lunes, 8 de octubre de 2012

"NOS HAN DADO LA TIERRA", Cuento completo de Juan Rulfo.


NOS HAN DADO LA TIERRA

    Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol ni una semilla de árbol ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.
     Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero si, hay algo. Hay un pueblo. Se oyen que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una  esperanza.   
     Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca. 
    Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y dice:
     -Son como las cuatro de la tarde.
   Este alguien es Melitón. Junto con él vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro.  Yo los cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a  nadie. Entonces me digo. Entonces me digo: "Somos cuatro". Hace rato. como a eso de las once, éramos veintitantos; pero puñito a puñito  se han ido desperdigando hasta quedar nada más este nudo que somos nosotros.
     Faustino dice:
     -Pueda que llueva.
   Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por nuestras cabezas. Y pensamos: "Puede que sí".
   No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo  que se nos acabaron las ganas de hablar. Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí cuesta traba. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello. 
  Aquí así son las cosas. Por eso a nadie se le da por platicar.
  Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve. Ahora  si se mira el cielo se ve  a la nube aguacera corriéndose lejos a toda prisa. El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su sed.
   ¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh? 
    Hemos vuelto a caminar, nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de los que llevamos andando. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras cosas. Con todo, yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el llano, lo que se llama llover.
  No, el llano no es cosa que sirva. No hay conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser unos cuantos huizaches trespeleques y una que otra  manchita de zacate con las hojas enroscadas, a no ser eso, no hay nada. 
    Y  por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie, Antes andábamos a caballo y traíamos terciada una carabina.
     Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá resulta peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda hora con "la 30" amarrada a las correas. Pero los caballos son otro asunto. De venir a caballo ya hubiéramos probado el agua verde del río y paseado nuestros estómagos por las calles del pueblo para que se les bajara la comida. Ya lo hubiéramos hecho de tener   todos aquellos  caballos que teníamos. Pero también nos quitaron los caballos junto con la carabina.
     Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas lagartijas  salen a asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten  la tatema del sol corren a esconderse en la sombrita de una piedra. Pero, cuando tengamos que trabajar aquí ¿qué haremos para enfriarnos del sol eh? Porque a nosotros nos dieron esta costra de tepetate  la que la sembráramos. 
      Nos dijeron:
      -Del pueblo para acá es de ustedes.
      Nosotros preguntamos:
      -¿El Llano?
      -Sí, el llano. Todo el Llano Grande. 
     Nosotros paramos la jeta para decir que el Llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados casuarinas y las paraneras y la tierra buena,  No  este duro pellejo de vaca que se llama el Llano.
     Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con nosotros. Nos puso los papeles en la mano y nos dijo:
  -No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos.
    -Es que el llano, señor delegado...
    -Son miles y miles de yuntas.
    -Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua.
     -¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba  a dotar con tierras de riego. En cuanto allí llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran. 
     -Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá.
    - Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que atacar, no al Gobierno que les da la tierra.
     -Espérenos usted, señor  delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro. Todo es contra el Llano... No se puede contra lo que no se puede,  Eso es lo que hemos dicho... Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a comenzar por donde íbamos...
    Pero él no nos quiso oír.
    Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos semilla de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la carrera, tratando de salir lo más pronto posible de este  blanco terregal endurecido, donde  nada se mueve y por donde uno camina como reculando.
     Melitón dice:
     -Esta es la tierra que nos han dado.
     Faustino dice:
     -¿Qué?
     Yo no digo nada. Yo pienso: "Melitón no tiene la cabeza en su lugar, Ha de ser el calor que lo hace hablar así. El calor  que le ha transpasado el sombrero y le ha calentado  la cabeza, Y si no , ¿por qué dice  lo que dice? ¿Cuál tierra nos  han dado, Melitón?  Aquí no hay ni la tantita que necesitaría el viento para jugar  a los remolinos".
     Melitón vuelve a decir:
     -Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas.
     -¿Cuáles yeguas? -le pregunta Esteban
     Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él. Lleva puesto un gabán que le lleva al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como una gallina.
     Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos dormidos y el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto:
     -Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste esa gallina?
     -¡Es la mía! -dice él.
     -No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh?
     -No la merqué, es la gallina de mi corral.
     -Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no?
     -No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le diera de comer; por eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella.
     -Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire. Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla al aire caliente de su boca. 
     Luego dice:
     -Estamos llegando al derrumbadero.
     Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar la  barranca  y él va mero adelante. Se que ha agarrado a la gallina por las patas. Y la zangolotea a cada rato, para no golpearle la cabeza contra las piedras.
     Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un atajo de mulas lo que bajara por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Después de venir durante once horas pisando la dureza del llano, nos sentimos muy a gusto envueltos en aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe  a tierra.
  Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de chachalacas verdes. Eso  también es lo que nos gusta.
  Ahora los ladridos de los perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento que viene del pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos.
  Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercarnos a las primeras casas. Le desata las patas para desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen detrás de unos tepemezquites.
     -¡Por aquí  yo! -nos dice Esteban. Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo. La tierra que nos ha dado está allá arriba.
                                                       (Juan Rulfo)
         
     

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