Escritor Félix Terrones
VALIENTES MUCHACHOS
Cuando
Antonio regresó de un viaje que prometía su consagración literaria, todos se
agitaron en el bar para recibirlo como debía ser. Recuerdo, como si hubiese
sido ayer mismo, la manera en que todos se organizaron para esperarlo en el
mismo aeropuerto, llevarlo al bar e incitarlo - entre la ceniza de los
cigarrillos y los vasos a mitad vacíos – a que cumpliera el papel que le
habíamos impuesto, es decir, que nos cuente en qué barrio había vivido, con qué
escritor se había cruzado, en qué editorial publicaría su nuevo libro y tantas
otras interrogantes que sería despejadas por sus palabras, luminosas,
cristalinas y vencedoras. Muy secretamente, sin embargo, ese interés por el
amigo lejano que regresaba no tenía tanto de amistad sincera y desinteresada
como de resignación frente a la vida. En otras palabras, de ganas de verificar
en el retorno del amigo triunfante nuestro exclusivo ocaso, nuestra inalienable
derrota. Como esos lectores que al identificarse con los héroes novelescos
viven por procuración las vidas que ellos jamás llegaron a vivir, nosotros
viviríamos durante un instante infinito en el resplandor europeo que Antonio no
sólo conoció sino que también conquistó. De esa manera le entregaríamos un
sentido - ajeno pero sentido al fin y al cabo - a nuestras vidas renunciadas a
todo ardor y entusiasmo. Desde luego que en algunos de nosotros esto era
inconsciente mientras que en otros, los más distantes pero con todo presentes,
se trataba de un sentimiento que los llenaba de fascinación frente a la perspectiva
del amigo que vuelve.
(Acabo
de escribir que todos se agitaron para recibirlo pero es mejor que me corrija
ahora mismo que puedo hacerlo y que él no llega todavía a la barra, cuenta la
misma broma de siempre, tira con desdén la moneda, única y distinta, y se
entrega, metódica e indiferentemente, al ritual que aniquila al hombre,
convierte a Antonio en Tony o, lo que es igual, disuelve nuestros sueños en lo
más hondo de un vaso de cerveza).
Mientras
todos los demás se ajetreaban para recibir al amigo, convertido en escritor, yo
me quedaba en mi esquina y los miraba hacer, indiferente a sus calificativos de
envidioso y mezquino aunque muy secretamente igual de expectante por su
llegada. No era mi culpa actuar de ese modo, ni siquiera mi elección; al contrario,
yo me resignaba a cumplir el rol que las circunstancias me habían asignado en
la mascarada de los regresos. En mi recuerdo, Antonio me había reducido a vivir
bajo su sombra, con su inteligencia pero también sus sucesivos esfuerzos por
rebajarme; yo no tenía, por lo tanto, manera de evadirme de esa distancia que
su despecho me había impuesto. ¿Para qué buscarlo junto con los demás si
de todos modos siempre era oportuno contar con un envidioso a quien señalar
para exorcizar el demonio que se esconde en los más recónditos pliegues del
alma?
Dado
que nadie tenía razón para saber en qué terminaría aquel viaje que ante
nuestros ojos adquiría los contornos de una trayectoria que por exitosa excluía
al grupo y subrayaba al individuo, quizá deba comenzar por el inicio y contar
cómo fue que empezó todo, decir que en aquel entonces nos reuníamos cada fin de
semana para emborracharnos en Garibaldi, irnos de putas en Tepito o a fumarnos
unos porros en la colonia Vergara. Vivíamos la bohemia que queríamos, una
bohemia de madrugadas, colillas de cigarrillos, cristales rotos y nostalgia de
las vidas que no habíamos tenido ni tendríamos nunca. Nuestra bohemia -
fraterna reunión de todos los letraheridos del Distrito Federal - tenía algo de
profundamente triste que era subrayado cada vez más, conforme nos dábamos
cuenta de que estábamos excluidos de todo lo que de verdad tenía interés
literario. La verdadera literatura no había sido inspirada en nuestra ciudad,
provinciana y polvorienta, sino en otras latitudes en las cuales la belleza
había germinado de manera unívoca. Londres, Roma, Berlín, incluso Madrid, pero
sobre todo París, eran para nosotros más que nombres de ciudades. Eran
contraseñas cuya sola alusión abría las puertas de nuestras imaginaciones
febriles a entonaciones cosmopolitas donde la libertad y lo sublime no sólo
eran una promesa sino también una condición.
Por
eso, cuando la convocatoria del certamen literario fue anunciada, todos
empeñamos nuestras esperanzas e ilusiones en el premio ofrecido que nos hizo
sentir, por anticipado, habitantes de la mismísima París, ciudad que relucía
ante nuestras miradas como el faro que guía a los viajeros en el medio de la
desesperanza más oscura. Así, el Guajolote se excusó un fin de semana y partió
a Texcoco para escribir su cuento ganador. El Machi Julián, por su parte,
trabajó en el cuento que más le habíamos celebrado los de la tertulia, mientras
que Pablito y el Chabelo decidieron unir sus esfuerzos y escribir un cuento a
cuatro manos -estaban convencidos de que sumando sus inteligencias superarían,
por simple aritmética, los textos de sus adversarios - acerca de los crímenes
de un vampiro con leucemia en Aguascalientes. Si de lo que se trataba era de
salir al aire libre, saltar a la aventura de la civilización y el estetismo,
entonces ninguno de nosotros perdería esa oportunidad. Recuerdo que por las
noches discutíamos el avance de nuestros respectivos trabajos, dándonos ánimos
pero también midiendo nuestras posibilidades frente a los demás. Después, una
vez que todos nosotros ya habíamos enviado nuestros cuentos y no quedaba nada
más que esperar, nos dedicamos a imaginar qué haríamos de ser elegidos, en
otras palabras, de ser aquellos cuyo destino se asentaría en la merísima Ciudad
Luz.
Todos
enviamos nuestros mejores cuentos, pese a que sólo uno de nosotros podía ganar
el premio. Como es evidente, se trataba de Antonio Carneiro, el único que siempre
leía de verdad los libros de los cuales hablábamos, aquel que se despedía
temprano todos los fines de semana pues regresaba a su casa a escribir (en
lugar de hablar de aquello que nunca escribiría), el único que ya había
publicado sin necesidad de pagar la edición y con reseña elogiosa nada menos
que en “La Jornada”. Con todo, alentamos la esperanza secreta y vehemente, pero
imposible, de que el jurado del concurso se inclinara por alguno de nuestros
textos. Pero fueron ilusiones vanas que se rindieron ante la evidencia cuando
anunciaron que el ganador del premio era el joven talento llamado Antonio
Carneiro. Si muchos querían ser escritores, sólo un puñado de elegidos, una
raza aparte y excepcional, a la que Antonio había pertenecido desde siempre, podía
serlo de verdad. Aquel destino que en nuestras noches de insomnio habíamos
imaginado para nosotros mismos terminaba tomando forma pero en la trayectoria
de otro individuo, aquel a quien el talento y el esfuerzo habían escogido para
darle una fulgurante carrera literaria.
Su
cuento se llamaba “Valientes muchachos” y contaba la relación de dos hermanos a
quienes reúne un amor intenso. En un viaje a un país remoto uno de ellos se
pierde, razón por la cual el otro se empeña en buscarlo por todas partes, sin
detenerse a pensar que al hacerlo se embarca en una travesía a las fronteras de
la noche, donde conocerá a todo tipo de gente: putas místicas, marineros
enamorados, delincuentes justicieros, mercenarios sentimentales y suicidas
llenos de amor por la vida. Al final, no encuentra a su hermano pero termina
descubriendo que toda esa vida gastada en encontrar a alguien perdido para
siempre era otra manera de vivir. Lo que importaba, en última instancia, no era
haber dado con el desaparecido sino todo lo que se había aprendido y olvidado
desde que se comenzó a buscarlo. En su reporte, el jurado del premio había
elogiado lo que consideraba “una particular y penetrante mirada del mundo de
los desheredados, aquellos que lo han perdido todo y que nunca pudieron aspirar
a nada”. También subrayan su sensibilidad para poder discernir y transmitir lo
que ellos denominan una “atmósfera de derrotados” en la cual “asoma una
posibilidad de redención”.
De
todos los del grupo, me había tocado a mí obtener la mención honrosa en el
concurso. No voy a decir que de no ser por el cuento de Antonio yo habría
ganado el premio, me habría ido a Francia, me habría convertido en escritor y
no estaría en este momento escribiendo sentado en esta mesa sucia, limpiándome
la espuma de la cerveza con el dorso de la mano, alcoholizándome con lo que me
regala la caridad de mis padres. Tampoco que en lugar de haberme quedado en
esta miserable ciudad de México donde nada ocurre y todo se corroe, pudre y
oxida, me habría entregado a escribir sin parar acerca de todo aquello que
mi nueva vida me habría ofrecido. Lo que sí voy a decir es que, tras conocer
los resultados, me dije que con ese premio se iba mi única oportunidad para
salir del país, de salvar los límites del encierro. No lo pensé con rabia o
rencor, ni siquiera con resignación, pero eso sí con la seguridad que se tiene
frente a los eventos ineluctables. Por eso, cuando el jurado me preguntó si
podía publicar mi cuento junto con el de Antonio Carneiro le respondí que no.
¿Me daba cuenta de la oportunidad a la que renunciaba? La edición sería
formidable, mucha gente tendría acceso a ella, era seguro que algún editor se
interesaría en mi trabajo. Frente a estos argumentos nadie se explicó mi
reiterada negativa. Nunca más me he vuelto a presentar a un concurso. A mis
jóvenes y definitivos cuarenta años no he escrito nada más y nadie lo ha
lamentado. Así debe ser. Cuando no se tiene nada que escribir, lo mejor es
quedarse en silencio o - lo que es lo mismo - ser nadie.
Aquella
noche en que se despidió a Antonio Carneiro todos llegamos más temprano de lo
debido. Ni bien hizo su aparición, un murmullo sordo se escuchó en todos los
rincones del bar. El Guajolote tomó la palabra para decirle que se sentía
honrado de ser amigo de tan magno escritor, que no olvidara nunca jamás nuestra
amistad a prueba de balas, que le deseábamos todos los éxitos posibles para su
residencia parisina y ¡salud por el hermano que se nos iba a tierras tan
lejanas! Después aplaudimos, disciplinados y extasiados, frente a nuestro héroe
que partía lejos para cumplir el destino que le correspondía. El Machi Julián,
por su lado, le conminó a no perder la oportunidad de contar lo que nuestro
grupo había vivido, el mundo tenía que conocer los avatares de nuestra
generación literaria. Finalmente, Pablito y Chabelo juntaron una vez
más sus cerebros para decirle que piense en ellos cuando conozca a los
representantes de las editoriales españolas, es más aquí le hacían entrega de
su último manuscrito, el de la novela intitulada “Los ardores secretos de sor
Filotea”. Desde sus alturas, Antonio Carneiro sonreía sin decir palabra alguna,
acaso saboreaba ya la mañana parisina del día siguiente y todo aquello que
vivía en ese instante no era más que los estertores inevitables del enfermo desahuciado
que se termina por abandonar a su suerte y que ya no se verá más y tanto
mejor...
Sólo
conmigo Antonio Carneiro no tuvo la actitud calurosa, ni el gesto amistoso ni
menos aún la palmadita cómplice. Ni siquiera me estrechó la mano como se hace con
un colega o un conocido. La noche en la cual se celebraba su entrada a la vida
literaria, lo último que Antonio Carneiro quería recordar era al individuo que
le había robado el lugar por el cual tanto se había esforzado o, más bien, la
mujer con la que tanto había soñado pero que tantas negativas le había
entregado. Aún recuerdo al gran Antonio Carneiro esperando al final de los
cursos para poder conversar con la esquiva Ángela, proponerle ir al teatro,
acudir a una conferencia, ir a una librería o simplemente tomar juntos un café.
Casi puedo verlo, ahora y de nuevo, rebajándose a esperarla en la puerta de
cualquier cine sin resignarse a la verdad: lo habían plantado. O escucharla
inventar cualquier excusa para no verlo y cruzarla más tarde con algún conocido,
muerta de risa e indiferente a su sufrimiento. Todo esto con la mirada huidiza
y la voz vacilante de quien, primero, no se resigna; después, no comprende; y,
en última instancia, se desespera frente a las negativas sistemáticas e
inflexibles de la esquiva Ángela. Negativas que eran tan espontáneas como su
interés por mí: poco tiempo después empezamos a salir Ángela y yo. Recuerdo que
una vez le pregunté a Ángela acerca de Antonio. Ella se limitó a alzar las
cejas y a decirme qué era un pesado que no se había cansado de perseguirla.
Mi
relación con Ángela no duró más de algunas semanas. Ahora ni siquiera recuerdo
la razón que nos hizo terminar, acaso fue una discusión o el encontrar a otra
persona o, simplemente, una de esas veleidades de juventud que pasan de
explicación. Tampoco supe nada más de ella después de su partida a Chile. Ella
fue en mi vida uno de esos fantasmas que aparecen un instante para después
regresar al decorado del cual surgieron. Imagino que yo fui lo mismo en la suya
(tampoco es algo que ahora me importe demasiado). Esto no quiere decir, sin
embargo, que yo haya dejado de ser para Antonio aquel que le robó la vida que
quiso para él, aquel que tomó el lugar que creía merecer en el corazón de quien
le hacía perder la seguridad, el aplomo. Pese a las conversaciones que Antonio
y yo tuvimos posteriormente, encuentros ocasionales promovidos por los amigos,
conversaciones en las cuales nuestra interacción fue, por decirlo de algún
modo, respetuosa, si no cordial, yo siempre supe que un rencor sordo se alojaba
en sus pupilas, se escuchaba en sus silencios. Por eso el día de su despedida
ni siquiera se dignó saludarme ni despedirse de mí. En aquel contexto de
vencedores y vencidos era él quien había ganado; por lo tanto, se podía permitir
esos gestos reivindicativos que me aplastaban, al tiempo que lo elevaban a
aquellas alturas desde las cuales se hacía intocable.
(Dicen
que en París los escritores de todas partes ocupan las terrazas de los cafés
donde escriben las obras maestras que el mundo entero leerá fascinado y
conmovido. Dicen que en París los escritores se consagran día y noche a
revolucionar la literatura por siempre jamás. Dicen que en París los escritores
son admirados y respetados y no minusvalorados o incluso ridiculizados. Dicen
que en París las editoriales se pelean por publicar a los escritores, les
entregan premios, los promueven y defienden. “Dicen”: expresión que demuestra
cuánto sabemos de oídas pero que al mismo tiempo transmite nuestra ignorancia,
nuestra necesidad de acudir a un saber anónimo y general para llenar los vacíos
que tenemos y que nos esforzamos en disimular. Ahora que Antonio entra en el
bar, se sienta en mostrador y me mira con odio y tristeza, yo no diré que
“dicen” pero más bien “diré”. Y diré que su regreso a México, el fracaso de
haber dejado inexplicablemente París, es la cita diaria, precisa y que nos
damos cada viernes en este bar donde nos rebajamos a saludarnos y, por lo
tanto, a recordarnos).
Fue
poco después de la partida de Antonio Carneiro que el grupo se deshizo. El
Guajolote abandonó sus estudios para trabajar en una sucursal del Banco de
Mérida ubicada en una de esas colonias cuyo nombre nadie recuerda nunca: “de
leer a Chateaubriand terminé trabajando para los nacos”, decía con aire afectado
pero resignado. El Machi Julián, por su lado, se hizo contratar en la librería
de la plaza Francia donde al menos podía servir a algunos escritores como José
Emilio Pacheco, Carlos Monsivais o Sergio Pitol así como, de tanto en tanto,
robar algún ejemplar. Además, se daba valor diciendo que era “librero” o, lo
que es lo mismo, alguien cuyo trato con los libros trasciende la simple
transacción comercial. Finalmente, Pablito y Chabelo decidieron, por su lado,
unirse al magisterio y convertirse en profesores de primaria. Poco tiempo
después los enviaron a las zonas altas del DF donde alfabetizarían a niños
desdentados y malnutridos. La realidad, lenta pero implacablemente, nos
devolvió a la verdad que quisimos negar con nuestra bohemia, nuestro estetismo
y también nuestra escritura.
Exiliados
de los sueños, apátridas de la literatura, nos deslizamos en una mediocridad
que nos acogía como si fuésemos sus hijos expósitos, es decir, con ese calor
indiferente que se expresa frente a quien regresa para quedarse. Yo mismo
terminé encontrando un trabajo en una editorial, un trabajo muy por debajo de
mis fantasías juveniles, pero al menos concreto y remunerado. Era el negro
literario de la casa, razón por la cual escribí las autobiografías de gente tan
diferente como un militar golpista, una cantante de moda, un futbolista del
“América” en retiro y un narco transfigurado en santero. Gracias a mi pluma,
los destinos sin par de esos mexicanos encontraban un auditorio agradecido y
cada vez más numeroso. Recuerdo que el director del la editorial elogió mi
trabajo delante de todos los colegas pues, según él, nadie mejor que yo para
ocupar el lugar de los personajes más heterogéneos y entregar por escrito una
crónica de sus vidas tan llena de verdad. Le agradecí sus palabras aunque no le
dije lo que para mí era una certeza. Me era tan fácil escribir esas biografías
pues la escritura se me había convertido en tomar, desde la penumbra cómplice,
el lugar de otra persona.
De
tanto en tanto, homenaje silencioso a la juventud que se nos había
escapado por entre los dedos y al amigo que se había marchado, regresábamos al
bar donde años atrás habíamos despedido a Antonio; sin embargo, ya no lo
hacíamos en grupo ni nos dábamos cita para encontrarnos. Simplemente íbamos
como lo hacen los sobrevivientes que regresan al lugar donde tuvo la catástrofe
para conmemorar el recuerdo de ésta. Así, acudíamos y nos instalábamos en las
mesas más marginales, allí donde apenas llegaba la música y el ruido de las
conversaciones se hacía un murmullo. Las generaciones posteriores no sólo
habían tomado nuestras mesas, en pleno centro del bar, sino que también habían
robado nuestros temas de conversación sin dejar de darles un aliento actual.
¿Le darían por fin el Nobel a Mario Vargas Llosa? ¿Quién era más ensayista
Octavio Paz o Alfonso Reyes? ¿Qué novela era mejor “Los detectives salvajes” o
“2666”? Cuando veíamos que uno más del antiguo grupo había tenido la idea de
acudir al bar lo saludábamos unos segundos, el tiempo que toma saber que el
antiguo conocido se había convertido, él también, en un camarada de fracaso.
Con el tiempo, ya ni siquiera nos levantábamos de nuestros sitios sino que nos
limitábamos, como único saludo, a mover la cabeza de un extremo al otro del
bar.
Se
podría decir que ya no quedaba nada de aquel pasado universitario en el cual
habíamos soñado con un futuro distinto. Cualquiera sea la forma que podían
tomar nuestros asentamientos en la realidad, la asumíamos como la máscara que
se pega en el rostro vacío de rasgos. Lejos de aquellos destinos fulgurantes que
en algún momento soñamos para nosotros, nos exiliábamos en nuestra misma ciudad
con el mismo fervor de quienes huyen del terror a ser alguien, vivir una vida
de verdad. Por eso que, muy secretamente, nos aferrábamos al recuerdo de
Antonio Carneiro, el único de nosotros que pudo salir de esta miseria de
silencios, resignación y saliva seca. Como una estrella hacia la cual
levantábamos los ojos cuando nos sentíamos extraviados, la imagen de Antonio
Carneiro refulgía en nuestro horizonte. Bastaba que cruzáramos un par de
palabras para decirnos que algo de nuestras juventudes permanecía con vida en
él. Cada nuevo libro publicado, cada conferencia, cada invitación a leer los
textos que le imaginamos, no sólo eran un éxito de nuestro amigo sino también
de nosotros mismos.
(Miro
a Tony sentado en la barra. Sus rasgos han ganado en gravidez y parecen
descender, desencajados y fláccidos, de su rostro. Lleva una boina vasca en la
cabeza, detalle que evoca sus años en París pero que al mismo tiempo subraya su
condición de extranjero en su mismo país. Rodeado de los delincuentes, fumando
hierba con los proxenetas, acariciando las entrepiernas de mujeres viejas y
decrépitas, riendo más fuerte que ninguno parece querer ser uno más de ellos.
Solo yo sé que no es así, que buscando ser adoptado por ellos demuestra su
necesidad de caer más bajo, de castigarnos, de castigarme, de llenar con lodo y
mierda los sueños que empeñamos en él. Acaba de mirarme y sonreírme amigable o
irónicamente, no lo sé. Sólo yo sé la verdad que hay en él, una verdad de
renuncias pero también de resignaciones. Al final de cuentas, me digo, ambos
somos más o menos parecidos.)
En
ese entonces, incluso sus facciones se habían extraviado en detrimento de
nuestras fantasías. Ninguno de nosotros recordaba con exactitud su rostro -
eran tantos los años que habían pasado desde su partida -, pero todos
recordábamos las cualidades que en la lejana Francia le estarían abriendo
camino. Las palabras no hacen al ausente aunque sí lo reinventan y lo
mistifican. Quien recuerda a quien ya no está, se apropia de éste, lo hace
otro, un ser basado en el original pero antes que nada fruto de todo lo que se
proyecta en él, las ilusiones, los ardores y las esperanzas. Cuando el
Guajolote anunció el regreso de Antonio Carneiro, todos nos pusimos de acuerdo
para recibirlo como se lo merecía. Desde luego, nosotros no recibiríamos al
Antonio Carneiro que se había ido una mañana de septiembre, sino al escritor
que, minuciosa, prolija, desesperadamente, habíamos fabricado con nuestra
envidia y también con nuestra fascinación. Mientras menos días faltaban para su
regreso, más nos excitábamos frente a lo inminente de éste. Alguno se compró un
terno, otro creyó conveniente pasar por el peluquero. Frente a lo que Antonio
Carneiro encarnaba para nosotros era necesario actuar como si fuésemos dignos
de su contacto. Yo mismo, quien había tenido la relación menos sana con él,
cuidé con primor mi manera de vestir esa noche antes de ir al bar donde los
encontraría.
Por
eso el contraste con la realidad fue instantáneo además de violento. No me
refiero a su transformación física, todos nos sorprendimos de lo obeso que
estaba, esa barba descuidada que llevaba y el hedor de su cuerpo, sino más bien
a su actitud. Apenas entré al bar y los divisé, como en los viejos tiempos, en
el mismo centro del salón me dije que algo extraño estaba ocurriendo. Poco
importaba si, curiosos con la actitud de aquellos viejos fracasados que de
repente invadían el centro, varios jóvenes se les hubieran unido ni que de
tanto en tanto los chicos recordaran alguna anécdota de los años
universitarios, del tiempo de nuestro grupo y nuestra revolución poética. Todos
los esfuerzos llevados a cabo para subrayar lo extraordinario de su regreso se
estrellaban contra lo impenetrable y frío de su actitud. Un segundo, cuando
Antonio Carneiro cruzó mi mirada, sentí que algo cambiaba en su semblante, como
corrientes submarinas que se alteraban de golpe, pero solo fue un momento.
Después las aguas volvieron a su cauce, cubrieron ese conato de agitación y se
hicieron calmas o, más bien, se estancaron. Incluso en eso había cambiado
Antonio Carneiro: sus ojos no transmitían mirada alguna, parecían detenidos en
un instante sin tiempo y también sin vida. Aquel individuo que años atrás
habíamos celebrado, ese joven de mirada fulgurante y gestos intransigentes
parecía mirarnos desde debajo, a miles de metros de profundidad.
Nosotros
no nos dimos fácilmente por vencidos y al inicio nos empeñamos en demostrarnos
que quien teníamos frente a nuestros ojos no era el verdadero Antonio Carneiro.
O que todavía no habíamos sabido dar con la cuerda que era necesario rasgar
para hacerlo reaccionar. Así, en un esfuerzo por desatascar la situación, el
Guajolote le preguntó acerca de a quiénes había conocido en la Ciudad Luz,
decían que en el Café de Flore se podía encontrar a los
escritores del momento. Después el Machi Julián le preguntó cuántos libros
había publicado, decían que los franceses recibían con curiosidad las
publicaciones de los latinoamericanos; finalmente, Pablito y Chabelo le
preguntaron cuándo regresaría a París o si acaso había decidido residir en otra
ciudad europea como Barcelona, decían que ahora había mucha “movida” - esa es
la palabra que utilizaron – en Cataluña. A todos y a cada uno, Antonio Carneiro
respondió con esa indolencia que tanto había sorprendido desde su bajada del
avión. Después pidió más cerveza. Que le regalaran otro cigarrillo. Que alguien
le diera algo de comer. Cuando el alba llegó todos nos convencimos de aquello
que buscamos negar desde que lo vimos. Aquel hombre que teníamos delante era el
Antonio Carneiro que había regresado pero no el que nosotros habíamos esperado.
Hacía mucho rato que los jóvenes se habían ido, fastidiados con dejarnos las
mesas que se habían acostumbrado a ocupar, molestos con habernos creído capaces
de algo más que ser mediocres. Despechados y dolidos regresamos a nuestras
respectivas guaridas sin saber a ciencia cierta a qué se debía ese ligero
malestar que penetraba nuestros pulmones esa madrugada.
Con
el tiempo terminamos encontrando la razón. Recuerdo que al inicio los muchachos
intentaron encontrarse a solas con Antonio Carneiro. Acaso lo mejor era
disfrutar de su presencia de manera más próxima y menos bulliciosa, por lo
demás esto permitía un mayor margen de intimidad. Cuando aceptaba las
invitaciones, acudía tarde, casi ni hablaba y se hacía pagar el consumo. De su
pasado universitario o parisino, nunca hablaba. ¿Qué habría pasado con él en
París, la ciudad con la cual todos nosotros habíamos soñado, para que haya
decidido no sólo renegar de su juventud sino también dejar de escribir,
encerrarse en un silencio hermético sin palabras ni respuestas para nadie? Con
el tiempo ya ni siquiera se le propusieron encuentros y cada vez que nos lo
cruzamos intentábamos pasar desapercibidos. Al final, cuando Antonio ya había
dejado de ser Antonio y se hacía llamar Tony, ni siquiera teníamos reparos en
esquivarlo o ningunearlo, e incluso, insultarlo.
Al
inicio nos sentimos traicionados. Tony había vivido a costas de nuestras
esperanzas, se había aprovechado de ellas para, sin escrúpulos, alimentar su
ego en la lejana Francia. Mientras nosotros nos habíamos desvivido aquí,
imaginando con detalle cómo sería su vida en París, él se había entregado a
ejecutar todo lo contrario. Es decir, se había arrojado a deshacer todas las
perspectivas de éxito o gloria o, simplemente, de hacerse de un lugar en el
viejo continente. Con la misma decepción que debe tener quien devela la
infidelidad de la persona amada, descubierto el engaño, decidimos alejarnos de
él, rechazarlo sin concesiones. Cuando los meses y los años acumularon su capa
de polvo sobre nuestros sentimientos, incluso terminamos por olvidarlo y, de
tanto en tanto, acostumbrarnos a prestarle dinero (plata que nunca nos
devolvería) para sus vicios. No dudo de que entre algunos de nosotros se
trataba de la venganza, lenta y dulce, al mismo individuo que se había llevado
tan lejos nuestras expectativas sin haber regresado con ellas multiplicadas
aunque sí fracturadas.
Pero
yo sé la verdad detrás de nuestros fastidio, rencor y olvido. Yo soy el único
que sé y recuerda, a cada ocasión que me encuentro con Tony, que él jamás fue
verdaderamente el espejo sobre el cual reflejamos nuestras ilusiones sino que
nosotros lo sacrificamos a nuestras buenas conciencias. Aprovechamos su farsa
ya conocida y su drama personal para encontrar una justificación a nuestras
renuncias y acomodos. ¿Si aquel que estaba destinado a grandes cosas había
terminado por sucumbir a la misma mediocridad que nos acogía a todos nosotros
eso no quería decir que habíamos hecho bien en abandonarnos a la adultez
confortable, en renunciar a las promesas que la juventud nos había ofrecido?
Cuando regresamos a casa, compramos un coche de segunda, engañamos a nuestras
mujeres y nos reunimos entre nosotros para tomar unas cervezas hasta
emborracharnos, nos ocurre pensar en Antonio convertido en Tony. Entonces nos
decimos que se lo tenía bien merecido, siempre había sido un creído aunque muy
en el fondo nos decimos sin decirlo que gracias a él no tenemos ningún cargo de
conciencia por no haber hecho lo que deseábamos cuando jóvenes, que su fracaso
justifica por lo tanto el nuestro.
(Parado
en la barra, Tony no lo sabe, él es ajeno a todo esto. A él no le afecta en
nada la manera cómo lo percibimos, pues no somos más que extranjeros de su
presente, habitantes de un olvido del cual él se ha desterrado para seguir
viviendo entre sus nuevos amigos. Ahora que levanto los ojos y lo veo recibir
palmaditas en los hombros, esos hombros cada vez menos erguidos y ya
abandonados, me digo que todo esto que he escrito es falso, nada más que una
especulación que busca llenar el vacío dejado por su partida, su distancia y
también su silencio. Mis palabras nos sirven para completar los espacios aunque
sean útiles cuando se trata de ocultarlos. Algo intenso nace de pronto en mí
por él, hacia él, nuestro hermano extraviado, el único que se asomó a ese alto
abismo con el cual ritualmente coqueteamos cuando jóvenes pero del cual huimos
apenas pudimos. Mientras tanto, la ciudad de México le cierra los oídos a mis
palabras, una ciudad cada día más grande y anónima, inmenso cementerio de
sueños, letrina de ilusiones, fosa de las esperanzas).
Lima, junio, 2011.
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