Mr Holohan,
vice-secretario de la sociedad Eire Abu, se paseó un mes por todo Dublín con
las manos y los bolsillos atiborrados de papelitos sucios, arreglando lo de la
serie de conciertos. Era lisiado y por eso sus amigos lo llamaban Aúpa Holohan.
Anduvo para arriba y para abajo sin parar y se pasó horas enteras en una
esquina discutiendo el asunto y tomando notas; pero al final fue Mrs Kearney
quien tuvo que resolverlo todo.
Miss Devlin se transformó en Mrs Keamey por despecho. Se había educado en uno de los mejores conventos, donde aprendió francés y música. Como era exangüe de nacimiento
y poco flexible de carácter, hizo pocas amigas en la escuela. Cuando estuvo en edad casadera la hicieron visitar varias casas donde admiraron mucho sus modales pulidos y su talento musical. Se sentó a esperar que viniera un pretendiente capaz de desafiar su frígido círculo de dotes para brindarle una vida venturosa. Pero los jóvenes que conoció eran vulgares y jamás los alentó, prefiriendo consolarse de sus anhelos románticos consumiendo Delicias Turcas a escondidas. Sin embargo, cuando casi llegaba al límite y sus amigas empezaban ya a darle a la lengua, les tapó la boca casándose con Mr Keamey, un botinero de la explanada de Ormond.
Era mucho mayor que ella. Su conversación adusta tenía lugar en los intermedios de su enorme barba parda. Después del primer año de casada intuyó ella que un hombre así sería más útil que un personaje novelesco, pero nunca echó a un lado sus ideas románticas. Era él sobrio, frugal y pío; tomaba la comunión cada viernes, a veces con ella, muchas veces solo. Pero ella nunca flaqueó en su fe religiosa y fue una buena esposa. Cuando en una reunión con desconocidos ella arqueaba una ceja, él se levantaba enseguida para despedirse, y, si su tos lo acosaba, ella le envolvía los pies en una colcha y le hacía un buen ponche de ron. Por su parte, él era un padre modelo. Pagando una módica suma cada semana a una mutual se aseguró de que sus dos hijas recibieran una dote de cien libras cada una al cumplir veinticuatro años. Mandó a la hija mayor, Kathleen, a un convento, donde aprendió francés y música, y más tarde le costeó el Conservatorio. Todos los años por julio Mrs Kearney hallaba ocasión de decirles a sus amigas:
-El bueno de mi marido nos manda a veranear unas semanas a Skerries.
Y si no era a Skerries era a Howth o a Greystones.
Cuando el Despertar Irlandés comenzó a mostrarse digno de atención, Mrs Kearney determinó sacar partido al nombre de su hija, tan irlandés, y le trajo un maestro de lengua irlandesa. Kathleen y su hermana les enviaban postales irlandesas a sus amigas, quienes, a su vez, les respondían con otras postales irlandesas. En ocasiones especiales, cuando Mr Kearney iba con su familia a las reuniones pro-catedral, un grupo de gente se reunía después de la misa de domingo en la esquina de Cathedral Street. Eran todos amigos de los Kearney, amigos musicales o amigos nacionalistas; y, cuando le sacaban el jugo al último chisme, se daban la mano, todos a una, riéndose de tantas manos cruzadas y diciéndose adiós en irlandés. Muy pronto el nombre de Kathleen Kearney estuvo a menudo en boca de la gente para decir que ella tenía talento y que era muy buena muchacha y, lo que es más, que, creía en el renacer de la lengua irlandesa. Mrs Kearney se sentía de lo más satisfecha. Así no se sorprendió cuando un buen día Mr Holohan vino a proponerle que su hija fuera pianista acompañante en cuatro grandes conciertos que su Sociedad iba a dar en las Antiguas Salas de Concierto. Ella lo hizo pasar a la sala, lo invitó a sentarse y sacó la garrafa y la bizcochera de plata. Se entregó ella en cuerpo y alma a ultimar los detalles; aconsejó y persuadió; y, finalmente, se redactó un contrato según el cual Kathleen recibiría ocho guineas por sus servicios como pianista acompañante en aquellos cuatro grandes conciertos.
Como Mr Holohan era novato en cuestiones tan delicadas como la redacción de anuncios y la confección de programas, Mrs Kearney lo ayudó. Tenía tacto. Sabía qué artistas debían llevar el nombre en mayúsculas y qué artistas debían ir en letras pequeñas. Sabía que al primer tenor no le gustaría salir después del sainete de Mr Meade. Para mantener al público divertido, acomodó los números dudosos entre viejos favoritos. Mr Holohan la visitaba cada día para pedirle consejo sobre esto y aquello. Ella era invariablemente amistosa y asesora, en una palabra, asequible. Deslizaba hacia él la garrafa, diciéndole:
-Vamos, ¡sírvase usted, Mr Holohan! Y si él se servía, añadía ella:
-¡Sin miedo! ¡Sin ningún miedo!
Todo salió a pedir de boca. Mrs Kearney compró en Brown Thomas un retazo de raso liso rosa, precioso, para hacerle una pechera al traje de Kathleen. Costó un ojo de la cara; pero
hay ocasiones en que cualquier gasto está justificado. Se quedó con una docena de entradas para el último concierto y las envió a esas amistades con que no se podía contar que asistieran si no era así. No se olvidó de nada y, gracias a ella, se hizo lo que había que hacer.
Los conciertos tendrían lugar miércoles, jueves, viernes y sábado. Cuando Mrs Keamey llegó con su hija a las Antiguas Salas de Concierto la noche del miércoles no le gustó lo que vio. Unos cuantos jóvenes que llevaban insignias azul brillante en sus casacas, holgazaneaban por el vestíbulo; ninguno llevaba ropa de etiqueta. Pasó de largo con su hija y una rápida ojeada a la sala le hizo ver la causa del holgorio de los ujieres. Al principio se preguntó si se habría equivocado de hora. Pero no, faltaban veinte minutos para las ocho.
En el camerino, detrás del escenario, le presentaron al secretario de la Sociedad, Mr Fitzpatrick. Ella sonrió y le tendió una mano. Era un hombrecito de cara lerda. Notó que llevaba su sombrero de pana pardo al desgaire a un lado y que hablaba con dejo desganado. Tenía un programa en la mano y mientras conversaba con ella le mordió una punta hasta que la hizo una pulpa húmeda. No parecía darle importancia al chasco. Mr Holohan entraba al camerino a cada rato trayendo noticias de la taquilla. Los artistas hablaban entre ellos, nerviosos, mirando de vez en cuando al espejo y enrollando y desenrollando sus partituras. Cuando eran casi las ocho y media la poca gente que había en el teatro comenzó a expresar el deseo de que empezara la función. Mr Fitzpatrick subió a escena, sonriendo inexpresivo al público, para decirles:
-Bueno, y ahora, señoras y señores, supongo que es mejor que empiece la fiesta.
Mrs Keamey recompensó su vulgarísima expresión final con una rápida mirada despreciativa y luego le dijo a su hija para animarla:
-¿Estás lista, tesoro?
Cuando tuvo la oportunidad llamó a Mr Holohan aparte y le preguntó que qué significaba aquello. Mr Holohan le respondió que él no sabía. Le explicó que el comité había cometido un error en dar tantos conciertos: cuatro conciertos eran demasiados conciertos.
-¡Y con qué artistas! -dijo Mrs Kearney-. Claro que hacen lo que pueden, pero no son nada buenos.
Mr Holohan admitió que los artistas eran malos, pero el comité, dijo, había decidido dejar que los tres primeros conciertos salieran como pudieran y reservar lo bueno para la noche del sábado. Mrs Kearney no dijo nada, pero, como las mediocridades se sucedían en el estrado y el público disminuía cada vez, comenzó a lamentarse de haber puesto todo su empeño en semejante velada. No le gustaba en absoluto el aspecto de aquello y la estúpida sonrisa de Mr Fitzpatrick la irritaba de veras. Sin embargo, se calló la boca y decidió esperar a ver cómo acababa todo. El concierto se extinguió poco antes de las diez y todo el mundo se fue a casa corriendo.
El concierto del jueves tuvo mejor concurrencia, pero Mrs Kearney se dio cuenta enseguida de que el teatro estaba lleno de balde. El público se comportaba sin el menor recato, como si el concierto fuera un último ensayo informal. Mr Fitzpatrick parecía divertirse mucho; y no estaba en lo más mínimo consciente de que Mrs Kearney, furiosa, tomaba nota de su conducta. Se paraba él junto a las bambalinas y de vez en cuando sacaba la cabeza para intercambiar risas con dos amigotes sentados en el extremo del balcón. Durante la tanda Mrs Kearney se enteró de que se iba a cancelar el concierto del viernes y que el comité movería cielo y tierra para asegurarse de que el concierto del sábado fuera un lleno completo. Cuando oyó decir esto buscó a Mr Holohan. Lo pescó mientras iba cojeando con un vaso de limonada para una jovencita y le preguntó si era cierto. Sí, era cierto.
-Pero, naturalmente, eso no altera el contrato -dijo ella-. El contrato es por cuatro conciertos.
Mr Holohan parecía estar apurado; le aconsejó que hablara con Mr Fitzpatrick. Mrs Kearney comenzó a alarmarse entonces. Sacó a Mr Fitzpatrick de su bambalina y le dijo que su hija había firmado por cuatro conciertos y que, naturalmente, de acuerdo con los términos del contrato ella recibiría la suma estipulada originalmente, diera o no la Sociedad cuatro conciertos. Mr Fitzpatrick, que no se dio cuenta del punto en cuestión enseguida, parecía incapaz de resolver la dificultad y dijo que trasladaría el problema al comité. La ira de Mrs Kearney comenzó a revolotearle en las mejillas y tuvo que hacer lo imposible para no preguntar:
-¿Y quién es este convidé, hágame el favor?
Pero sabía que no era digno de una dama hacerlo: por eso se quedó callada.
El viernes por la mañana enviaron a unos chiquillos a que repartieran volantes por las calles de Dublín. Anuncios especiales aparecieron en todos los diarios de la tarde recordando al público amante de la buena música el placer que les esperaba a la noche siguiente. Mrs Kearney se sintió más alentada pero pensó que era mejor confiar sus sospechas a su marido. Le prestó atención y dijo que sería mejor que la acompañara el sábado por la noche. Ella estuvo de acuerdo. Respetaba a su esposo como respetaba a la oficina de correos, como algo grande, seguro, inamovible; y aunque sabía que era escaso de ideas, apreciaba su valor como hombre, en abstracto. Se alegró de que él hubiera sugerido ir al concierto con ella. Pasó revista a sus planes.
Vino la noche del gran concierto. Mrs Kearney, con su esposo y su hija, llegó a las Antiguas Salas de Concierto tres cuartos de hora antes de la señalada para comenzar. Tocó la mala suerte que llovía. Mrs Keamey dejó las ropas y las partituras de su hija al cuidado de su marido y recorrió todo el edificio buscando a Mr Holohan y a Mr Fitzpatrick. No pudo encontrar a ninguno de los dos. Les preguntó a los ujieres si había algún miembro del comité en el público, y, después de mucho trabajo, un ujier se apareció con una mujercita llamada Miss Beirne, a quien Mrs Kearney explicó que quería ver a uno de los secretarios. Miss Beirne los esperaba de un momento a otro y le preguntó si podía hacer algo por ella. Mrs Kearney escrutó a aquella mujercita que tenía una doble expresión de confianza en el prójimo y de entusiasmo atornillada a su cara, y le respondió:
-¡No, gracias!
La mujercita esperaba que hicieran una buena entrada. Miró la lluvia hasta que la melancolía de la calle mojada borró el entusiasmo y la confianza de sus facciones torcidas. Luego exhaló un suspirito y dijo:
-¡Ah, bueno, se hizo lo que se pudo, como usted sabe! Mrs Kearney tuvo que regresar al camerino.
Llegaban los artistas. El bajo y el segundo tenor ya estaban allí. El bajo, Mr Duggan, era un hombre joven y esbelto, con un bigote negro regado. Era hijo del portero de unas oficinas, del centro, y, de niño, había cantado sostenidas notas bajas por los resonantes corredores. De tan humildes auspicios se había educado a sí mismo para convertirse en un artista de primera fila. Había cantado en la ópera. Una noche, cuando un artista operático se enfermó, había interpretado el rol del rey en Maritana, en el Queen’s Theatre. Cantó con mucho sentimiento y volumen y fue muy bien acogido por la galería; pero, desgraciadamente, echó a perder la buena impresión inicial al sonarse la nariz en un guante, una o dos veces, de distraído que era. Modesto, hablaba poco. Decía ustéi pero tan bajo que pasaba inadvertido y por cuidarse la voz no bebía nada más fuerte que leche. Mr Bell, el segundo tenor, era un hombrecito rubio que competía todos los años por los premios de Feis Ceoil. A la cuarta intentona ganó una medalla de bronce. Nervioso en extremo y en extremo envidioso de otros tenores, cubría su envidia nerviosa con una simpatía desbordante. Era dado a dejar saber a otras personas la viacrucis que significaba un concierto. Por eso cuando vio a Mr Duggan se le acercó a preguntarle: -¿Estás tú también en el programa?
-Sí -respondió Mr Duggan.
Mr Bell sonrió a su compañero de infortunios, extendió una mano y le dijo:
-¡Chócala!
Mrs Kearney pasó por delante de estos dos jóvenes y se fue al borde de la bambalina a echar un vistazo a la sala. Ocupaban las localidades rápidamente y un ruido agradable circulaba por el auditorio. Regresó a hablar en privado con su esposo. La conversación giraba sobre Kathleen evidentemente, pues ambos le echaban una mirada de vez en cuando mientras ella conversaba de pie con una de sus amigas nacionalistas, Miss Healy, la contralto. Una mujer desconocida y solitaria de cara pálida atravesó la pieza. Las muchachas siguieron con ojos ávidos aquel vestido azul desvaído tendido sobre un cuerpo enjuto. Alguien dijo que era Madama Glynn, soprano.
-Me pregunto de dónde la sacaron -dijo Kathleen a Miss Healy-. Nunca oí hablar de ella, te lo aseguro.
Miss Healy tuvo que sonreír. Mr Holohan entró cojeando al camerino en ese momento y las dos muchachas le preguntaron quién era la desconocida. Mr Holohan dijo que era Madama Glynn, de Londres. Madama tomó posesión de un rincón del cuarto, manteniendo su partitura rígida frente a ella y cambiando de vez en cuando la dirección de su mirada de asombro. Las sombras acogieron protectoras su traje marchito, pero en revancha le rebosaron la fosa del esternón. El ruido de la sala se oyó más fuerte. El primer tenor y el barítono llegaron juntos. Se veían bien vestidos los dos, bien alimentados y complacidos, regalando un aire de opulencia a la compañía.
Mrs Kearney les llevó a su hija y se dirigió a ellos con amabilidad. Quería estar en buenos términos pero, mientras hacía lo posible por ser atenta con ellos, sus ojos seguían los pasos cojeantes y torcidos de Mr Holohan. Tan pronto como pudo se excusó y le cayó detrás.
-Mr Holohan -le dijo-, quiero hablar con usted un momento.
Se fueron a un extremo discreto del corredor. Mrs Kearney le preguntó cuándo le iban a pagar a su hija. Mr Holohan dijo que ya se encargaría de ello Mr Fitzpatrick. Mrs Kearney dijo que ella no sabía nada de Mr Fitzpatrick. Su hija había firmado contrato por ocho guineas y había que pagárselas. Mr Holohan dijo que eso no era asunto suyo.
-¿Por qué no es asunto suyo? -le preguntó Mrs Kearney-. ¿No le trajo usted mismo el contrato? En todo caso, si no es asunto suyo, sí es asunto mío y me voy a ocupar de él.
-Más vale que hable con Mr Fitzpatrick- dijo Mr Holohan, remoto.
-A mí no me interesa su Mr Fitzpatrick para nada -repitió Mrs Kearney-. Yo tengo mi contrato y voy a ocuparme de que se cumpla.
Cuando regresó al camerino, ligeramente ruborizada, reinaba allí la animación. Dos hombres con impermeables habían tomado posesión de la estufa y charlaban familiarmente con Miss Healy y el barítono. Eran un enviado del Freeman y Mr O’Madden Burke. El enviado del Freeman había entrado a decir que no podía quedarse al concierto ya que tenía que cubrir una conferencia que iba a pronunciar un sacerdote en la Mansion House. Dijo que debían dejarle una nota en la redacción del Freeman y que él se ocuparía de que la incluyeran. Era canoso, con voz digna de crédito y modales cautos. Tenía un puro apagado en la mano y el aroma a humo de tabaco flotaba a su alrededor. No tenía intenciones de quedarse más que un momento porque los conciertos y los artistas lo aburrían considerablemente, pero permanecía recostado a la chimenea. Miss Healy estaba de pie frente a él, riendo y charlando. Tenía él edad como para sospechar la razón de la cortesía femenina, pero era lo bastante joven de espíritu para saber sacar provecho a la ocasión. El calor, el color y el olor de aquel cuerpo juvenil le despertaban la sensualidad. Estaba deliciosamente al tanto de los senos que en este momento subían y bajaban frente a él en su honor, consciente de que las risas y el perfume y las miradas imponentes eran otro tributo. Cuando no pudo quedarse ya más tiempo, se despidió de ella muy a pesar suyo.
-O’Madden Burke va a escribir la nota -le explicó a Mr Holohan-, y yo me ocupo de que la metan.
-Muchísimas gracias, Mr Hendrick -dijo Mr Holohan-. Ya sé que usted se ocupará de ella. Pero, ¿no quiere tomar una cosita antes de irse?
-No estaría mal dijo Mr Hendrick.
Los dos hombres atravesaron oscuros pasadizos y subieron escaleras hasta llegar a un cuarto apartado donde uno de los ujieres descorchaba botellas para unos cuantos señores. Uno de estos señores era Mr O’Madden Burke, que había dado con el cuarto por puro instinto. Era un hombre entrado en años, afable, quien, en estado de reposo, balanceaba su cuerpo imponente sobre un largo paraguas de seda. Su grandilocuente apellido de irlandés del oeste era el paraguas moral sobre el que balanceada el primoroso problema de sus finanzas. Se le respetaba a lo ancho y a lo largo.
Mientras Mr Holohan convidaba al enviado del Freeman, Mrs Kearney hablaba a su esposo con tal vehemencia que éste tuvo que pedirle que bajara la voz. La conversación de la otra gente en el camerino se había-hecho tensa. Mr Bell, primero en el programa, estaba listo con su música pero su acompañante ni se movió. Algo andaba mal, es evidente. Mr Kearney miraba hacia adelante, mesándose la barba, mientras Mrs Kearney le hablaba al oído a Kathleen con énfasis controlado. De la sala llegaban ruidos revueltos, palmas y pateos. El primer tenor y el barítono y Miss Healy se pusieron los tres a esperar tranquilamente, pero Mr Bell tenía los nervios de punta porque temía que el público pensara que se había retrasado.
Mr Holohan y Mr O’Madden Burke entraron al camerino. En un instante Mr Holohan se dio cuenta de lo que pasaba. Se acercó a Mrs Kearney y le habló con franqueza. Mientras hablaban el ruido de la sala se hizo más fuerte. Mr Holohan estaba rojo y excitadísimo.
Habló con volubilidad, pero Mrs Kearney repetía cortante, a intervalos:
-Ella no saldrá. Hay que pagarle sus ocho guineas.
Mr Holohan señalaba desesperado hacia la sala, donde el público daba patadas y palmetas. Acudió a Mr Kearney y a Kathleen. Pero Mr Kearney seguía mesándose las barbas y Kathleen miraba al suelo, moviendo la punta de su zapato nuevo: no era su culpa. Mrs Kearney repetía:
-No saldrá si no se le paga.
Después de un breve combate verbal, Mr Holohan se marchó, cojeando, a la carrera. Se hizo el silencio en la pieza. Cuando el silencio se volvió insoportable, Miss Healy le dijo al barítono:
-¿Vio usted a Mrs Pat Campbell esta semana?
El barítono no la había visto, pero le habían dicho que
había estado muy bien. La conversación se detuvo ahí. El primer tenor bajó la cabeza y empezó a contar los eslabones de la cadena de oro que le cruzaba el pecho, sonriendo y tarareando notas al azar para afinar la voz. De vez en cuando todos echaban una ojeada hacia Mrs Kearney.
El ruido del auditorio se había vuelto un escándalo cuando Mr Fitzpatrick entró al camerino, seguido por Mr Holohan que acezaba. De la sala llegaron silbidos que acentuaban ahora el estruendo de palmetas y patadas. Mr Fitzpatrick alzó varios billetes en la mano. Contó hasta cuatro en la mano de Mrs Kearney y dijo que iba a conseguir el resto en el intermedio. Mrs Kearney dijo:
-Faltan cuatro chelines.
Pero Kathleen se recogió la falda y dijo: Vamos, Mr Bell, al primer cantante, que temblaba más que una hoja. El artista y su acompañante salieron a escena juntos. Se extinguió el ruido en la sala. Hubo una pausa de unos segundos: y luego se oyó un piano.
La primera parte del concierto tuvo mucho éxito, con excepción del número de Madama Glynn. La pobre mujer cantó Killarney con voz incorpórea y jadeante, con todos los amaneramientos de entonación y de pronunciación que ella creía que le daban elegancia a su canto pero que estaban tan fuera de moda. Parecía como si la hubieran resucitado de un viejo vestuario, y de las localidades populares de la platea se burlaron de sus quejumbrosos agudos. El primer tenor y la contralto, sin embargo, se robaron al público. Kathleen tocó una selección de aires irlandeses que fue generosamente aplaudida. Cerró la primera parte una conmovedora composición patriótica, recitada por una joven que organizaba funciones teatrales de aficionados. Fue merecidamente aplaudida; y, cuando terminó, los hombres salieron al intermedio, satisfechos.
En todo este tiempo el camerino había sido un avispero de emociones. En una esquina estaba Mr Holohan, Mr Fitzpatrick, Miss Beirne, dos de los ujieres, el barítono, el bajo y Mr O’Madden Burke. Mr O’Madden Burke dijo que era la más escandalosa exhibición de que había sido testigo nunca. La carrera musical de Kathleen Kearney, dijo, estaba acabada en Dublín después de esto. Al barítono le preguntaron qué opinaba del comportamiento de Mrs Kearney. No quería opinar. Le habían pagado su dinero y quería estar en paz con todos. Sin embargo, dijo que Mrs Kearney bien podía haber tenido consideración con los artistas. Los ujieres y los secretarios debatían acaloradamente sobre lo que debía hacerse llegado el intermedio.
-Estoy de acuerdo con Miss Beirne -dijo Mr O’Madden Burke-. De pagarle, nada.
En la otra esquina del cuarto estaban Mrs Kearney y su marido, Mr Bell, Miss Healy y la joven que recitó los versos patrióticos. Mrs Kearney decía que el comité la había tratado
escandalosamente. No había reparado ella ni en dificultades ni en gastos y así era como le pagaban.
Creían que tendrían que lidiar sólo con una muchacha y que, por lo tanto, podían tratarla a la patada. Pero les iba ella a mostrar lo, equivocados que estaban. No se atreverían a tratarla así si ella fuera un hombre. Pero ella se encargaría de que respetaran los derechos de su hija: de ella no se burlaba nadie. Si no le pagaban hasta el último penique iba a tocar a rebato en Dublín. Claro que lo sentía por los artistas. Pero ¿qué otra cosa podía ella hacer? Acudió al segundo tenor que dijo que no la habían tratado bien. Luego apeló a Miss Healy. Miss Healy quería unirse al otro bando, pero le disgustaba hacerlo porque era muy buena amiga de Kathleen y los Kearneys la habían invitado a su casa muchas veces.
Tan pronto como terminó la primera parte, Mr Fitzpatrick y Mr Holohan se acercaron a Mrs Kearney y le dijeron que las otras cuatro guineas le serían pagadas después que se reuniera el comité al martes siguiente y que, en caso de que su hija no tocara en la segunda parte, el comité daría el contrato por cancelado, y no pagaría un penique.
-No he visto a ese tal comité -dijo Mrs Kearney, furiosa-. Mi hija tiene su contrato. Cobrará cuatro libras con ocho en la mano o no pondrá un pie en el estrado.
-Me sorprende usted, Mrs Kearney -dijo Mr Holohan-. Nunca creí que nos trataría usted así.
-Y ¿de qué forma me han tratado ustedes a mí? -preguntó Mrs Kearney.
Su cara se veía ahogada por la rabia y parecía que iba a atacar a alguien físicamente.
-No exijo más que mis derechos -dijo ella.
-Debía usted tener un poco de decencia -dijo Mr Holohan.
-Debería yo, ¿de veras?… Y si pregunto cuándo le van a pagar a mi hija me responden con una grosería.
Echó la cabeza atrás para imitar un tono altanero:
-Debe usted hablar con el secretario. No es asunto mío. Soi mu impoltante pa-lo-poco-quiago.
-Yo creí que era usted una dama -dijo Mr Holohan, alejándose de ella, brusco.
Después de lo cual la conducta de Mrs Kearney fue criticada por todas partes: todos aprobaron lo que había hecho el comité. Ella se paró en la puerta, lívida de furia, discutiendo con su marido y su hija, gesticulándoles. Esperó hasta que fue hora de comenzar la segunda parte con la esperanza de que los secretarios vendrían a hablarle. Pero Miss Healy consintió bondadosamente en tocar uno o dos acompañamientos. Mrs Kearney tuvo que echarse a un lado para dejar que el barítono y su acompañante pasaran al estrado. Se quedó inmóvil, por un instante, la imagen pétrea de la furia, y, cuando las primeras notas de la canción repercutieron en sus oídos, cogió la capa de su hija y le dijo a su marido:
-¡Busca un coche!
Salió él inmediatamente. Mrs Kearney envolvió a su hija en la capa y siguió a su marido. Al cruzar el umbral se detuvo a escudriñar la cara de Mr Holohan:
-Todavía no he terminado con usted -le dijo. -Pues yo sí -respondió Mr Holohan.
Kathleen siguió, modosa, a su madre. Mr Holohan comenzó a caminar alrededor del cuarto para calmarse, ya que sentía que la piel le quemaba.
-¡Eso es lo que se llama una mujer agradable! -dijo-. ¡Vaya que es agradable!
-Hiciste lo indicado, Holohan -dijo Mr O’Madden Burke, posado en su paraguas en señal de aprobación.
Miss Devlin se transformó en Mrs Keamey por despecho. Se había educado en uno de los mejores conventos, donde aprendió francés y música. Como era exangüe de nacimiento
y poco flexible de carácter, hizo pocas amigas en la escuela. Cuando estuvo en edad casadera la hicieron visitar varias casas donde admiraron mucho sus modales pulidos y su talento musical. Se sentó a esperar que viniera un pretendiente capaz de desafiar su frígido círculo de dotes para brindarle una vida venturosa. Pero los jóvenes que conoció eran vulgares y jamás los alentó, prefiriendo consolarse de sus anhelos románticos consumiendo Delicias Turcas a escondidas. Sin embargo, cuando casi llegaba al límite y sus amigas empezaban ya a darle a la lengua, les tapó la boca casándose con Mr Keamey, un botinero de la explanada de Ormond.
Era mucho mayor que ella. Su conversación adusta tenía lugar en los intermedios de su enorme barba parda. Después del primer año de casada intuyó ella que un hombre así sería más útil que un personaje novelesco, pero nunca echó a un lado sus ideas románticas. Era él sobrio, frugal y pío; tomaba la comunión cada viernes, a veces con ella, muchas veces solo. Pero ella nunca flaqueó en su fe religiosa y fue una buena esposa. Cuando en una reunión con desconocidos ella arqueaba una ceja, él se levantaba enseguida para despedirse, y, si su tos lo acosaba, ella le envolvía los pies en una colcha y le hacía un buen ponche de ron. Por su parte, él era un padre modelo. Pagando una módica suma cada semana a una mutual se aseguró de que sus dos hijas recibieran una dote de cien libras cada una al cumplir veinticuatro años. Mandó a la hija mayor, Kathleen, a un convento, donde aprendió francés y música, y más tarde le costeó el Conservatorio. Todos los años por julio Mrs Kearney hallaba ocasión de decirles a sus amigas:
-El bueno de mi marido nos manda a veranear unas semanas a Skerries.
Y si no era a Skerries era a Howth o a Greystones.
Cuando el Despertar Irlandés comenzó a mostrarse digno de atención, Mrs Kearney determinó sacar partido al nombre de su hija, tan irlandés, y le trajo un maestro de lengua irlandesa. Kathleen y su hermana les enviaban postales irlandesas a sus amigas, quienes, a su vez, les respondían con otras postales irlandesas. En ocasiones especiales, cuando Mr Kearney iba con su familia a las reuniones pro-catedral, un grupo de gente se reunía después de la misa de domingo en la esquina de Cathedral Street. Eran todos amigos de los Kearney, amigos musicales o amigos nacionalistas; y, cuando le sacaban el jugo al último chisme, se daban la mano, todos a una, riéndose de tantas manos cruzadas y diciéndose adiós en irlandés. Muy pronto el nombre de Kathleen Kearney estuvo a menudo en boca de la gente para decir que ella tenía talento y que era muy buena muchacha y, lo que es más, que, creía en el renacer de la lengua irlandesa. Mrs Kearney se sentía de lo más satisfecha. Así no se sorprendió cuando un buen día Mr Holohan vino a proponerle que su hija fuera pianista acompañante en cuatro grandes conciertos que su Sociedad iba a dar en las Antiguas Salas de Concierto. Ella lo hizo pasar a la sala, lo invitó a sentarse y sacó la garrafa y la bizcochera de plata. Se entregó ella en cuerpo y alma a ultimar los detalles; aconsejó y persuadió; y, finalmente, se redactó un contrato según el cual Kathleen recibiría ocho guineas por sus servicios como pianista acompañante en aquellos cuatro grandes conciertos.
Como Mr Holohan era novato en cuestiones tan delicadas como la redacción de anuncios y la confección de programas, Mrs Kearney lo ayudó. Tenía tacto. Sabía qué artistas debían llevar el nombre en mayúsculas y qué artistas debían ir en letras pequeñas. Sabía que al primer tenor no le gustaría salir después del sainete de Mr Meade. Para mantener al público divertido, acomodó los números dudosos entre viejos favoritos. Mr Holohan la visitaba cada día para pedirle consejo sobre esto y aquello. Ella era invariablemente amistosa y asesora, en una palabra, asequible. Deslizaba hacia él la garrafa, diciéndole:
-Vamos, ¡sírvase usted, Mr Holohan! Y si él se servía, añadía ella:
-¡Sin miedo! ¡Sin ningún miedo!
Todo salió a pedir de boca. Mrs Kearney compró en Brown Thomas un retazo de raso liso rosa, precioso, para hacerle una pechera al traje de Kathleen. Costó un ojo de la cara; pero
hay ocasiones en que cualquier gasto está justificado. Se quedó con una docena de entradas para el último concierto y las envió a esas amistades con que no se podía contar que asistieran si no era así. No se olvidó de nada y, gracias a ella, se hizo lo que había que hacer.
Los conciertos tendrían lugar miércoles, jueves, viernes y sábado. Cuando Mrs Keamey llegó con su hija a las Antiguas Salas de Concierto la noche del miércoles no le gustó lo que vio. Unos cuantos jóvenes que llevaban insignias azul brillante en sus casacas, holgazaneaban por el vestíbulo; ninguno llevaba ropa de etiqueta. Pasó de largo con su hija y una rápida ojeada a la sala le hizo ver la causa del holgorio de los ujieres. Al principio se preguntó si se habría equivocado de hora. Pero no, faltaban veinte minutos para las ocho.
En el camerino, detrás del escenario, le presentaron al secretario de la Sociedad, Mr Fitzpatrick. Ella sonrió y le tendió una mano. Era un hombrecito de cara lerda. Notó que llevaba su sombrero de pana pardo al desgaire a un lado y que hablaba con dejo desganado. Tenía un programa en la mano y mientras conversaba con ella le mordió una punta hasta que la hizo una pulpa húmeda. No parecía darle importancia al chasco. Mr Holohan entraba al camerino a cada rato trayendo noticias de la taquilla. Los artistas hablaban entre ellos, nerviosos, mirando de vez en cuando al espejo y enrollando y desenrollando sus partituras. Cuando eran casi las ocho y media la poca gente que había en el teatro comenzó a expresar el deseo de que empezara la función. Mr Fitzpatrick subió a escena, sonriendo inexpresivo al público, para decirles:
-Bueno, y ahora, señoras y señores, supongo que es mejor que empiece la fiesta.
Mrs Keamey recompensó su vulgarísima expresión final con una rápida mirada despreciativa y luego le dijo a su hija para animarla:
-¿Estás lista, tesoro?
Cuando tuvo la oportunidad llamó a Mr Holohan aparte y le preguntó que qué significaba aquello. Mr Holohan le respondió que él no sabía. Le explicó que el comité había cometido un error en dar tantos conciertos: cuatro conciertos eran demasiados conciertos.
-¡Y con qué artistas! -dijo Mrs Kearney-. Claro que hacen lo que pueden, pero no son nada buenos.
Mr Holohan admitió que los artistas eran malos, pero el comité, dijo, había decidido dejar que los tres primeros conciertos salieran como pudieran y reservar lo bueno para la noche del sábado. Mrs Kearney no dijo nada, pero, como las mediocridades se sucedían en el estrado y el público disminuía cada vez, comenzó a lamentarse de haber puesto todo su empeño en semejante velada. No le gustaba en absoluto el aspecto de aquello y la estúpida sonrisa de Mr Fitzpatrick la irritaba de veras. Sin embargo, se calló la boca y decidió esperar a ver cómo acababa todo. El concierto se extinguió poco antes de las diez y todo el mundo se fue a casa corriendo.
El concierto del jueves tuvo mejor concurrencia, pero Mrs Kearney se dio cuenta enseguida de que el teatro estaba lleno de balde. El público se comportaba sin el menor recato, como si el concierto fuera un último ensayo informal. Mr Fitzpatrick parecía divertirse mucho; y no estaba en lo más mínimo consciente de que Mrs Kearney, furiosa, tomaba nota de su conducta. Se paraba él junto a las bambalinas y de vez en cuando sacaba la cabeza para intercambiar risas con dos amigotes sentados en el extremo del balcón. Durante la tanda Mrs Kearney se enteró de que se iba a cancelar el concierto del viernes y que el comité movería cielo y tierra para asegurarse de que el concierto del sábado fuera un lleno completo. Cuando oyó decir esto buscó a Mr Holohan. Lo pescó mientras iba cojeando con un vaso de limonada para una jovencita y le preguntó si era cierto. Sí, era cierto.
-Pero, naturalmente, eso no altera el contrato -dijo ella-. El contrato es por cuatro conciertos.
Mr Holohan parecía estar apurado; le aconsejó que hablara con Mr Fitzpatrick. Mrs Kearney comenzó a alarmarse entonces. Sacó a Mr Fitzpatrick de su bambalina y le dijo que su hija había firmado por cuatro conciertos y que, naturalmente, de acuerdo con los términos del contrato ella recibiría la suma estipulada originalmente, diera o no la Sociedad cuatro conciertos. Mr Fitzpatrick, que no se dio cuenta del punto en cuestión enseguida, parecía incapaz de resolver la dificultad y dijo que trasladaría el problema al comité. La ira de Mrs Kearney comenzó a revolotearle en las mejillas y tuvo que hacer lo imposible para no preguntar:
-¿Y quién es este convidé, hágame el favor?
Pero sabía que no era digno de una dama hacerlo: por eso se quedó callada.
El viernes por la mañana enviaron a unos chiquillos a que repartieran volantes por las calles de Dublín. Anuncios especiales aparecieron en todos los diarios de la tarde recordando al público amante de la buena música el placer que les esperaba a la noche siguiente. Mrs Kearney se sintió más alentada pero pensó que era mejor confiar sus sospechas a su marido. Le prestó atención y dijo que sería mejor que la acompañara el sábado por la noche. Ella estuvo de acuerdo. Respetaba a su esposo como respetaba a la oficina de correos, como algo grande, seguro, inamovible; y aunque sabía que era escaso de ideas, apreciaba su valor como hombre, en abstracto. Se alegró de que él hubiera sugerido ir al concierto con ella. Pasó revista a sus planes.
Vino la noche del gran concierto. Mrs Kearney, con su esposo y su hija, llegó a las Antiguas Salas de Concierto tres cuartos de hora antes de la señalada para comenzar. Tocó la mala suerte que llovía. Mrs Keamey dejó las ropas y las partituras de su hija al cuidado de su marido y recorrió todo el edificio buscando a Mr Holohan y a Mr Fitzpatrick. No pudo encontrar a ninguno de los dos. Les preguntó a los ujieres si había algún miembro del comité en el público, y, después de mucho trabajo, un ujier se apareció con una mujercita llamada Miss Beirne, a quien Mrs Kearney explicó que quería ver a uno de los secretarios. Miss Beirne los esperaba de un momento a otro y le preguntó si podía hacer algo por ella. Mrs Kearney escrutó a aquella mujercita que tenía una doble expresión de confianza en el prójimo y de entusiasmo atornillada a su cara, y le respondió:
-¡No, gracias!
La mujercita esperaba que hicieran una buena entrada. Miró la lluvia hasta que la melancolía de la calle mojada borró el entusiasmo y la confianza de sus facciones torcidas. Luego exhaló un suspirito y dijo:
-¡Ah, bueno, se hizo lo que se pudo, como usted sabe! Mrs Kearney tuvo que regresar al camerino.
Llegaban los artistas. El bajo y el segundo tenor ya estaban allí. El bajo, Mr Duggan, era un hombre joven y esbelto, con un bigote negro regado. Era hijo del portero de unas oficinas, del centro, y, de niño, había cantado sostenidas notas bajas por los resonantes corredores. De tan humildes auspicios se había educado a sí mismo para convertirse en un artista de primera fila. Había cantado en la ópera. Una noche, cuando un artista operático se enfermó, había interpretado el rol del rey en Maritana, en el Queen’s Theatre. Cantó con mucho sentimiento y volumen y fue muy bien acogido por la galería; pero, desgraciadamente, echó a perder la buena impresión inicial al sonarse la nariz en un guante, una o dos veces, de distraído que era. Modesto, hablaba poco. Decía ustéi pero tan bajo que pasaba inadvertido y por cuidarse la voz no bebía nada más fuerte que leche. Mr Bell, el segundo tenor, era un hombrecito rubio que competía todos los años por los premios de Feis Ceoil. A la cuarta intentona ganó una medalla de bronce. Nervioso en extremo y en extremo envidioso de otros tenores, cubría su envidia nerviosa con una simpatía desbordante. Era dado a dejar saber a otras personas la viacrucis que significaba un concierto. Por eso cuando vio a Mr Duggan se le acercó a preguntarle: -¿Estás tú también en el programa?
-Sí -respondió Mr Duggan.
Mr Bell sonrió a su compañero de infortunios, extendió una mano y le dijo:
-¡Chócala!
Mrs Kearney pasó por delante de estos dos jóvenes y se fue al borde de la bambalina a echar un vistazo a la sala. Ocupaban las localidades rápidamente y un ruido agradable circulaba por el auditorio. Regresó a hablar en privado con su esposo. La conversación giraba sobre Kathleen evidentemente, pues ambos le echaban una mirada de vez en cuando mientras ella conversaba de pie con una de sus amigas nacionalistas, Miss Healy, la contralto. Una mujer desconocida y solitaria de cara pálida atravesó la pieza. Las muchachas siguieron con ojos ávidos aquel vestido azul desvaído tendido sobre un cuerpo enjuto. Alguien dijo que era Madama Glynn, soprano.
-Me pregunto de dónde la sacaron -dijo Kathleen a Miss Healy-. Nunca oí hablar de ella, te lo aseguro.
Miss Healy tuvo que sonreír. Mr Holohan entró cojeando al camerino en ese momento y las dos muchachas le preguntaron quién era la desconocida. Mr Holohan dijo que era Madama Glynn, de Londres. Madama tomó posesión de un rincón del cuarto, manteniendo su partitura rígida frente a ella y cambiando de vez en cuando la dirección de su mirada de asombro. Las sombras acogieron protectoras su traje marchito, pero en revancha le rebosaron la fosa del esternón. El ruido de la sala se oyó más fuerte. El primer tenor y el barítono llegaron juntos. Se veían bien vestidos los dos, bien alimentados y complacidos, regalando un aire de opulencia a la compañía.
Mrs Kearney les llevó a su hija y se dirigió a ellos con amabilidad. Quería estar en buenos términos pero, mientras hacía lo posible por ser atenta con ellos, sus ojos seguían los pasos cojeantes y torcidos de Mr Holohan. Tan pronto como pudo se excusó y le cayó detrás.
-Mr Holohan -le dijo-, quiero hablar con usted un momento.
Se fueron a un extremo discreto del corredor. Mrs Kearney le preguntó cuándo le iban a pagar a su hija. Mr Holohan dijo que ya se encargaría de ello Mr Fitzpatrick. Mrs Kearney dijo que ella no sabía nada de Mr Fitzpatrick. Su hija había firmado contrato por ocho guineas y había que pagárselas. Mr Holohan dijo que eso no era asunto suyo.
-¿Por qué no es asunto suyo? -le preguntó Mrs Kearney-. ¿No le trajo usted mismo el contrato? En todo caso, si no es asunto suyo, sí es asunto mío y me voy a ocupar de él.
-Más vale que hable con Mr Fitzpatrick- dijo Mr Holohan, remoto.
-A mí no me interesa su Mr Fitzpatrick para nada -repitió Mrs Kearney-. Yo tengo mi contrato y voy a ocuparme de que se cumpla.
Cuando regresó al camerino, ligeramente ruborizada, reinaba allí la animación. Dos hombres con impermeables habían tomado posesión de la estufa y charlaban familiarmente con Miss Healy y el barítono. Eran un enviado del Freeman y Mr O’Madden Burke. El enviado del Freeman había entrado a decir que no podía quedarse al concierto ya que tenía que cubrir una conferencia que iba a pronunciar un sacerdote en la Mansion House. Dijo que debían dejarle una nota en la redacción del Freeman y que él se ocuparía de que la incluyeran. Era canoso, con voz digna de crédito y modales cautos. Tenía un puro apagado en la mano y el aroma a humo de tabaco flotaba a su alrededor. No tenía intenciones de quedarse más que un momento porque los conciertos y los artistas lo aburrían considerablemente, pero permanecía recostado a la chimenea. Miss Healy estaba de pie frente a él, riendo y charlando. Tenía él edad como para sospechar la razón de la cortesía femenina, pero era lo bastante joven de espíritu para saber sacar provecho a la ocasión. El calor, el color y el olor de aquel cuerpo juvenil le despertaban la sensualidad. Estaba deliciosamente al tanto de los senos que en este momento subían y bajaban frente a él en su honor, consciente de que las risas y el perfume y las miradas imponentes eran otro tributo. Cuando no pudo quedarse ya más tiempo, se despidió de ella muy a pesar suyo.
-O’Madden Burke va a escribir la nota -le explicó a Mr Holohan-, y yo me ocupo de que la metan.
-Muchísimas gracias, Mr Hendrick -dijo Mr Holohan-. Ya sé que usted se ocupará de ella. Pero, ¿no quiere tomar una cosita antes de irse?
-No estaría mal dijo Mr Hendrick.
Los dos hombres atravesaron oscuros pasadizos y subieron escaleras hasta llegar a un cuarto apartado donde uno de los ujieres descorchaba botellas para unos cuantos señores. Uno de estos señores era Mr O’Madden Burke, que había dado con el cuarto por puro instinto. Era un hombre entrado en años, afable, quien, en estado de reposo, balanceaba su cuerpo imponente sobre un largo paraguas de seda. Su grandilocuente apellido de irlandés del oeste era el paraguas moral sobre el que balanceada el primoroso problema de sus finanzas. Se le respetaba a lo ancho y a lo largo.
Mientras Mr Holohan convidaba al enviado del Freeman, Mrs Kearney hablaba a su esposo con tal vehemencia que éste tuvo que pedirle que bajara la voz. La conversación de la otra gente en el camerino se había-hecho tensa. Mr Bell, primero en el programa, estaba listo con su música pero su acompañante ni se movió. Algo andaba mal, es evidente. Mr Kearney miraba hacia adelante, mesándose la barba, mientras Mrs Kearney le hablaba al oído a Kathleen con énfasis controlado. De la sala llegaban ruidos revueltos, palmas y pateos. El primer tenor y el barítono y Miss Healy se pusieron los tres a esperar tranquilamente, pero Mr Bell tenía los nervios de punta porque temía que el público pensara que se había retrasado.
Mr Holohan y Mr O’Madden Burke entraron al camerino. En un instante Mr Holohan se dio cuenta de lo que pasaba. Se acercó a Mrs Kearney y le habló con franqueza. Mientras hablaban el ruido de la sala se hizo más fuerte. Mr Holohan estaba rojo y excitadísimo.
Habló con volubilidad, pero Mrs Kearney repetía cortante, a intervalos:
-Ella no saldrá. Hay que pagarle sus ocho guineas.
Mr Holohan señalaba desesperado hacia la sala, donde el público daba patadas y palmetas. Acudió a Mr Kearney y a Kathleen. Pero Mr Kearney seguía mesándose las barbas y Kathleen miraba al suelo, moviendo la punta de su zapato nuevo: no era su culpa. Mrs Kearney repetía:
-No saldrá si no se le paga.
Después de un breve combate verbal, Mr Holohan se marchó, cojeando, a la carrera. Se hizo el silencio en la pieza. Cuando el silencio se volvió insoportable, Miss Healy le dijo al barítono:
-¿Vio usted a Mrs Pat Campbell esta semana?
El barítono no la había visto, pero le habían dicho que
había estado muy bien. La conversación se detuvo ahí. El primer tenor bajó la cabeza y empezó a contar los eslabones de la cadena de oro que le cruzaba el pecho, sonriendo y tarareando notas al azar para afinar la voz. De vez en cuando todos echaban una ojeada hacia Mrs Kearney.
El ruido del auditorio se había vuelto un escándalo cuando Mr Fitzpatrick entró al camerino, seguido por Mr Holohan que acezaba. De la sala llegaron silbidos que acentuaban ahora el estruendo de palmetas y patadas. Mr Fitzpatrick alzó varios billetes en la mano. Contó hasta cuatro en la mano de Mrs Kearney y dijo que iba a conseguir el resto en el intermedio. Mrs Kearney dijo:
-Faltan cuatro chelines.
Pero Kathleen se recogió la falda y dijo: Vamos, Mr Bell, al primer cantante, que temblaba más que una hoja. El artista y su acompañante salieron a escena juntos. Se extinguió el ruido en la sala. Hubo una pausa de unos segundos: y luego se oyó un piano.
La primera parte del concierto tuvo mucho éxito, con excepción del número de Madama Glynn. La pobre mujer cantó Killarney con voz incorpórea y jadeante, con todos los amaneramientos de entonación y de pronunciación que ella creía que le daban elegancia a su canto pero que estaban tan fuera de moda. Parecía como si la hubieran resucitado de un viejo vestuario, y de las localidades populares de la platea se burlaron de sus quejumbrosos agudos. El primer tenor y la contralto, sin embargo, se robaron al público. Kathleen tocó una selección de aires irlandeses que fue generosamente aplaudida. Cerró la primera parte una conmovedora composición patriótica, recitada por una joven que organizaba funciones teatrales de aficionados. Fue merecidamente aplaudida; y, cuando terminó, los hombres salieron al intermedio, satisfechos.
En todo este tiempo el camerino había sido un avispero de emociones. En una esquina estaba Mr Holohan, Mr Fitzpatrick, Miss Beirne, dos de los ujieres, el barítono, el bajo y Mr O’Madden Burke. Mr O’Madden Burke dijo que era la más escandalosa exhibición de que había sido testigo nunca. La carrera musical de Kathleen Kearney, dijo, estaba acabada en Dublín después de esto. Al barítono le preguntaron qué opinaba del comportamiento de Mrs Kearney. No quería opinar. Le habían pagado su dinero y quería estar en paz con todos. Sin embargo, dijo que Mrs Kearney bien podía haber tenido consideración con los artistas. Los ujieres y los secretarios debatían acaloradamente sobre lo que debía hacerse llegado el intermedio.
-Estoy de acuerdo con Miss Beirne -dijo Mr O’Madden Burke-. De pagarle, nada.
En la otra esquina del cuarto estaban Mrs Kearney y su marido, Mr Bell, Miss Healy y la joven que recitó los versos patrióticos. Mrs Kearney decía que el comité la había tratado
escandalosamente. No había reparado ella ni en dificultades ni en gastos y así era como le pagaban.
Creían que tendrían que lidiar sólo con una muchacha y que, por lo tanto, podían tratarla a la patada. Pero les iba ella a mostrar lo, equivocados que estaban. No se atreverían a tratarla así si ella fuera un hombre. Pero ella se encargaría de que respetaran los derechos de su hija: de ella no se burlaba nadie. Si no le pagaban hasta el último penique iba a tocar a rebato en Dublín. Claro que lo sentía por los artistas. Pero ¿qué otra cosa podía ella hacer? Acudió al segundo tenor que dijo que no la habían tratado bien. Luego apeló a Miss Healy. Miss Healy quería unirse al otro bando, pero le disgustaba hacerlo porque era muy buena amiga de Kathleen y los Kearneys la habían invitado a su casa muchas veces.
Tan pronto como terminó la primera parte, Mr Fitzpatrick y Mr Holohan se acercaron a Mrs Kearney y le dijeron que las otras cuatro guineas le serían pagadas después que se reuniera el comité al martes siguiente y que, en caso de que su hija no tocara en la segunda parte, el comité daría el contrato por cancelado, y no pagaría un penique.
-No he visto a ese tal comité -dijo Mrs Kearney, furiosa-. Mi hija tiene su contrato. Cobrará cuatro libras con ocho en la mano o no pondrá un pie en el estrado.
-Me sorprende usted, Mrs Kearney -dijo Mr Holohan-. Nunca creí que nos trataría usted así.
-Y ¿de qué forma me han tratado ustedes a mí? -preguntó Mrs Kearney.
Su cara se veía ahogada por la rabia y parecía que iba a atacar a alguien físicamente.
-No exijo más que mis derechos -dijo ella.
-Debía usted tener un poco de decencia -dijo Mr Holohan.
-Debería yo, ¿de veras?… Y si pregunto cuándo le van a pagar a mi hija me responden con una grosería.
Echó la cabeza atrás para imitar un tono altanero:
-Debe usted hablar con el secretario. No es asunto mío. Soi mu impoltante pa-lo-poco-quiago.
-Yo creí que era usted una dama -dijo Mr Holohan, alejándose de ella, brusco.
Después de lo cual la conducta de Mrs Kearney fue criticada por todas partes: todos aprobaron lo que había hecho el comité. Ella se paró en la puerta, lívida de furia, discutiendo con su marido y su hija, gesticulándoles. Esperó hasta que fue hora de comenzar la segunda parte con la esperanza de que los secretarios vendrían a hablarle. Pero Miss Healy consintió bondadosamente en tocar uno o dos acompañamientos. Mrs Kearney tuvo que echarse a un lado para dejar que el barítono y su acompañante pasaran al estrado. Se quedó inmóvil, por un instante, la imagen pétrea de la furia, y, cuando las primeras notas de la canción repercutieron en sus oídos, cogió la capa de su hija y le dijo a su marido:
-¡Busca un coche!
Salió él inmediatamente. Mrs Kearney envolvió a su hija en la capa y siguió a su marido. Al cruzar el umbral se detuvo a escudriñar la cara de Mr Holohan:
-Todavía no he terminado con usted -le dijo. -Pues yo sí -respondió Mr Holohan.
Kathleen siguió, modosa, a su madre. Mr Holohan comenzó a caminar alrededor del cuarto para calmarse, ya que sentía que la piel le quemaba.
-¡Eso es lo que se llama una mujer agradable! -dijo-. ¡Vaya que es agradable!
-Hiciste lo indicado, Holohan -dijo Mr O’Madden Burke, posado en su paraguas en señal de aprobación.
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