Mi última novela literaria “Mamá Sabina” narra el drama de mi madre abnegada y valiente que sobrevivió, a pesar de todas los obstáculos que se le presentaron en su vida logrando salir adelante con sus hijos huérfanos de padre.
Aquí les presento un capítulo de la novela “Mamá Sabina”.
CAPÍTULO I
Cuando estaba un poco crecidito yo ya sabía eso de morirse porque mamá Sabina siempre me decía que nadie se escapa de las garras de la muerte ni siquiera los que tienen harta plata. Todos, pobres y ricos van a dar al hoyo tarde o temprano, porque nadie tiene la vida comprada, me repetía cada vez que se le daba por hablar de eso de irse al otro mundo. Por eso, me decía para mis adentros, hay que entrarle a las cosas buenas y no hay que estar haciendo daño a las personas porque en cualquier momento el de arriba que todo lo ve y lo escucha nos puede decir “Hasta aquí nomás mi hijito” y nos recoge rapidito de este horrible mundo. Pero lo más triste de todo, seguía diciendo para mi solito, es que los gusanos nos salen comiendo todo y hasta los zapatos. Yo ya sabía que cuando uno se muere, el alma se va derechito al cielo o al fuego eterno. Cuando me ponía a pensar en esas cosas se me metía abundante miedo en el cuerpo y así de pronto también se me metía sin pedir permiso hasta los huesos una terrible tembladera de nunca acabar.
Un día llegaron a casa unos hombres extraños vestidos de negro que jamás había visto en mi vida. Ellos muy sueltos de huesos dijeron que papá Alfredo se había muerto así de repente. Yo al escuchar esa mala noticia me quedé paradito como un poste y no podía abrir la boca ni siquiera para decir algo, porque la lengua se me había enredado por tanta angustia que se había adueñado de mi alma de niño. Se me dio por la lloradera al ver a mamá Sabina cómo sufría por la muerte del hombre que le hizo suspirar de amor en algún momento de su vida. Ella terminó tendida en el bendito suelo con un llanto que le sacudía el pecho y de sus ojos caía abundante agüita como si fuese manantial. La que me dio la vida empezó a revolcarse en medio de una gran polvareda en el corralón donde vivíamos como si el dolor se lo estuviese tragando sin piedad. Y yo nada de alejarme de allí donde seguía paradito sin quitarle la mirada de encima por un solo instante. Después se le dio por estar jalándose las mechas hasta quedarse sin aliento. “¿Por qué Dios mío? ¿Por qué te lo has llevado? ¿Por qué?”, decía, por momentos, casi balbuceando. Yo seguía quietecito allí nomás viendo la dolorosa escena que hacía la que me trajo al mundo. Yo tenía los ojos sin lágrimas porque había llorado demasiado por mamá Sabina. Al ver que ella no daba muestra de vida por la falta del color rosadito en sus mejillas, yo empecé a gritar de desesperación con todas las fuerzas de mi corazón su bendito nombre. Al oír mi voz chillona que tenía y que ella la conocía de memoria, comenzó a reaccionar haciendo grandes esfuerzos. Luego se sentó y con su mirada casi perdida me buscó hasta dar conmigo. Ella al darse cuenta de mi presencia con su gracioso dedito me dio a entender que me acercase a su lado y yo le obedecí en menos de lo que canta un gallo sin chistar. Al estar junto a su cuerpo, ella apoyó su carita de color papel blanco sobre mi hombro, enlazando con sus manos mi escaso cuerpo al mismo tiempo que yo sentía que caía de sus ojos agüita caliente en mi ropa. Ella acarició mis cabellos y cubriéndome de besos mi cara sucia me dijo que ya no tenía papá Alfredo porque diosito se lo había recogido.
Después me enteré por otras bocas que mi papá Alfredo se murió en un accidente. No sé por qué a veces lloraba por él, tal vez porque mi madre me contagiaba con su lloradera. Valgan verdades, jamás papá Alfredo me dio cariño y menos un beso de padre. Para mí fue un hombre misterioso y desconocido. Yo para él fui cualquier cosa, menos un hijo. Nunca se me acercó para decirme cosas bonitas “Te amo hijito” o “cuídate que ya regreso”. Él siempre brilló por su ausencia en casa. Nunca tuvo tiempo para nosotros. Cuando mi madre me hablaba de él, yo le decía “Yo no tengo papá”. Ella “Hijo estás mal. Él es tu padre”. Yo como no tenía pelos en la lengua le decía que no tenía papá porque no lo sentía y me ponía a llorar a chorros de pura tristeza. Entonces, ella me abrazaba tiernamente y me cubría el rostro con besos de madre. Me decía que papá Alfredo era bueno y que nunca tuvo amor de sus padres, por eso era así. Poco a poco empecé a agarrarle algo de cariño nada más, pero no era amor de hijo lo que sentía por él. En cambio, el amor que le tenía a la que me dio la vida era del tamaño del cielo. Ella era todo para mí. Una madre como ella no encontraría así nomás en el mundo. Antes de que se fuera de este valle de lágrimas, papá Alfredo le había dicho repetidas veces a la que amaba mucho de que yo tenía que ocupar su lugar el día que él se muriera. Entonces, cuando él se murió tuve que cumplir su voluntad y para mí fue muy duro cumplirlo al pie de la letra. Bueno, desde el día de su ausencia eterna de papá Alfredo tuve que enfrentarme solito contra el mundo. Tuve que hacerme grande a la fuerza para defender a mi familia, pues yo era apenas un mocoso que vivía la vida por vivir. También tenía que ser fuerte ante los problemas que se me presentasen y después tenía que vencerlos aunque sea a la mala. Mi mamá se quedó viuda y con seis hijos pequeños a quienes tenía que dar amor y también llenar la barriga para que no se muriesen de hambre.
Después de la muerte de papá Alfredo, mamá Sabina seguía llorando y de paso me hacía llorar a mí también. Pero, ella no se cruzó de brazos pensando que las cosas le caerían del cielo, sino se puso a trabajar como cocinera en una casa de ricos para darnos de comer. Sus patrones le agarraron harto cariño y aprecio muy rapidito, no sólo por lo rico que cocinaba; sino especialmente porque era una mujer que le encantaba el trabajo, era amante de la limpieza y enemiga de estar cogiendo las cosas que no le pertenecían. A pesar, que había transcurrido poco tiempo desde la primera vez que ella había puesto sus pies en esa enorme mansión, ya todos le tenían mucha confianza, aparte del respeto que se había ganado. Si tuvieran que poner la mano al fuego por ella, todos lo harían. Me acuerdo que una vez ella me llevó a su trabajo, un día sábado que no tenía clases en el colegio. Apenas llegamos, tocó el timbre y el mayordomo - que era alto, con buen semblante y con anteojos grandes - abrió la puerta de la enorme mansión, mi madre le saludó y él con sumo respeto y reverencia le respondió “Buenos días, señora Sabina”. Yo no me quedé atrás porque antes que él me saludase, lo hice primero, y él sólo abrió su boca para darme la bienvenida. Mi madre me vino diciendo desde que salimos de casa que tenía que saludar a todos por igual y eso fue lo que hice con el que nos abrió la puerta. Ella después se metió a un cuarto y al ratito nomás salió vestida de blanco de pies a cabeza. Apenas mis ojos la vio me quedé sorprendido porque estaba hecho un anís. Lo más gracioso de todo era que llevaba una gorra de tamaño pequeño y de color de nieve que apenas le cubría la nuca. Esa gorrita se parecía al que llevaba mi perrito Jazmín encima de su cabecita haciendo reír a todo el mundo cuando salía a la calle. A mamá Sabina le quedaba bien graciosa esa cosa blanca y de tanto verlo me ponía a reír como si me estuvieran matando a cosquillas. Ella quiso reírse también por la manera cómo me reía a mandíbula batiente; pero ella terminó poniendo la cara de pocos amigos y me ordenó que cerrase el pico de inmediato. Yo sin chistar cerré bien la boca y encima la tapé con mis dos manos para que no saliesen esos sonidos sonoros que producían mi risa. La que me trajo al mundo, sin perder más tiempo se alejó de mi vista casi corriendo y se metió a la cocina para preparar la comida para los patrones. Presintiendo que iba a hacer alguna travesura me llamó y yo en un abrir y cerrar de ojos estaba a su lado bien paradito como un soldadito y me dijo que me comportase como un niño bueno y yo moví mi cabeza como diciendo que sí. Luego me señaló una silla que había en la cocina y me dijo que me sentara allí quietecito. No sé cuánto tiempo me encontraba sentado en esa horrible silleta, sin poder hacer nada. Estaba aburrido. Yo en un descuido me alejé de mi mamita que peleaba con las ollas y fui en busca de una escoba. Me puse a barrer un pasadizo largo donde había algunas hojas que se habían desprendido de los árboles y en ese momento me sorprendió la patrona de la casa quien mostrándome una linda sonrisa me preguntó “¿Qué hace este niñito inquieto?”. Yo quise esconder la escoba detrás de mi persona para que no la viera, pero no tuve tiempo. Ella se me acercó y me acarició el cabello con ternura diciéndome “Tú has salido bien hacendoso igual que tu madre”. Espérame un momentito, me dijo y se alejó de mi vista. Mi madre al darse cuenta de que había desaparecido como por arte de magia, me llamó con una voz de pajarito enojado y yo en un santiamén estuve frente a ella con las manos detrás escuchándole lo que me decía “Te dije que te quedaras sentadito y no me has obedecido”. En ese preciso instante, cuando ella continuaba con su sermón sobre la obediencia, oí que me llamaba la patrona de la casa diciendo “Niñito, ¿dónde te has metido?”. Yo seguía paradito cerca de la silla sin abrir la boca y escuchando todo lo que me decía mi madre. Al rato, la cara de la señora se asomó por la puerta de la cocina y ella mostrando una bella sonrisa a flor de labios me enseñó una caja grande de chocolate que jamás había visto en mi vida y me dijo “Niño, ven acércate”. Yo la miré y mamá Sabina “Anda, obedece”. Patitas me faltaron para llegar a donde estaba la patrona de mamá, quien me dio un beso en mi mejilla haciéndome sentir muy bien y me dijo “Esto es para ti por ser un niño bueno y hacendoso”. Me entregó la caja de chocolate y yo no sabía qué hacer con ella. Sólo atiné a abrazarla mientras miraba a mamá Sabina y a la señora de la mansión que se decían cosas. Entonces, paré mis orejas como las del burro y escuché que hablaban de mi persona, mientras yo comía mi chocolate que tenía un sabor muy exquisito y que era para estar lamiéndose los labios y los dedos horas y horas. Muchas veces fui a esa casa grande los días sábados porque no había clases en la escuela. Me hice querer por toda la familia porque siempre estaba haciendo algo. Unas veces, regando el jardín con una manguera larga o limpiando los vidrios de las ventanas con un trapito que había traído de mi casa. Otras veces se me daba por barrer el patio grande y los pasadizos largos y cortos de la inmensa mansión. Yo me sentía muy feliz haciendo las cosas y no estaba pensando que la señora me regalase otra cajita de chocolate.
Era muy feliz estando cerca de mamá Sabina, pero mi contentura terminaba cuando un hombre se le acercaba con malas intenciones. Un día miré con mis ojos sorprendidos cómo el otro mayordomo gordo y confianzudo se le acercó bien cerquita a mi madre para decirle cosas en su oído para que nadie la oyese y después se puso a reír con su cara de idiota que tenía mucha malicia. Eso le molestó sobremanera a la que me cubría siempre de besos el rostro y se le notó a la legua por la cara de molesta que puso. Entonces, sin perder tiempo monté en cólera y poniendo mi cara de diablo me fui derechito sobre el gordo que tenía terno negro y corbata de michi y le metí un golpe fuerte con mi zapato en su canilla. Él empezó a saltar de una sola pata cogiéndose la pierna golpeada con sus dos manos, diciendo bien despacio “aaayyy”. Mi madre, montada en cólera me llamó la atención por lo que había hecho y me dijo en mis orejas bien bajito, si otra vez haces lo mismo ya no vendrás los sábados a la mansión. También me dijo, si la señora patrona se enterase de lo sucedido nos pondría a los tres de patitas a la calle. Le prometí que no volvería a suceder lo mismo, pero le dije que lo botara apenas se le acercase. Ella me dijo que lo haría. Yo tenía que cuidarla para que nadie le haga daño. A todos lados iba con ella y no permitía que ningún hombre se le acercase. Bueno, pues yo era su fiel protector y estaba en las buenas y en las malas con mamá Sabina.
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