domingo, 21 de diciembre de 2014

CUENTO DE NAVIDAD: "El banquete de navidad" de Nathaniel Hawthorne


—He intentado aquí captar un personaje que en el pasado se deslizó junto a mí ocasionalmente en mi camino por la vida —dijo Roderick abriendo unas hojas del manuscrito cuando estaba sentado con Rosina y el escultor en el cenador—. Como sabéis, mi anterior y triste experiencia me ha dado un cierto grado de percepción de los misterios oscuros del corazón humano, por los que he deambulado como un ser descarriado en una caverna oscura, con la antorcha parpadeando rápidamente hacia su extinción. Pero este hombre, esta clase de hombres, es un enigma sin esperanza.
—Bien, pero háblanos —dijo el escultor—. Para empezar, déjanos tener una idea de él.
—Bueno —contestó Roderick—. Es un ser que se puede concebir que lo esculpas en mármol, y que alguna perfección todavía no lograda de la ciencia humana le dote de un exquisito remedo de intelecto; pero todavía le seguirá faltando ese último e inestimable toque de un creador divino. Parece un hombre; y quizás un ejemplar de hombre mejor que los que vemos ordinariamente. Puedes estimar su sabiduría; puede ser cultivado y refinado, y al menos tiene una conciencia externa, pero precisamente no puede responder a las demandas que el espíritu hace al espíritu. Cuando consigues acercarte a él, lo encuentras frío e insustancial: un simple vapor.
—Creo tener una tenue idea de lo que quieres decir —intervino Rosina.
—Alégrate de ello —respondió el esposo sonriendo—. Pero no anticipes más lo que voy a leer. He imaginado aquí que ese hombre sea consciente de la insuficiencia de su organización espiritual, aunque probablemente nunca lo sería. Creo que la consecuencia sería una sensación de fría irrealidad que le haría recorrer el mundo estremeciéndose y deseando cambiar su carga de hielo por cualquier carga de pena auténtica que el destino pueda arrojar a un ser humano.

Contentándose con ese prefacio, Roderick empezó a leer. En el testamento y últimas voluntades de un cierto caballero anciano aparecía un legado que, como último pensamiento y acto, estaba singularmente de acuerdo con su larga vida de excentricidad melancólica. Dispuso una suma considerable para establecer un fondo cuyos intereses se gastarían, anualmente y para siempre, en la preparación de un banquete de Navidad para diez de las personas más miserables que pudieran encontrarse. No parece que el propósito del testador fuera alegrar a esa decena de corazones tristes, sino procurar que la expresión severa o cruel del descontento humano no se olvidara, ni siquiera en ese día santo y gozoso, en medio de las aclamaciones de gratitud festiva que produce la cristiandad entera.

Deseaba también perpetuar su protesta contra el curso terrenal de la providencia, y su disentimiento triste y amargo contra esos sistemas religiosos o filosóficos que o bien encuentran la luz del sol en el mundo o la hacen bajar del cielo. La tarea de convocar a los invitados, o de seleccionarlos entre quienes presentaran sus pretensiones a compartir esa triste hospitalidad, quedaba confiada a los dos fideicomisarios o administradores del fondo. Esos caballeros eran, como su amigo fallecido, humoristas sombríos que habían convertido en su ocupación principal numerar los hilos negros de la red de la vida humana, dejando sin contar todos los dorados. Ejecutaron su misión con integridad y juicio. Es cierto que el aspecto del grupo reunido en el día de la primera fiesta no convencería a todo testigo de que aquellos eran especialmente los individuos elegidos de todo el mundo cuyas penas merecían sobresalir como indicativas de la masa del sufrimiento humano. Sin embargo, y tras la debida consideración, era indiscutible que se hallaba allí una variedad de incomodidades sin esperanza que, aunque surgen a veces de causas aparentemente inadecuadas, son la principal acusación contra la naturaleza y el mecanismo de la vida.

La disposición y decoración del banquete trataba probablemente de simbolizar esa muerte en vida que había sido la definición de la existencia del testador. El salón, iluminado con antorchas, estaba decorado con cortinas de color morado oscuro y adornado con ramas de ciprés y guirnaldas de flores artificiales, imitando a las que suelen arrojarse sobre los muertos. Junto a cada plato había una ramita de perejil. La reserva principal de vino era una urna sepulcral de plata, desde la que se distribuía el licor por la mesa en pequeños vasos copiados exactamente de los que contenían las lágrimas de las antiguas plañideras. Tampoco olvidaron los administradores, si fue de ellos la idea de disponer esos detalles, la fantasía de los antiguos egipcios, que sentaban un esqueleto en cada mesa festiva, burlándose de su propia alegría con la sonrisa imperturbable de un cráneo. Ese temible invitado, envuelto en un manto negro, se hallaba sentado a la cabeza de la mesa. Se contaba, aunque no sé si será verdad, que el propio testador había caminado por el mundo visible con la maquinaria de ese mismo esqueleto, y que era una de las estipulaciones de su testamento que se le permitiera sentarse así, de año en año, en el banquete que él había instituido. Si es así quizás significara ocultamente que no abrigaba esperanza de bendición, más allá de la tumba, que compensara los males que había sentido o imaginado en este mundo. Y si en sus conjeturas confusas respecto al propósito de la existencia terrenal, los invitados al banquete apartaran el velo y lanzaran una mirada inquisitiva a esa figura de la muerte, como buscando allí la solución que no alcanzaban de otro modo, la única respuesta sería la mirada de las vacías cavernas de los ojos y la sonrisa de las mandíbulas de un esqueleto. Tal fue la respuesta que el fallecido había creído recibir cuando pidió a la muerte que solucionara el enigma de su vida; y era su deseo repetirla cuando los invitados de su triste hospitalidad se sintieran perplejos con la misma cuestión.

—¿Qué significa esa guirnalda? —preguntaron varios miembros del grupo al ver la decoración de la mesa.

Aludían a una guirnalda de ciprés situada en la parte superior de un brazo del esqueleto, que sobresalía desde el manto negro.

—Es una corona —contestó uno de los administradores—. Pero no para el más digno, sino para el más desconsolado, cuando haya demostrado tener derecho a ella.

El primer invitado a la fiesta era un hombre de carácter amable que no tenía energía para luchar contra el abatimiento al que le inclinaba su temperamento; y por ello, aunque en el exterior nada le excusaba de la felicidad, había llevado una vida de tranquila miseria que hacía que su sangre circulara torpemente, que pesara sobre su aliento, y que se sentaba, como un pesado diablo nocturno, sobre cada latido de su sumiso corazón. Su desdicha parecía tan profunda como su naturaleza original, si es que no era idéntica a ella. La mala fortuna de un segundo invitado consistía en abrigar dentro de su pecho un corazón enfermo que había llegado a estar tan desdichadamente ulcerado que los roces continuos e inevitables del mundo, el golpe de un enemigo, la sacudida descuidada de un desconocido o incluso el contacto fiel y amoroso de un amigo formaban úlceras en él. Como acostumbran a hacer las personas así afligidas, encontró su principal tarea en mostrar esas llagas miserables a cualquiera que aceptara el dolor de verlas. Un tercer invitado era un hipocondríaco cuya imaginación creaba necromancia en su mundo exterior e interior, le hacía ver rostros monstruosos en el fuego de la chimenea, dragones en las nubes del atardecer, diablos bajo el disfraz de mujeres hermosas, y algo feo o perverso bajo todas las superficies agradables de la naturaleza. Su vecino de mesa había confiado demasiado en la humanidad durante su juventud, había esperado demasiado de ella, y al encontrarse decepcionado se había sentido desesperadamente amargado. Durante varios años este misántropo se había dedicado a acumular motivos para odiar y despreciar a su raza —como el asesinato, la lascivia, traición, ingratitud, infidelidad de los amigos en quienes confiaba, los vicios instintivos de los niños, la impureza de las mujeres, la culpa oculta en hombres de aspecto santo—, en resumen todo tipo de realidades negras que intentaban adornarse con la gloria o la gracia exterior. Pero con cada hecho atroz que se añadía a su catálogo, con cada aumento del conocimiento triste que empleaba la vida en coleccionar, los impulsos originales del corazón amoroso y confiado del pobre hombre le hacían gemir de angustia. Después entró en el salón, con su pesada frente inclinada hacia abajo, un hombre serio y exaltado que desde su primera infancia había tenido la conciencia de llevar un elevado mensaje al mundo; pero cuando intentaba transmitirlo no había encontrado ni voz ni forma de habla, ni tampoco oídos que le escucharan. Por tanto se había pasado toda la vida preguntándose con amargura a sí mismo: «¿Por qué los hombres no reconocen mi misión? ¿No seré un loco que se engaña a sí mismo? ¿Qué tarea tengo en la tierra? ¿Dónde está mi tumba?» Durante la fiesta bebió con frecuencia del vino de la urna sepulcral, esperando apagar así el fuego celestial que torturaba su pecho sin que beneficiara a su raza.

Después entró allí, rechazando un billete para un baile, un alegre galante de ayer que había encontrado cuatro o cinco arrugas en su frente y más cabellos grises de los que podía contar en la cabeza. Dotado de sentimiento y sensibilidad, había empleado sin embargo la juventud en la locura, pero había llegado finalmente a ese punto temible de la vida en el que la locura nos abandona por sí sola, dejándonos como única amiga la sabiduría, si podemos conseguirla. Así, frío y desolado, había venido a buscar la sabiduría en el banquete, y se preguntaba si no sería ésta el esqueleto. Para redondear el grupo, los administradores habían invitado a un afligido poeta que tenía el hospicio como hogar, y a un melancólico idiota de la calle. Este último tenía el sentido suficiente para ser consciente de un vacío que el pobre, a lo largo de toda su vida, había tratado neblinosamente de llenar con inteligencia, recorriendo las calles arriba y abajo, y quejándose lamentablemente porque sus intentos no eran eficaces. La única dama del salón no había logrado la belleza absoluta y perfecta simplemente por el insignificante defecto de un ligero estrabismo en el ojo izquierdo. Pero esa mancha, aunque era tan diminuta, resultaba tan inoportuna, no para su vanidad, sino para el ideal puro de su alma, que se pasó la vida sola, ocultando su rostro incluso de su propia mirada. Así que el esqueleto permaneció sentado y envuelto en un extremo de la mesa, y esta pobre dama en el otro.

Nos queda por describir un invitado. Era un joven de frente despejada, hermosas mejillas y porte a la moda. Por lo que concernía a su aspecto exterior, habría encontrado un lugar mucho más conveniente en una alegre mesa de Navidad en lugar de contarse entre los invitados desafortunados, golpeados por el destino, torturados por el capricho o malhadados. Los murmullos aumentaron entre los invitados cuando observaron éstos la mirada de examen general que hizo el intruso a sus compañeros. ¿Qué tenía que ver él entre ellos? ¿Por qué el esqueleto del muerto fundador de la fiesta no doblaba sus ruidosas articulaciones, se levantaba y arrojaba de la mesa al desconocido?

—¡Vergonzoso! —exclamó el hombre morboso al tiempo que una nueva úlcera se abría en su corazón—. Viene a burlarse de nosotros: ¡seremos la burla de sus amigos de taberna! ¡Convertirá en farsa nuestras miserias y las subirá al escenario!
—¡Oh, no te preocupes por él! —intervino el hipocondríaco sonriendo con amargura—. Festejará de esa sopera con sopa de víbora, y si hay sobre la mesa un fricassé de escorpiones, le rogaremos que tome su parte. En cuanto al postre, probará las manzanas de Sodoma. ¡Luego, si le gusta nuestra comida de Navidad, que vuelva el año próximo!
—No le inquietéis —murmuró con amabilidad el hombre melancólico—. ¿Qué importa si la conciencia de la miseria viene unos años antes o después? Si ese joven se considera feliz ahora, que se siente con nosotros por la desdicha que le acaecerá.

El pobre idiota se acercó al joven con ese aspecto triste de interrogación vacía que llevaba continuamente en el rostro, y que hacía que la gente dijera que estaba siempre buscando su inteligencia perdida. Tras un examen no pequeño, tocó la mano del desconocido, pero inmediatamente la retiró, sacudió la cabeza y se estremeció.

—¡Frío, frío, frío! —murmuró el idiota.
El joven también se estremeció, y sonrió.
—Caballeros, y usted, señora —dijo uno de los administradores de la fiesta no piensen tan mal de nuestras precauciones o juicio imaginando que hemos admitido a este joven desconocido, llamado Gervayse Hastings, sin una completa investigación y un examen total de sus pretensiones. Confíen en mí, ningún invitado a esta mesa tiene más derecho a su asiento.

La garantía del administrador tuvo por fuerza que resultar satisfactoria. Por tanto los miembros del grupo tomaron asiento y se dedicaron al serio asunto del banquete, aunque enseguida fueron inquietados por el hipocondríaco, quien echó hacia atrás la silla quejándose de que tenía ante él una fuente de sapos y víboras guisados, y que había agua verde de arroyo en su copa de vino. Enmendado ese error, volvió a ocupar su asiento. El vino, que fluía libremente de la urna sepulcral, parecía esta imbuido de todas las inspiraciones tristes; por eso su influencia no fue la de alegrar, sino más bien hundir a los soñadores en una melancolía más profunda o elevar su espíritu hasta un entusiasmo de desdicha. La conversación era variada. Contaron historias tristes acerca de personas que podrían haber merecido ser invitadas a una fiesta como aquella.

Hablaron de incidentes horripilantes de la historia humana; de crímenes extraños que, si se consideraban verdaderamente, no eran sino convulsiones agónicas; de algunas vidas que habían sido totalmente desdichadas, y de otras que, aunque en general presentaban una semejanza de felicidad, sin embargo se habían visto deformadas antes o después por el infortunio, como la aparición de un rostro macabro en un banquete; o de escenas en el lecho de muerte, y de las oscuras sugerencias que podían extraerse de las palabras de los moribundos; del suicidio, y de si la manera mejor sería con soga, cuchillo, veneno, ahogándose, muriendo de hambre poco a poco o con el humo del carbón. Casi todos los invitados, como suele suceder con las personas cuyo corazón está profundamente enfermo, deseaban aportar sus propios infortunios como tema de discusión, y mostrar su alto grado de angustia. El misántropo profundizó en la filosofía del mal y deambuló por la oscuridad mostrando de vez en cuando un brillo de luz descolorida suspendida sobre formas fantasmales y un escenario horrible. Sacó a relucir muchos temas miserables de esos que encuentran los hombres de tiempo en tiempo, y se recreaba en ellos considerándolos una gema inestimable, un diamante, un tesoro muy preferible a la revelación brillante y espiritual de un mundo mejor, que son como las piedras preciosas del pavimento del cielo. Y luego, en mitad de explayarse sobre el infortunio, ocultó el rostro y lloró.

Fue una fiesta en la que el calamitoso hombre de Uz hubiera podido ser un invitado adecuado, junto con todos aquellos que, en las épocas sucesivas, han probado las más amargas profundidades de la vida. Y debe decirse también que todo hijo o hija de mujer, por muy favorecido que haya sido por la feliz fortuna, podría reclamar en un momento u otro de tristeza el privilegio de un corazón roto a sentarse en esta mesa. Pero se observó que durante toda la fiesta el joven extranjero, Gervayse Hastings, fracasaba en sus intentos de captar el espíritu que lo envolvía todo. Ante cualquier pensamiento potente y profundo que era expresado, y que por así decirlo era arrancado de los escondrijos más tristes de la conciencia humana, él parecía perplejo y confuso; todavía más que el pobre idiota, que parecía captar esas cosas con su corazón ansioso, y así, ocasionalmente, las entendía. La conversación del joven era de un tipo más frío y ligero, a menudo brillante, pero carente de las poderosas características de una naturaleza que se había desarrollado mediante el sufrimiento.

—Señor, le ruego que no vuelva a dirigirse de nuevo a mí —dijo el misántropo audazmente como respuesta a una observación de Gervayse Hastings—. Nuestras mentes no tienen nada en común. No puedo imaginar el derecho que tenga usted a presentarse en este banquete; pero creo que para un hombre capaz de decir lo que momento a los ojos y sacudieron la cabeza, negándole esa simpatía tácita, ese santo y seña que nunca puede falsificarse, de aquellos cuyos corazones son bocas de caverna por las que descienden a una región de dolor ilimitado y reconocen a quienes deambulan también por allí.
—¿Quién es este joven? —preguntó el hombre que llevaba una mancha de sangre en su conciencia—. ¡Seguramente no ha descendido nunca a las profundidades! Conozco todas las apariencias de aquellos que han cruzado el valle oscuro. ¿Con qué derecho se encuentra entre nosotros?
—Ay, es un pecado muy grande venir aquí sin una pena —murmuró la anciana con un acento que compartía el temblor eterno que invadía su ser entero ¡Márchese, joven! Su alma no se ha visto nunca conmovida, y eso hace que tiemble mucho más sólo de verle a usted.
—¿Conmovida su alma? No, puedo dar fe de ello —dijo el rubicundo señor Smith presionando su corazón con una mano y comportándose tan melancólicamente como era capaz, por miedo a una explosión fatal de risa—. Conozco bien al muchacho; tiene tan buenas perspectivas como cualquier joven de la ciudad, y no tiene más derecho a estar entre nosotros, criaturas miserables, que el hijo que no ha nacido. ¡Nunca ha sido desgraciado, y probablemente nunca lo será!
—Rogamos a nuestros honrados invitados que tengan paciencia y crean, al menos, que nuestra veneración profunda hacia lo sagrado de esta solemnidad impediría que la violáramos con conciencia de ello. Reciban a este joven en su mesa. No sería excesivo decir que ninguno de los invitados que hay aquí cambiaría su corazón por el que late dentro de ese pecho juvenil.
—Diría que es un mal pacto —murmuró el señor Smith con una confusa mezcla de tristeza y de alegría oculta—. ¡Un absurdo disparate! Mi propio corazón es el único realmente desgraciado que hay en el grupo. ¡Seguro que acabará provocándome la muerte!

Sin embargo, como en la ocasión anterior, el juicio de los administradores no tenía apelación, por lo que el grupo se sentó. El invitado detestado no hizo ningún nuevo intento de entrometerse con su conversación en la de los demás, pero parecía escuchar la conversación de la mesa con peculiar asiduidad, como si algún secreto inestimable que no pudiera alcanzar de otro modo tuviera posibilidad de que se transmitiera en una palabra casual. Y en verdad, para aquellos que eran capaces de entenderla y valorarla había una rica materia en las expresiones de esas almas iniciadas, para quienes la pena había sido un talismán que les había dado acceso a una profundidad espiritual que no podía abrirse con ningún otro encantamiento. A veces, en medio de la tenebrosidad más densa destellaba una irradiación momentánea, pura como el cristal, brillante como la llama de las estrellas, iluminando de tal manera los misterios de la vida que los invitados exclamaban: «¡Seguramente el enigma está a punto de ser solucionado!» En esos intervalos de iluminación los más tristes sentían que se había revelado que las penas mortales no son sino sombras externas; no más que las ropas negras que voluminosamente envuelven una verdadera realidad divina, indicando así lo que de otra manera sería totalmente invisible para el ojo mortal.

—Precisamente ahora me pareció ver más allá del exterior —observó la anciana temblorosa—. ¡Y en ese momento desapareció mi temblor eterno!
—¡Ojalá pudiera habitar siempre en esos destellos momentáneos de la luz! —dijo el hombre de la conciencia sobrecogida—. Entonces se limpiaría la mancha de sangre de mi corazón.
Esa conversación le parecía tan ininteligiblemente absurda al bueno del señor Smith que inició precisamente ese ataque de risa contra el que le habían advertido sus médicos, pues probablemente sería fatal al instante. Y en efecto, cayó hacia atrás sobre su silla como un cadáver, con una amplia sonrisa en el rostro, mientras quizás su fantasma permanecía a su lado asombrado por esa salida sin premeditación. Esa catástrofe acabó, lógicamente, con la fiesta.
—¿Cómo es esto? ¿No tiembla usted? —preguntó la trémula anciana a Gervayse Hastings, que miraba al muerto con singular intensidad—. ¿No es horrible verle desaparecer tan repentinamente en medio de la vida, a este hombre de carne y sangre, cuya naturaleza terrenal era tan cálida y poderosa? ¡En mi alma hay un temblor que nunca cesa, pero que se fortalece con esto! ¡Y usted está tan tranquilo!
—¡Ojalá eso pudiera enseñarme algo! —dijo Gervayse Hastings lanzando un largo suspiro—. Los hombres pasan ante mí como sombras en la pared; sus actos, pasiones y sentimientos son parpadeos de la luz, y luego desaparecen. Ni el cadáver, ni ese esqueleto, ni el temblor permanente de esta anciana pueden darme lo que busco.

Y entonces el grupo se deshizo.
No podemos detenernos a narrar con detalle más circunstancias de estas singulares fiestas, que de acuerdo con la voluntad de su fundador siguieron celebrándose con la regularidad de una institución establecida. Con el tiempo los administradores adoptaron la costumbre de invitar de vez en cuando a aquellos individuos cuyo infortunio era superior al de los otros hombres, y cuyo desarrollo mental y moral podría suponerse por tanto que poseía un interés correspondiente. El noble exilado de la Revolución Francesa y el soldado roto del Imperio estuvieron representados en la mesa. Monarcas caídos que vagaban por la tierra encontraron su puesto en esa fiesta miserable y triste. Los políticos, cuando su partido les abandonaba, podían, si querían, ser de nuevo grandes durante un banquete. El nombre de Aaron Burr apareció en los registros en un período en el que su ruina —la más profunda y sorprendente, con más circunstancias morales que en la de casi cualquier otro hombre—era completa en su vejez. Stephen Girard, cuando su riqueza pesaba sobre él como una montaña, solicitó ser admitido por su propia voluntad. Sin embargo no es probable que estos hombres tuvieran ninguna lección que enseñar en cuanto al descontento y la miseria que no hubiera podido ser igual de bien estudiada en las posiciones más comunes de la vida. Los desafortunados„ ilustres atraen una mayor simpatía no porque sus penas sean más intensas, sino porque, al encontrarse sobre pedestales elevados, sirven mejor a la humanidad como ejemplo por antonomasia de la calamidad.

Concierne nuestro propósito actual decir que en cada fiesta sucesiva estuvo presente Gervayse Hastings, y que gradualmente la belleza suave de su juventud fue convirtiéndose en la gentileza de la madurez y en la impresionante dignidad desgastada de la vejez. Fue el único que invariablemente estuvo presente. Pero en todas las ocasiones hubo murmullos, tanto de los que conocían su carácter y posición como de aquellos cuyo corazón se apartaba negando la camaradería de su fraternidad mística.

—¿Quién es ese hombre imperturbable? —preguntaron cien veces—. ¿Ha sufrido? ¿Ha pecado? No hay en él rastro de ninguna de esas cosas. Entonces, ¿por qué está aquí?
—Preguntadle a los administradores, o a él mismo —era siempre la respuesta— Aquí en nuestra ciudad le conocemos bien y no sabemos de él otra cosa sino que es afortunado y estimable. Y sin embargo aquí viene año tras año, a este triste banquete, y se sienta entre los invitados como una
estatua de mármol. Preguntad a ese esqueleto; quizás él pueda solucionar el enigma.

En realidad era sorprendente. La vida de Gervayse Hastings no era simplemente próspera, sino brillante. Todo le había ido bien. Era rico, mucho más que los gastos que necesitaban la costumbre de la magnificencia: un gusto de rara prudencia y cultivo, el amor por los viajes, el instinto del estudioso por coleccionar una biblioteca espléndida, y además lo que parecía una gran liberalidad para los afligidos. Había buscado la felicidad y no en vano, si es que pueden asegurarla una esposa atractiva y tierna y unos hijos prometedores. Había ascendido además por encima del límite que separa lo oscuro de lo distinguido, y se había ganado una reputación inmaculada en asuntos de la mayor importancia pública. No es que fuera un personaje popular o tuviera en su interior los atributos misteriosos que son esenciales para ese éxito. Para el público era una abstracción fría, desprovista totalmente de esos ricos matices de la personalidad, esa calidez viva y la facultad peculiar de estampar la impresión del propio corazón en una multitud de corazones que permite a la gente reconocer a sus favoritos. Y hay que reconocer que cuando sus amigos más cercanos habían hecho todo lo posible para conocerle bien y amarle, se sorprendían al descubrir en qué poco tenía él ese afecto. Le aprobaban y le admiraban, pero en esos momentos en los que el espíritu humano más ansía la realidad, se apartaban de Gervayse Hastings porque era incapaz de darles lo que buscaban. Era ese sentimiento de pesar receloso con el que retiramos la mano tras haberla extendido, en un crepúsculo engañoso, para coger la mano de una sombra en la pared.

Cuando decayó el ardor superficial de la juventud se volvió más perceptible ese peculiar efecto del carácter de Gervayse Hastings. Cuando extendía los brazos hacia sus hijos, éstos acudían fríamente a sus rodillas, y nunca se subían a ellas por propia voluntad. Su esposa lloraba en secreto y se consideraba casi una criminal porque se estremecía ante la frialdad de su pecho. Incluso él a veces parecía no ser inconsciente de la frialdad de su atmósfera moral, y deseaba, si hubiera sido posible, calentarse en un fuego amigable. Pero la edad siguió avanzando y entumeciéndole más y más. Cuando empezó a reunirse la escarcha a su alrededor, su esposa se fue a la tumba, donde sin duda encontró más calor; sus hijos o murieron o se esparcieron por distintos hogares de su propiedad; y el anciano Gervayse Hastings, sin ser atacado por la pena, solitario pero sin necesitar compañía, prosiguió su andadura por la vida y siguió asistiendo todas las Navidades al triste banquete. Su privilegio como invitado estaba sancionado ya por la costumbre. Si hubiera reivindicado la cabecera de la mesa, hasta el esqueleto se habría levantado de su asiento.

Finalmente, en el apogeo de la alegre Navidad, cuando había completado ya ochenta años, este anciano pálido, de frente alta y rasgos de mármol volvió a entrar en el salón que tanto tiempo había frecuentado con el mismo aspecto imperturbable que tantas observaciones desagradables había provocado la primera vez que acudió. Salvo en asuntos meramente externos, el tiempo no había hecho nada por él, ni para bien ni para mal. Al ocupar su sitio lanzó una mirada tranquila e inquisitiva alrededor de la mesa, como para averiguar si había aparecido ya, tras tantos banquetes fracasados, un invitado que pudiera enseñarle el misterio, el secreto cálido y profundo, la vida dentro de la vida que, tanto si se manifiesta en la alegría como en la pena, es lo que da sustancia a un mundo de sombras.

—¡Amigos míos, sed bienvenidos! —dijo Gervayse Hastings asumiendo una posición que dado su largo conocimiento de la fiesta parecía natural—. Bebo por todos vosotros en esta copa de vino sepulcral.

Los invitados contestaron con cortesía, aunque de una manera que seguía demostrando que no eran capaces de recibir al anciano como miembro de su triste fraternidad. Quizás sea conveniente dar al lector una idea del grupo presente en ese banquete. Uno había sido un clérigo que abordó con entusiasmo su profesión, aparentemente de la dinastía auténtica de esos viejos teólogos puritanos cuya fe en su vocación, que ejercían rígidamente, les había situado entre los más poderosos de la tierra. Pero cediendo a la tendencia especulativa de la edad se había apartado de los fundamentos firmes de una fe antigua y deambulaba en una región nublada en la que todo era neblinoso y engañoso, se burlaba de él con una semejanza de realidad, pero se disolvía cuando trataba de encontrar un punto de apoyo y descanso. Su instinto y su formación temprana exigían algo firme; pero al mirar hacia adelante contemplaba vapores apilados sobre vapores, y tras él un vacío impenetrable entre el hombre de ayer y el de hoy, vacío sobre cuyas fronteras iba de aquí para allá, a veces retorciéndose las manos por la agonía, y a menudo convirtiendo su propia desdicha en tema de una alegría burlona. Con seguridad se trataba de un hombre desgraciado. Venía después un teórico —un miembro de una tribu numerosa, aunque él se considerara único desde el inicio de la creación—; un teórico que había concebido un plan que permitiría hacer desaparecer toda la desdicha de la tierra, tanto moral como física, obteniéndose de inmediato la bendición del milenio. Pero, apartado de la acción por la incredulidad de la humanidad, fue atacado por tanta pena como si toda esa aflicción cuya oportunidad de remediar le habían negado se hubiera amontonado en su propio pecho. Un anciano vestido de negro atrajo la atención del grupo porque suponían que no era otro que el Padre Miller, quien por lo visto había cedido a la desesperación ante el tedioso retraso de la conflagración final. Había también un hombre que se distinguía por su obstinación y orgullo, que poco tiempo antes poseía inmensas riquezas y poseía el control de vastos intereses económicos que manejaba con el mismo espíritu con el que un monarca despótico manejaría el poder de su imperios, emprendiendo una tremenda guerra moral cuyo estruendo y temblor se dejó sentir en todos los hogares de la tierra.
Sufrió al final una ruina aplastante —una pérdida total de la fortuna, el poder y el carácter—, cuyo efecto sobre su naturaleza imperiosa, y en muchos aspectos noble y elevada, le daba derecho a un lugar no sólo en nuestra fiesta, sino incluso entre sus iguales del Pandemónium.

Había un filántropo moderno que había llegado a ser tan sensible a las calamidades de miles y millones de prójimos, y a la impracticabilidad de cualquier medida general de alivio, que no tenía corazón para hacer la pequeña parte de bien que estaba en su mano, y se contentaba con sentirse desgraciado por simpatía. Cerca de él se sentaba un caballero que se hallaba en una difícil situación que hasta ese momento carecía de precedentes, pero que en la época presente proporcionaría probablemente numerosos ejemplos. Desde que tuvo capacidad para leer un periódico esa persona se enorgullecía de haberse adherido coherentemente a un partido político, pero en la confusión de esos últimos tiempos se había sentido perplejo y no sabía cuál era su partido. Esa infeliz condición, tan moralmente desoladora y descorazonadora para un hombre que llevaba mucho tiempo habituado a fundir su individualidad con la masa de un gran cuerpo, sólo podía ser concebida por quienes la habían experimentado. El compañero de al lado era un popular orador que había perdido la voz, y era tan grande la pérdida que ello conllevaba que había caído en un estado de melancolía sin esperanza. La mesa estaba adornada por dos miembros del sexo débil: una costurera tísica y medio muerta de hambre, que representaba a otras miles de infelices iguales; y la otra una mujer de energías sin utilizar que se encontraba en el mundo sin nada que lograr, nada que disfrutar y ni siquiera nada que sufrir. Ello le había conducido al borde de la locura por sus pensamientos oscuros acerca de los errores de su propio sexo, con la exclusión de un campo de acción adecuado. Completada así la lista de huéspedes, se había dispuesto una mesa auxiliar para tres o cuatro buscadores de trabajo decepcionados, con el corazón mortalmente enfermo, a quienes los administradores habían admitido en parte porque sus calamidades les daban realmente derecho a entrar allí, y en parte porque tenían una necesidad especial de una buena cena. Había también un perro sin dueño con la cola entre las patas, lamiendo las migajas y royendo los fragmentos del festín: un melancólico perro callejero de ésos que vemos a veces por las calles sin un dueño, deseando seguir al primero que acepte sus servicios.

A su manera, era un grupo de personas tan infeliz como nunca se había reunido en la fiesta. Se sentaron con el esqueleto tapado del fundador elevando la corona de ciprés en un extremo de la mesa, y en la otra, envuelta en pieles, la figura marchita de Gervayse Hastings, majestuoso, tranquilo y frío, produciendo en el grupo respeto, pero tan poca simpatía en los demás que podría haberse desvanecido en el aire sin que ninguno de ellos exclamara: «¿Adónde ha ido?»

—Señor —dijo el filántropo dirigiéndose al anciano—. Ha sido durante mucho tiempo invitado de esta fiesta anual, y por ello está versado en tantas variedades de la aflicción humana que no es improbable cine hava extraído de ellas grandes e importantes lecciones. ¡Su destino quedaría bendecido si revelara un secreto mediante el cual pudiera eliminarse esta masa de aflicción!
—Sólo conozco un infortunio, y es el mío —contestó tranquilamente Gervayse Hastings.
—¡El suyo! —intervino el filántropo—. Y examinando su vida serena y próspera, ¿cómo puede pretender ser el único infortunado de la raza humana?
—No lo entendería —contestó Gervayse Hastings débilmente, con una singular ineficacia en la pronunciación, y confundiendo a veces una palabra por otra— Nadie lo ha entendido, ni siquiera los que han experimentado lo mismo. Es una frialdad, una ausencia de fervor, la sensación de que mi corazón fuera algo vaporoso... ¡una asoladora percepción de la irrealidad! Por ello, aunque parece que poseo lo que todos los demás hombres tienen, o lo que todos los demás hombres pretenden, en realidad no he poseído nada, ni alegrías ni penas. Todas las cosas y todas las personas —tal como se ha dicho realmente de mí en esta mesa desde hace muchísimo tiempo— han sido como sombras que parpadean en la pared. Así sucedió con mi esposa y mis hijos, con aquellos que parecían mis amigos: así sucede ahora con ustedes, a quienes veo delante de mí. Tampoco tengo yo una existencia real, sino que soy una sombra como los demás.
—¿Y qué sucede con su visión de una vida futura? —inquirió el curioso clérigo.
—Es peor que para usted —dijo el anciano con un tono débil y hueco—. Pues no puedo concebirla con la suficiente seriedad como para sentir esperanza o miedo. ¡Mía, mía es la desdicha! ¡Este corazón frío, esta vida irreal! ¡Ay, y se está volviendo más fría todavía!

Sucedió que en ese momento cedieron los ligamentos corrompidos del esqueleto, y los huesos secos cayeron juntos en un montón haciendo que cayera sobre la mesa la polvorienta guirnalda de ciprés. Al apartarse por un solo instante la atención del grupo de Gervayse Hastings, al volverse hacia él vieron que el anciano había sufrido un cambio. Su sombra había dejado de parpadear en la pared.

—Y bien, Rosina, ¿cuál es tu opinión? —preguntó Roderick mientras enrollaba el manuscrito.
—Sinceramente tu éxito no es en absoluto completo —contestó ella—. Es cierto que me he hecho una idea del personaje que pretendes describir; pero ha sido más por mi propio pensamiento que por tu manera de expresarlo.
—Eso es inevitable —comentó el escultor—, porque las características son todas negativas. Si Gervayse Hastings hubiera sentido una pena humana en el triste banquete, la tarea de describirlo habría resultado infinitamente más sencilla. Con respecto a esas personas —y de vez en cuando nos encontramos con esos monstruos morales— es difícil concebir cómo pueden existir aquí, o qué hay en ellos que sea capaz de una existencia posterior. Parecen estar fuera de todo; y nada fatiga más el alma que el intento de comprenderlas.

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