Siempre oímos decir en casa, al abuelo y a todas
las personas mayores, que Bernardino era un niño mimado.
Bernardino vivía con sus hermanas mayores,
Engracia, Felicidad y Herminia, en “Los Lúpulos”, una casa grande, rodeada de
tierras de labranza y de un hermoso jardín, con árboles viejos agrupados
formando un diminuto bosque, en la parte lindante con el río. La finca se
hallaba en las afueras del pueblo y, como nuestra casa, cerca de los grandes
bosques comunales.
Alguna vez, el abuelo nos llevaba a “Los
Lúpulos”, en la pequeña tartana, y, aunque el camino era bonito por la
carretera antigua, entre castaños y álamos, bordeando el río, las tardes en
aquella casa no nos atraían. Las hermanas de Bernardino eran unas mujeres
altas, fuertes y muy morenas. Vestían a la moda antigua -habíamos visto
mujeres vestidas como ellas en el álbum de fotografías del abuelo- y se
peinaban con moños levantados, como roscas de azúcar, en lo alto de la
cabeza. Nos parecía extraño que un niño de nuestra edad tuviera hermanas que
parecían tías, por lo menos. El abuelo nos dijo:
-Es que la madre de Bernardino no es la misma
madre de sus hermanas. Él nació del segundo matrimonio de su padre, muchos
años después.
Esto nos armó aún más confusión. Bernardino, para
nosotros, seguía siendo un ser extraño, distinto. Las tardes que nos llevaban
a “Los Lúpulos” nos vestían incómodamente, casi como en la ciudad, y debíamos
jugar a juegos necios y pesados, que no nos divertían en absoluto. Se nos
prohibía bajar al río, descalzarnos y subir a los árboles. Todo esto parecía
tener una sola explicación para nosotros:
-Bernardino es un niño mimado -nos decíamos. Y no
comentábamos nada más.
Bernardino era muy delgado, con la cabeza redonda
y rubia. Iba peinado con un flequillo ralo, sobre sus ojos de color pardo,
fijos y huecos, como si fueran de cristal. A pesar de vivir en el campo,
estaba pálido, y también vestía de un modo un tanto insólito. Era muy
callado, y casi siempre tenía un aire entre asombrado y receloso, que
resultaba molesto. Acabábamos jugando por nuestra cuenta y prescindiendo de
él, a pesar de comprender que eso era bastante incorrecto. Si alguna vez nos
lo reprochó el abuelo, mi hermano mayor decía:
-Ese chico mimado... No se puede contar con él.
Verdaderamente no creo que entonces supiéramos
bien lo que quería decir estar mimado. En todo caso, no nos atraía, pensando
en la vida que llevaba Bernardino. Jamás salía de “Los Lúpulos” como no fuera
acompañado de sus hermanas. Acudía a la misa o paseaba con ellas por el
campo, siempre muy seriecito y apacible.
Los chicos del pueblo y los de las minas lo
tenían atravesado. Un día, Mariano Alborada, el hijo de un capataz, que
pescaba con nosotros en el río a las horas de la siesta, nos dijo:
-A ese Bernardino le vamos a armar una.
-¿Qué cosa? -dijo mi hermano, que era el que
mejor entendía el lenguaje de los chicos del pueblo.
-Ya veremos -dijo Mariano, sonriendo despacito-.
Algo bueno se nos presentará un día, digo yo. Se la vamos a armar. Están ya
en eso Lucas, Amador, Gracianín y el Buque... ¿Queréis vosotros?
Mi hermano se puso colorado hasta las orejas.
-No sé -dijo-. ¿Qué va a ser?
-Lo que se presente -contestó Mariano, mientras
sacudía el agua de sus alpargatas, golpeándolas contra la roca-. Se
presentará, ya veréis.
Sí: se presentó. Claro que a nosotros nos cogió
desprevenidos, y la verdad es que fuimos bastante cobardes cuando llegó la
ocasión. Nosotros no odiábamos a Bernardino, pero no queríamos perder la
amistad con los de la aldea, entre otras cosas porque hubieran hecho llegar a
oídos del abuelo andanzas que no deseábamos que conociera. Por otra parte,
las escapadas con los de la aldea eran una de las cosas más atractivas de la
vida en las montañas.
Bernardino tenía un perro que se llamaba “Chu”. El perro debía de querer mucho a Bernardino, porque siempre le seguía saltando y moviendo su rabito blanco. El nombre de “Chu” venía probablemente de Chucho, pues el abuelo decía que era un perro sin raza y que maldita la gracia que tenía. Sin embargo, nosotros le encontrábamos mil, por lo inteligente y simpático que era. Seguía nuestros juegos con mucho tacto y se hacía querer en seguida.
-Ese Bernardino es un pez -decía mi hermano-. No
le da a “Chu” ni una palmada en la cabeza. ¡No sé cómo “Chu” le quiere tanto!
Ojalá que “Chu” fuera mío...
A “Chu” le adorábamos todos, y confieso que
alguna vez, con mala intención, al salir de “Los Lúpulos” intentábamos
atraerlo con pedazos de pastel o terrones de azúcar, por ver si se venía con
nosotros. Pero no: en el último momento “Chu” nos dejaba con un palmo de
narices y se volvía saltando hacia su inexpresivo amigo, que le esperaba
quieto, mirándonos con sus redondos ojos de vidrio amarillo.
-Ese pavo... -decía mi hermano pequeño-. Vaya un
pavo ese...
Y, la verdad, a qué negarlo, nos roía la envidia.
Una tarde en que mi abuelo nos llevó a “Los
Lúpulos” encontramos a Bernardino raramente inquieto.
-No encuentro a “Chu” -nos dijo-. Se ha perdido,
o alguien me lo ha quitado. En toda la mañana y en toda la tarde que no lo
encuentro...
-¿Lo saben tus hermanas? -le preguntamos.
-No -dijo Bernardino-. No quiero que se
enteren...
Al decir esto último se puso algo colorado. Mi
hermano pareció sentirlo mucho más que él.
-Vamos a buscarlo -le dijo-. Vente con nosotros,
y ya verás como lo encontraremos.
-¿A dónde? -dijo Bernardino-. Ya he recorrido
toda la finca...
-Pues afuera -contestó mi hermano-. Vente por el
otro lado del muro y bajaremos al río... Luego, podemos ir hacia el bosque.
En fin, buscarlo. ¡En alguna parte estará!
Bernardino dudó un momento. Le estaba
terminantemente prohibido atravesar el muro que cercaba “Los Lúpulos”, y
nunca lo hacía. Sin embargo, movió afirmativamente la cabeza.
Nos escapamos por el lado de la chopera, donde el
muro era más bajo. A Bernardino le costó saltarlo, y tuvimos que ayudarle, lo
que me pareció que le humillaba un poco, porque era muy orgulloso.
Recorrimos el borde del terraplén y luego bajamos
al río. Todo el rato íbamos llamando a “Chu”, y Bernardino nos seguía,
silbando de cuando en cuando. Pero no lo encontramos.
Íbamos ya a regresar, desolados y silenciosos,
cuando nos llamó una voz, desde el caminillo del bosque:
-¡Eh, tropa!...
Levantamos la cabeza y vimos a Mariano Alborada.
Detrás de él estaban Buque y Gracianín. Todos llevaban juncos en la mano y
sonreían de aquel modo suyo, tan especial. Ellos sólo sonreían cuando
pensaban algo malo.
Mi hermano dijo:
-¿Habéis visto a “Chu”?
Mariano asintió con la cabeza:
-Sí, lo hemos visto. ¿Queréis venir?
-Bernardino avanzó, esta vez delante de nosotros.
Era extraño: de pronto parecía haber perdido su timidez.
-¿Dónde está “Chu”? -dijo. Su voz sonó clara y
firme.
Mariano y los otros echaron a correr, con un
trotecillo menudo, por el camino. Nosotros les seguimos, también corriendo.
Primero que ninguno iba Bernardino.
Efectivamente: ellos tenían a “Chu”. Ya a la
entrada del bosque vimos el humo de una fogata, y el corazón nos empezó a
latir muy fuerte. Habían atado a “Chu” por las patas traseras y le habían
arrollado una cuerda al cuello, con un nudo corredizo. Un escalofrío nos
recorrió: ya sabíamos lo que hacían los de la aldea con los perros sarnosos y
vagabundos. Bernardino se paró en seco, y “Chu” empezó a aullar, tristemente.
Pero sus aullidos no llegaban a “Los Lúpulos”. Habían elegido un buen lugar.
-Ahí tienes a “Chu”, Bernardino -dijo Mariano-.
Le vamos a dar de veras.
Bernardino seguía quieto, como de piedra. Mi
hermano, entonces, avanzó hacia Mariano.
-¡Suelta al perro! -le dijo-. ¡Lo sueltas o...!
-Tú, quieto -dijo Mariano, con el junco levantado
como un látigo-. A vosotros no os da vela nadie en esto... ¡Como digáis una
palabra voy a contarle a vuestro abuelo lo del huerto de Manuel el Negro!
Mi hermano retrocedió, encarnado. También yo noté
un gran sofoco, pero me mordí los labios. Mi hermano pequeño empezó a roerse
las uñas.
-Si nos das algo que nos guste -dijo Mariano- te
devolvemos a “Chu”.
-¿Qué queréis? -dijo Bernardino. Estaba plantado
delante, con la cabeza levantada, como sin miedo. Le miramos extrañados. No
había temor en su voz.
Mariano y Buque se miraron con malicia.
-Dineros -dijo Buque.
Bernardino contestó:
- No tengo dinero.
Mariano cuchicheó con sus amigos, y se volvió a
él:
-Bueno, pos cosa que lo valga...
Bernardino estuvo un momento pensativo. Luego se
desabrochó la blusa y se desprendió la medalla de oro. Se la dio.
De momento, Mariano y los otros se quedaron como
sorprendidos. Le quitaron la medalla y la examinaron.
-¡Esto no! -dijo Mariano-. Luego nos la
encuentran y... ¡Eres tú un mal bicho! ¿Sabes? ¡Un mal bicho!
De pronto, les vimos furiosos. Sí; se pusieron
furiosos y seguían cuchicheando. Yo veía la vena que se le hinchaba en la
frente a Mariano Alborada, como cuando su padre le apaleaba por algo.
-No queremos tus dineros -dijo Mariano-. Guárdate
tu dinero y todo lo tuyo... ¡Ni eres hombre ni... ná!
Bernardino seguía quieto. Mariano le tiró la
medalla a la cara. Le miraba con ojos fijos y brillantes, llenos de cólera.
Al fin, dijo:
-Si te dejas dar de veras tú, en vez del
chucho...
Todos miramos a Bernardino, asustados.
-No... -dijo mi hermano.
Pero Mariano gritó:
-¡Vosotros a callar, o lo vais a sentir...! ¡Qué
os va en esto? ¿Qué os va...?
Fuimos cobardes y nos apiñamos los tres juntos a
un roble. Sentí un sudor frío en las palmas de las manos. Pero Bernardino no
cambió de cara. (“Ese pez...”, que decía mi hermano). Contestó:
-Está bien. Dadme de veras.
Mariano le miró de reojo, y por un momento nos
pareció asustado. Pero en seguida dijo:
-¡Hala, Buque...!
Se le tiraron encima y le quitaron la blusa. La
carne de Bernardino era pálida, amarillenta, y se le marcaban mucho las
costillas. Se dejó hacer, quieto y flemático. Buque le sujetó las manos a la
espalda, y Mariano dijo:
-Empieza tú, Gracianín...
Gracianín tiró el junco al suelo y echó a correr,
lo que enfureció más a Mariano. Rabioso, levantó el junco y dio de veras a
Bernardino, hasta que se cansó.
A cada golpe mis hermanos y yo sentimos una
vergüenza mayor. Oíamos los aullidos de “Chu” y veíamos sus ojos, redondos
como ciruelas, llenos de un fuego dulce y dolorido que nos hacía mucho daño.
Bernardino, en cambio, cosa extraña, parecía no sentir el menor dolor. Seguía
quieto, zarandeado solamente por los golpes, con su media sonrisa fija y bien
educada en la cara. También sus ojos seguían impávidos, indiferentes. (“Ese
pez”, “Ese pavo”, sonaba en mis oídos).
Cuando brotó la primera gota de sangre Mariano se
quedó con el mimbre levantado. Luego vimos que se ponía muy pálido. Buque
soltó las manos de Bernardino, que no le ofrecía ninguna resistencia, y se
lanzó cuesta abajo, como un rayo.
Mariano miró de frente a Bernardino.
-Puerco -le dijo-. Puerco.
Tiró el junco con rabia y se alejó, más aprisa de
lo que hubiera deseado.
Bernardino se acercó a “Chu”. A pesar de las
marcas del junco, que se inflamaban en su espalda, sus brazos y su pecho,
parecía inmune, tranquilo, y altivo, como siempre. Lentamente desató a “Chu”,
que se lanzó a lamerle la cara, con aullidos que partían el alma. Luego,
Bernardino nos miró. No olvidaré nunca la transparencia hueca fija en sus
ojos de color de miel. Se alejó despacio por el caminillo, seguido de los
saltos y los aullidos entusiastas de “Chu”. Ni siquiera recogió su medalla.
Se iba sosegado y tranquilo, como siempre.
Sólo cuando desapareció nos atrevimos a decir
algo. Mi hermano recogió del suelo la medalla, que brillaba contra la tierra.
-Vamos a devolvérsela -dijo.
Y aunque deseábamos retardar el momento de verle
de nuevo, volvimos a “Los Lúpulos”. Estábamos ya llegando al muro, cuando un
ruido nos paró en seco. Mi hermano mayor avanzó hacia los mimbres verdes del
río. Le seguimos, procurando no hacer ruido.
Echado boca abajo, medio oculto entre los
mimbres, Bernardino lloraba desesperadamente, abrazado a su perro.
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