El poemario “Confesiones del lobo” lo vine trabajando desde 1985, pero fue publicado artesanalmente en 1992, justo cuando apareció el primer número de la Revista de Poesía “TRILCE” que dirigía y que publicó a los poetas de aquella época por cinco años. Durante los hermosos años de los ochenta frecuenté las tertulias literarias que se realizaban en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y en la Asociación Nacional de Escritores y Artistas (A.N.E.A.). Conocí en aquella época a los grandes poetas Washington Delgado, Pablo Guevara, Juan Gonzalo Rose, César Toro Montalvo, Demetrio Quiroz Malca, Winston Orrillo, Paco Bendezú, Mario Florián, Luis Nieto, Leoncio Bueno, Gustavo Valcárcel, Luis Hernán Ramírez. Posteriormente frecuenté a los poetas Julio Chiroque, Espinoza Sánchez, Juan Benavente, Federico Torres, Francisco Ponce Sánchez, Julio Aponte, Max Dextre, Carlos Alfonso, Víctor Bradio, Willy Gómez, Manuel López Rodríguez, Guido Carrión, José Guillermo Vargas, entre otros.
El libro de poesía “Confesiones del lobo” es un testimonio personal sobre mi vida que estaba llena dolor y angustia, enfrentándome a un mundo injusto y deshumanizado. Escribir poesía era para mí una especie de pasión y de placer. Y en realidad, eso sentí cuando escribía este poemario.
EPISTOLA A MI HERMANA TERESA
Hermana Teresa, hoy es un día cualquiera y ha llovido
como nunca,
y he tomado un buen café y he leído a Elliot, Ungaretti
y Ezra Pound
Y después me he puesto a pensar en lo que es la vida
y mi alma se ha espantado,
no sé de repente cogiéndome el corazón hecho pedazos
se me dado por hablar de tantas cosas que bailan en mi
cabeza.
Tú, sabes muy bien que nunca fui feliz y que siempre fui
un desgraciado
-rara vez lo digo- y me resigno a vivir así con mis escritos
manchados de melancolía donde
danza mi desdicha riéndose en mi propia cara.
Anda, hermana Teresa, pero rápido donde el padre
Enrique Olier,
el que suele hablar hasta el cansancio de Damián
de Molokai, inmenso apóstol de los leprosos
y dile que no soy un hombre malo,
a pesar de que solía hacer llorar mucho a mamá
todas las mañanas cuando el cholo Don Lucho
-extraño jardinero con cara de gato asustado que
creíase Charles Chaplin-
salía llevándose de paseo a su angustia en dos ruedas.
Corre, hermana Teresa, como la gacela que va junto
al tren perdido con rumbo a lo desconocido
y visita también al viejo Camilo –hipócrita lector de Vallejo-
que todavía está en su lecho de cemento con cara
a la muerte
abrazado a su inmensa miseria en plena esquina,
allí donde está parado la desdicha como una columna
de humo
y dile al oído –aunque algunos dicen que él perdió
en un basural su conciencia
dile que soy un hombre bueno que jamás conoció
la felicidad
y dile también que en su nombre escribiré
los poemas más tristes
y que releeré siempre a Vallejo, Whitman y Neruda
que nos hablan de la esperanza que quisiera que
naciera en mi pecho como una flor de otoño.
Ah no te vayas a olvidar, hermanita Teresa, de ir
aunque sea un instante donde
el negro Tom, ayer tumbador de hombres y hoy
bailarín de bares oscuros,
de visitar también donde el mocho, el trompetista
con cara de sapo que se cree el genial Lousis Armstrong
y el viejo Zumarán de mi barrio, quien reparte todas
las mañanas la más linda sonrisa
todos los niños que llevan un silencio de jazz
sobre sus almas,
y diles que todavía sigo siendo el mismo de siempre
y que Jamás se olviden
de que el río, corto o largo, se parece a la vida de los hombres.
Perdóname, hermana Teresa, estoy llorando y no traten
nadie de consolarme porque creo que es mejor así.
Siento que la tristeza del mundo cae herida
como un gigante árbol en mi alma.
Y de pronto, me he puesto a canturrear canciones de mis
años verdes
rasgueando mis nervios averiados como si fuese una guitarra,
y como nunca he recordado entre lágrimas y risas
a mi padre, hombre de mil oficios y lector de libros anónimos,
cogiéndome en su ancho pecho colorado y cubriéndome de besos;
a mi madre que se paseaba en mi cuarto espantando
la tristeza que se escondía en mi alma;
a Charito, miniatura de Sofía Loren - decían que era muy mala -
pero yo no lo creía,
la que siempre me contaba a oscuras cuentos malévolos,
asustándome a Rocío, la que tenía cara de tortuga , a quien hacía
aterrizar vestida todo de blanco en los mejores charcos de barro,
a César, el chiquitín que solía robarme en complicidad de mi madre
mis mejores cometas hechas con mis propias manos
y mis carritos de madera de color chocolate;
a Lucy, la muchachita de ojitos negros, quien solía
matar con su sonrisa coqueta
la ira que cabalgaba como un dragón en el rostro de mamá.
Hermana Teresa, quiero que me devuelvan –ahora mismo-
mi patria hermosa con sus palomas blancas y sus chiquillos
correteando por las largas avenidas,
que me devuelvan también –lo digo esta vez empeñando
mi alegría al viento -
la sonrisa de niña de mamá que se paseaba por mi rostro
cuando la cólera andaba en mi sangre como un viejo
fantasma derramando la leche tibia de los niños.
Quiero –lo pido casi ahogado en un mar de llanto –
que devuelvan aunque sea por un solo instante
la última sonrisa de mi hijo que se fue con la sombra del otoño.
Quisiera de buena gana, hermana Teresa, darle
un golpe mortal en plena nuca
a aquel juez que ensaya una sonrisa de Judas y
luego reírme a sus espaldas como un loco pordiosero;
también quisiera asustarle con violencia hasta quitarle
casi el aliento
a aquel siniestro hombrecillo vestido todo de verde –
creo que se llama el doctor Silva-
que se pasea siempre muy orondo por los pasillos
cuarteados de melancolía
del noveno piso de ese horrible hospital con rostro
parecido al viejo sauce desnudo azotado por el viento
del otoño,
Quiero leer hasta el cansancio a Hemingway, Vallejo, Dickens,
Mauppassant y Mark Twain
- mis maestros coronados de tristeza- y luego salir
a buscar al padre Olier
para decirle que Santo Tomás de Aquino me llega al alma; quiero abofetear con violencia a Carlos Marx
-mi autor preferido de juventud-
y romper todos sus escritos para que nadie los lean;
por último quiero, hermana Teresa, abrir como un loco de par en par
la ventana de mi tristeza y tocar la luna con mis manos.
QUISIERA SER UN HOMBRE FELIZ
(Fragmento)
Quisiera ser siempre un hombre feliz
caminar bajo la lluvia mojándome los zapatos,
gritando como un loco en las esquinas que la felicidad es sólo
para los dioses del olimpo
y que Baudelaire anda en mi alma de invierno
maldiciendo en alta voz los sonetos de Petrarca.
Estoy enredado en mi propia miseria del tamaño del cielo
entre el pan ausente en mi mesa y el vino despreciado
por los hombres sin sueños,
entre el correr del tiempo que se detiene en los cabellos
de Rita la Caimana
y la lectura de los cuentos del maldito Charles Bukowski.
Quisiera ser siempre un hombre feliz como Pablo, el viejo mendigo
que se acuesta con su inmensa tristeza en las bancas frías de París
odiando a Van Vogh y gritando que ama a Liz Taylor.
Lima, 20 de abril de 1988
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