ante
las imágenes relucía una plataforma de madera desnuda, que oportunamente era
cubierta con n mantel bordado, y cuyo objeto ya se verá.
En medio de los
preparativos, mamá solía decir a mi padre, sonriendo de modo tierno y jubiloso:
- José, pero si tú eres
ateo...
- Déjame, déjame,
Herminia, replicaba mi padre con buen humor-, no me recuerdes eso ahora y...a
los chicos les gusta la Navidad...
Un ateo no quería herir el
alma de los niños. Toda la gente de la región, que hasta ahora lo recuerda,
sabía por experiencia que mi padre era un cristiano por las obras y
cotidianamente.
Por esos días llegaban los
indios y cholos colonos a la casa, llevando obsequios, a nosotros los pequeños,
a mis padres, a mi abuela Juana, a mis tíos, a quien quisieran elegir entre los
patrones. Más regalos recibía mamá. Obsequiábannos gallinas y pavos, lechones y
cabritos, frutas y tejidos y cuantas cosillas consideraban buenas.
Retornábaseles la atención con telas, pañuelos, rondines, machetes, cuchillas,
sal, azúcar...Cierta vez, un indio regalóme un venado de meses que me tuvo
deslumbrado durante todas las vacaciones.
Por esos días también iban
ensayando sus cantos y bailes las llamadas "pastoras", banda de
danzantes compuesta por todas las muchachas de la casa y dos mocetones cuyo
papel diré luego.
El día 24, salido el sol
apenas, comenzaba la masacre de animales, hecha por los sirvientes indios. La
cocinera Vishe, india también, a la cual nadie le sabía la edad y mandaba en la
casa con la autoridad de una antigua institución, pedía refuerzos de asistentes
para hacer su oficio. Mi abuela Juana y mamá, con mis tías Carmen y Chana,
amasaban buñuelos. Mi padre alineaba las encargadas botellas de pisco y
cerveza, y acaso alguna de vino, para quien quisiese. En la despensa hervía
roja chicha en cónicas botijas de greda. Del jardín llevábanse rosas y claveles
al altar, la sala y todas las habitaciones. Tradicionalmente, en los ramos
entremezclábanse los colores rojo y blanco. Todas las gentes y las cosas
adquirían un aire de fiesta.
Servíase la cena en un
comedor tan grande que hacía eco, sobre una larga mesa iluminada por cuatro
lámparas que dejaban pasar una suave luz a través de pantallas de cristal
esmerilado. Recuerdo el rostro emocionadamente dulce de mi madre, junto a una
apacible lámpara. Había en la cena un alegre recogimiento aumentado por la
inmensa noche, de grandes estrellas, que comenzaba junto a nuestras puertas.
Como que rezaba el viento. Al suave aroma de las flores que cubrían las mesas,
se mezclaba la áspera fragancia de los eucaliptos cercanos.
Después de la cena
pasábamos a la habitación del Nacimiento. Las mujeres se arrodillaban frente al
altar y rezaban. Los hombres conversaban a media voz, sentados en gruesas
sillas adosadas a las paredes. Los niños, según la orden de cada mamá,
rezábamos o conversábamos. No era raro que un chicuelo demasiado alborotador,
se lo llamara a rezar como castigo. Así iba pasando el tiempo.
De pronto, a lo lejos
sonaba un canto que poco a poco avanzaba acercándose. Era un coro de dulces y
claras voces. Deteníase junto a la puerta. Las "pastoras" entonaban
una salutación, cantada en muchos versos. Recuerdo la suave melodía. Recuerdo
algunos versos:
En el portal de Belén
hay estrellas, sol y luna;
a Virgen y San José
y el niño que esta en la cuna.
hay estrellas, sol y luna;
a Virgen y San José
y el niño que esta en la cuna.
Niñito, por qué has nacido
en este pobre portal,
teniendo palacios ricos
donde poderte abrigar...
en este pobre portal,
teniendo palacios ricos
donde poderte abrigar...
Súbitamente las
"pastoras" irrumpían en la habitación, de dos en dos, cantando y
bailando a la vez. La música de los versos había cambiado y estos eran más
simples.
Cuantas muchachas
quisieron formar la banda, tanto las blancas hijas de los patrones como las
sirvientas indias y cholas, estaban allí confundidas. Todas vestían trajes
típicos de vivos colores. Algunas ceñíanse una falda de pliegues precolombina,
llamada anaco. Todas llevaban los mismos sombreros blancos adornados con cintas
y unas menudas hojas redondas de olor intenso. Todas calzaban zapatillas de
cordobán. Había personajes cómicos. Eran los "viejos". Los dos
mocetones habíanse disfrazado de tales, simulando jorobas con un bulto de ropas
y barbazas con una piel de chivo. Empuñaban cayados. Entre canto y canto, los
"viejos" lanzaban algún chiste y bailaban dando saltos cómicos. Las
muchachas danzaban con blanda cadencia, ya en parejas o en forma de ronda. De
cuando en vez, agitaban claras sonajas. Y todo quería ser una imitación de los
pastores que llegaron a Belén, así con esos trajes americanos y los sombreros
peruanísimos. El cristianismo hondo estaba en una jubilosa aceptación de la
igualdad. No había patrona ni sirvientitas y tampoco razas diferenciadoras esa
noche.
La banda irrumpía el baile
para hacer las ofrendas. Cada "pastora" iba hasta la puerta, donde
estaban los cargadores de los regalos y tomaba el que debía entregar.
Acercándose al altar, entonaba un canto alusivo a su acción.
- Señora Santa Ana,
¿por qué llora el Niño?
-Por una manzana
que se le ha perdido.
¿por qué llora el Niño?
-Por una manzana
que se le ha perdido.
-No llore por una,
yo le daré dos:
una para el Niño
y otra para vos
yo le daré dos:
una para el Niño
y otra para vos
La muchacha descubríase
entonces, caía de rodillas y ponía efectivamente dos manzanas en la plataforma
que ya mencionamos. Si quería dejaba más de las enumeradas en el canto. Nadie
iba a protestar. Una tras otra iban todas las "pastoras" cantando y
haciendo sus ofrendas. Consistían en juguetes, frutas, dulces, café y
chocolate, pequeñas cosas bellas hechas a mano. Una nota puramente emocional
era dada por la "pastora" más pequeña de la banda. Cantaba:
A mi niño Manuelito
todas le trae un don
Yo soy chica y nada tengo,
le traigo mi corazón.
todas le trae un don
Yo soy chica y nada tengo,
le traigo mi corazón.
La chicuela arrodillábase
haciendo con las manos el ademán del caso. Nunca faltaba quien asegurara que la
mocita de veras parecía estar arrancándose el corazón para ofrendarlo.
Las "pastoras"
íbanse entonando otros cantos, en medio de un bailecito mantenido entre vueltas
y venias. A poco entraban de nuevo, con los rebozos y sombreros en las manos,
sonrientes las caras, a tomar parte en la reunión general.
Como habían pasado horas
desde la cena, tomábase de la plataforma los alimentos y bebidas ofrendados al
Niño Jesús. No se iba a molestar el Niño por eso. Era la costumbre. Cada uno
servíase lo que deseaba. A los chicos nos daban además los juguetes. Como es de
suponer, las "pastoras" también consumían sus ofrendas. Conversábase
entre tanto. Frecuentemente, pedíase a las "pastoras" de mejor voz,
que cantaran solas. Algunas accedían. Y entonces todo era silencio, para
escuchar a una muchacha erguida, de lucidas trenzas, elevando una voz que era a
modo de alta y plácida plegaria.
La reunión se disolvía
lentamente. Brillaban linternas por los corredores. Me acostaba en mi cama de
cedro, pero no dormía. Esperaba ver de nuevo a mamá. Me gustaba ver que mi
madre entraba caminando de puntillas y como ya nos habían dado los juguetes,
ponía debajo de mi almohada un pañuelo que había bordado con mi nombre. Me
conmovía su ternura. Deseaba yo correspondérsela y no le decía que la
existencia había empezado a recortarme los sueños. Ella me dejó el pañuelo
bordado, tratando de que yo no despertara, durante varios años.
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