Primero
un breve preámbulo autobiográfico. Mi madre, mujer excepcionalmente
inteligente, era la chica más guapa de Alabama. Todo el mundo lo decía, y era
verdad. A los dieciséis años se casó con un hombre de negocios de veintiocho
que provenía de una buena familia de Nueva Orleans. El matrimonio duró un año.
Ella era demasiado joven tanto para ser madre como para ser esposa; era además
demasiado ambiciosa: quería ir a la universidad para tener una carrera. De modo
que dejó a su marido; y, por lo que a mí se refiere, me puso al cuidado de su
numerosa familia de Alabama.
Durante
años, rara vez vi a ninguno de mis padres. Mi padre tenía asuntos en Nueva
Orleans, y mi madre, tras graduarse, empezaba a abrirse camino por sí misma en
Nueva York. En lo que a mí me concernía, ésta no era una situación desagradable.
Era feliz donde me hallaba. Tenía a muchos parientes amables conmigo, tías y
tíos y primos y, especialmente, "a una" prima ya mayor, con el pelo
canoso, una mujer ligeramente tullida llamada Sook. Miss Sook Faulk. Tenía
otros amigos, pero ella era, con mucho, mi mejor amiga. Fue Sook quien me habló
de Papá Noel, de su barba abundante, su traje rojo y su ruidoso trineo cargado
de regalos, y yo la creí, del mismo modo que creía que todo era voluntad de
Dios, o del Señor, como siempre le llamó Sook. Si tropezaba, o me caía del
caballo, o pescaba un gran pez en el riachuelo, bueno, para bien o para mal,
todo era por voluntad del Señor. Y eso fue lo que dijo Sook al recibir las
alarmantes noticias de Nueva Orleans: mi padre quería que yo fuera a pasar con
él la Navidad.
Lloré.
No quería ir. Nunca había salido de aquella aislada y pequeña ciudad de
Alabama, rodeada de bosques, granjas y ríos. Jamás me acostaba sin que Sook me
peinara el pelo con los dedos y me besara para darme las buenas noches. Además,
me asustaban los extraños, y mi padre era un extraño. A pesar de haberlo visto
varias veces, su imagen se confundía en mi memoria; ignoraba qué aspecto tenía.
Pero como decía Sook: "Es la voluntad del Señor. Y, quién sabe, Buddy,
quizás hasta veas la nieve".
¡Nieve!
Hasta que aprendí a leer por mí mismo, Sook me leyó muchos cuentos, y parecía
haber cantidad de nieve en la mayoría de ellos. Deslumbrantes copos de ensueño
deslizándose por los aires. Era algo con lo que soñaba; algo mágico y
misterioso que deseaba ver y sentir y tocar. Por supuesto, ni Sook ni yo nunca
lo habíamos hecho; ¿cómo habríamos podido hacerlo viviendo en un lugar tan
caluroso como Alabama? No sé cómo pudo pensar que yo vería nieve en Nueva
Orleans, ya que Nueva Orleans es aún más calurosa. Pero qué más da. Intentaba
infundirme coraje para emprender el viaje.
Me
dieron un traje nuevo. Me colgaron en la solapa una tarjeta con mi nombre y mi
dirección. Eso, por si me perdía. El caso es que iba a hacer el viaje solo. En
autobús. En fin, todos pensaron que estaría a salvo con mi tarjeta. Todos,
excepto yo. Estaba asustado; enfadado. Furioso con mi padre, ese extraño, que
me forzaba a abandonar mi casa y a separarme de Sook por Navidad.
Se
trataba de un viaje de más de setecientos kilómetros, poco más o menos. Mi
primera parada fue Mobile. Allí, cambié de autobús, y viajé horas y horas por
tierras pantanosas a lo largo de la costa hasta llegar a una ciudad ruidosa,
con tranvías tintineantes y mucha gente peligrosa con pinta extranjera.
Era
Nueva Orleans.
Y,
de pronto, al bajar del autobús, un hombre me rodeó con sus brazos y me
exprimió la respiración; reía y lloraba; un hombre alto y apuesto, riendo y
llorando. Dijo:
-¿No
me conoces? ¿No conoces a tu padre?
Yo
había enmudecido. No dije una sola palabra hasta que, al fin, mientras íbamos
ya en un taxi, le pregunté:
-¿Dónde
está?
-¿La
casa? No muy lejos.
-No,
la casa no. La nieve.
-¿Qué
nieve?
-Creía
que habría un montón de nieve.
Me
miró con extrañeza, pero acabó por reír.
-Nunca
ha nevado en Nueva Orleans. Al menos que yo sepa. Pero escucha: ¿oyes ese
trueno? Seguro que va a llover.
No
sé qué es lo que más me asustaba, si el trueno, los fulminantes rayos que lo
seguían, o mi padre. Aquella noche, al acostarme, seguía lloviendo. Recité mis
oraciones y recé para estar pronto de vuelta en casa con Sook. No sabía cómo
iba a poder dormirme sin que ella me diera el beso de las buenas noches. Lo
cierto es que no conseguía dormirme, de modo que me puse a pensar en lo que iba
a traerme Papá Noel. Quería un cuchillo con el mango de nácar. Y un gran
rompecabezas. Un sombrero de cowboy con un lazo de rodeo. Un rifle BB para
matar gorriones. (Años más tarde, tuve una escopeta BB con la que maté un
sinsonte y un mirlo, y jamás he podido olvidar cuánto lo sentí y cuánta pena me
dio; nunca volví a matar otra cosa, y todos los peces que pesqué los devolví al
agua). También quería una caja de lápices. Y, más que cualquier otra cosa, una
radio, pero sabía que era imposible: no conocía ni a diez personas que tuvieran
radio. Recordarán que era la época de la Depresión, y en el Profundo Sur eran
escasas las casas que tenían radio o refrigerador.
Mi
padre tenía las dos cosas. Parecía tenerlo todo: un coche con el asiento
trasero descubierto, por no hablar de una casita color rosa en el Barrio
Francés, con balcones de hierro forjado y un patio interior ajardinado, lleno
de flores y refrescado por una fuente en forma de sirena. También tenía media
docena, por no decir toda una docena, de amigas. Al igual que mi madre, mi padre
no había vuelto a casarse; pero los dos tenían admiradores asiduos, y,
quisiéranlo o no, antes o después recorrieron el camino del altar; en realidad,
mi padre lo recorrió seis veces.
Pueden,
pues, comprobar que tenía un gran encanto; y, de hecho, parecía seducir a la
mayoría de la gente, a todos menos a mí. Eso era lo que me azaraba tanto,
siempre arrastrándome de aquí para allá para que conociera a sus amigos, a
todos, desde el banquero hasta el barbero que le afeitaba cada día. Y,
naturalmente, a todas sus amigas. Y lo que es peor: se pasaba el tiempo
besándome, achuchándome y presumiendo de mí. ¡Me sentía tan avergonzado!
Primero, no había nada de qué presumir. Yo era un auténtico chico de campo.
Creía en Jesús y rezaba concienzudamente mis oraciones. Estaba convencido de
que existía Papá Noel. Y, en mi casa de Alabama, excepto para ir a la iglesia,
nunca llevaba zapatos, ni en invierno ni en verano.
Era
una auténtica tortura ser arrastrado por las calles de Nueva Orleans dentro de
aquellos zapatos fuertemente atados, calientes como el infierno, tan pesados
como el plomo. No sé qué era peor, si los zapatos o la comida. En mi casa
estaba acostumbrado al pollo a la parrilla, a las verduras estofadas, a las
judías con mantequilla, a pan de maíz y a otras cosas reconfortantes. ¡Pero
esos restaurantes de Nueva Orleans! Nunca olvidaré mi primera ostra, era como
un mal sueño deslizándose por mi garganta; tuvieron que transcurrir décadas
antes de que volviera a tragar otra. En cuanto a toda esa comida criolla cargada
de especias, sólo pensarlo me da acidez. No señor, yo añoraba las galletas
recién sacadas del horno, la leche fresca de vaca y la melaza casera.
Mi
pobre padre no tenía ni idea de cuán desgraciado era yo, en parte porque nunca
dejé que lo notara ni porque jamás se lo dije; en parte porque, aunque mi madre
protestara, él se las había ingeniado para conseguir mi custodia legal durante
las vacaciones de Navidad.
Me
decía:
-Di
la verdad, ¿no quieres venir a vivir aquí conmigo, en Nueva Orleans?
-No
puedo.
-¿Qué
significa que no puedes?
-Añoro
a Sook. Añoro a Queenie; tenemos un conejito de Indias muy divertido. Lo
queremos mucho.
Dijo
mi padre:
-¿Es
que a mí no me quieres?
Dije
yo:
-Sí.
Pero
la verdad es que, a excepción de Sook y de Queenie y de unos pocos primos y de
un retrato de mi hermosa madre al lado de la cama, no tenía una idea muy clara
de lo que significaba querer.
Pronto
lo descubrí. La víspera de Navidad, mientras caminábamos por Canal Street, me
paré en seco, extasiado ante un objeto mágico que vi en el escaparate de una
gran tienda de juguetes. Era la maqueta de un avión lo bastante grande como
para sentarse dentro y pedalear como en una bicicleta. Era verde y tenía una
hélice roja. Estaba convencido de que, si pedaleaba con la suficiente energía,
¡el avión despegaría y levantaría el vuelo! ¡Habría sido en todo caso
fantástico! Ya podía ver a mis primos allí abajo mientras yo volaba por entre
las nubes. ¡Ver para creer! Reí; reí y reí. Fue la primera vez que mi padre
pareció sentirse a gusto conmigo, aunque no sabía qué me había parecido tan
divertido. Aquella noche recé para que Papá Noel me trajera el avión.
Mi
padre había comprado ya un árbol de Navidad, y estuvimos un montón de tiempo en
un supermercado eligiendo cosas para adornarlo. Entonces cometí un error.
Coloqué un retrato de mi madre bajo el árbol. En el momento en que mi padre lo
vio, se puso pálido y empezó a temblar. Yo no sabía qué hacer. Pero él sí. Fue
hacia un armario y sacó de él una botella y un vaso largo. Reconocí la botella
porque todos mis tíos de Alabama tenían muchas exactamente iguales. ¡Puro
Moonshine, licor destilado ilegalmente durante la Prohibición! Llenó el vaso y
se lo bebió de un trago. Hecho esto, fue como si el retrato se hubiera
desvanecido.
Esperé,
pues, la Nochebuena y el siempre excitante advenimiento del orondo Papá Noel.
Por supuesto, jamás había visto ese pesado y ruidoso gigante con la panza
hinchada dejarse caer por la chimenea y exhibir alegremente su generosidad bajo
un árbol de Navidad. Mi primo Billy Bob, que era un miserable enanito, pero que
tenía un cerebro como un puño de hierro, afirmaba que todo eso era una
tontería, que no existía semejante criatura.
-¡Vaya!
-dijo-. Creer que un Papá Noel existe es como creer que una mula es un caballo.
Esta
disputa tenía lugar en la plaza del pequeño juzgado. Le contesté:
-Existe
un Papá Noel porque lo que hace es voluntad del Señor, y todo lo que es
voluntad del Señor es verdad.
Y,
escupiendo en el suelo, Billy Bob se alejó:
-¡Bueno,
al parecer, tenemos a otro predicador entre nosotros!
Siempre
me hacía a mí mismo la promesa de no dormir en Nochebuena, quería oír el baile
saltarín del reno en el tejado y quedarme allí, al pie de la chimenea,
esperando a Papá Noel para saludarle. Y, en aquella Nochebuena en particular,
nada me parecía más fácil que permanecer despierto.
La
casa de mi padre tenía tres pisos y siete habitaciones, algunas espaciosas,
sobre todo las tres que daban al jardín del patio: el salón, el comedor y una
sala de música para los que querían bailar, tocar música y jugar a las cartas.
Los dos pisos superiores estaban adornados con balcones de hierro forjado,
cuyos intrincados barrotes verde oscuro se hallaban delicadamente entrelazados
con buganvilla y rizadas guirnaldas de orquídeas, planta ésta que parece un
lagarto chasqueando su lengua roja. Era el tipo de casa ostentosa con suelos
encerados, algún mimbre por aquí y algún terciopelo por allá.
Podría
haber sido confundida con la casa de un rico; era más bien la casa de un hombre
con pretensiones de elegancia. Para un pobre (pero feliz) chico descalzo de
Alabama, era todo un misterio el modo en que se las arreglaba para satisfacer
esta aspiración.
No
había en cambio misterio alguno en lo que se refiere a mi madre, quien, tras
graduarse en la universidad, se esforzaba por ejercer todos sus encantos
mientras luchaba por encontrar en Nueva York al novio adecuado que pudiera
permitirse vivir en pisos de Sutton Place y adquirir abrigos de marta
cebellina. No, los recursos de mi padre le eran de sobra conocidos, aunque
nunca mencionara el asunto hasta años después, cuando ya había podido comprarse
collares de perlas que colgaban de su cuello envuelto en pieles.
Había
ido a visitarme a uno de esos internados esnobs de Nueva Inglaterra (donde mi
enseñanza era costeada por su rico y generoso marido), cuando algo que comenté
la enfureció; gritó:
-¡Conque
no sabes por qué vive tan bien! Yates y cruceros por las islas griegas. Pues
por ¡sus mujeres! Piensa en esa larga lista. Todas viudas. Todas ricas. Muy
ricas. Y todas mucho mayores que él.
Demasiado
viejas para que cualquier joven sensato se case con ellas. Es por lo que eres
su único hijo. Y ésta es la razón por la que jamás volveré a tener otro; yo era
demasiado joven para tener hijos, pero él era una bestia, acabó conmigo, me
estropeó.
"Just a gigolo, everywhere I go, people stop and
stare... Moon, moon over Miami... This is my first affair, so please be kind...
He, mister, can you spare a dime?... Just a gigolo, everywhere I go, people
stop and stare..." (Célebre canción ligera de la época (N.
de la T.)
Mientras
estuvo hablando (yo intentaba no escuchar, porque, al decirme que mi nacimiento
había acabado con ella, estaba ella acabando conmigo), estas melodías, u otras
semejantes, rondaban por mi cabeza.
Me ayudaban a no escucharla, y me recordaban la extraña e
inolvidable fiesta que dio mi padre en Nueva Orleans en aquella Nochebuena.
Iluminaron
el patio de velas, al igual que las tres habitaciones que daban a él. La
mayoría de los invitados estaban reunidos en el salón, donde un pálido fuego en
la chimenea arrancaba destellos al árbol de Navidad; otros muchos bailaban en
la sala de música y en el patio a los acordes de un gramófono. Tras haber sido
presentado a los invitados y agasajado por todos, me enviaron arriba; pero,
desde la terraza detrás de la contraventana francesa de la puerta de mi
habitación, podía ver toda la fiesta, observar a las parejas mientras bailaban.
Vi a mi padre bailando un vals con una mujer elegante alrededor del estanque
que rodeaba la fuente de la sirena. Era realmente elegante, y llevaba un ligero
vestido plateado que relucía a la luz de las velas; pero era mayor, como mínimo
diez años mayor que mi padre, quien, en aquella época, tenía treinta y cinco.
De
pronto me di cuenta de que mi padre era, con mucho, el más joven de su fiesta.
Ninguna de las mujeres, por encantadoras que fueran, era más joven que la esbelta
bailadora de vals con el ondulante traje plateado. Lo mismo ocurría con los
hombres, quienes, en su mayoría, fumaban aromáticos puros habanos; más de la
mitad eran lo suficientemente viejos como para ser padres de mi padre. Vi
entonces algo que me hizo parpadear. Mi padre y su ágil acompañante se habían
desplazado sin dejar de bailar hasta un lugar semioculto por las orquídeas; se
abrazaban y se besaban. Me quedé tan sobrecogido, tan furioso, que corrí a mi
habitación, salté dentro de la cama y me tapé la cabeza con las sábanas. ¿Qué
podía querer mi joven y apuesto padre de una vieja como aquélla? ¿Y por qué
toda esa gente de ahí abajo no se iba de una vez para que Papá Noel pudiera
entrar? Permanecí despierto durante horas oyendo cómo se marchaban los invitados
y, cuando mi padre dio las buenas noches por última vez, oí cómo subía las
escaleras y abría la puerta de mi dormitorio para echar un vistazo; pero me
hice el dormido.
Muchas
cosas ocurrieron que me mantuvieron despierto toda la noche. Primero, las
pisadas, el ruido de mi padre subiendo y bajando las escaleras, respirando con
dificultad. Tenía que ver qué hacía. De modo que me escondí en el balcón, entre
la buganvilla. Desde allí tenía una visión completa del salón, del árbol de
Navidad y de la chimenea, donde todavía ardían pálidas llamas. Además, podía
ver a mi padre. Caminaba a gatas por debajo del árbol disponiendo una pirámide
de paquetes. Envueltos en papel púrpura, y rojo y dorado, y azul y blanco,
crujían levemente cuando él los movía. Me sentía aturdido, ya que lo que veía
me obligaba a reconsiderarlo todo. Si se suponía que estos regalos eran para
mí, obviamente no habían sido enviados por el Señor ni repartidos por Papá
Noel; no, eran regalos comprados y envueltos por mi padre. Lo que significaba
que mi detestable primito Billy Bob, y otros tan detestables como él, no
mentían cuando se burlaban de mí y me decían que no existía Papá Noel. El peor
pensamiento era: ¿sabía Sook la verdad y me había mentido? No, Sook nunca me
habría mentido. Ella creía. Eso era, aunque tuviera sesenta y tantos años, de
alguna manera era al menos tan niña como yo.
Estuve
observando hasta que mi padre terminó su tarea y apagó las pocas velas que aún
quedaban encendidas. Esperé hasta asegurarme de que estaba en la cama y dormía.
Entonces me deslicé hasta el salón, que todavía olía a gardenias y a puros
habanos.
Me
senté allí a pensar: Ahora seré yo quien tenga que decirle la verdad a Sook.
Una ira, un extraño rencor, crecía en mi interior: no iba dirigido a mi padre,
aunque acabara siendo él la víctima.
Al
amanecer, examiné las tarjetas colgadas en cada uno de los paquetes. Todas
decían: "Para Buddy". Todas, excepto una que rezaba: "Para
Evangéline". Evangéline era una negra ya mayor que bebía Coca-Cola todo el
día y que pesaba ciento cincuenta kilos; era el ama de llaves de mi padre
-también lo había criado ella-.
Decidí
abrir los paquetes: era la mañana de Navidad, estaba despierto, ¿por qué no? No
me tomaré la molestia de describir lo que había dentro: sólo camisas, jerséis y
tonterías por el estilo. Lo único que me gustó fue una soberbia pistola de
pistones. Sin saber por qué, se me ocurrió que sería divertido despertar a mi
padre con un tiro. Y lo hice. "Bang". "Bang".
"Bang".
Se
precipitó fuera de la habitación, con los ojos de par en par. "Bang".
"Bang". "Bang".
-Buddy,
¿qué diablos crees que estás haciendo? "Bang". "Bang".
"Bang".
-¡Para
eso de una vez!
Me
reí.
-Mira,
papá. Mira cuántas cosas maravillosas me ha traído Papá Noel.
Más
calmado, entró en el salón y me abrazó. -¿Te gusta lo que te ha traído Papá
Noel?
Le
sonreí. Él me sonrió. Fue un largo momento de ternura que se rompió cuando
dije:
-Sí,
papá, pero ¿qué me vas a regalar tú?
Su
sonrisa se esfumó. Sus ojos se entrecerraron con suspicacia; podía leerse en su
cara la sospecha de que yo le había tendido una trampa. Pero entonces se
sonrojó, como si se avergonzara de pensar en lo que estaba pensando. Palmeó mi
cabeza, carraspeó y dijo: "Bueno, había pensado que era mejor esperar y
dejar que eligieras algo que desearas realmente. ¿Hay algo que quieras muy
particularmente?"
Le
recordé el avión que habíamos visto en la tienda de juguetes de Canal Street.
Su rostro asintió. Oh, sí, recordaba el avión y cuán caro era. La cuestión es
que, al día siguiente, yo ya estaba sentado en el avión, soñando que me elevaba
hacia el cielo, mientras mi padre rellenaba un talón para el feliz vendedor.
Habíamos hablado de cómo se transportaría el avión hasta Alabama, pero me
mostré firme, insistí en que tenía que ir conmigo en el autobús que tomaba a
las dos de aquella misma tarde. El vendedor lo solucionó llamando a la compañía
de autobuses, que dijo que podrían arreglarlo con facilidad.
Pero
todavía no me había librado de Nueva Orleans. El problema ahora era una gran
petaca de Moonshine; puede que fuera por mi partida, pero el hecho es que mi
padre había estado dándole al trago todo el día y, camino de la estación, me
asustó al cogerme de las muñecas y susurrarme con amargura:
-No
voy a dejar que te vayas. No puedo dejar que vuelvas con esa familia de locos a
ese viejo caserón de locos. Hay que ver lo que han hecho contigo. ¡Un niño de
seis años, casi siete, hablando de Papá Noel! Todo es culpa suya, de esas
viejas solteronas agriadas, con sus Biblias y sus calcetas, de esos tíos tuyos,
todos borrachos. Escúchame, Buddy. ¡Dios no existe! No existe ningún Papá Noel.
Me apretaba las muñecas con tanta fuerza que me hacía daño.
-A
veces, santo cielo, pienso que tu madre y yo, los dos, deberíamos pegarnos un
tiro por haber permitido que esto ocurriera.
(Él
nunca se quitó la vida, pero mi madre sí: pasó a mejor vida hace treinta años).
-Dame
un beso. Por favor. Por favor. Dame un beso. Dile a tu papá que le quieres.
Pero
yo no podía hablar. Estaba aterrado de perder el autobús. Y me preocupaba el
avión, atado con correas a la baca del taxi.
-Dilo:
"Te quiero". Dilo. Por favor. Buddy. Dilo.
Por
suerte para mí, el taxista era un hombre de buen corazón.
Si
no hubiera sido por su ayuda, la de unos mozos eficaces y la de un amable
policía, no sé qué hubiera ocurrido al llegar a la estación. Mi padre se
tambaleaba tanto que apenas podía andar, pero el policía habló con él, le
serenó, le ayudó a mantenerse derecho, y el taxista prometió devolverlo a casa
sano y salvo. Sin embargo, mi padre no se iría hasta ver cómo los mozos me
acomodaban en el autobús.
Una
vez dentro, me acurruqué en el asiento y cerré los ojos. Sentía un extraño
malestar. Un dolor agobiante que me hería por todas partes. Pensé que, si me
sacaba los pesados zapatos de ciudad, auténticos monstruos torturadores,
aquella agonía remitiría. Me los quité, pero el misterioso dolor no me
abandonó. En cierto modo, nunca más me abandonó; nunca más lo hará.
Doce
horas más tarde estaba en casa, en cama. La habitación estaba a oscuras. Sook,
sentada a mi lado, se balanceaba en una mecedora; un sonido tan sedante como el
de las olas en el océano. Había intentado contarle todo lo que había ocurrido,
y tan sólo me detuve cuando me quedé tan ronco como un perro aullador. Me pasó
los dedos por el pelo y dijo:
-Por
supuesto que existe Papá Noel. Sólo que es imposible que una sola persona haga
todo lo que hace él. Por eso el Señor ha distribuido el trabajo entre todos
nosotros. Por eso todo el mundo es Papá Noel. Yo lo soy. Tú lo eres. Incluso tu
primo Billy Bob. Ahora ponte a dormir. Cuenta estrellas. Piensa en la cosa más
apacible. Como la nieve. Siento que no llegaras a verla. Pero ahora la nieve
cae por entre las estrellas.
Las
estrellas destellaban, la nieve se arremolinaba dentro de mi cabeza; la última
cosa que recordé fue la voz serena del Señor encomendándome algo que hacer. Y,
al día siguiente, lo hice. Fui con Sook a la oficina de correos y compré una
postal de un penique. Hoy, todavía existe esa postal. Fue encontrada en la caja
de caudales de mi padre cuando murió, el año pasado. Esto es lo que le había
escrito: "Hola papá espero que estés bien como yo y estoy aprendiendo a
pedalear muy rápido en mi avión estaré pronto en el cielo así que mantén los
ojos abiertos y sí te quiero Buddy".
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