Mi historia se confunde con la historia de mis cigarrillos. De mi periodo de aprendizaje, no guardo un recuerdo muy claro, salvo del primer cigarrillo que fumé, a los catorce o quince años. Cuando ingresé a la universidad, me era indispensable entrar al patio de letras con un cigarrillo encendido. Un paquete me duraba dos o tres días y para poder comprarlos tenía que privarme de otros caprichos, pues vivía de propinas. Cuando no tenía se los robaba a mi hermano. Al subir de precio tenía que remplazarlos por los Incas, no debía ser muy bueno pero era el más barato que se encontraba en el mercado, a veces era vergonzoso sacar uno de estos cigarrillos del bolsillo. Yo siempre tenía una caja vacía donde guardaba estos cigarros. No sé si el tabaco es un vicio hereditario. Papá era un fumador moderado. Mi tío paterno George llevaba siempre un cigarrillo, quien lamentablemente falleció de cáncer al pulmón. Mis cuatro tíos maternos vivieron esclavizados por el tabaco. El mayor murió de cáncer en la lengua, el segundo de cáncer a la boca y el tercero de un infarto.
El
cuarto estuvo a punto de reventar a causa de una úlcera estomacal, pero se
recuperó y sigue de pie y fumando. Cuando ingresé a la facultad de derecho pude
disponer así de los medios necesarios para asegurar mi consumo de tabaco.
El pobre Inca se fue al diablo, lo condené a muerte y me puse al servicio de
una potencia extranjera. Era entonces la boga del Lucky. Miles de estos
paquetes pasaron por mis manos, sin embargo mis días estaban así recorridos por
un tren de cigarrillos, tampoco sabía que me iba ir del Perú. Mi viaje a Europa
fue un verdadero sueño para un tabaquista como yo. Pero al llegar a España las
cosas cambiaron la beca que tenía era pobrísima y después de pagar el cuarto, la comida y el
trolebús no me quedaba casi una peseta. ¡Adiós Lucky! Tuve que adaptarme al
rubio español, algo rudo y demoledor, que por algo llevaba el nombre de
Bisonte. La primera vez que estas se agotaron me armé de valor y me acerqué a
él para pedirle un cigarrillo al fiado. “No faltaba más, vamos, los que quiera.
Me los pagará cuando pueda”. Estuve a punto de besar al pobre viejo. Fue el
único lugar del mundo donde fumé al fiado. Me encontraba ya en París allí las
cosas se pusieron color de hormiga, a medida que avanzaba en estas pesquisas
mis recursos fueron disminuyendo a tal punto que no me quedó más remedio que
contentarme con el ordinario tabaco Francés.
Ocurrió
que un día no pude comprar ya ni cigarrillos franceses, tuve que cometer un
acto vil: vender mis libros. Eran apenas doscientos o algo así. Sus páginas
anotadas, subrayadas o manchadas conservaban las huellas de mi aprendizaje
literario y, en cierta forma mi itinerario espiritual. Días más tarde erraba
desesperadamente por los cafés del barrio latino en busca de un cigarrillo.
Paris me parecía poblado de marcianos. Al llegar la noche, con apenas un café
en el estómago y sin fumar, estaba al borde de la paranoia, llegué a los
malecones del Sena. Miré las aguas oscuras y lloré copiosa, silenciosamente, de
rabia, de vergüenza, como una mujer cualquiera, de pronto se presentó la
oportunidad de trabajar, al día siguiente estaba haciendo cola ante la oficina
de ramassagede vieiíxjourneaux y me convertí en un recolector de papel
periódico. Sea como fuese, en diez o más horas de trabajo, lograba reunir
el papel suficiente para pagar cotidianamente hotel, comida y cigarrillos. Por
desgracia, este trabajo duró solo unos meses. Quedé nuevamente al garete, pero
fiel a mi propósito de no mendigar. Fue en esa época que conocí a Panchito y
pude disfrutar durante un tiempo de los cigarrillos más largos. Panchito era un
enano y fumaba Pall Malí, lo conocí porque mi amigo Carlos me lo presentó como
un viejo pata. A partir de ese día Panchito, y yo y los Pall Malí formamos un
trío inseparable. Panchito me contrató para ser su acompañante, mi función
consistía en estar con él, tomábamos copetines en las terrazas de los cafés. A
pesar de tan estrecho contacto, yo no sabía quién era realmente panchito. A
Panchito le gustaba esa burguesía de peruanos que lo había menospreciado.
A Santiago le pagó sus cursos de violín, a Luis le consiguió un taller para que
pintara y a Pedro le financió la edición de una plaqueta de poemas invendible.
Panchito
era así, pero que no aceptaba nada de vuelta, ni las gracias. Días más tarde
Panchito desapareció, sin preaviso. Pero años después, cuando trabajaba en una
agencia de prensa, encargado de seleccionar y traducir las noticias de Francia
destinadas a América Latina. De Niza llegó un télex con la mención ” Especial
Perú. Para transmitir a los periódicos de Lima”. El télex decía que un
delincuente peruano, Panchito, fichado desde hacía tres años por la Interpol,
había sido capturado en los pasillos de un gran hotel de la Costa Azul cuando
se aprestaba a penetrar en una suite. Recordé que para su mamá y hermanos, a
quienes depositaba mucho dinero a Lima, Panchito era un destacado ingeniero en
Europa. Haciendo una bola con el télex lo arrojé a la papelera. Los vaivenes de
la vida continuaron llevándome de un país a otro, pues en Múnich no conocía a
nadie y para colmo se desató un invierno atroz, no hacía más que mirar por la
ventana el paisaje polar. Yo estaba alojado en casa de un obrero metalúrgico,
hombre rudo, pero perspicaz, se dio cuenta de inmediato que algo me
atormentaba. Le expliqué el caso y excusándose por no poder prestarme dinero me
regaló un kilo de tabaco picado, papel de arroz y una maquinita para liar
cigarrillos. Gracias a esta maquinita pude subsistir durante las dos
interminables semanas, pues el cigarro permitió capear el temporal y reanudar
brío mi novela interrumpida. Una noche, conversando y fumando con mis colegas
en un café de la Plaza de Amias, me sentí repentinamente mal. La cabeza me daba
vueltas, sentía punzadas en el corazón. Me retiré a mi hotel y me tiré en la
cama. Pero mi estado se agravó, me sentí realmente morir, me di cuenta que eso
se debía al cigarrillo, que al fin estaba pagando al contado la deuda acumulada
en quince años de fumador desenfrenado. Podía así llegar a la conclusión que
fumar era un vicio preocupante para mi salud y que pronto estaría internado.
Me
encontraba entonces en Cannes siguiendo un nuevo tratamiento para librarme del
tabaco, luego de una última estada en el hospital. Dupont, quien era el médico
había decretado distracción, deportes y reposo, receta que mi mujer convertida
en la más celosa guardiana de mi salud y extirpadora de mi vicio, se encargó de
aplicar y controlar escrupulosamente, de pronto pasaron los días sin
explicaciones claras, rodaba en una camilla rumbo a la sala de operaciones. Me
desperté siete horas más tarde, estaba cortado como una res y cosido como una
muñeca de trapo. Me habían sacado parte del duodeno, casi todo el estómago y
buen pedazo del esófago. Me estaba pues muriendo o más bien “dulcemente
extinguiéndome”, como dirían las enfermeras. Cada día perdía unos gramos más de
peso y me fatigaba más someterme a la prueba de la balanza, y me dije de
nada me valían quince o veinte de lecturas y escrituras, para estar
recluido entre los moribundos. De esta manera, está de más decir que a la
semana de salir de la clínica podía alimentarme moderadamente pero con apetito;
al mes bebía una copa de tinto; y poco más tarde, al celebrar mi cuadragésimo
aniversario, encendí mi primer cigarrillo, con la aquiescencia de mi mujer y el
indulgente aplauso de mis amigos. De modo que enciendo otro cigarrillo y me
digo que ya es hora de poner punto final a este relato. Veo además con
aprensión que no queda sino un cigarrillo, de modo que les digo adiós a mis
lectores y me voy al pueblo en busca de un paquete de tabaco.
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