No
sé bien si este primer escalofrío de mi vida lo he sentido al bajar el cristal
de la ventanilla para que saliera el humo del cigarro, o un momento antes, y
que vi entre nubes, cuando el revisor abrió la puerta para contar los asientos
libres. Lo cierto es que al sentirlo, me he arrebujado tan apretadamente entre
los brazos de mamá, que ella, un poco sorprendida, me ha mirado con esos ojos
claros que pone tan dulzones cuando los fija en mi cara. Y la que también me ha
quedado bien grabada desde que empezó mi vieja, es la figura de papá. Durante
muchas horas lee el periódico al compás del traqueteo del tren, y de vez en
cuando nos echa una mirada pensativa o reída, según vayan las cosas... Estoy
seguro que la abuela ya no estaba en el tren cuando yo subí, y que la estampa
que de ella tengo, con el pelo canoso y los ojos un poco bizcos, me la fijó
mamá durante el viaje con sus muchas palabras memoriosas.
Como
hemos pasado sin parar ante muchas estaciones durante estas primeras horas,
todavía no he visto viajeros ni jefes de estación. Sólo relojes y campanas
verdes que se quedan atrás rapidísimamente. A los revisores que se turnan sólo
les veo la cara medio oculta por la visera de la gorra y la inclinación de la
cabeza al mirar con mucha fijeza el billete amarillo, pero sin sonrisa, y
claro, sin reparar en mí... Sólo esta tarde, uno muy alto y con bigote, al ver
a mamá tan caída por los ataques que ahora le dan al corazón, alzó los ojos
hasta ella, luego hacia mí, que iba a su lado con mis pantalones cortos, y
seguro que con la cara muy triste; y al final hacia papá, que seguía leyendo el
periódico, al parecer impasible, aunque cada poco echaba reojos a mamá tras las
gafas pequeñas que ahora lleva... Sin embargo, el revisor no se ha fijado en mi
hermano segundo, que echado en el asiento vacío y cubierto con una manta,
dormía entre su pelo rubio y las manos que tenía juntas bajo la cara... Y que a
mí, aunque no se parecían gran cosa, siempre que lo veo dormido, me recuerda al
otro hermano, al tercero, que nació aquel día que descarriló el tren; que
siempre estuvo tan malo de la tripa, y que al poco tiempo, con el culete
amarillo y llorando en voz muy baja, murió entre los bazos de mamá, pegado a la
ventanilla.
En
algunas paradas del tren, ante estaciones o apeaderos, más que los relojes,
campanas, silbatos y maletas, me llama la atención, cuando bastante apartado de
la vía, hay un cementerio, con el plumaje oscuro de los cipreses cabeceando
sobre las tapias enjalbegadas... De las estaciones donde hemos parado
últimamente, la mejor ha sido, aunque no había cementerio, la de aquel pueblo
tan grande, cuyos andenes estaban repletos de hombres y mujeres con banderas
tricolores, la Banda Municipal tocando el Himno de Riego, y aquella chica con
el vestido blanco muy largo, el gorro frigio y una bandera en la mano, que
gritaba vivas delante de los viajeros. Pues resulta que aguardaban a un
paisano, republicano famoso, que se bajó de nuestro tren, y después de repartir
muchos abrazos, empezó a hablar en público cuando ya arrancábamos. Papá, como
está tan contento con la República, lo miró todo con los ojos muy gustosos, y
estuvo un buen rato sin leer el periódico... Cuando ya íbamos otra vez sobre la
llanura reseca y de pedrizas, estuve seguro de que a papá le hubiera gustado
tener a mano el aparatillo de radio con el altavoz negro, no para oír lo que a
mí me gustaba: "Ante Segarra todo el mundo callao. Gran Vía, esquina
Callao" o aquel otro de: "Almacenes San Mateo, si no lo veo no lo
creo", y sí el discurso de don Niceto Alcalá Zamora, dicho en un cordobés
sonorísimo, para cantar las excelencias de la República.
Al
caer la noche, después de tomar un bocado, apagamos la luz y bajamos las
cortinas de la puerta y de las ventanillas que daban al pasillo, porque mamá
estaba muy fatigada a causa de otro ataque de su enfermedad... Un momento antes
se tomó la pastilla para el sueño, y con la mano de mi hermano entre las suyas,
ha doblado ha doblado la cabeza sobre el ángulo del respaldo del asiento. Papá
también se ha recostado, y en seguida ha empezado con sus ronquidos, que son
muy asustadores, porque cuando menos lo esperas, suelta un ruido muy bronco y
dolorido, como si se estuviera ahogando, hasta que vuelve a quedarse callado y
con la cabeza clavada sobre el pecho... Voy sentado junto a María José, la
criada que nos llegó después de la feria, y haciéndome el distraído le he
puesto la cabeza sobre el hombro, a ver qué hace, pues no me atrevo a atacarla
abiertamente aunque ya llevo pantalones largos, y menos a besarla. Porque
aunque voy mucho al cine, de verdad de verdad, no sé muy bien cómo se besa a
una mujer... De modo que me aprieto a ella lo más que puedo, y de vez en cuando
suspiro muy fuerte junto a su cuello, pero sin más... Y se ve que no le enfada
lo que hago, porque acaba de rozarme con su cara la cabeza. Así pasamos unos
kilómetros. Ella -luego lo comprendí- pensaba que así me animaría para
seguir... pero como continuaba sin atreverme, suavemente, rozándome la mejilla
y las narices, ha bajado su boca hasta la mía -y algo que yo no esperaba- ha
empezado a pasarme la lengua sobre los labios, como si los tuviese dulces...
Por fin, me he animado, yo le hago lo mismo, y así llevamos muy buen rato,
hasta que ella, después de dar unos suspiros muy sospechosos, se ha quedado
dormida sobre mi hombro... Y la verdad es que así me pesa un poco, pero por su
boca entreabierta sale un calorcito tan dulzón y húmedo, que voy a resistir con
ella encima hasta que no pueda más.
Empieza
a pintar el día. Se oyen unas explosiones lejanas. Explosiones que no suenan
mucho, pero largas. Papá se ha despertado, y escucha con aire sospechoso.
Enseguida han comenzado a frenar el tren. Paran. Apagan las luces. Mamá, con
voz muy débil, pregunta qué pasa. Y mi hermano dice: "seguro que están
bombardeando". "No digas eso, hijo mío". "Sí, están
bombardeando", pero es muy lejos" -ha confirmado papá para
tranquilizarnos, y porque era así. De todas formas hemos estado parados mucho
rato, aun después de dejar de oírse las explosiones. Y ha sido ahora mismo, al
amañanar, cuando han inundado los coches muchos milicianos con mono azul,
cartucheras y fusiles. Han abierto la puerta de nuestro compartimento de un
tirón y sólo dos han podido sentarse con nosotros, justo a mi lado. Los demás
se han quedado en el pasillo sentados en el suelo o de pie, apoyados en sus
fusiles. Algunos comen bocadillos y beben de las cantimploras. Apenas ha
arrancado el tren, el que está a mi lado, ha empezado a roncar igual que ronca
papá, aunque echa menos aire después de dar el ronquido. Uno de los del pasillo
canta con voz desentonada:
"Si
me quieres escribir
ya
sabes mi paradero
en
el frente de Teruel...
pero
nadie lo ha coreado, y como arrepentido, casi no se le ha oído lo de "en
el segundo ligero".
No
puedo negar que estoy contento vestido de soldado. Mi hermano también lo
parece. Mi padre, disimulando sus preocupaciones, a veces nos echa un reojo
sonriente por encima del periódico... Si mamá no se hubiera muerto hace ya unos
meses (que duro se le puso el gesto, siempre tan dulce. Que tieso su cuerpo, su
cuello y sus piernas toda la vida de líneas tan sensibles) seguro que con el
miedo que le daba la guerra, al vernos movilizados iría tristísima. Ahí junto a
la ventanilla de todo su viaje. En los demás asientos del coche van soldados de
mi Brigada, que cantan unas letras que yo todavía no sé. Pasa nuestro tren ante
pueblos oscuros y algunos medio destruidos por las bombas.
Llevamos
un rato muy largo completamente solos en el compartimento. Yo paso las hojas
del libro que acabo de comprarme para la Universidad, y mi padre sigue con
aquella cara tan grave que se le puso desde que enterraron a mi hermano con la
guerrera manchada de sangre. Por fin han entrado unos señores con camisas
azules y boinas coloradas, que hablan contentísimos y con mucha energía. Mi
padre lee otra vez, o simula leer, el periódico. Yo los escucho con esa sonrisa
que he aprendido a poner cuando hablan de política los que pueden hablar.
María,
mi reciente esposa, no es que le tenga coraje a mi padre, lo sé muy bien, pero
como él no le hable. Ella no le dice nunca nada. Y él, claro, siempre sonriente
y muy amable, sólo le dice lo imprescindible. María está ahora sentada donde
siempre iba mamá, y ojea una revista de vestidos y peinados. Mi padre, con la
papada ya muy caída, la calva rodeada de canas, sus gafas gordísimas, y
cabeceando porque el tren da muchos traqueteos, lee su periódico, hoy repleto
de discursos, medallas e inauguraciones. María -son las dos en punto- saca la
tartera, y comemos en paz y en gracia de Dios. Ella tan limpia, escrupulosa y
voraz como siempre. Y papá allí arrimado, con cara de quedarse con gana, y no
atreverse a pedir más. Yo, pretextando que no tengo apetito, le he dado mi
chuleta. María come, y lo hace todo, con los ojos un poco perdidos, como si
añorase algo que no sabe muy bien lo que es..., a lo mejor ese hijo que no
podrá tener nunca.
Desde
que mi padre leyó su último periódico, pocas estaciones después, María me
obligó a sentarme donde él iba siempre, enfrente, junto a la otra ventanilla.
No quiso guardar las ropas de papá en las maletas y se las regaló a un viejo
que pasó ofreciendo caramelos... Por la noche, al pasar algún túnel largo,
hacemos el amor sobre su asiento, amor sin esperanza, porque sabemos que no
alumbrará nada más que ese breve grito que da ella en el momento del orgasmo.
Con
frecuencia miro los asientos del compartimento en los que fueron sentados mis
padres, mi hermano y las chicas de servicio. Sobre todo aquella que por primera
vez en mi vida me lamió la boca. Y recuerdo las caras de todos los que fueron
míos, sus decires, su manera de volver los ojos cuando llegaba el revisor, o
parábamos en una estacioncilla con cementerio, fiesta, lluvia o paseantes en
las tardes de sol. Pero María no repara ni suiqre reparar en los significados
que para mí tienen esos cristales donde los míos se reflejaron, estos brazos y
respaldos en los que tantas veces apoyaron sus manos y cabezas. María siempre
está con la mirada perdida. Cuando hablamos se esfuerza en sonreír, en ser
simpática, en simular que me quiere, pero en el fondo de sus ojos están
alojados otras gentes de los coches del tren, que probablemente yo no sabré
nunca quienes fueron. Acaban de entrar en el pasillo jóvenes con barbas,
melenas y pantalones vaqueros. Al verlos, María sonríe con más sinceridad, y
sus ojos emergen de aquella profundidad en la que siempre están hundidos.
Después
de una explicación brevísima, que casi no fue explicación, y por supuesto sin
haber ocurrido nada nuevo, María se ha cambiado de coche. Tomó sus maletas,
sonrió de esa manera simulada que ella sabe, me dio un beso en la mejilla, y
marchó pasillo abajo, hacia la izquierda.
Hasta
esta mañana mientras me afeitaba con la máquina eléctrica en el aseo del tren,
hacía mucho tiempo que no me miraba tan fija y atentamente en el espejo. Y he
visto que las canas blanquísimas que rodean mi calva, son muy parecidas a las
de mi padre, en aquellas últimas horas que estuvo sentado frente a mí leyendo
el periódico. Como al acabar de afeitarme ha parado el tren, me asomo por la
ventanilla del servicio por si se divisase algún cementerio, pero no, sólo veo
en el andén a unas cuantas mujeres con banderas nacionales y lazo negro,
añorando lo que comenzó hace tantísimos años y murió hace tres... Vuelvo a
contemplarme en el espejo del lavabo. De verdad, que de aquel yo que empezó el
viaje en este tren y sintió el primer refrío entre los brazos de su madre al
abrir una ventanilla, sólo pervive el color y la expresión de los ojos... Todo
lo demás, ya es de otro.
Así
que lleguemos a la próxima estación me bajaré a comprar un periódico. El mismo
que compraba mi padre... Ya estoy en mi asiento. Me he calado las gafas gordas
y lo leo de arriba abajo, sin interés alguno. Me es exactamente igual que pase
lo que pase.
Hace
ya mucho rato que nadie anda por los pasillos, y estoy completamente solo en mi
compartimento... Por más que miro a mi alrededor y esfuerzo mi cerebro, no
consigo recordar en qué asiento iba siempre mi madre; en cuál se ponía María,
cuando hacíamos el amor; en qué frente hirieron a mi hermano; qué contaba mi
padre tantas veces de la guerra de África, y de don Benito Pérez Galdós después
de aquella visita con una comisión para pedirle no sé qué... ¿Qué día empezó
este viaje? ¿En qué sitio? Han pasado muchas horas sin que venga el revisor a
pedirme este billete tan sobado y amarillo que en entregó mi padre. También,
ahora me doy cuenta, hace mucho tiempo que el tren no ha parado en ninguna
estación y parece que cada vez va más deprisa. Apenas ha anochecido y ya han
encendido las luces de todos los coches. Tembloroso me asomo a la puerta. Ni
veo ni oigo absolutamente a nadie. Con las manos apoyadas sobre el marco de la
puerta y la cabeza baja, rezo, como no lo hacía desde niño. Ando con pasos
vacilantes por el pasillo. Me asomo a los compartimientos próximos. No veo a
nadie. Ni maleta. Llego al final del coche donde estaba el compartimiento de
María desde que se separó. Nadie. "Y (he) comenzado a correr por los
pasillos del tren de un vagón a otro y (estoy solo) y (busco) al revisor, a los
mozos de tren, a algún empleado, a algún mendigo que viajara oculto bajo un
asiento, y (estoy solo) y he preguntado quién conducía, quién (mueve este)
horrible tren. Y no (me) ha contestado nadie, porque (estoy solo).
... Y (sigo) días y días...
(desmemoriado, casi inconsciente) en el enorme tren vacío, donde no va nadie,
que no conduce nadie.
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