De
vuelta a su casa, ya anochecido, don Julio Revenga -sentado en el tranvía del
barrio de Salamanca, metidas las manos en los bolsillos del abrigo gabán con
cuello y maniquetas de pieles- rumiaba pensamientos ingratos. Su situación era
comprometida y grave, doblemente grave para un hombre leal y franco por
naturaleza, y obligado por las circunstancias a engañar y a mentir. ¡Qué cara
pagaba una hora de extravío! La tranquilidad de su conciencia, la paz de su
casa, la seriedad de su conducta, todo al agua por algunos instantes en que no
supo precaverse de una tentación.
Mientras
el cobrador iba cantando las estaciones del trayecto y el coche despoblándose,
Revenga daba vueltas a la historia de su yerro. ¿Cómo había sido? ¿Cómo había
podido suceder? Como suceden esas cosas: tontamente. Si no es la quiebra de su
amigo y paisano Costavilla, no tendría ocasión de ponerse en frecuente contacto
con la hermana, aquella Anita Dolores -mujer ya espigada en los treinta años, y
más desenvuelta que candorosa.
-Ante
la desgracia de la quiebra, Costavilla perdió la energía y la esperanza; pero
Anita Dolores, en cambio, se reveló llena de aptitudes comerciales, dispuesta,
activa, resuelta a salvar la casa de cualquier modo. Para sus gestiones se
asesoraba con Revenga, le pedía auxilio, préstamos, celebraban conferencias que
duraban horas. Al manejar los papeles, al calcular probabilidades de
liquidación, establecíase entre los dos una intimidad chancera, que se
convertía de repente, por parte de Anita, en afición inequívoca. Al sospechar Revenga
lo que iba a sobrevenir, ya estaba interesado su amor propio, encendida su
imaginación. Sin embargo, la fiebre duró poco: el esposo leal, el hombre
honrado e íntegro, se dio cuenta de que era preciso cortar de raíz lo que no
tenía finalidad ni excusa. Sacrificó de buen grado algunos miles de duros para
sacar a flote a Costavilla, y se apartó de Anita Dolores con propósito de no
verla más.
No
contaba con las fatalidades de la Naturaleza. Ocultamente, en apartado rincón
de provincia, Anita Dolores dio al mundo una criatura. Fue el castigo
providencial, no sólo para ella, sino para Revenga, que no había tenido prole
de su matrimonio, ni esperanzas. Y al rodar del tranvía, que apresuraba su
marcha, el vacilar de la luz de la linterna que se proyectaba sobre los vidrios
nublados por el cielo del aire exterior, Revenga quería dominar una tristeza
inconsolable, una amargura que le inundaba como ola de hiel. Nunca vería a su
niña; nunca la estrecharía, nunca la tendría sobre las rodillas ni la besaría
riendo... Anita Dolores, vengativa y tenaz, la había escondido, la había hecho
desaparecer. ¿Desaparecer?... ¡A cuántas conjeturas se presta este verbo!
¿Qué
era de la niña?... A aquella hora, cuando Revenga penetraba en su morada
lujosa, en su comedor que la electricidad alumbraba espléndidamente y la leña
de encina calentaba, intensa y crujidora; cuando la intimidad del hogar le
sonriese, y las golosinas de Nochebuena lisonjeasen su apetito, ¿dónde estaría
la abandonada? ¿En qué casucha de aldeanos, en qué glacial dormitorio del
Hospicio? ¿Vivía siquiera? ¿Valía más que viviese?
Estremeciéndose
de frío moral, Revenga subió el cuello del gabán y caló el sombrero. Desolación
inmensa caía sobre su alma. Precisamente acababa de saber en casa de unos
amigos de Costavilla, donde solía preguntar disimuladamente por Anita Dolores,
noticias alarmantes. ¡Anita Dolores se casaba! El nuevo socio de Costavilla,
mozo emprendedor y dispuesto, era el novio. No mortificaban los celos a
Revenga; no le quitaban el sueño memorias de lo pasado... Pensaba en la suerte
de su niña, y aquella boda oscurecía más aún el misterio de su destino. ¡Ah!
¡Pues si creían que iba a quedarse así, con los brazos cruzados y mucha flema
británica! ¡Desde el día siguiente -desde temprano-, que Anita Dolores se
preparase! ¡Allí iría, a reclamar la chiquilla, a escandalizar si era preciso!
El escándalo repugnaba a su carácter; el escándalo podía herir de muerte a
Isabela, su mujer, enterándola de lo que debía ignorar siempre... No importa,
escandalizaría, ¡voto a sanes! Cantaría claro; desbarataría la boda; pondría en
movimiento a la Policía, si era preciso...; pero le darían su pequeña, y la
entregaría a personas que la cuidasen bien, y la educaría y haría que de nada
careciese..., y, sobre todo, la vería, la besuquearía, le llevaría juguetes en
la Navidad próxima... Con firme determinación cerró los puños y apretó los
dientes. ¡Amanece, día de mañana!
Entre
tanto, Isabel, la esposa de Revenga, acababa de adornarse en su tocador. La
doncella abrochaba la falda de seda rameada azul oscuro, y prendía con
alfileres la pañoleta de encaje, sujeta al pecho por una cruz de brillantes y
zafiros -el último obsequio de Revenga, traído de París-. Con inocente
coquetería se alisaba el pelo ondulado y se miraba en el espejo de tres lunas,
cerciorándose de que las señales de las lágrimas se habían borrado del todo,
después del lavatorio con colonia y el ligero barniz de velutina. ¡El llanto no
tenía para qué notarse!
Ya
vestida y engalanada, pasó a un cuartito contiguo a la alcoba, donde solía
guardar baúles, pero que ahora presentaba aspecto bien distinto del de
costumbre. Tapizaban las paredes ricas colchas y cortinas de raso y damasco;
corría por el techo un cordón de focos eléctricos, y cubría el piso blando
tapiz. En el testero, como a una vara de altura, se levantaba un tabladillo, y
sobre él un Nacimiento, el Belén clásico español, con su musgo en las
praderías, sus pedazos de vidrio y de hojalata imitando lagos y riachuelos, sus
selvas de rama de romero, sus torres puntiagudas de cartón, sus pastorcicos de
barro, sus dromedarios amarillos y sus Magos con manto de bermellón, muy
parecidos a reyes de baraja. Dos diminutos surtidores caían con rumor
argentino, bañando las plantas enanas en que se emboscaba el Portal. Isabel se
detuvo a contemplar los hilitos del agua, a escuchar el musical ritmo, y
recordó sus propias lágrimas, y sintió nuevamente preñados de ellas los ojos y
rebosante el corazón... La injusticia, la maldad, la mentira, lastimaban a
Isabel más aún que la ofensa. ¿Por qué la engañaban, a ella que era incapaz de
engañar, enemiga de la falsedad y el embuste? ¿Cabía salir de casa
despidiéndose con una sonrisa y una caricia para ir a pasar horas en compañía
de otra mujer?
Los
surtidores goteaban, gimiendo bajito, e Isabel también gimió; el son del agua
que cae se adapta a la alegría lo mismo que a la pena; para unos es concierto
divino, para otros, queja desgarradora.
Quejábase
el alma de Isabel, pidiendo cuentas, exponiendo agravios, alegando derecho y
razón. ¿No había ella cumplido sus promesas, lo jurado al pie de aquel altar,
pedestal y morada de su Dios? ¿No había sido siempre fiel, dulce, enamorada,
dócil, casta, buena, en fin? ¿Por qué su compañero, su socio en la familia,
rompía secretamente el pacto?
La
mirada de la esposa de Revenga se fijó, nublada y húmeda, en el Belén, y la luz
de la estrellita, colgada sobre el humilde Portal, la atrajo hacia el grupo que
formaban el Niño y su Madre. Isabel lo contempló despacio, y un cuchillo aguado
de dolor se le hundió en el pecho.
«No
pidas cuentas... -parecía decir la voz del grupo-. No te quejes... Tú no has
dado a tu esposo sino la mitad del hogar; tú no le has dado el Niño...»
La
esposa permaneció un cuarto de hora sin ver el Nacimiento, viendo sólo, en las
tinieblas interiores de sus penas, lo que cada cual, durante ciertos supremos
instantes que deciden el porvenir, ve con cruel lucidez: lo fallido de su
existencia, el resquicio por donde la desgracia hubo de entrar fatalmente...
Suspiró muy hondo, como para echar fuera toda la pesadumbre, y poco a poco se
apaciguó; su condición era resignarse, aceptar lo dulce, rechazando mansa y
tenazmente lo amargo.
«El
Niño Dios me está diciendo que hice bien, muy bien...»
La
sonrisa volvió a sus labios, aunque sus ojos estaban anegados en un llanto que
no corría. En aquel mismo instante se oyeron pisadas fuertes en el pasillo, y
apareció Julio Revenga.
-¿Qué
es esto? -preguntó con festiva extrañeza a su mujer-. ¿Has hecho un Nacimiento
para divertirte?
-Para
divertirme yo, no -respondió expresivamente Isabel, ya serena del todo-. Tengo
los huesos durillos para divertirme con Belenes... Es... ¡para divertir a una
criatura...!
-¡A
una criatura! -repitió maquinalmente el esposo-. ¡No será nuestra esa criatura!
-añadió de un modo irreflexivo, que tal vez respondía a sus íntimas
preocupaciones.
-¡Qué
sabes tú! -murmuró Isabel con calma.
Debió
de palidecer Revenga. Bajó la cabeza, desvió el rostro. Tales palabras
despertaban eco extraño en su espíritu. ¡Cómo había pronunciado Isabel la
sencilla frase!
-No
entiendo... -tartamudeó el infiel, con raros presentimientos y peregrinas
sospechas.
-Ahora
entenderás... ¿No tienes hijos, Julio? -interrogó ella derramando dulzura y
compasión, y, por extraña mezcla, despecho involuntario.
Él
no contestó. Medio arrodillado, medio doblegado, cayó sobre la banqueta de
terciopelo frente al Belén. El mundo se le venía encima: ¡lo que adivinaba era
tan grande, tan increíble! Quería pedir perdón, disculparse, explicar..., pero
la garganta se resistía. Isabel, llegándose a su marido, le echó al cuello los
brazos, sofocada su indignación, pero magnífica de generosidad.
-No
se hable más del caso... Tranquilízate... Así como así, estábamos muy solos,
muy aburridos a veces en esta casa tan grandona. Yo tenía muchas, muchas ganas
de un chiquillo, ¿sabes? No te lo decía por no afligirte. Hace catorce años que
nos hemos casado, de manera que ya las esperanzas... ¡Qué se le ha de hacer! No
es uno quien dispone estas cosas... Vamos, no te pongas así, Julio, hijo mío...
Alégrate. ¡Hoy nos ha nacido una pequeña!...
Revenga,
en silencio, besó las manos, besó a bulto la cara y el traje de su mujer.
Temblaba, más de vergüenza y de remordimiento -es justo decirlo- que de gozo.
Sus labios se abrieron por fin, y fue para repetir desatentadamente:
-¿Cómo
has sabido...? Mira, yo no veo a esa mujer..., te juro que no, que no la veo...
Te juro que no me importa, que la detesto, que...
-Estoy
bien informada -contestó Isabel un tanto desdeñosa, apacible-. Me consta que no
la ves ni la oyes. Su venganza, su desquite por tu abandono, fue enterarme de
«todo»... y, por fin de fiesta, enviarme la niña... Y ya que me la envía...,
¡caramba!, no la he soltado, ¿sabes? Está en mi poder... La reconoceremos,
arreglaremos lo legal. Que no le quede a «ésa» ningún derecho...
Al
aflojarse el nuevo abrazo de los esposos Revenga imploró:
-¡Tráemela!...
No la conozco todavía...
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