Piero
contó:
Esta
noche hemos hablado de nuevo sobre el beso y hemos discutido acerca de que
clase de beso era el que nos procuraba más felicidad. Es propio de los jóvenes
responder a eso; a nosotros, a la gente mayor, ya nos ha pasado la edad de
tentativas y probaturas y, para esos importantes menesteres, sólo podemos
recurrir a nuestra engañosa memoria. De mis humildes recuerdos, os quiero,
pues, contar la historia de dos besos que fueron para mí a la vez los más
dulces y los más amargos de mi vida.
A
mis dieciséis o diecisiete años, mi padre poseía una casa de campo en la
vertiente bolonesa de los Apeninos en la que pasé buena parte de mis años de
adolescencia y juventud, época que ahora - lo entendáis o no - me parece la más
bonita de toda mi vida. Ya hace tiempo que habría vuelto a ver esa casa o que
me la habría quedado como lugar de reposo, si no hubiera sido porque, a causa
de una desgraciada herencia, fue a parar a un primo mío con quien ya desde niño
me llevaba mal y que, además, tiene un papel importante en esta historia.
Era
un hermoso verano, no demasiado caluroso, y mi padre estaba en aquella pequeña
casa conmigo y el citado primo, al que había invitado. Por aquel entonces, ya
hacía tiempo que mi madre no vivía. Mi padre, todavía de buen ver, era un
hombre apuesto, refinado, que a los jóvenes nos servía de modelo tanto en lo
tocante a la equitación, la caza, la esgrima y los juegos como in artibus
vivendi et amandi. Aún se movía ágilmente y casi de forma juvenil; tenía
prestancia y fuerza y, poco antes se había casado por segunda vez.
El
primo, que se llamaba Alvise, contaba con veintitrés años y era, tengo que
reconocerlo, un hermoso joven. Esbelto y bien formado, con largos rizos y de
cara fresca y sonrosadas mejillas, tenía además elegancia y aplomo; era un conversador
y un cantante bien dispuesto; bailaba excelentemente y, ya entonces, era
reputado por ser uno de los hombres mas codiciados entre las mujeres de nuestra
región. Que no nos pudiésemos ver uno a otro tenía su buena razón de ser.
Conmigo, actuaba con altanería o con una insufrible condescendencia irónica, y
aquella forma desdeñosa de tratarme, a mí, que precisamente superaba en
sensatez a los de mi edad, me zahería cada vez más. Asimismo, yo, como buen
observador que era, descubría muchos de sus secretos e intrigas, lo que
naturalmente, a él, por su parte, le disgustaba sobremanera. Algunas veces
intentó ganarse mi favor mediante una actitud falsamente amistosa, pero no me
dejé engatusar. Si yo hubiese sido un poco mayor y más inteligente, le habría correspondido
con el doble de astucia, me habría granjeado sus simpatías y le habría hecho
caer en mi trampa en el momento oportuno. ¡Es tan fácil engañar a la gente
mimada por el éxito y la fortuna! Pero aunque ya era lo suficientemente mayor
para detestarlo, seguía siendo muy niño para conocer otras armas que no fuesen
la frialdad y la oposición y, en lugar de devolverle con elegancia su saeta
envenenada, sólo conseguía, con mi furia impotente, hundirla más profundamente
en mi propia carne. Mi padre, a quien, como es lógico, no le pasaba
desapercibida nuestra mutua animadversión, se reía de ella y se burlaba de
nosotros. Apreciaba al guapo y elegante Alvise, y mi comportamiento hostil no
le disuadía de invitarlo a menudo.
De
esta forma pasamos juntos aquel verano. Nuestra casa de campo estaba
espléndidamente situada en la colina y desde ella se divisaban, por encima de
los viñedos, las lejanas llanuras. Por lo que sé, había sido construida por uno
de los propietarios Albizzi, un florentino exiliado. Estaba rodeada de un bello
jardín alrededor del cual mi padre había hecho levantar un nuevo muro. También
hizo esculpir en piedra su blasón en el portal, mientras que, encima de la
puerta de la casa todavía pendía el blasón del primer propietario, trabajado en
piedra quebradiza y prácticamente irreconocible. Mas allá, hacia la montaña, la
caza era abundante; yo iba allí a pie o a caballo casi todos los días, ya fuera
solo o con mi padre, que me instruía entonces en el arte de la cetrería.
Como
he dicho, yo era todavía un chico, o casi. Pero en realidad ya no lo era, y me
encontraba mas bien en mitad de aquel período breve y peculiar en que los
jóvenes deambulan, ansiosos sin razón y tristes sin motivo, por una tórrida
calle situada entre el perdido alborozo infantil y la todavía incompleta
pubertad, como entre dos jardines perdidos. Naturalmente, escribía un montón de
tercetos y poemas, pero aún no me había enamorado de otra cosa que no fuera un
ensueño, aunque, de puro anhelo, creyera desvivirme por un amor verdadero. Así
que corría de un lado a otro febrilmente, buscaba la soledad y me sentía
desgraciado hasta lo indecible. Mis sufrimientos se multiplicaban por el hecho
de tener que mantenerlos celosamente escondidos. Porque ni mi padre ni el
odiado Alvise, como yo bien sabía, me habrían escatimado sus burlas. También
escondía mis hermosas poesías por precaución, como habría hecho un avaro con
sus ducados, y cuando me parecía que el cofre había dejado de ser un lugar
seguro, llevaba la caja con los papeles al bosque y la enterraba; eso sí,
comprobando todos los días que continuaba en su lugar.
En
una de aquellas expediciones en busca del tesoro, vi por casualidad a mi primo,
que esperaba en el linde del bosque. Como él no se había percatado de mi
presencia, tomé inmediatamente otra dirección, pero no lo perdí de vista, tan
acostumbrado estaba a observarlo, ya fuera por curiosidad o antipatía. Al cabo
de poco, vi que una joven sirvienta perteneciente a nuestra casa, avanzaba y se
acercaba a Alvise, que la aguardaba. Él le pasó el brazo por la cintura, la
atrajo hacia sí y desapareció con ella en el bosque.
Entonces
me invadió una cierta fiebre y sentí una violenta envidia hacia aquel primo
mayor que yo, a quien veía coger frutos inaccesibles para mí. En la cena clave
mis ojos en los suyos, porque creía que por su mirada o sus labios se sabría de
alguna forma que había besado y disfrutado del amor. Pero era el mismo de
siempre y estaba tan alegre y locuaz como de costumbre. A partir de aquel
momento me fue imposible observar a aquella sirvienta y a Alvise sin sentir un
estremecimiento voluptuoso que me causaba placer y aflicción a la vez.
Por
aquel entonces - estábamos en pleno verano - mi primo nos notificó un día que
tendríamos nuevos vecinos. Un señor rico de Bolonia y su joven y hermosa
esposa, a los que Alvise conocía desde hacia tiempo, se habían instalado en su
casa de campo, situada a menos de medía hora de la nuestra y un poco internada
en el bosque.
Aquel
señor también era un conocido de mi padre, y creo incluso que se trataba de un
pariente lejano de mi difunta madre, quien procedía de la casa de los Pepoli;
aunque de esto no estoy muy seguro. Su casa en Bolonia se hallaba cerca del
Colegio de España. La casa de campo, en cambio, era propiedad de la mujer. El
matrimonio e incluso sus tres hijos, que por aquella época todavía no habían
nacido, han muerto ya. Y, a excepción de mí mismo, de los que nos reunimos en
aquella ocasión sólo mi primo Alvise continúa vivo, y tanto él como yo ya somos
viejos sin que, a pesar de ello, nos llevemos mejor.
Al
día siguiente, en un paseo a caballo, nos encontramos con el boloñés. Lo
saludamos, y mi padre lo animó a visitarnos pronto junto con su mujer. Aquel
señor no me pareció mayor que mi padre, pero no cabía comparar a aquellos dos
hombres, pues mi padre era alto y de distinguida figura, y el otro, bajo y poco
agraciado. Se mostró muy cortés con mi padre, me dirigió algunas palabras y
aseguró que nos visitaría al día siguiente, a lo que mi padre correspondió
inmediatamente con una invitación a comer de lo más amistosa. El vecino nos lo
agradeció, y nos despedimos obsequiosamente y con la mayor de las
satisfacciones.
Al
día siguiente, mi padre encargó una buena comida y también hizo poner una
guirnalda de flores en la mesa en honor de la dama forastera. Esperábamos a
nuestros invitados con gran júbilo y emoción y, cuando llegaron, mi padre fue a
su encuentro al portal y él mismo ayudó a la dama a desmontar del caballo. Nos
sentamos alegremente a la mesa, y durante la comida no pude por menos que
admirar a Alvise por encima de mi propio padre. Sabía contar a los forasteros,
especialmente a la dama, tantas cosas ocurrentes, lisonjeras y divertidas, que
provocaba el alborozo general sin que, ni por un momento, decayeran las charlas
y las risas. En aquella ocasión me propuse adquirir yo también aquella valiosa
habilidad.
Pero
sobre todo me entretuve con la contemplación de aquella noble dama. Era
excepcionalmente hermosa, alta y esbelta, iba lujosamente vestida y sus gestos
rezumaban naturalidad y seducción. Me acuerdo a la perfección de que en su mano
izquierda, justo a mi lado, llevaba tres anillos de oro con grandes piedras
preciosas y, en el cuello, una cadenita de oro con pequeñas láminas cinceladas
al estilo florentino. Cuando la comida llegaba a su fin y, tras haber
contemplado a la dama a placer, yo ya me sentía perdidamente enamorado de ella
y experimentaba por vez primera, y de verdad, aquella dulce y perniciosa pasión
con la que tanto había soñado y que tantos poemas me había inspirado.
Una
vez retirada la mesa nos fuimos todos a descansar un rato. Al salir después al
jardín nos instalamos a la sombra y nos deleitamos con entretenimientos varios,
en el transcurso de los cuales tuve ocasión de declamar una oda latina y
cosechar algunas alabanzas. Al atardecer, comimos en la logia y cuando empezó a
oscurecer, los invitados se prepararon para volver a casa. Me ofrecí
inmediatamente a acompañarlos, pero Alvise ya había mandado buscar su caballo.
Nos despedimos, los tres caballos emprendieron el camino, y yo me quedé con las
ganas.
Aquella
tarde y por la noche tuve la oportunidad de experimentar por primera vez algo
de la verdadera esencia del amor. A lo largo del día me había sentido tan
plenamente feliz con la contemplación de la dama, como afligido y desconsolado
me quedé a partir del momento en que ella abandonó nuestra casa. Al cabo de una
hora oí con desolación y envidia como mi primo volvía, cerraba el portal y
entraba en su habitación. Después, me pasé la noche entera en la cama sin poder
dormir, exhalando suspiros y lleno de inquietud. Intentaba reproducir con
exactitud los rasgos de la dama; sus ojos, cabellos y labios, sus manos y dedos
y cada una de las palabras que había pronunciado. Murmuré por lo bajo su nombre
más de cien veces, tierna y tristemente, y fue un milagro que al día siguiente
nadie reparara en mi alterado aspecto. Durante todo el día no hice otra cosa
que idear estratagemas y medios que me permitieran volver a ver a la dama y
obtener de ella, en lo posible, algún que otro gesto amable. Naturalmente, me
torturé en vano: no tenía experiencia alguna, y en el amor todos, incluso los
más afortunados, empiezan necesariamente con una derrota.
Un
día después me atreví a acercarme a aquella casa de campo, lo que podía hacer
fácilmente a hurtadillas, puesto que se hallaba cerca del bosque. Me escondí
cauteloso en el linde de la arboleda y a lo largo de varias horas estuve
espiando sin que apareciera nada más que un gordo e indolente pavo real, una
doncella cantando y una bandada de blancas palomas. A partir de entonces,
corría todos los días hacia allí; en un par o tres de ocasiones, tuve incluso
el placer de ver a Donna Isabella pasear por el jardín o asomarse a una
ventana.
Poco
a poco me volví más audaz y me abrí paso varias veces hacia el jardín, cuya
puerta abierta, estaba protegida por altos matorrales. Me camuflaba debajo de
ellos de tal forma que podía divisar varios caminos y situarme asimismo
bastante cerca de un pequeño pabellón, al que por las mañanas Isabella gustaba
de visitar. Allí estaba yo la mitad del día, sin sentir hambre ni fatiga,
temblado de gozo y angustia apenas lograba atisbar a la hermosa mujer.
Un
día me encontré con el boloñés y corrí doblemente feliz hacia mi puesto, pues
sabía que él no estaría en casa. Por esta razón me atreví a internarme más que
de costumbre en el jardín y me escondí cerca del pabellón, agazapado tras un
oscuro matorral de laurel. Al percibir ruidos en el interior, supe que Isabella
estaba allí. En un momento me pareció incluso oír su voz, pero tan débilmente
que no estuve del todo seguro. Desde mi penoso acecho, esperaba con paciencia
la ocasión de ver su cara, al tiempo que me atenazaba constantemente el miedo a
que su marido volviera y me descubriese por azar. Para mi mayor fastidio y
pesar, la ventana del pabellón que daba a mi escondrijo estaba cubierta por una
cortina de seda azul, de manera que no me era posible atisbar el interior. Con
todo, me tranquilizó un poco pensar que desde aquel lado de la villa tampoco yo
podía ser visto.
Tras
haber aguardado más de una hora me pareció que la cortina azul empezaba a
moverse, como si desde dentro alguien intentase escudriñar el jardín a través
de una rendija. Permanecí bien escondido y, emocionado, me mantuve a la
expectativa, ya que no estaba ni a tres pasos de la ventana. El sudor se
deslizaba por la frente y mi corazón palpitaba con tanta fuerza que temí que
pudieran oírlo.
Lo
que aconteció después me hirió más que si un sablazo hubiera atravesado mi
corazón inexperto. De un tirón, la cortina se descorrió a un lado y, rápido
como un rayo, aunque con mucho sigilo, saltó un hombre por la ventana. Apenas
me había recuperado de aquella indecible consternación y ya me enfrentaba a
otra nueva sorpresa: porque acto seguido reconocí en aquel hombre audaz a mi
primo y enemigo. Como si un relámpago hubiera cruzado mi mente, en un instante
lo comprendí todo. Me puse a temblar de rabia y de celos y estuve en un tris de
saltar y precipitarme sobre él.
Alvise
se había incorporado, sonreía y miraba con cautela a su alrededor. En aquel
mismo instante, Isabella, que había abandonado el pabellón por la puerta
principal, apareció en la esquina, se aproximó hacia él sonriente, y dulce y
suavemente le murmuro: «¡Ahora vete, Alvise, vete! !Addio!».
Mientras
ella se inclinaba, él la abrazó y apretó sus labios a los suyos. Se besaron una
sola vez, pero tan largamente y con tal avidez y ardor, que en aquel minuto mi
corazón debió latir cuando menos mil veces. Nunca había visto tan de cerca la
pasión, hasta entonces sólo conocida a través de poemas y relatos, y la visión
de mi Donna posando sus labios rojos, sedientos y golosos, sobre la boca de mi
primo casi me hizo perder la cabeza.
Aquel
beso, señores míos, fue a la vez el más dulce y el más amargo de todos los que
yo mismo he dado y recibido en mi vida, a excepción quizá de uno del que pronto
os hablaré. Aquel mismo día, mientras mi alma todavía temblaba como un pájaro
lastimado, fuimos invitados a pasar el día siguiente en la casa del boloñés. Yo
no quería ir, pero mi padre me lo ordenó. Así pues, pasé otra noche atormentado
y sin dormir. Montamos al fin los caballos y nos dirigimos sin prisa hacia
aquella puerta y aquel jardín que yo tan a menudo había franqueado en secreto.
Pero mientras que para mí aquello era de lo más penoso y mortificante, Alvise
observaba el pabellón y el matorral de laurel con una sonrisa que a mí no podía
por menos que sacarme de quicio.
Aunque
mis ojos estuvieron también esa vez continuamente pendientes de Donna Isabella,
cada una de aquellas miradas me causaba un sufrimiento atroz, puesto que,
delante de ella, en la mesa, se sentaba el odiado Alvise, y no me era posible
observar a la hermosa dama sin representarme con todo lujo de detalles la
escena del día anterior. Sin embargo no paré de contemplar sus labios
seductores. La mesa estaba espléndidamente abastecida de manjares y vino, la
charla transcurría chispeante y animosa, pero ningún bocado me parecía sabroso
y, a lo largo de la conversación, no me atreví a despegar los labios. Mientras
que todos estaban contentos a más no poder, a mí la tarde me pareció más larga
y difícil, que una semana de penitencia.
Durante
la cena el sirviente anunció que en el patio había un mensajero que deseaba
hablar con el propietario de la casa. Así que éste se disculpó, prometió volver
enseguida y se fue. Mi primo llevaba de nuevo el peso de la conversación. Pero
mi padre, creo, había adivinado lo que pasaba entre él e Isabella y se
complacía en importunarles con alusiones y extrañas preguntas. Entre otras
cosas le preguntó a la dama bromeando:
-
Dígame, pues, Donna, ¿a quién de nosotros daría usted más gustosamente un beso?
Entonces,
la hermosa mujer estalló en risas y respondió rauda:
-
¡Gustosamente le daría un beso a aquel guapo muchacho de allí!
Con
ésas, se levantó de la mesa, se dirigió hacia mí y me dio un beso; pero éste no
fue como el del día anterior, largo y ardiente, sino frío y escueto.
Y
creo que, de todos los besos nunca recibidos de una mujer amada, aquél fue el
que mayor placer y mayor daño me causó.
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