No habría por qué discutir. Las piezas del engranaje ya están dadas, listas y
dispuestas; cada una de ellas forma parte de una maquinaria mayor conformada
por nuestros brazos y demás herramientas. Por eso es útil reconocernos parte de
un todo, parte de una estructura superior e inabarcable cuya construcción hace
mucho llevamos a cabo en esta zona.
Hemos
trabajado muy duro. Días y noches enteras con el cansancio latiendo en las
venas mientras se apresura el trabajo en una viga o se intensifican los
refuerzos de una de las paredes. Uno aprende a no darle la espalda a cualquier
circunstancia posible, a pensar más allá de los límites que lo rodean, a intuir
las proximidades del peligro acechando momento a momento sin siquiera un minuto
de tregua. Por ello, en las largas jornadas siempre habrá un instante para
cerrar los ojos, para mirar dentro de esta estructura y, arrodillándose en
medio de la penumbra sobre la roca húmeda, asumir la postura del enemigo
circulando fuera de la obra, olisqueando con voracidad los incontables puntos
débiles. Entonces así, con los ojos cerrados, uno se lamenta de no haberse esforzado
más en la fortificación de la parte oriental de la obra, de haber utilizado dos
y no tres rocas en una sección débil en lo alto de la construcción que,
pensándolo bien, quizás sí hubiese requerido mayor esfuerzo, y entonces no hay
descanso posible porque uno sabe que es de aquellos errores de donde se
desprenderá lo peor, lo inevitable. Cuando eso ocurre, uno debe pararse de su
inmerecido descanso y satisfacer las necesidades defensivas de la obra. Sabe
que no queda más salida. Y es que por fuera quizás tan solo se observe la
inamovible consistencia de un muro, un muro de proporciones descomunales de
cuya incuestionable función de defensa nadie podría renegar. Aquel que se
traslade de un lado a otro -y para ello habría que tener suma paciencia, puesto
que deben ser varios los kilómetros por los cuales se extiende el muro- jamás
sospecharía, a pesar de su normal extrañeza frente a semejante estructura, de
su naturaleza vacía, de la oquedad y el movimiento que rige en sus entrañas. El
muro está hueco, y es por sus profundidades por donde nos trasladamos cada día
y proseguimos su construcción. Podría pensarse que la medida es absurda y sin
sentido, que no conduciría a nada productivo tener que construir la obra
utilizando la misma piedra de la cual está hecha por dentro, pero aquel que
sostenga esto habrá olvidado la triste presencia del peligro que cada día
acecha sin descanso y que ya habrá dado cuenta de muchos de nosotros. La obra
transcurre entonces a través de los campos dividiéndolos sin cesar a cada metro
ganado por nosotros, sus órganos primarios de subsistencia. El muro avanza y el
círculo simbiótico se estrecha y hace más fuerte: necesitamos del muro para
sobrevivir y éste de nosotros para extenderse. Desde cada sección obscura que
recorremos día a día, eso es lo que más recordamos.
Es
extraño; a mí el muro me ha dado la tenacidad que buscaba para llevar en mi
vida un ritmo, casi un verdadero orden frente a lo que era mi habitual caos
personal. Yo me traslado con las herramientas a través de los pasajes del muro,
del ancho corredor obscuro que nos protege y siento las gotas húmedas del aire
circulando en silencio; cuando eso me pasa, sea la hora que sea, a veces pienso
que este día me va a ser más difícil llegar hasta el extremo occidental, o al oriental
dependiendo del caso (más de una vez me he confundido). Pero aquella sensación
apenas dura unos instantes porque sé que en algún momento habré de llegar, que
mi cara o mis manos tocarán de pronto el conjunto de piedras que conforman el
límite del muro y todo empezará de nuevo. He aprendido que siempre aliviará un
poco el desánimo el frotar las manos encallecidas contra la superficie de las
paredes del muro; hurgar y deslizar los dedos por las grietas, por las ranuras
que unen las porosas piedras que conforman las paredes produce una sensación de
pertenencia, de aproximación, que es muy grata.
Hay
días en que pienso en que si a mí me preguntaran si considero aún a la obra
como un refugio, no sabría qué responder. Quizás en un inicio pudo haberlo sido,
pero ahora que me ha dado la necesidad del día a día, del infortunio o el olor
del peligro trasladándose por el corredor, entiendo que esto es sólo posible en
alguien que piensa en el muro como en su hogar. Y no creo ser motivo de burla
al señalar esta idea. En realidad es algo que no comprendo bien. Pienso
simplemente en cómo he logrado sobrevivir gracias a mi construcción y mi
esfuerzo y me siento un mejor hombre, alguien que anda más contento. Incluso he
pensado, aunque esto para alguno sería un exceso, en que si no existiera un
peligro inminente allá afuera del muro, si pudiese trasladarme por sus pasajes
y su ancho corredor sin la angustia de un ataque inminente, o si pudiera
recobrar la calma de los primeros días, en que la obra avanzaba a buen paso porque
éramos varias manos trabajando juntas, quizás podría colocarme aquí algunos
días a descansar, a pensar un poco más en sus galerías y, ahora sí con calma,
disponer una efectiva e inexpugnable defensa. Quién sabe, tal vez podría pensar
en una remodelación, en un volver a empezar de una manera más civilizada,
pausada y auténtica, una que refleje de verdad mi propia voz y mis ideas;
buscar que la obra tenga algo más de mí, algo más personal y definitivo, que no
deje lugar a dudas de que aquí ando yo y soy como un órgano vital, el
instrumento que lo genera todo. Pero como están dadas las cosas por los últimos
acontecimientos en estos días de ardua labor, todo esto me resulta imposible de
solucionar.
Lo
que a mí más me gusta de la obra ha ido cambiando lentamente hasta convertirse
en algo casi irreconocible, algo difícil de percibir para algún extraño que
venga de pronto hasta los límites de la obra e intentara acercarse. Podría
llamarlo silencio, pero lo siento distinto. Basta pensar en mis días más atareados,
aquellos en que yo mismo no me doy tregua con las herramientas y el sonido de
éstas contra las rocas se hace potente y continuo, para descartar la
posibilidad de que sea el silencio lo que ahora me agrada. Es, pienso, tal vez
la ausencia unida al silencio; la ausencia de aquellos que hace mucho me
ayudaban y con los cuales compartía una esperanza, una meta. No encontraré la
palabra entonces porque es una mezcla de ese vacío que ha ido aumentando con
los días y el silencio oportuno conjugados. Fuera de los ruidos que producen
los animales de las zonas de trampas, de los débiles chillidos que emiten una
vez que han caído en ellas y de sus últimos movimientos entre mis garras, ya no
existe más intrusión ni señal de algo más que yo, el enemigo y el muro. Ese
agujero, ese hueco dentro de mí que ha ido extendiéndose es lo que creo que
ahora más me gusta de la obra. Poder transcurrir sin necesidad de evitar algo o
a alguien, caminar libre como deben caminar los hombres a través de las paredes
de un obscuro corredor, es sin duda una sensación extraña que desde hace algún
tiempo me llena de gozo, de un indescifrable placer. Escuchar las gotas de la
humedad desprenderse de las paredes y sentir el aire de las filtraciones
entregado a un único destinatario, que soy yo, me hace trabajar con más empeño
y seguridad que en días anteriores, cuando sentía que dependía de los otros.
Cada uno es consciente de cuánto ha aportado sobre lo que le toca y asumirá
consecuentemente los frutos de su trabajo. Cada uno debió de sacrificar más en
un día para no dejar la posibilidad de un ataque sorpresivo presa del cual,
seguramente, muchos han desaparecido. Pienso que no es mi culpa entonces que
los demás que construían el muro conmigo ya no estén más aquí conmigo. La
disciplina en esta clase labores, deberían enseñarlo en las escuelas, es vital
para el cumplimiento del objetivo. Pasa que algunos pierden la perspectiva, la
labor mecánica se apodera d ellos y no se preocupan de las necesidades de la
obra y el cumplimiento efectivo de lo que ella requiera. Y allí se inicia el
fin de todo elemento.
Yo
he asumido el compromiso de ser libre entre estos pasajes y sé que lo que haga
será indispensable para mi supervivencia. Y para ello al menos ahora sé que no
puedo desaparecer a merced del enemigo por un error ajeno, lo que me hubiera
causado, estoy seguro, en mis últimos momentos, un terrible sentimiento de odio
hacia todos aquellos posibles de cometer tan grave falta. Es por ello que no
estoy seguro de poder recordar los hechos con calma y precisión. Recuerdo
simplemente a uno de aquellos constructores, uno de los últimos que quedaban,
trabajando a mi lado en la parte occidental del muro (lo recuerdo bien porque
creí notar en su rostro una barba muy larga y espesa y pensé que yo también
hubiera querido tener una como aquella). Yo trabajaba con gran rapidez en el
llenado del techo cuando pude notar que la parte que él rellenaba a poco menos
de un metro se encontraba algo floja, sin la necesaria consistencia. Resolví no
decir nada y, después de trabajar más en una parte algo alejada, decidí revisar
si es que él había corregido el error y, en todo caso, comunicárselo firmemente
para que no volviera a ocurrir. Tenía la ligera esperanza de que él hubiese
notado por sí solo su falta. Sin embargo, noté entonces al acercarme que la
parte débil del techo había caído y que su cuerpo yacía devorado a un lado de
los escombros. Me asusté al pensar que el enemigo andaba cerca y, luego de
mirar un breve instante aquella larga barba que la luz filtrada por el orificio
dejado en el techo mostraba ensangrentada, empecé a correr hasta alejarme del
lugar. Corrí y, asustado como estaba, olvidé tapar el funesto agujero. Corrí
mucho, recuerdo, hasta que caí desfalleciente en alguna parte del muro. No sé
cuánto tiempo permanecí allí.
Varias
vidas se perdieron y los días que siguieron fui tratado con indiferencia, casi
con hostilidad. Por ello ahora que camino solo entre los corredores del muro me
invade una sensación de alivio porque sé que soy yo quien se preocupa del muro
y sus debilidades; porque sé que no habrá reproche alguno por un error cometido
o la indiferencia de alguien por mi temor a lo que, simple y evidentemente, es
más fuerte que yo.
Sin
embargo, en estos días en que soy el único que admira o que puede admirar la
magnitud de la obra sin sentir de pronto el rumor de lo callado, la
persistencia de todo aquello que se ha dejado fuera de la obra, he notado en
los límites del muro nuevas presencias. Son evidentes los signos de la labor
que algo o alguien viene realizando sin pudor en aquellas zonas de mi
construcción. Lo he sabido por todas aquellas señales que he aprendido a
reconocer a lo largo de todo este tiempo. Y es que ya antes ha sucedido. No
hace mucho también debí decidir si permitía o no que nuevos trabajadores
participen en la construcción de la obra. No obstante, antes de decidirlo,
presa de una intensa ansiedad por la inminencia de algo insuperable o
catastrófico, resolví salir del muro. Lo hice de tarde, casi de noche para que
la luz del día no dañara mis ojos casi inservibles para aquella época. Sucedió
poco después del accidente del constructor de la barba y andaba sumamente
inquieto en esos días. Encontré las señales en los límites del muro, primero en
el oriental y luego en el occidental y me sentí atrapado por las ansías de
sobrevivir de otros como yo. Al salir del muro por la pequeña salida que había
dispuesto en caso de un ataque imprevisto y, después de alejarme unos pasos de
la obra, me quedé muy quieto contemplándola recorrer los campos y perderse en
la penumbra de la noche. Allí, en medio del silencio de la noche, me pregunté
qué ocurriría si de pronto ésta se cerrara y mecanismos desconocidos no me
permitiesen volver a ingresar. Presa del pánico, busqué de nuevo la entrada
hacia la seguridad del muro pero no podía encontrarla. Subí entonces a través
de las piedras hasta la superficie del techo y desde allí, aún asustado, pude
contemplar a lo lejos lo que tanto había sospechado y temido. Desde allí, sobre
el muro, pude ver el desplazamiento indiscriminado de extensos muros como el
mío circulando en diferentes direcciones por los campos. La mayoría de ellos
corriendo paralelos a mi obra, aunque alguno de incipiente apariencia, parecía
ya llegar a tocarla. Los demás parecían converger con el mío tan solo a lo
lejos, casi en el extremo del horizonte. Luego hallé la entrada a mi muro, y
entré rápidamente con aquella visión latiendo todavía en mis ojos.
No
volveré a salir del muro como en aquella ocasión. Vigilando si el enemigo
andaba cerca tracé desde allí arriba aquella vez los planos para una posible
dirección del muro que no implicara el encuentro con alguno otro. Me sentí
tranquilo y con nuevos entusiasmos los meses que siguieron e incluso mucho
tiempo después llegué a pensar que nada de lo que había visto tendría su
inevitable consecuencia. Extrañamente, en esos momentos ya no trabaja con tanto
esfuerzo, como si algo me pidiese dejar abierta una posibilidad, un pequeño
riesgo que altere mi panorama; dejaba a un lado los brazos y las piernas ya no
respondían con la necesaria motivación. Lo sé porque estos días en que he
notado nuevas presencias me he abandonado alguna hora sobre una piedra
respirando el aire filtrado a través de las grietas de la obra.
Entonces,
cuando eso ocurre, uno simplemente va sintiendo cómo se hunde en el suelo
viscoso, percibe el llamado silencioso de la tierra que uno guarda bajo las
uñas, el olor fulguroso del musgo sobre las rocas navegando hacia las fosas y
entonces, apoyando el rostro contra las paredes húmedas y tibias, uno se pierde
hasta que llega el sueño y, si hay suerte, puede incluso soñar que la obra se
extiende más allá de lo imaginable, que manos ajenas han llevado lo que era de
uno a más amplios territorios evitando para siempre el peligro, y entonces, en
ese avance se ha alcanzado incluso aquellos rincones lejanos de las puestas de
sol, la maquinaria se ha trasladado a nuevos sectores de los que aún formamos
parte y no sabemos nada y la construcción se hace cada vez más sencilla; en ese
instante se puede soñar esas cosas sin discutir y será posible también sentirse
parte del engranaje mayor, parte vital de un todo. Tal vez hasta pueda
aceptarse sin tristeza que ese todo, único e infinito como todos los muros
reunidos, persista también sin nosotros.
Y
a veces me pienso abandonado, callado y quieto en un rincón del muro y siento
que podré descansar tranquilo. Entonces olvido la amenaza de esos muros
paralelos al mío y duermo tranquilo, cobijado por el calor de las rocas; sueño
entonces que esos constructores me habrán de encontrar así, durmiendo en la
oscuridad de mi muro, y sé, con extraña certeza que es cierto, que todo ya se
hace claro, que todo muro es también una puerta y que de alguna forma, pienso,
ellos no me buscarían, si no me hubieran ya encontrado. Y yo los recibiré entre
mis brazos, y las grietas de nuestros muros ya no serán suficientes.
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